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martes, 21 de octubre de 2014

El collar

Era una de esas bellas y deliciosas muchachas nacidas, como por un error del destino, en una familia de emplea­dos. No tenía dote, ni esperanzas, ningún medio para ser conocida, comprendida, amada y para lograr casarse con un hombre rico y distinguido. Se dejó casar con un modesto oficinista del Ministerio de Instrucción Pública[1].
Como no podía llevar adornos, fue sencilla; pero se sin­tió infeliz como una desclasada; pues las mujeres no tienen casta ni raza, porque su belleza, su gracia y su encanto son para ellas como el nacimiento y la familia. Su innata figura, su instinto de elegancia, su ingenio ágil, son su única jerar­quía y hacen que las hijas del pueblo puedan igualarse con las damas más elevadas.
Sufría sin cesar, sintiéndose nacida para todas las deli­cadezas y todos los lujos. Sufría por la pobreza de su vivien­da, por la miseria de las paredes, por la fealdad de las sillas, por las cortinas horribles. Todas estas cosas, en las que otra mujer de su condición no se habría fijado siquiera, la tortu­raban y la indignaban. La vista de la criada bretona que les arreglaba la casa despertaba en ella nostalgias desoladas y sueños delirantes. Pensaba en las antecámaras silenciosas, acolchadas con tapices orientales, iluminadas por altas lám­paras de bronce, y en los dos lacayos de calzón corto, que duermen en amplios sillones amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones revestidos de seda antigua, en los muebles finos llenos de figuritas ines­timables y en los saloncitos coquetos, perfumados, hechos para la conversación de cinco horas con los amigos más ínti­mos, hombres famosos y solicitados, cuyas atenciones todas las mujeres buscan y desean.
Cuando se sentaba para comer ante la mesa redonda cubierta por un mantel de tres días, frente a su marido, que, al descubrir la sopera, exclamaba encantado: «¡Ah, cocido! ¡Lo mejor del mundo!», ella pensaba en los finos manjares, en los cubiertos de plata relucientes, en los tapices que lle­nan las paredes de personajes antiguos y de extrañas aves en medio de un bosque de ensueño; pensaba en platos exquisi­tos servidos en maravillosas vajillas, en galanterías cuchi­cheadas y escuchadas con una sonrisa de esfinge[2], mientras se come la carne rosada de una trucha o alas de faisán.
No tenía buenos vestidos, ni joyas, nada. Y estas cosas le gusta-ban más que nada en el mundo: se sentía hecha para ellas. Le habría gustado, más que cualquier otra cosa, agra­dar, ser envidiada, seductora, solicitada.
Tenía una amiga rica, una compañera del colegio de monjas, a la que ya no iba a ver, porque sufría mucho cuan­do regresaba. Y luego lloraba durante días enteros de pena, de pesar, de desesperanza y de amargura.
Una noche, su marido regresó con expresión de triunfo, trayendo en la mano un gran sobre.
-Toma -le dijo. Esto es para ti.
Rasgó vivamente el sobre y sacó una invitación que decía: «El ministro de Instrucción Pública y señora de Ramponneau ruegan al señor y señora Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio».
En lugar de enloquecer de alegría, como esperaba su mari­do, tiró con despecho la invitación sobre la mesa murmurando:
-¿Qué quieres que haga con esto?
-Pero, querida, creí que te pondrías contenta. ¡Como no sales nunca! Esta es una ocasión magnífica. Me ha costado mucho trabajo conseguirla. Todos la quieren; está muy soli­citada y dan muy pocas a los empleados. Allí podrás ver a todo el mundo oficial.
Ella lo miró irritada, y le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir?
No había pensado en ello. Balbució:
-Pues el vestido que te pones cuando vas al teatro. A mí no me parece mal...
Se calló, estupefacto, desconcertado, al ver a su mujer llo­rar. Gruesas lágrimas descendían lentamente desde las comi­suras de sus ojos hasta las comisuras de la boca. Tartamudeó:
-¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
Haciendo un gran esfuerzo, la mujer había dominado su pena y respondió con una voz tranquila, mientras se enju­gaba las mejillas húmedas:
-Nada. Solo que no tengo vestido y, por tanto, no puedo ir a esa fiesta. Dale tu invitación a cualquier compañero cuya mujer esté mejor provista que yo.
Él estaba desolado.
-Vamos a ver, Mathilde -dijo. ¿Cuánto costaría un vestido que estuviera bien, que te pudiera servir también para otras ocasiones, algo sencillo?
Reflexionó la mujer unos segundos, haciendo sus cuen­tas y pensando también en la suma que podría a pedir sin obtener una negativa inmediata y una exclamación de susto del ahorrativo empleado.
Al fin, vacilando, respondió:
-No lo sé exactamente, pero me parece que con cuatro­cientos francos me podría arreglar.
El hombre palideció un poco, pues precisamente era esa la suma que tenía guardada para comprarse una escopeta y poder ir, al verano siguiente, de caza a los llanos de Nanterre[3] con algunos amigos que iban allí a tirar a las alondras los domingos.
No obstante, dijo:
-Bueno, yo te doy los cuatrocientos francos. Pero a ver si te compras un buen vestido.

* * *
Se acercaba el día de la fiesta, y la señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Su vestido estaba preparado, sin embargo. Una noche, su marido le dijo:
-¿Qué te pasa? Hace tres días que estás muy rara. Ella le contestó:
-Me disgusta no, tener una joya, ni una sola piedra que ponerme. Así pareceré una pobrecilla, haga lo que haga. Casi preferiría no ir a la fiesta.
El hombre replicó:
-Ponte flores naturales. Es muy elegante en esta esta­ción. Por diez francos te puedes comprar dos o tres rosas magníficas.
Ella no estaba convencida:
-No... No hay nada más humillante que parecer pobre en medio de mujeres ricas.
Su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Vete a ver a tu amiga, la señora Forestier, y dile que te preste joyas. Tienes suficiente con­fianza como para pedírselo.
La mujer lanzó un grito de alegría:
-¡Tienes razón! No lo había pensado.
Al día siguiente, fue a casa de su amiga y le explicó su apuro.
La señora Forestier se acercó a su armario de luna, cogió un gran joyero, lo llevó hasta la señora Loisel, se lo abrió y le dijo:
-Escoge, querida.
Vio primero brazaletes, un collar de perlas, una cruz veneciana de oro y pedrería maravillosamente trabajada. Se probó los aderezos ante el espejo, vacilaba, no podía deci­dirse a dejarlos, a devolverlos. Preguntaba siempre:
-¿No tienes otro?
-Claro. Tú busca. No sé lo que te puede gustar. De pronto descubrió, en un estuche de raso negro, un magnífi­co collar de diamantes; y su corazón empezó a latir de deseo incontenible. Sus manos temblaban al cogerlo. Se lo puso en torno a su cuello, sobre el vestido cerrado, y se quedó extasiada ante su propia imagen.
Luego, vacilante, llena de angustia, preguntó:
-¿Puedes prestarme esto? Solo esto.
-Claro que sí. Desde luego.
Se arrojó al cuello de su amiga y la besó, arrebatada, escapando luego con su tesoro.

* * *
Llegó el día de la fiesta. La señora Loisel tuvo un verda­dero éxito. Era más bonita que todas, elegante, graciosa, sonriente, y estaba loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, querían ser presentados a ella. Todos los jefes del Ministerio querían bailar un vals con ella. Hasta el ministro reparó en su belleza.
Bailaba con embriaguez, como en éxtasis, arrebatada de placer, sin pensar más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de su éxito, en una especie de nube de felicidad for­mada por todos los homenajes, por todas las admiraciones y los deseos que había despertado, por aquella victoria tan completa y tan dulce para el corazón de las mujeres.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le puso sobre los hombros el abrigo que había traído para la salida, modesto abrigo de todos los días cuya pobre­za contrastaba con la elegancia de su traje de baile. La mujer se dio cuenta y quiso escapar para que no lo vieran las otras mujeres, que se cubrían con ricas pieles.
Loisel la retuvo:
-Espera, te vas a enfriar al salir. Voy a alquilar un coche.Pero ella no le hizo caso y descendió rápidamente la escalera. En la calle no había coches, y se pusieron a buscar, llamando a gritos a los cocheros de los que veían pasar a lo lejos.
Bajaron hacia el Sena, desesperados, tiritando. Al fin, junto al río, encontraron una de esas berlinas[4] noctámbulas que solo se ven en París cuando llega la noche, como si se avergonzaran de su aspecto miserable durante el día.
Los llevó hasta su casa, en la calle de los Mártires[5], y subieron tristemente las escaleras. Para ella, todo estaba acabado. Y él pensaba que a las diez tendría que estar en el Ministerio.
La mujer se quitó el abrigo que se había echado sobre los hombros, ante el espejo, para verse una vez más en toda su gloria. De pronto, lanzó un grito. No llevaba el collar en torno al cuello:
Su marido, ya medio desnudo, le preguntó:
-Pero ¿qué te pasa?
Se volvió hacia él, enloquecida:
-Que... ya.., que no tengo el collar de la señora Forestier.
El hombre se puso en pie, espantado:
-¿Qué?... ¡No es posible!
Lo buscaron entre los pliegues del vestido, entre los del abrigo, por todas partes. No aparecía.
Él preguntó:
-¿Estás segura de que lo tenías aún cuando saliste del baile?
-Sí. Me lo toqué en el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Tiene que estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te acuerdas de su número?
-No. ¿Y tú? ¿Te fijaste en él?
-No.
Se contemplaron aterrados. Al fin, Loisel se volvió a vestir.
-Voy a desandar todo el trayecto que hemos hecho a pie -dijo, a ver si lo encuentro.
Se marchó. Ella permaneció con el traje de noche, sin fuerzas para acostarse, derrumbada sobre una silla, sin ima­ginación, incapaz de pensar.
Su marido regresó hacia las siete. No lo había encontrado.
Fue a la prefectura de policía, a los periódicos para pro­meter una pequeña recompensa, a las compañías de coches de alquiler, a todos los sitios, en fin, donde había un asomo de esperanza.
Ella lo esperó todo el día, en el mismo estado de abati­miento ante aquel terrible desastre.
Loisel volvió por la noche, con la cara desencajada, páli­do; no había descubierto nada.
-Tienes que escribir a tu amiga -dijo- que se te ha roto el broche de su collar y que lo has mandado a arreglar. Esto nos hará ganar tiempo para movemos.
Escribió la carta que le dictó él.

* * *
Al cabo de una semana, habían perdido toda esperanza. Loisel, que parecía haber envejecido cinco años, dijo:
-Hay que ir pensando en comprar otro collar igual.
Al día siguiente, con el estuche que lo había contenido, fueron a ver al joyero, cuyo nombre estaba escrito dentro. Este consultó sus libros:
-Yo no he vendido este collar, señora. Solo vendí el estuche.
Fueron de joyero en joyero buscando un collar parecido al otro, tratando de recordar cómo era, enfermos los dos de pena y de angustia.
En una tienda del Palais-Royal[6] encontraron un collar de diamantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, pero se lo dejarían en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se lo guardara durante tres días. Y le pusieron como condición que volverían para comprár­selo por treinta y cuatro mil francos, si no encontraban el collar antes de finales de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil francos, que había heredado de su padre. El resto lo pediría prestado.
Pidió mil francos a uno, quinientos a otro, sacó cinco lui­ses[7] de aquí, otros tres de allá. Firmó pagarés, adquirió com­promisos ruinosos, entró en tratos con usureros y toda clase de prestamistas. Comprometió el final de su vida, arriesgó su firma sin saber siquiera si podría cumplir, y, espantado por las angustias del porvenir, por la negra miseria que les aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físi­cas y de todas las torturas morales, fue a buscar el nuevo collar, y depositó sobre el mostrador del comerciante los treinta y seis mil francos.
Cuando la señora Loisel devolvió el collar a la señora Forestier, esta, molesta, le dijo:
-Debías de habérmelo devuelto antes. Me ha podido hacer falta.
No abrió el estuche, con gran alivio de su amiga. Si se hubiera dado cuenta de la sustitución, ¿qué habría pensado? ¿Qué habría dicho? ¿No la habría tomado por una ladrona?
La señora Loisel conoció la horrible vida de los necesita­dos. Había tomado su resolución de una vez, heroicamente. Era preciso pagar aquella deuda terrible. La pagaría. Des­pidieron a la criada, se mudaron de casa para ir a una buhar­dilla
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, rompiéndose sus uñas rosadas contra las ollas grasientas y el fondo de las cacerolas. Lavó la ropa sucia, las camisas y los paños de cocina, que tendía a secar en una cuerda; todas las mañanas bajó a la calle la basura y subió el agua, deteniéndose en cada piso para tomar aliento. Y, vestida como una mujer pobre, fue a la frutería, a la tienda de ultramarinos, a la carnicería, con su bolsa al brazo, regateando, aguantando insultos, defendiendo cénti­mo a céntimo su escaso dinero.
Cada mes tenían que hacerse cargo de pagarés, renovar otros, obtener moratorias[8].
El marido trabajaba hasta tarde pasando a limpio las cuentas de un comerciante, y ya de noche, a menudo, se dedicaba a escribir copias a cinco sueldos la página.
Y así vivieron diez años.
Al cabo de este tiempo lo habían devuelto todo, hasta los intereses de la usura[9] y la acumulación de los réditos super­puestos.
La señora Loisel parecía ya una vieja. Se había transfor­mado en esa mujer fuerte, dura y tosca de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas retorcidas y las manos coloradas, hablaba en voz alta, fregaba los suelos arrodilla­da, con mucha agua. Pero a veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba junto a la ventana, y pensaba en aquella velada lejana, en aquel baile donde brilló tanto y fue tan festejada.
¿Qué habría ocurrido si no hubiera perdido aquel collar? ¡Quién sabe! ¡La vida es tan extraña, tan cambiante! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse[10]!

* * *

Un domingo que había salido a dar una vuelta por los Campos Elíseos[11] para despejarse de los trabajos de la semana, vio de pronto a una mujer que paseaba a un niño.
Era la señora Forestier, siempre joven y guapa, siempre atractiva. La señora Loisel sintió una intensa emoción. ¿Le hablaría? Sí, desde luego. Y ahora que ya había pagado, se lo diría todo. ¿Por qué no?
Se acercó a ella. -Buenos días, Jeanne.
La otra no la reconocía, asombrada de que aquella pobre mujer la llamara tan familiarmente. Balbució:
-Perdón..., señora... No sé... Me parece que se confunde.
-No. Soy Mathilde Loisel. Su amiga lanzó un grito:
-¡Mi pobre Mathilde! ¡Cómo has cambiado!...
-Sí, desde que no te veo, he vivido días muy duros y he sufrido muchas miserias..., y todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-Recordarás aquel collar de diamantes que me prestas­te para ir a la fiesta del Ministerio, ¿verdad?
-Sí. ¿Y qué?
-Pues que lo perdí.
-¡Pero si me lo devolviste!
-Te devolví otro muy parecido. Y hace diez años que estamos pagándolo. Comprenderás que, para nosotros, que no teníamos nada, la cosa no era fácil... Por fin todo ha ter­minado, y me siento muy satisfecha.
La señora Forestier se había parado.
-¿Dices que compraste un collar de diamantes para sus­tituir el mío?
-Sí. No te diste cuenta, ¿verdad? Eran muy parecidos.
Y sonreía con una alegría orgullosa e ingenua. La señora Forestier, muy impresionada, le cogió las dos manos:
-¡Mi pobre Mathilde! ¡Pero si el mío era falso! No cos­taría más de quinientos francos...

1.042. Maupassant (Guy de) - 053



[1] Maupassant conocía bien el ambiente de este Ministerio en el que tra­bajó entre 1878 y 1880.
[2] Animal fabuloso con cabeza, cuello y pecho de mujer y pies de león. Figuradamente se aplica a la persona enigmática, que no deja traslucir sus pensamientos o impresiones.
[3] Lugar que servía de zona de caza para los parisinos de condición modesta.
[4] Coche de caballos cerrado, con cuatro ruedas y, generalmente, dos asientos. Se llaman también cupés.
[5] Calle popular del norte de París.
[6] Antiguo palacio de Richelieu en cuyo jardín hay numerosas tiendas.
[7] Nombre con el que era conocida la moneda de oro de veinte francos.
[8] Prórrogas del plazo concedido para el pago de una deuda.
[9] Interés abusivo en un préstamo.
[10] La idea de que el azar rige el destino de los hombres se repite con fre­cuencia en Maupassant.
[11] Lugar de paseo con cafés-concierto, restaurantes y numerosos árboles y zonas ajardinadas. La avenida fue construida hacia media-dos del siglo XIX.

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