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jueves, 18 de diciembre de 2014

La torre de comares

El lector tiene ya un croquis del interior de la Alhambra, pero acaso deseará que le demos una idea general de sus contornos.
Una mañana serena y apacible, cuando el sol no calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer desaparecer la frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama de Granada y sus alrededores.
Ven, benévolo lector y compañero, y sigue nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas tracerías que conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las murallas. ¡Ten mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en caracol, y casi a oscuras; sin embargo, por esta angosta y sombría escalera redonda han subido a menudo los orgullosos monarcas y las reinas de Granada hasta la coronación de la torre, para ver la aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las batallas en la vega. Al poco rato nos encontraremos en el adarve; y, después de tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando el espléndido panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un lado verás ásperas rocas, verdes valles y fértiles llanuras; por el otro, algún castillo, la catedral y torres moriscas, cúpulas góticas, desmoro-nadas ruinas y frondosas alamedas. Aproximémonos al muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este lado se nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la torre se ve el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero rodeado de flores; un poco más allá, el Patio de los Leones, con su famosa fuente y con sus transparentes arcos moriscos; en el centro del alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja, sepultado en medio del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de verde esmeralda.
Esta línea de muralla, salpicada de torres cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de la colina, es el lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados fragmentos han arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el lado septentrional de la torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos se elevan entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre ha sido cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando han consternado a Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este vetusto alcázar a un simple montón de ruinas. El profundo y angosto valle que se extiende debajo de nosotros y que poco a poco se abre paso entre montañas, es el valle del Darro; contempla el manso río cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos y floridos cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con frecuencia el preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que lucen por aquí y por allá entre árboles y viñedos eran campestres retiros de los moros, donde iban a gozar del fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar con sus esbeltas y elevadas torres y largas arcadas que se extienden en lo alto de aquella montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual se refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún más puros y deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre de aquella alta colina verás sobresalir unas informes ruinas: es la Silla del Moro, llamada así por haber servido de refugio al infortunado Boabdil, durante el tiempo de una insurrección, y desde la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de su rebelada ciudad.
Un placentero ruido de agua se oye de vez en cuando por el valle: es el acueducto del cercano molino morisco, situado junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más allá es la Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se oye la guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que adornan el paseo. Ahora no hay más que unos cuantos pacíficos frailes que se sientan allí y un grupo de aguadores camino de la Fuente de Avellano.
¿Te has sobrecogido? Es una lechuza que hemos espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo criadero de pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que por la noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero búho sale de su escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre las murallas. ¡Mira cómo los gavilanes que hemos echado fuera del nido pasan rastreando por debajo de nosotros, deslizándose entre las copas de los árboles y girando por encima de las ruinas que dominan el Generalife!
Dejemos este lado de la torre y volvamos la vista hacia poniente. Mira por allá, muy lejos, una cadena de montañas limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la Granada musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás todavía fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones parecen formar una sola pieza con la dura roca sobre que están enclavadas, y tal cual solitaria atalaya erigida en algún elevado paraje, dominando, como en otros tiempos, desde el firmamento los valles de uno y otro lado. Por uno de esos desfiladeros, conocidos vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército cristiano descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana, pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata hasta el seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones se lanzaron a campo raso, con flotantes banderas y al estrépito de timbales y de trompetas. ¡Cuánto ha cambiado el cuadro! En lugar de la brillante cota del armado guerrero vemos ahora el pacífico grupo de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de las veredas de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en que Colón fue alcanzado y llamado por el emisario de la reina Isabel, precisamente cuando partía desesperado el navegante para anunciar su proyecto de descubrimiento a la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar, célebre también en la historia del descubridor: aquella lejana línea de murallas y torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los católicos reyes durante el sitio de Granada, después de que un incendio devoró su campamento. Éste es aquel mismo real donde Colón fue llamado por la heroica princesa, y dentro del cual se ultimó el tratado que dio lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia el Mediodía, la vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata, acrecentándose por multitudes de arroyos encauzados en viejas acequias moriscas, que mantienen la campiña en un perpetuo verdor; por aquella otra parte, los placenteros bosques, cármenes y casas de campo, por las que los moros lucharon con desesperado valor; las alquerías y casitas, por último, habitadas al presente por campesinos, en los cuales se conservan vestigios de arabescos y de otros delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas y elegantes.
Más allá de la fértil llanura de la vega verás hacia el sur una cadena de áridos cerros, por los cuales marcha lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de estas colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso sitio apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus ojos hacia la nevada cumbre de aquella lejana cordillera que brilla como una nube de verano sobre el azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y delicia de Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa cadena de montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan rara en las ciudades meridionales: la fresca vegetación y templados aires de un clima septentrional con el vivificante ardor del sol de los trópicos y el claro azul del cielo del Mediodía. Éste es el aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con el aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos por todos los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo vegetación, fertilidad y hermosa verdura de esmeralda por una prolongada cadena de numerosos y encantadores valles.
Estas sierras pueden llamarse con razón la gloria de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía y se divisan desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el marinero español, desde el puente de su barco, lejos, muy lejos, allá en el seno del azul Mediterráneo, las mira atentamente y piensa melancólico en su gentil Granada, mientras que canta en voz baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya... El sol aparece por encima de las montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre nuestra cabeza. Ya el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla, y bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de los leones.
Uno de mis sitios favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melan-cólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega, entretanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria -semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos torreones- alcanza un mágico poder y se remonta a la vida retrospectiva para recordar las glorias del pasado.
Hallábame sentado meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que domina en su interior la arquitectura, y el contraste que ofrece con la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la península. Poco a poco fui pasando a otra serie de convideraciones sobre el singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más anómalos aunque brillantes episodios de la historia. Fuerte y dura-dera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer desbor-damiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!
Rechazados dentro de los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada -según ellos- por Allah, y se esforzaron en embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron al imperio árabe de oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las oxiden-tales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía y en la música del oriente, y los bravos guerreros del norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como alarde vano y arrogante?
Generación tras generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesiva-mente, y todavía mantienen los moros sus derechos en este suelo. Después de haber transcurrido un periodo de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y Guillermo y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.
Sin embargo, el imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del occidente por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus congéneres del oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente aislado. Su existencia fue un prolongado y bizarro esfuerzo caballe-resco por defender un palmo de terreno en un país usurpado.
Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la península el gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del norte y los musulmanes del oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza hispano-gótica.
Y por cierto que no se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que dé alguna idea de mi doméstica instalación en esta singular residencia. El palacio real de la Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora soltera y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según costumbre española, le daban sus vecinos el nombre de la tía Antonia. Cuidaba de las moriscas habitaciones y de los jardines, y los enseñaba a los extranjeros; en recompensa de lo cual percibía gratificaciones de los visitantes del alcázar y los productos de los jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y frutas que acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba en un extremo del palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina, era un joven de bastante mérito y de gravedad española; había servido en el ejército, tanto en España como en las Indias occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico, con la esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy honroso y que podría producir unos 140 duros al año. En cuanto a la sobrina, era una robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada Dolores, aunque por su aspecto y vivo carácter bien merecía un nombre más risueño. Era la heredera presunta de todos los bienes de su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas situadas en la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de 150 duros. No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los cuales no aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y corazones sino el que aquél recibiera el título de médico y el que se obtuviese la dispensa del papa, a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con la buena de doña Antonia, bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme plato y hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También tenía a mis órdenes un mozo rubio y algo tártamudo, llamado Pepe, que cuidaba de los jardines, y el cual me hubiera servido de continuo asistente a no haberme ya de antemano concertado con Mateo Jiménez, el hijo de la Alhambra. Este infatigable y pertinaz individuo se pegó a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por vez primera en la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se entrometía en todos mis proyectos que al fin consiguió acomodarse y contratarse conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero e historiógrafo, viéndome, por lo tanto, precisado a mejorarle de equipo, para que no me sonrojase en el ejercicio de sus variadas funciones; dejó, pues, su vieja capa de color castaño, como la culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la fortaleza con su magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran satisfacción suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo que me había forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin duda, que mi condescendiente y pacífico temperamento le podría proporcionar una renta segura, ponía todo su pensamiento en adivinar de qué modo y manera tendría que hacérseme necesario para la satisfacción de todos mis deseos. En una palabra, yo era la víctima de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del palacio ni dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme, explicándome todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía recorrer las cercanas colinas, no había más remedio sino que Mateo tenía que servirme de guardián, aunque estoy persuadido de que hubiera sido más a propósito para darle a los talones que para hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido acompañante: era de índole sencilla y de muy buen humor, con la charlatanería de un barbero de lugar, y tenía al dedillo todos los chismes de la vecindad y de sus contornos; pero por lo que más se enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos aquellos sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias tenía la más absoluta fe.
La mayor parte las había aprendido, según decía, de su abuelo, que era un célebre legendario sastre que vivió cerca de los cien años durante los cuales hizo apenas dos salidas fuera del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de un siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes, que se pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y de los maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La vida entera, los hechos, los pensamientos y los actos todos del sastre celebérrimo habían tenido por límite las murallas de la Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas vivió, creció y envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el mismísimo Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír atentamente las consejas de su abuelo y de la habladora tertulia que se reunía alrededor del mostrador de la tienda; y de este modo llegó a poseer un repertorio de interesantes narraciones sobre la Alhambra, que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se van depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los personajes que contribuían a darme plácido contemplamiento en la Alhambra; y dudo que ninguno de cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes que yo en el palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni gozado de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba por la mañana el tartamudo jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores recién cogidas, que eran en seguida colocadas en vasos por la delicada mano de Dolores, la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía yo donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca, otras bajo el templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y fuentes; y cuando deseaba pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por los sitios más románticos de las montañas y deliciosas guardias del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes era teatro de algún maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento natural -sentido común, como le llaman los españoles- que les hace despejados y de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues la naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser la conserje del palacio, y le hacían la corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la localidad.
Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo dan interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos creyentes.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

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