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jueves, 18 de diciembre de 2014

La aventura del albañil

Hace muchos años vivió en Granada un albañil, o enladrillador, muy pobre, que guardaba todos los domingos y días de fiesta  -incluido San Lunes- y que, sin embargo, a pesar de toda su devoción, se volvía cada vez más pobre, y apenas si podía ganar el pan para su numerosa familia. Cierta noche, unos golpes a su puerta le sacaron del primer sueño. El albañil abrió, encontrándose con un cura alto, flaco y de aspecto cadavérico.
-¡Escucha, buen amigo! -dijo el desconocido. He observado que eres un buen cristiano y persona de fiar. ¿Querrías encargarte de un trabajo esta misma noche?
-Con toda mi alma, señor padre, con tal de que se me pague debidamente.
-Así será; pero debes consentir en que te vende los ojos.
El albañil no puso a esto ningún reparo. Así, una vez que le hubo tapado los ojos, el cura le condujo por callejuelas llenas de baches y por tortuosos pasa­jes, hasta que se detuvieron ante el portal de una casa. El cura introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar con un chirrido y abrió lo que, a juzgar por el sonido, debía de ser una puerta bastante pesada. Entraron, la puerta fue cerrada y el cerrojo echado, y el albañil fue conducido por un resonante corredor y por una espa­ciosa sala a una parte interior del edificio. Allí la venda le fue retirada de los ojos y el albañil se halló en un patio débilmente alumbrado por una única lámpa­ra. En el centro estaba la taza seca de una fuente morisca, bajo la cual el cura le pidió que construyese una pequeña cámara; los ladrillos y el mortero necesa­rios se hallaban allí a mano. Así pues, el albañil trabajó toda la noche, pero no llegó a terminar la tarea. Poco antes del amanecer, el cura le puso una moneda de oro en la mano y, tras vendarle nuevamente los ojos, le condujo de regreso a su morada.
-¿Estás dispuesto a volver para terminar tu obra? -le preguntó.
-Con mucho gusto, señor padre, si se me paga así de bien.
-Bueno, pues entonces vendré otra vez mañana a media noche.
Así lo hizo, y la cámara quedó terminada.
-Ahora -dijo el cura, tienes que ayudarme a traer los cuerpos que han de ser enterrados en esta cámara.
Al pobre albañil se le pusieron los pelos de punta al escuchar estas palabras; con pasos temblorosos, siguió al cura a un apartado aposento de la mansión, esperan­do encontrarse con algún horrible y macabro espec­táculo, pero se tranquilizó al descubrir tres o cuatro tinajas grandes de pie en un rincón. Evidentemente, estaban llenas de dinero, y, no sin gran esfuerzo, el cura y el albañil las transportaron y enviaron a su tumba. Después cerraron la cámara, restauraron el pavimento y borraron todas las huellas de la obra. Al albañil le fueron vendados los ojos nuevamente; luego el cura le condujo por un camino distinto de aquél por el que habían venido. Después de caminar largo rato por un confuso laberinto de callejones y pasajes, se detuvieron. Entonces el cura le puso dos monedas de oro en la mano.
Espera aquí -le dijo-hasta que oigas la campa­na de la catedral tocar a maitines. Si osas destapar tus ojos antes de esa hora, te ocurrirá una desgracia.
Y dicho esto, se marchó. El albañil aguardó fiel mente, entreteniéndose en sopesar las monedas de oro en la mano y en hacer tintinear una contra otra. Tan pronto como la campana de la catedral toco a maiti­nes, se quitó la venda, descubriendo así que se hallaba a la orilla del Genil. De allí se marchó a su casa lo más deprisa que pudo, y durante quince días disfrutó con su familia los beneficios de dos noches de trabajo, después de lo cual volvió a ser tan pobre como de costumbre.
Nuestro albañil continuó trabajando poco y rezando mucho, y guardando los domingos y festivos año tras año, mientras su familia se volvía tan flaca y desarrapada como una tribu de gitanos. Una tarde que se hallaba sentado a la puerta de su casucha, fue aborda, do por un viejo y rico avaro, que era conocido por poseer muchas casas, a la vez que por ser pan tacaño casero. El hombre adinerado le observó unos instantes desde debajo de un par de cejas espesas e inquietas.
-Amigo, me han dicho que eres muy pobre.
-Para qué voy a negarlo, señor, a la vista está.
-Entonces, supongo que te alegraría hacer un trabajo, y que lo harías barato.
-Más barato, mi amo, que ningún otro albañil en Granada.
-Eso es lo que necesito. Tengo una vieja casa que se me está desmoronando y que me cuesta más dinero en reparaciones de lo que vale, pues nadie quiere vivir en ella; así que he de ingeniármelas para remendarla y mantenerla en pie con el menor gasto posible.
Por consiguiente, el albañil fue conducido a un caserón abandonado que amenazaba ruina. Después de atravesar varios corredores y salas sin amueblar, entró en un patio interior, donde una vieja fuente morisca llamó su atención. Se detuvo un momento el albañil, pues le vino a la memoria una imagen como soñada de aquel lugar.
-Por favor dijo. ¿Quién ocupaba esta casa antes?
-¡El diablo le lleve! -exclamó el casero. Un viejo cura avariento que no se ocupaba más que de sí mismo. Se decía que era inmensamente rico y, al no tener parientes, se pensaba que dejaría todos sus teso­ros a la Iglesia. Murió de repente, y los curas y frailes acudieron en tropel a tomar posesión de sus riquezas; pero no pudieron encontrar nada, salvo unos pocos ducados en una bolsa de cuero. Aunque la peor parte me ha tocado a mí, pues, desde que murió, el viejo continúa ocupando mi casa sin pagar el alquiler, y a un difunto no se le puede aplicar la ley. La gente dice que durante toda la noche se oye el tintineo del oro en la habitación en que el cura solía dormir, como si estuviese contando su dinero, y a veces también gemi­dos y lamentos. Verdaderas o falsas, esas habladurías han dado mala fama a mi casa, y no hay inquilino que quiera quedarse en ella.
-Basta -dijo el albañil resueltamente; permíta­me vivir en su casa sin pagar alquiler hasta que se presente un inquilino mejor y yo me ocuparé de las reparaciones y de aplacar al espíritu que la perturba. Soy un buen cristiano y un hombre pobre, y no me asusta ni el mismo diablo, por más que venga bajo la forma de un gran saco de dinero.
El ofrecimiento del honrado albañil fue gustosa­mente aceptado; éste se mudó con su familia a la casa y cumplió todos sus compromisos. Poco a poco fue devolviéndola a su anterior estado; el tintineo del oro dejó de oírse por la noche en la habitación del difunto sacerdote, pero comenzó a oírse por el día en el bolsillo del albañil vivo. En pocas palabras: éste incre­mentó rápidamente su fortuna, para admiración de todos sus vecinos, y llegó a ser uno de los hombres más pudientes de Granada; donó grandes sumas a la Iglesia, sin duda para acallar su conciencia, y nunca reveló el secreto de la cámara, salvo, ya en el lecho de muerte, a su hijo y heredero.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

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