El lector tiene ya
un croquis del interior de la Alhambra, pero acaso deseará que le demos una
idea general de sus contornos.
Una mañana serena y
apacible, cuando el sol no calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer
desaparecer la frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de
Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama de Granada y
sus alrededores.
Ven, benévolo lector
y compañero, y sigue nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas
tracerías que conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que
torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las murallas. ¡Ten
mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en caracol, y casi a oscuras;
sin embargo, por esta angosta y sombría escalera redonda han subido a menudo
los orgullosos monarcas y las reinas de Granada hasta la coronación de la
torre, para ver la aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las
batallas en la vega. Al poco rato nos encontraremos en el adarve; y, después de
tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando el espléndido
panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un lado verás ásperas rocas,
verdes valles y fértiles llanuras; por el otro, algún castillo, la catedral y
torres moriscas, cúpulas góticas, desmoro-nadas ruinas y frondosas alamedas.
Aproximémonos al muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este
lado se nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante
nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la torre se ve
el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero rodeado de flores; un
poco más allá, el Patio de los Leones, con su famosa fuente y con sus transparentes
arcos moriscos; en el centro del alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja,
sepultado en medio del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de
verde esmeralda.
Esta línea de
muralla, salpicada de torres cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de
la colina, es el lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas
torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados fragmentos han
arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el
lado septentrional de la torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos
se elevan entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en
aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre ha sido
cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando han consternado a
Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este vetusto alcázar a un simple
montón de ruinas. El profundo y angosto valle que se extiende debajo de
nosotros y que poco a poco se abre paso entre montañas, es el valle del Darro;
contempla el manso río cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos
y floridos cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus
auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con frecuencia el
preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que lucen por aquí y por allá
entre árboles y viñedos eran campestres retiros de los moros, donde iban a
gozar del fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar
con sus esbeltas y elevadas torres y largas arcadas que se extienden en lo alto
de aquella montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el
Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual se
refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún más puros y
deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre de aquella alta colina
verás sobresalir unas informes ruinas: es la Silla del Moro, llamada así por
haber servido de refugio al infortunado Boabdil, durante el tiempo de una
insurrección, y desde la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de
su rebelada ciudad.
Un placentero ruido
de agua se oye de vez en cuando por el valle: es el acueducto del cercano
molino morisco, situado junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más
allá es la Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y
lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se oye la
guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que adornan el paseo. Ahora
no hay más que unos cuantos pacíficos frailes que se sientan allí y un grupo de
aguadores camino de la Fuente de Avellano.
¿Te has sobrecogido?
Es una lechuza que hemos espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo
criadero de pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las
grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que por la
noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero búho sale de su
escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre las murallas. ¡Mira cómo
los gavilanes que hemos echado fuera del nido pasan rastreando por debajo de
nosotros, deslizándose entre las copas de los árboles y girando por encima de
las ruinas que dominan el Generalife!
Dejemos este lado de
la torre y volvamos la vista hacia poniente. Mira por allá, muy lejos, una
cadena de montañas limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la
Granada musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás todavía
fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones parecen formar una
sola pieza con la dura roca sobre que están enclavadas, y tal cual solitaria
atalaya erigida en algún elevado paraje, dominando, como en otros tiempos,
desde el firmamento los valles de uno y otro lado. Por uno de esos
desfiladeros, conocidos vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército
cristiano descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana,
pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata hasta el
seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones se lanzaron a campo
raso, con flotantes banderas y al estrépito de timbales y de trompetas. ¡Cuánto
ha cambiado el cuadro! En lugar de la brillante cota del armado guerrero vemos
ahora el pacífico grupo de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de
las veredas de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable
Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y
cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en que Colón fue
alcanzado y llamado por el emisario de la reina Isabel, precisamente cuando
partía desesperado el navegante para anunciar su proyecto de descubrimiento a
la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar,
célebre también en la historia del descubridor: aquella lejana línea de
murallas y torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la
vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los católicos reyes durante el sitio
de Granada, después de que un incendio devoró su campamento. Éste es aquel
mismo real donde Colón fue llamado por la heroica princesa, y dentro del cual se
ultimó el tratado que dio lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia
el Mediodía, la vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la
floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde
se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata, acrecentándose
por multitudes de arroyos encauzados en viejas acequias moriscas, que mantienen
la campiña en un perpetuo verdor; por aquella otra parte, los placenteros
bosques, cármenes y casas de campo, por las que los moros lucharon con
desesperado valor; las alquerías y casitas, por último, habitadas al presente
por campesinos, en los cuales se conservan vestigios de arabescos y de otros
delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas y elegantes.
Más allá de la
fértil llanura de la vega verás hacia el sur una cadena de áridos cerros, por
los cuales marcha lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de
estas colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a
Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso sitio
apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus
ojos hacia la nevada cumbre de aquella lejana cordillera que brilla como una
nube de verano sobre el azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y
delicia de Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de
sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa cadena de
montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan rara en las ciudades
meridionales: la fresca vegetación y templados aires de un clima septentrional
con el vivificante ardor del sol de los trópicos y el claro azul del cielo del
Mediodía. Éste es el aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con
el aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos por todos
los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo vegetación, fertilidad y
hermosa verdura de esmeralda por una prolongada cadena de numerosos y
encantadores valles.
Estas sierras pueden
llamarse con razón la gloria de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía
y se divisan desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus
nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el marinero español,
desde el puente de su barco, lejos, muy lejos, allá en el seno del azul
Mediterráneo, las mira atentamente y piensa melancólico en su gentil Granada,
mientras que canta en voz baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya... El sol
aparece por encima de las montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre
nuestra cabeza. Ya el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla,
y bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de los leones.
Uno de mis sitios
favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta
Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso
día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus
luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melan-cólico a las
severas torres de la Alhambra; y la vega, entretanto, cubierta de un tenue
vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un
mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en
cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los
cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la
fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria
-semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos
torreones- alcanza un mágico poder y se remonta a la vida retrospectiva para
recordar las glorias del pasado.
Hallábame sentado
meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca,
y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter
que domina en su interior la arquitectura, y el contraste que ofrece con la
grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los
españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables
naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la
península. Poco a poco fui pasando a otra serie de convideraciones sobre el
singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece
más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más
anómalos aunque brillantes episodios de la historia. Fuerte y dura-dera como
fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin
legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo
el ímpetu del primer desbor-damiento de un torrente. Su ruta de conquista,
desde el peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante
como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber
sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera
hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si
la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!
Rechazados dentro de
los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron
esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de
establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su
egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las
naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la
tierra que les había sido deparada -según ellos- por Allah, y se esforzaron en
embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando
los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes,
cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la
agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio
que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y
condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron
al imperio árabe de oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron
la luz del saber oriental por las oxiden-tales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la
España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos
para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla
y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros
reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado
saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba
para adiestrarse en la poesía y en la música del oriente, y los bravos
guerreros del norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos
ejercicios y cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos
musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la
Alhambra de Granada se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente
el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como
alarde vano y arrogante?
Generación tras
generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesiva-mente, y todavía
mantienen los moros sus derechos en este suelo. Después de haber transcurrido
un periodo de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido
subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no
pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos
desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo
que los descendientes de Rolando y Guillermo y sus veteranos pares no pueden
soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.
Sin embargo, el
imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas
raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del occidente
por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus
congéneres del oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente
aislado. Su existencia fue un prolongado y bizarro esfuerzo caballe-resco por
defender un palmo de terreno en un país usurpado.
Los musulmanes
españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la península el
gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del norte y los
musulmanes del oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero
de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza
hispano-gótica.
Y por cierto que no
se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación
hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las
costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y
poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y
perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial
tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No
quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos
años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y
usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar
su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en
lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una
fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de
góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo,
inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que
dé alguna idea de mi doméstica instalación en esta singular residencia. El
palacio real de la Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora
soltera y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según costumbre
española, le daban sus vecinos el nombre de la tía Antonia. Cuidaba de las
moriscas habitaciones y de los jardines, y los enseñaba a los extranjeros; en
recompensa de lo cual percibía gratificaciones de los visitantes del alcázar y
los productos de los jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y
frutas que acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba
en un extremo del palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una sobrina,
hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina, era un joven de
bastante mérito y de gravedad española; había servido en el ejército, tanto en
España como en las Indias occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico,
con la esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy honroso
y que podría producir unos 140 duros al año. En cuanto a la sobrina, era una
robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada Dolores, aunque por su aspecto
y vivo carácter bien merecía un nombre más risueño. Era la heredera presunta de
todos los bienes de su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas
situadas en la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de 150
duros. No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los
disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los cuales no
aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y corazones sino el que
aquél recibiera el título de médico y el que se obtuviese la dispensa del papa,
a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con
la buena de doña Antonia, bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme
plato y hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi
habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También tenía a mis
órdenes un mozo rubio y algo tártamudo, llamado Pepe, que cuidaba de los
jardines, y el cual me hubiera servido de continuo asistente a no haberme ya de
antemano concertado con Mateo Jiménez, el hijo de la Alhambra. Este infatigable
y pertinaz individuo se pegó a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por
vez primera en la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se
entrometía en todos mis proyectos que al fin consiguió acomodarse y contratarse
conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero e historiógrafo,
viéndome, por lo tanto, precisado a mejorarle de equipo, para que no me
sonrojase en el ejercicio de sus variadas funciones; dejó, pues, su vieja capa
de color castaño, como la culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la
fortaleza con su magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran
satisfacción suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto
del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo que me había
forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin duda, que mi
condescendiente y pacífico temperamento le podría proporcionar una renta
segura, ponía todo su pensamiento en adivinar de qué modo y manera tendría que
hacérseme necesario para la satisfacción de todos mis deseos. En una palabra,
yo era la víctima de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del
palacio ni dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme, explicándome
todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía recorrer las cercanas colinas,
no había más remedio sino que Mateo tenía que servirme de guardián, aunque
estoy persuadido de que hubiera sido más a propósito para darle a los talones
que para hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir
verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido acompañante: era
de índole sencilla y de muy buen humor, con la charlatanería de un barbero de
lugar, y tenía al dedillo todos los chismes de la vecindad y de sus contornos;
pero por lo que más se enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos
aquellos sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada
torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias tenía la más
absoluta fe.
La mayor parte las
había aprendido, según decía, de su abuelo, que era un célebre legendario
sastre que vivió cerca de los cien años durante los cuales hizo apenas dos
salidas fuera del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de
un siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes, que se
pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y de los
maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La vida entera, los
hechos, los pensamientos y los actos todos del sastre celebérrimo habían tenido
por límite las murallas de la Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas
vivió, creció y envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente
para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el mismísimo
Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír atentamente las consejas de su
abuelo y de la habladora tertulia que se reunía alrededor del mostrador de la
tienda; y de este modo llegó a poseer un repertorio de interesantes narraciones
sobre la Alhambra, que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se
van depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los
personajes que contribuían a darme plácido contemplamiento en la Alhambra; y
dudo que ninguno de cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes
que yo en el palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni
gozado de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba
por la mañana el tartamudo jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores
recién cogidas, que eran en seguida colocadas en vasos por la delicada mano de
Dolores, la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía yo
donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca, otras bajo el
templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y fuentes; y cuando deseaba
pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por los sitios más románticos de las
montañas y deliciosas guardias del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes
era teatro de algún maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era
el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la
pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en
una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos
ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo
ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un
hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la
fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y
leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento
natural -sentido común, como le llaman los españoles- que les hace despejados y
de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por
imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues
la naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy
propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta,
inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si
bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta
admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus
ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna
antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente
propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima,
si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de
terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos
de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra
y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser
la conserje del palacio, y le hacían la corte, dándole noticias de lo que
sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos
chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca
de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la
localidad.
Y he aquí de dónde
han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que
sólo dan interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra
encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que
en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera
vez las páginas de una antigua historia de España y leí en ellas las guerras de
Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y
muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de
la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo,
me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en
el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde
sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones
orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando
aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado
clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda
Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los
verdaderos creyentes.
Cuento de la alhambra
1.025. Irving (Washington) - 058
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