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martes, 21 de octubre de 2014

El padre de simon

Acababan de dar las doce. La puerta de la escuela se abrió y los muchachos se precipitaron afuera, empu­jándose para salir antes. Pero en vez de dispersarse rápi­damente e irse a comer, como todos los días, se detuvieron a unos pasos, formaron corrillos y comenzaron a cuchi­chear.
Lo que ocurría era que aquella mañana Simón, el hijo de la Blanchotte, había asistido a clase por primera vez.
Todos, en sus casas, habían oído hablar de la Blanchone, y a pesar de que el público la trataba bien, las madres habla­ban de ella a sus espaldas con cierta compasión despectiva de la que se habían contagiado también los niños, sin que ellos supieran por qué.
A Simón no lo conocían porque nunca salía de casa y no correteaba con ellos por las calles del pueblo o por las ori­llas del río. Tampoco sentían cariño por él; por eso lo habían acogido con cierto júbilo acompañado de gran curiosidad, y se repetían lo que había dicho cierto muchachote de catorce o quince años, que parecía estar muy enterado a juzgar por el modo con que guiñaba el ojo:
-¿Sabéis?... Simón..., bueno, no tiene padre.
El hijo de la Blanchotte apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela.
Tenía siete u ocho años. Era de tez pálida, iba muy lim­pio y tenía aspecto tímido, casi torpe.
Se dirigía hacia su casa, cuando los grupos de muchachos que hablaban en voz baja y lo miraban maliciosamente con ojos crueles de chiquillos que preparan una travesura de mala fe, se acercaron poco a poco acorralándolo, por fin. Se quedó quieto entre ellos, sorprendido y embarazado, sin comprender qué era lo que querían. Pero el chico que había traído la noticia, orgulloso del éxito logrado, le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
El niño contestó:
-Simón.
Simón, ¿y qué más? -replicó el otro. El niño repitió des­concertado:
- Simón.
El muchachote le gritó:
-Uno se llama Simón y algo más... Simón no es un nombre completo.
Por tercera vez, pero ahora a punto de llorar, el pequeño contestó:
-Me llamo Simón.
Los muchachos rieron y el vencedor elevó la voz:
-Ya veis -dijo, ya veis que no tiene padre.
Se hizo un profundo silencio. El hecho extraordinario, imposible, monstruoso -un niño que no tiene padre, había dejado estupefactos a los chicos. Lo miraban como si tuvieran delante un fenómeno[1], un ser fuera de lo natu­ral, y sentían cómo crecía dentro de ellos aquel desprecio, hasta entonces inexplicable, que mostraban sus madres a la Blanchotte.
Simón, por su parte, se había apoyado en un árbol para no caerse, permanecía como aterrado ante un desastre irre­parable. Buscaba una explicación, pero no encontraba nada con que contestar y desmentir aquel hecho terrible de no tener padre. Por fin, lívido, les gritó inesperadamente:
-¡Sí que lo tengo!
-¿Dónde está? -le preguntó el muchachote.
Simón calló, pues no lo sabía. Los niños rieron excitados.
Aquellos hijos de campesinos, que estaban más cerca de los animales que de los hombres, experimentaron ese deseo cruel que impulsa a las gallinas de un corral a rematar a una de sus compañeras tan pronto como está herida.
Simón reparó un momento en un vecino suyo, hijo de una viuda, a quien siempre había visto solo con su madre, como le ocurría a él, y le dijo:
-Tú tampoco tienes padre.
-Sí que lo tengo -contestó el chiquillo.
-¿Dónde está? -le preguntó Simón
-Ha muerto -aclaró el niño con orgullo, está en el cementerio.
Un rumor de aprobación corrió entre los muchachos, como si el hecho de tener el padre en el cementerio engrandeciera a su compañero para aplastar al que no lo tenía en ninguna parte.
Y aquellos tunantuelos, cuyos padres eran en su mayoría unos borrachos, unos malvados, unos ladrones, brutales con sus mujeres, cerraban, empujándose, el cerco más y más, como si ellos, los legítimos, hubieran deseado ahogar con su presión'al que estaba fuera de la ley.
De pronto, uno de ellos, al encontrarse junto a Simón, se burló de él sacándole la lengua y le gritó:
-¡No tienes padre, no tienes padre!
Simón se agarró a su pelo con las dos manos y le acribi­lló las piernas a puntapiés, mientras el otro le mordía cruel­mente la mejilla. Se armó una algarada espantosa. Los dos luchadores fueron separados y Simón rodó por el suelo, gol­peado, maltratado, en medio de un cerco de muchachos que aplaudían. Cuando se levantó, limpiándose maquinalmente su pequeño blusón sucio de tierra, alguien le grito:
-Vete a decírselo a tu padre.
Entonces se sintió descorazonado. Ellos eran más fuertes, le habían pegado, y no podía contestarles, pues se daba cuenta de que en realidad no tenía padre. Por orgullo, inten­tó durante varios segundos luchar con las lágrimas que le ahogaban. Después rompió a llorar en silencio, con profun­dos sollozos que lo sacudían violenta-mente.
Una alegría feroz estalló entre sus enemigos, que, como hacen los salvajes en sus terribles fiestas, se cogieron de las manos y bailaron a su alrededor, repitiendo como un estri­billo:
-¡No tiene padre, no tiene padre!
De improviso Simón dejó de sollozar. La ira lo domina­ba. Cogió unas piedras que había a sus pies y con todas sus fuerzas las lanzó contra sus verdugos. Alcanzó a dos o tres que huyeron gritando. Su aspecto era tan amenazador que el pánico cundió entre los demás. Acobardados, como le ocu­rre siempre a la muchedumbre ante un hombre exasperado, se dispersaron y huyeron.
Al quedarse solo, el pequeño que no tenía padre corrió hacia los campos; le había asaltado un recuerdo que le hizo tomar una gran decisión. Quería tirarse al río para ahogarse.
Se había acordado de aquel pobre diablo, del mendigo que hacía ocho días se había tirado al agua porque se le había ter­minado el dinero. Simón estaba allí cuando lo sacaron del agua, y aquel desgraciado, que siempre le había parecido lamentable, sucio y feo, le impresionó con el aspecto de tran­quilidad en sus mejillas pálidas, su larga barba mojada y la serenidad en sus ojos abiertos. A su alrededor dijeron:
-Está muerto.
Y alguien agregó:
-Ahora es feliz.
También Simón quería ahogarse, porque si aquel infeliz no tenía dinero, él no tenía padre.
Llegó hasta muy cerca del agua y se detuvo a verla correr. Algunos peces jugueteaban rápidos en la corriente clara y de cuando en cuando saltaban y atrapaban alguna mosca que volaba sobre la superficie del agua. Dejó de llorar absorbi­do por sus movimientos. Pero de pronto, lo mismo que durante las calmas de una tempestad pasan grandes ráfagas de viento que rompen los árboles y se pierden en el hori­zonte, un pensamiento pasó por su cabeza y le causó un dolor punzante: «Me voy a ahogar porque no tengo padre».
Simón se sentía invadido por ese bienestar, por ese rela­jamiento que sigue a una crisis de lágrimas y sentía fuertes deseos de dormirse allí, sobre la hierba, al calor del sol.
Una ranita verde saltó a sus pies. Intentó cogerla. Se le escapó. La persiguió y ella lo esquivó tres veces seguidas. Por fin, logró agarrarla por las patas de atrás y se echó a reír viendo los esfuerzos que el animalito hacía por escapar: se encogía sobre sus largas patas, después las estiraba de pron­to con un esfuerzo brusco, poniéndolas rígidas como hie­rros, al mismo tiempo que, con los ojos redondos cercados de oro, movía las patitas de atrás como si fueran unas manos. Le recordaba un juguete de tablillas estrechas, cru­zadas en zigzag una -sobre otra, que, por un movimiento parecido al de la rana, hacía desfilar a un ejército de solda­dos clavados encima. Entonces pensó en su casa, en su madre, y embargado por una gran tristeza rompió nuevamen­te a llorar. Sintió escalofríos en los brazos y en las piernas, se arrodilló y rezó sus oraciones como hacía antes de acos­tarse. Pero no pudo terminarlas, porque las lágrimas, rápidas, tumultuosas, lo invadieron de nuevo. Ya no pensaba en nada, ya no veía nada de lo que le rodeaba, entregado a su llanto.
De pronto, una mano pesada se apoyó en su hombro y una voz grave le preguntó:
-¿Qué te aflige tanto, hombrecito?
Simón se volvió. Un obrero fornido, de ojos negros y pelo y barba muy rizados lo miraba bondadosamente. Con los ojos y la voz llenas de lágrimas, Simón contestó:
-Me han pegado..., porque... yo... yo... no tengo... papá, no tengo padre.
-¿Cómo puede ser eso? -dijo el hombre sonriendo. Todo el mundo lo tiene.
El niño repitió con dificultad, en medio de los espasmos de su dolor:
-Yo... yo... no lo tengo.
El obrero se puso serio; había reconocido al hijo de la Blanchotte y, a pesar de ser nuevo en la localidad, conocía vagamente su historia.
-Bueno -dijo, consuélate, pequeño, y vámonos a tu casa. Ya te daremos... un padre.
Se pusieron en camino; el niño iba de la mano del hom­bre; este sonreía de nuevo, pues no le disgustaba la idea de ver a aquella Blanchotte, de la que se decía que era una de las más guapas mujeres de la comarca, y allá, en el fondo de su pensamiento, quizá se dijera que una joven que ha caído una vez puede volver a caer.
Llegaron a una casita blanca, muy limpia.
-Es aquí -dijo el niño, y gritó: ¡Mamá!
Apareció una mujer, y el obrero dejó bruscamente de son­reír, pues comprendió enseguida que no se podían gastar bromas con aquella buena moza pálida que se mantenía severa en la puerta como para defenderse del hombre que estaba en el umbral de su casa, donde ya había sido traiciona­da por otro. Intimidado y con la gorra en la mano, balbució:
-Señora, aquí le traigo a su hijo, que se había perdido cerca del río.
Pero Simón saltó al cuello de su madre y le dijo con nuevo llanto:
-No, mamá, yo quería ahogarme, porque los otros me han pegado..., me han pegado porque no tengo padre.
Un rubor encendido cubrió las mejillas de la joven, y, con un dolor que le llegaba al corazón, abrazaba a su hijo con violencia, mientras las lágrimas le corrían rápidamen­te por la cara. El hombre, conmovido, permaneció allí sin saber cómo despedirse. Simón corrió de pronto hacia él y le dijo:
-¿Quiere usted ser mi papá?
Se hizo un silencio profundo. La Blanchotte, muda y tor­turada por la vergüenza, las manos en el corazón, se apoya­ba en la pared. El niño, viendo que no había contestado, añadió:
- Si no quiere usted serlo, yo volveré al río para ahogarme.
El obrero lo tomó en broma y respondió, riendo:
-¡Claro que quiero!
-¿Cuál es tu nombre -preguntó entonces el niño, para que yo pueda contestar a los otros cuando quieran saber cómo te llamas?
-Me llamo Philippe -contestó el hombre.
Simón reflexionó un momento, como para quedarse bien con aquel nombre, luego, consolado, le tendió los brazos, diciéndole:
-Pues bien, Philippe, tú eres mi papá.
El obrero lo levantó, bruscamente lo besó en los dos carrillos y después, como huyendo, se marchó dando gran­des zancadas.
Cuando al día siguiente el niño entró en la escuela, lo acogieron risas malignas, y a la salida, cuando el mucha­chote quiso volver a empezar, Simón le lanzó a la cara, como si fuera una piedra, estas palabras:
-Mi padre se llama Philippe.
Gritos de gozo centellearon por todas partes:
-¿Philippe qué más?... ¿Philippe qué más? ¿Qué nom­bre es ese «Philippe»?... ¿De dónde lo has sacado?
Simón callaba, y con su fe inquebrantable los miraba a los ojos, desafiándolos, dispuesto a dejarse martirizar antes que huir de ellos. El maestro lo salvó de la situación y el niño volvió a casa
Durante tres meses el fornido obrero Philippe pasó a menudo cerca de la casa de la Blanchotte, y algunas veces hasta se había atrevido a dirigirle la palabra, viéndola coser junto a la ventana. Ella contestaba cortésmente, siempre sere­na, sin reír, y nunca lo invitó a entrar en su casa. Sin embar­go, un poco fatuo[2], como todos los hombres, llegó a pensar que ella se ruborizaba más que de costum-bre cuando conver­saba con él.
Pero una reputación perdida es siempre tan frágil y tan difícil de recuperar que, a pesar de la reserva suspicaz de la Blanchotte, en el pueblo ya se hablaba de ello.
Simón quería mucho a su nuevo papá y se paseaba con él casi todas las tardes una vez terminada la jornada de traba­jo. Iba asidua-mente a la escuela y pasaba por entre sus camaradas muy digno, sin contestarles nunca.
Cierto día, sin embargo, el muchacho que había sido el primero en atacarle, le dijo:
-Has mentido, no tienes ningún papá que se llame Philippe.
-¿Por qué dices eso? -preguntó emocionado Simón.
El muchachote se frotó las manos y dijo:
-Porque, si tuvieras padre, sería el marido de tu madre.
Simón quedó desconcertado por la exactitud de aquel razona-miento; no obstante, contestó:
-Es mi padre, de todos modos.
-Puede -dijo el mozalbete irónicamente, pero no es del todo tu padre.
El niño de la Blanchotte bajó la cabeza y se dirigió a la herrería del tío Lazon, donde trabajaba Philippe.
La herrería aparecía sepultada bajo los árboles. Estaba oscura; únicamente el resplandor rojo de un fuego muy vivo se proyectaba reflejado sobre cinco herreros, con los brazos desnudos, que golpeaban sobre los yunques[3], con terrible estrépito. Estaban de pie, rojos como demonios, los ojos fijos en el hierro candente que ellos torturaban, y sus pensa­mientos subían y bajaban junto con los martillos.
Simón entró sin ser visto y fue cuidadosamente a tirar de la manga de su amigo. Aquel se volvió hacia él. Entonces el trabajo se interrumpió y todos los hombres miraron atenta­mente al niño. En medio de aquel silencio extraño sonó la vocecita frágil de Simón:
-Escucha, Philippe, el chico de la Michaude me ha dicho que tú no eres del todo mi papá.
-¿Por qué dice eso? -preguntó el obrero.
-Porque no eres el marido de mamá.
Nadie rio. Philippe permanecía de pie, la cara sobre el reverso de sus grandes manos cogidas al mango de su martillo apoyado sobre el yunque. Reflexionaba. Sus cua­tro compañeros lo miraban y Simón, pequeñísimo entre aquellos gigantes, esperaba. De pronto, uno de los herre­ros, como contestando al pensamiento de todos, dijo a Philippe:
-Después de todo, la Blanchotte es una muchacha buena, valiente y, a pesar de su desgracia, digna de ser la esposa de un hombre honrado.
Es verdad -dijeron los otros tres.
El primer obrero continuó:
-¿Se le puede reprochar haber caído? Él le prometió casarse, y entre las casadas y respetadas de hoy conozco yo a más de una a la que le ocurrió otro tanto.
-Es verdad -respondieron a coro los otros.
-Lo que ha pasado la pobre para educar sola a su hijo y lo que ha llorado desde que no sale de casa, si no es para ir a la iglesia, solo Dios lo sabe.
-Eso también es verdad -volvieron a responder los otros tres.
Durante unos minutos no se oyó nada más que el soplillo del fuelle[4] que avivaba el fuego. Philippe se inclinó brusca­mente hacia Simón:
-Ve a decirle a tu madre que esta noche iré a hablar con ella.
Después empujó al niño por los hombros, poniéndolo fuera, y volvió a su trabajo. De un solo golpe los cinco mar­tillos cayeron sobre los yunques. Batieron el hierro hasta el anochecer, fuertes, alegres, como martillos satisfechos. Pero al igual que la campana mayor destaca entre las más pe­queñas cuando repican los días de fiesta, así el martillo de Philippe sobresalía de los otros, sonaba acompasado y ensor­decedor. De pie, entre chispas brillantes, forjaba apasionada­mente el hierro.
El cielo estaba cuajado de estrellas cuando llamó a la puerta de la Blanchotte. Vestía su blusa de domingo y una camisa limpia, y se había arreglado la barba. La joven apa­reció en el umbral y le dijo con tono apenado:
- Ha hecho usted mal en venir ya de noche, señor Philippe.
Quiso contestar, pero balbució algo y se quedó confuso ante ella.
Ella siguió diciendo:
-Usted comprenderá que es preciso evitar que se siga hablando de mí.
El hombre de pronto se decidió:
-¿Que importancia tiene si usted acepta ser mi mujer?
Nadie le respondió, pero creyó percibir en la oscuridad de la habitación el ruido de un cuerpo que se desplomaba. Entró precipitadamente, y Simón, que estaba acostado en su cama, distinguió el chasquido de un beso y algunas palabras que su madre pronunciaba en voz muy baja.
De pronto, se sintió levantado en vilo por las manos de su amigo, que, sosteniéndolo bien alto en sus brazos hercú­leos[5], le gritó:
-Diles a tus compañeros que tu papá es Philippe Rémy, el herrero, y que irá a tirar de las orejas a todos aquellos que te hagan daño.
Al día siguiente, cuando iba a empezar la lección y la clase estaba bien llena de niños, el pequeño Simón se levan­tó y, pálido, con los labios temblorosos, dijo con una voz clara:
-Mi papá es Philippe Rémy, el herrero, y ha prometido tirar de las orejas a todos aquellos que me hagan daño.
Esta vez nadie rio, pues todos conocían bien al herrero Philippe Rémy, un padre del que cualquiera de ellos se hubie­ra sentido orgulloso.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053




[1] Monstruo, persona o cosa extraordinaria o sorprendente.
[2] Engreído, vanidoso sin fundamento.
[3] Pieza de hierro sobre la que se martillan los metales en las herre-rías.
[4] Instrumento para recoger aire y lanzarlo en una dirección deter-minada.
[5] Extraordinariamente fuertes.

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