Cap. I
Como hacía muy buen tiempo,
las gentes de la granja habían comido más deprisa que de costumbre y se habían
ido al campo.
Rose, la criada, se quedó sola
en medio de la amplia cocina. En el hogar, el fuego agonizaba bajo la olla de
agua caliente. De cuando en cuando cogía de aquella agua y fregaba lentamente
los platos, interrumpiendo la labor para contemplar los dos cuadros luminosos
que el sol, atravesando la ventana, formaba sobre la larga mesa y en los que
se reflejaban hasta los defectos del cristal.
Tres gallinas muy atrevidas
buscaban las migas bajo las sillas. Los hedores del corral y el vaho que salía
del establo entraban por la puerta entreabierta, y en el silencio del tórrido
mediodía se oía cantar a los gallos.
Cuando terminó su faena, la
moza secó la mesa, limpió el hogar y colocó los platos sobre el alto vasar[1]
del fondo, junto al reloj de madera, de tictac sonoro, y respiró algo aturdida,
oprimida sin motivo aparente. Miró las paredes de arcilla, negruzcas, las vigas
ahumadas del techo, del que colgaban telarañas, arenques[2]
secos, manojos de cebollas; después, se sentó, molesta por las emanaciones
putrefactas que el calor de aquel día hacía salir del suelo batido por el sol,
donde se habían secado tantas cosas esparcidas durante tanto tiempo.
Mezclábase también el sabor
acre de la leche puesta a cuajar en la habitación contigua. Intentó ponerse a
coser, como de costumbre, pero le fallaban las fuerzas y salió al umbral de la
puerta a respirar.
Acariciada por los ardientes
rayos solares, sintió un dulzor que le llegaba al corazón, un bienestar que
corría por sus miembros.
Delante de la puerta el
estiércol despedía sin cesar un leve vaporcillo brillante. Las gallinas se
revolcaban en él y escarbaban con una pata buscando gusanos. Entre ellas, se
erguía un soberbio gallo. A cada instante escogía a una de ellas, la llamaba y
daba vueltas a su alrededor. La gallina se levantaba perezosa y lo recibía
indiferente, plegando sus patas y sosteniéndolo sobre sus alas, luego sacudía
el polvo de sus plumas y volvía a tenderse en el estiércol, mientras el gallo
pregonaba cantando sus triunfos y los gallos de todos los corrales le
respondían, como si enviaran de una granja a otra sus retos amorosos.
La criada los contemplaba sin
pensar; después, levantó los ojos y la deslumbró el esplendor de los manzanos
en flor, blancos, como cabezas empolvadas.
De pronto, un pollito, loco de
alegría, pasó corriendo delante de ella, dio dos vueltas por las zanjas donde
estaban plantados los árboles, se detuvo bruscamente y miró alrededor,
inclinando la cabeza, como asombrado por encontrarse solo.
También la criada sentía un
deseo de correr, una necesidad de movimiento y al mismo tiempo un deseo de
tumbarse, de estirar sus miembros, de descansar envuelta en aquel aire inmóvil
y cálido. Dio algunos pasos indecisos, con los ojos cerrados, poseída por un
bienestar animal; después, se dirigió lentamente al gallinero en busca de los
huevos. Había trece. Los cogió y se los llevó. Cuando los hubo guardado en la
despensa, sintió de nuevo los olores molestos de la cocina y salió para
sentarse un rato sobre la hierba.
El patio de la granja, rodeado
de árboles, parecía dormido. La hierba alta, en la que los «dientes de león»[3],
amarillos, brillaban como lucecitas, era de un verde fuerte, fresco, de
primavera. La sombra de los manzanos se recogía alrededor de los troncos; los
tejados de paja de los edificios, donde crecían iris de hojas semejantes a
sables, despedían un ligero vapor, como si la humedad de los establos y de los
hórreos se evaporase a través de la paja.
La criada llegó hasta el
cobertizo donde estaban alineados los carros y carretas. Allí, en la zanja,
había un lugar verde cubierto de violetas que impregnaban con su fragancia el
hoyo; por encima de la valla, se divisaba el campo, una amplia llanura
sembrada, salpicada de árboles, y, a lo lejos, de trecho en trecho, cuadrillas
de trabajadores, reducidos a muñecos por la distancia, caballitos blancos de
juguete tirando de carritos infantiles guiados por hombres de la altura de un
dedo.
Rose cogió un haz de paja y lo
tiró al hoyo para sentarse encima; luego, como no estaba cómoda, lo desató,
esparció la paja y se tendió sobre la espalda, los brazos debajo de la cabeza y
las piernas estiradas.
Amodorrada por una
voluptuosidad deliciosa, cerró dulcemente los ojos. Ya estaba casi dormida
cuando sintió, de pronto, que dos manos le tocaban el pecho; se incorporó de un
salto. Era Jacques, el mozo de la granja, un robusto picardo[4]
bien plantado, que la pretendía hacía algún tiempo. Aquel día trabajaba en el
redil[5],
desde donde vio a la muchacha tendida a la sombra, y se había acercado a paso
de lobo, reteniendo el aliento, los ojos brillantes y unas briznas de paja revueltas
entre los cabellos.
Intentó besarla, pero ella,
tan fuerte como él, lo abofeteó, y Jacques, astuto, pidió perdón. Entonces, se
sentaron el uno al lado del otro y conversaron amistosamente. Hablaron del
tiempo, que era propicio para la recolección; del año, que se anunciaba bueno;
de su patrón, un buen hombre; de los vecinos, de toda la comarca, de ellos
mismos, de su pueblo, de su adolescencia, de sus recuerdos, de sus padres, de
los que se habían separado por mucho tiempo, para siempre quizá. Aquellos
pensamientos la enternecieron, mientras que él, con su idea fija, se acercaba,
se rozaba contra ella, tembloroso, invadido por el deseo. Ella decía:
-Hace mucho tiempo que no he
visto a mi madre; es muy duro vivir separadas tanto tiempo.
Su mirada perdida se dirigía a
lo lejos, a través del espacio, hacia su pueblo abandonado allí lejos, lejos,
en el norte.
De pronto, él la cogió del
cuello y la besó de nuevo, pero Rose le dio un buen puñetazo en plena cara, un
golpe tan fuerte, que el joven empezó a sangrar por la nariz y tuvo que
incorporarse y apoyar la cabeza en el tronco de un árbol. La muchacha sintió
compasión y se le acercó, preguntándole:
-¿Te duele?
Pero él rio. No, no era nada,
solo que le había dado justamente en la nariz. Jacques
murmuraba:
«¡Anda, pícara!» Y la miraba
con admiración, presa de un respeto, de un nuevo afecto, del principio de un
verdadero amor por aquella valiente y robusta muchacha.
Cuando cesó la sangre, el mozo
le propuso dar un paseo, temiendo recibir otro golpe del fuerte puño de su
vecina si seguían allí uno al lado del otro. Pero ella misma lo cogió del
brazo, como los novios en las calles al anochecer, y le dijo:
-No está bien, Jacques, que me
desprecies de ese modo.
Él protestó. No, no la
despreciaba, estaba enamorado, eso era todo.
-Entonces, ¿tú quieres casarte
conmigo? -preguntó ella.
Jacques dudó, la miró de
reojo, mientras la mirada de la muchacha se perdía en la lejanía. Rose tenía
las mejillas carnosas y encendidas, el pecho abultado bajo la tela de su corpiño,
los labios gruesos y frescos, la garganta, casi desnuda, cubierta de gotitas de
sudor. Jacques se sintió de nuevo fustigado por el deseo y, acercando la boca
a su oído, murmuró:
-Sí, claro que quiero.
Entonces, Rose rodeó con sus
brazos el cuello del joven y lo besó largamente, hasta cortárseles la
respiración.
Aquello fue el principio de la
eterna historia de amor. Se buscaban en los rincones, se daban cita a la luz de
la luna al abrigo de un montón de heno, se hacían cardenales en las piernas
bajo la mesa con sus gruesos zapatos con clavos.
Después, poco a poco, Jacques
pareció cansarse de ella; la evitaba, casi no le dirigía la palabra, no
buscaba ya sorprenderla
sola. Las dudas y una gran angustia se apoderaron de Rose, y
al cabo de algún tiempo comprendió que estaba encinta.
Primero se sintió consternada,
después aquel sentimiento fue cediendo a la ira, que crecía por días al no
lograr encontrarlo a solas, pues Jacques la evitaba cuidadosamente. Por fin,
una noche, cuando todo el mundo dormía, salió sin hacer ruido, en enaguas y
descalza, atravesó el patio y empujó la puerta de la cuadra, donde Jacques
dormía sobre un camastro lleno de paja. Al oírla fingió roncar, pero ella se
acercó a él y arrodillándose a su lado le sacudió hasta que se incorporó.
Sentándose, Jacques preguntó:
-¿Qué quieres?
Ella, apretando los dientes y
temblando de ira, le dijo:
-Quiero, quiero que te cases
conmigo, como me prometiste.
Jacques se echó a reír y
contestó:
-Bueno, si uno tuviera que
casarse con todas las mozas con las que ha tenido un desliz, hace mucho tiempo
que me hubiera casado.
Ella le agarró de la garganta,
lo derribó sin que él pudiera soltarse y ahogándolo le gritó a la cara:
-Estoy preñada, ¿lo oyes?,
estoy preñada.
Jacques, sofocado, jadeaba, y
los dos permanecían allí, inmóviles, mudos en el silencio de la noche, turbada
únicamente por el rumiar de un caballo que tiraba de la paja del pesebre y la
trituraba lentamente entre sus muelas.
Jacques comprendió que ella
era más fuerte y balbució:
-Bueno, me casaré, si las
cosas están así. Pero ella ya no creía en sus promesas.
-Pero enseguida -dijo, harás
que corran las amonestaciones[6].
Él contestó:
-Está bien, enseguida.
-Júralo por Dios.
Él dudó durante algunos
segundos, pero pronto se decidió:
-Lo juro por Dios.
Rose lo soltó y, sin agregar
ni una sola palabra, se fue.
Durante algunos días no pudo
hablarle, y por las noches la cuadra estaba cerrada con llave. Ella no se
atrevió a llamar por temor a un escándalo.
Una mañana vio entrar en la
cocina para el desayuno a un criado nuevo. Preguntó:
-¿Se ha ido Jacques?
-Sí -dijo el otro, yo estoy en
su puesto.
Rose se sintió cogida por un
temblor tan fuerte que no podía descolgar el caldero; después, cuando todos se
fueron a trabajar, subió a su habitación y lloró, el rostro hundido en la
almohada para ahogar los sollozos.
Durante el día intentó
informarse sin despertar sospechas, pero estaba tan obsesionada con su
desgracia que creyó ver sonreír maliciosamente a todas las gentes a quienes
interrogaba. Única-mente pudo averiguar que Jacques, de pronto, había
abandonado la comarca.
Cap. II
Yempezó para ella una vida de
constante tortura. Trabajaba como una máquina, sin interesarse por lo que
hacía, con un pensamiento fijo: «¡Si se enteraran!».
Esta constante obsesión le
impedía razonar, hasta el punto de no buscar medios para evitar el escándalo
que sentía aproximarse, que cada día se acercaba más, inevitablemente, como
la muerte.
Se levantaba todas las mañanas
antes que los demás y, con una persistencia encarnizada, se observaba su
cintura en un trozo de espejo roto que tenía para peinarse, intentando
ansiosamente descubrir si ya se notaba el embarazo.
Durante el día interrumpía a
cada instante su trabajo para mirarse de arriba abajo y ver si su abultado
vientre no levantaba demasiado el delantal.
Pasaban los meses. Casi no
hablaba y, cuando le preguntaban algo, no entendía nada, azorada, la mirada
aturdida, las manos temblorosas, lo que hacía decir a su patrón:
-Mi pobre chica, qué tonta
estás de un tiempo para acá.
En la iglesia se escondía tras
una pilastra y no se atrevía a confesarse, evitando encontrarse con el párroco,
a quien atribuía un poder sobrehumano que le perruitía leer en las conciencias.
En la mesa, las miradas de sus
compañeros la hacían desfallecer de angustia y siempre imaginaba que había sido
descubierta por el vaquero, un jovencito precoz y socarrón que no le quitaba
los ojos de encima.
Una mañana, el cartero le
trajo una carta. En su vida había recibido ninguna y quedó tan impresionada que
tuvo que sentarse. ¿Sería de él, quizá? Como no sabía leer, quedó ansiosa y
temblorosa ante aquel papel cubierto de tinta. Guardó la carta en el bolsillo,
sin atreverse a confiar su secreto a nadie, y con frecuencia interrumpía el
trabajo para contemplar durante largo rato aquellas líneas, igualmente
separadas unas de otras y con una firma al final, imaginándose con cierta esperanza
que de pronto lograría descifrarlas. Por fin, como ya estaba loca de
impaciencia e inquietud, fue en busca del maestro de escuela, que le hizo
sentarse y leyó:
«Mi querida hija. La presente
es para comunicarte que estoy muy mala; nuestro vecino, el señor Dentu, ha
cogido la pluma para pedirte que vengas, si es posible. Por tu madre, que te
quiere, Césaire Dentu, concejal.»
Rose no dijo ni una palabra y
se marchó. En cuanto estuvo sola se sentó al borde del camino, las piernas no
la sostenían, y así permaneció hasta la noche.
Cuando volvió a la granja,
contó su desgracia al patrón y este la dejó marcharse para todo el tiempo que
necesitara, prometiéndole admitirla de nuevo a su regreso.
Su madre estaba agonizando y
murió el mismo día de su llegada. Al día siguiente, Rose dio a luz una criatura
de siete meses, un pequeño esqueleto horrible, tan flaco que daba escalofríos
verlo y que parecía sufrir constante-mente, pues crispaba dolorosamente sus
pobres manecitas descarnadas, semejantes a las patas de un cangrejo.
Sin embargo, sobrevivió.
Rose dijo que estaba casada,
pero que no podía encargarse del niño y lo dejó a unos vecinos que le
prometieron cuidarlo bien.
Y volvió a la granja.
En su corazón, martirizado
durante largo tiempo, se despertó un amor desconocido por aquel pequeño ser
endeble que había dejado en el pueblo, y aquel amor era a la vez un sufrimiento
nuevo, un sufrimiento constante, continuo, al sentirse separada del pequeño.
Lo que más atormentaba su alma
era una necesidad loca de besarlo, de estrecharlo entre sus brazos, de sentir
en su pecho el calor del pequeño cuerpo. Por las noches no dormía, durante el
día no pensaba en otra cosa; por la tarde, después de terminar su trabajo, se
sentaba ante el hogar y miraba fijamente el fuego, como quien tiene los
pensamientos lejos.
Comenzaron a murmurar sobre su
conducta, bromeaban acerca de los amores que debía tener, le preguntaban si era
guapo, si era alto, si era rico, cuándo seria la boda y cuándo el bautizo.
Ella huía frecuentemente para
llorar a solas, pues las preguntas se le clavaban en la piel como alfileres.
Para olvidar sus penas se
entregó furiosamente a su labor y, siempre pensando en el niño, buscaba los
medios de ganar para él mucho dinero.
Decidió trabajar tanto que
tuvieran que aumentarle el sueldo.
Poco a poco fue acaparando
todo el trabajo. Hizo despedir a una sirvienta que no se necesitaba, pues ella
hacía el trabajo de dos, ahorró en el pan, en el aceite de las lamparillas[7],
en el grano que en abundancia se daba a las gallinas, en el pienso de los
animales, que se despilfarraba un poco. Se mostró avara con el dinero de su
patrón, como si fuera el suyo, y a fuerza de hacer negocios ventajosos, vender
caro lo que salía de la granja y comprar barato a los campesinos, consiguió
ser la única encargada de las compras y ventas, de la dirección de los
jornaleros, del cuidado de las provisiones.
Al cabo de algún tiempo, se
hizo indispensable. Ejercía tal vigilancia a su alrededor, que la granja,
regida por ella, prosperó prodigiosamente. En dos leguas[8]
a la redonda se hablaba de la «criada del señor Vallin», y el granjero repetía
por todas partes: «Esta chica vale más que el oro».
Pero el tiempo pasaba y su
sueldo seguía siendo el mismo. Se aceptaba su trabajo forzado como una
obligación de todo sirviente leal, como una sencilla prueba de buena voluntad,
y ella empezó a pensar, con cierta amargura, que si, gracias a ella, el amo
guardaba cincuenta o cien escudos más todos los meses, ella seguía ganando sus
doscientos cuarenta francos al año, ni más ni menos.
Decidió pedir un aumento. Tres
veces fue a ver al patrono y al llegar ante él le hablaba de otra cosa. Sentía
algo parecido a cierto pudor al pedir dinero, como si fuera una acción
deshonesta. Por fin, un día, cuando el granjero desayunaba solo en la cocina,
le dijo, turbada, que deseaba hablarle de algo particular. Él levantó la cabeza
sorprendido, con las dos manos sobre la mesa, en una el cuchillo, con la punta
hacia arriba, y en la otra un trozo de pan, y miró fijamente a la criada. Ante aquella
mirada se turbó y pidió ocho días de permiso para ir a su pueblo, pretextando
estar enferma.
Él se los concedió enseguida y
después, turbado también, agregó:
-Yo también tengo algo que
decirte cuando vuelvas.
Cap. III
El niño tenía ya casi ocho
meses: Rose no lo reconoció. Estaba sonrosado, gordo, macizo y parecía una bola
de grasa viviente. Sus dedos, separados por anillos de carne, se movían
dulcemente con visible satisfacción. Rose se arrojó sobre él como sobre una
presa, con un ardor brutal, y lo besó tan violentamente que el niño se puso a
llorar asustado. Entonces, ella también lloró, porque el niño no la conocía y
tendía sus bracitos hacia la nodriza[9]
en cuanto esta aparecía.
Sin embargo, al día siguiente
ya se había acostumbrado a su rostro y reía al verla. Ella lo llevaba al campo,
corría locamente sosteniéndolo con los brazos estirados, se sentaba con él a
la sombra de los árboles; luego, por primera vez en su vida, y a pesar de que
el niño no la entendía, deseando desahogarse con alguien, le abrió su corazón,
le contó sus penas, sus dificultades, sus inquietudes, sus esperanzas, sus
fatigas, mientras le molestaba sin cesar por la violencia y el encarnizamiento
de sus caricias.
Sentía una alegría infinita al
sobarlo, lavarlo, vestirlo, y hasta era feliz al limpiar la inmundicia del
niño, como si aquellos cuidados íntimos fueran la confirmación de la maternidad.
Rose lo contemplaba, admirándose de que fuera suyo, y se repetía a media voz,
moviéndolo entre sus brazos: «Es mi niño, es mi niño».
Al regresar, lloró durante
todo el camino. En cuanto llegó, el granjero la llamó a su cuarto. Ella
obedeció muy asombrada y emocionada sin saber por qué.
-Siéntate -dijo él.
Rose se sentó y los dos
permanecieron uno al lado del otro durante unos instantes, turbados, los brazos
inertes y torpes, sin mirarse a la cara, según la costumbre campesina.
El dueño de la granja, un
hombre robusto, de unos cuarenta y cinco años, viudo en segundas nupcias,
jovial y testarudo, manifestaba una falta de decisión impropia en él.
Por fin, se recobró y empezó a
hablar vagamente, tartamudeando un poco y con la mirada fija en los campos.
-Rose -dijo, ¿nunca has
pensado en tomar estado?[10].
La mujer se puso pálida como una muerta. Como no contestaba, él continuó:
-Eres una buena chica,
ordenada, trabajadora y ahorrativa. Una mujer como tú sería la fortuna de un
hombre. Ella seguía inmóvil, sin intentar siquiera comprenderlo, sin poder
fijar sus ideas, como cuando se acerca un gran peligro. El granjero esperó un
segundo y prosiguió:
-Ya ves que una granja sin ama
no puede marchar bien, ni siquiera con una criada como tú.
Después se calló sin saber qué
agregar. Rose lo miraba con la expresión horrorizada de una persona que se cree
ante un asesino y se dispone a huir al menor gesto que haga. Al cabo de cinco
minutos, él prosiguió:
-Bien, ¿qué te parece?
Ella contestó tristemente:
-¿Qué, mi amo?
El patrón contestó
bruscamente:
-¡Pues el casarte conmigo,
pardiez!
Rose se levantó de pronto,
luego se desplomó en la silla des-fallecida y permaneció inmóvil, como quien
recibe el golpe de una gran desgracia.
El amo se impacientó:
-Vamos, ¿qué quieres entonces?
Ella lo miró enloquecida y de
pronto, con los ojos llenos de lágrimas, repitió dos veces sofocadamente:
-¡Es que no puedo, es que no
puedo!
-¿Por qué? -preguntó el hombre.
Bueno, no hagas el tonto, piénsalo hasta mañana.
Y se apresuró a marcharse
satisfecho de haber terminado un asunto que le inquietaba mucho y seguro de que
al día siguiente su sirvienta aceptaría una proposición tan inesperada para
ella y que para él representaba un excelente negocio, pues de aquel modo se
unía a una mujer que le traería más beneficios que la mejor dote[11]
de la comarca.
Entre ellos no podían existir
escrúpulos de matrimonio desigual, pues en el campo todos son más o menos
iguales: el dueño trabaja igual que su jornalero, el cual, antes o después, se
convierte en dueño y las criadas se convierten constantemente en amas sin que
ello modifique para nada su vida y sus costumbres.
Rose no se acostó aquella
noche. Se desplomó, sentándose sobre su cama sin tener fuerzas ni para llorar,
hasta tal punto se sentía abatida. Quedó inerte, insensible, el espíritu
errante y como destrozado por uno de esos instrumentos de que se sirven los
cardadores de lana al hacer los colchones[12].
Tan solo de cuando en cuando
asomaba a su mente un rastro de idea, y Rose se horrorizaba al pensar en lo
que podía suceder.
Sus temores aumentaban, y cada
vez que en el silencio de la noche sonaba lentamente el reloj dando las horas,
a la criada le acometían sudores de angustia. Creía perder la razón, unas pesadillas
sustituían a otras, la luz se extinguía; entonces comenzaba el delirio, ese
delirio loco de los campesinos que se creen abatidos por la fatalidad, y
brotaba en ella un ansia loca de huir, de salvarse, de correr para evitar la
desgracia, como un navío ante la tempestad.
Chilló una lechuza. Rose se
estremeció, se incorporó y, como una loca, se palpó la cara, el pelo, el
cuerpo; luego, con movimientos de sonámbula, bajó. Cuando estuvo en el patio,
se agazapó, temiendo que la viera algún mozo vagabundo, pues la luna, antes de
desaparecer, derramaba sobre los campos su viva luz. En vez de abrir la
portezuela, trepó por la valla y marchó a través de los campos. Iba sin
dirección fija, con paso elástico y precipitado, y de cuando en cuando lanzaba
un grito agudo. Su sombra descomunal tendida en la tierra corría con ella y a
veces un pájaro nocturno revoloteaba sobre su cabeza. En los patios de las
granjas los perros ladraban al oírla pasar y uno de ellos saltó la zanja y la
persiguió para morderla, pero Rose se volvió hacia el perro y le rugió de tal
modo que el animal, espantado, huyó a esconderse en su caseta y se calló.
Algunas familias de liebres
jugueteaban en los campos, pero al acercarse la furiosa corredora, semejante a
una Diana[13] en
delirio, los animalitos, temerosos, huían en desbandada: los pequeñines y su
madre se escondían en algún surco, mientras el padre salía disparado,
proyectando a veces su sombra móvil, con las grandes orejas levantadas, sobre
la luna expirante, que se sumergía allá en el fin del mundo e iluminaba la
llanura con su luz oblicua, como una enorme linterna colocada sobre la tierra
en el horizonte.
Las estrellas se extinguieron
en las profundidades del cielo; algunos pájaros piaban, apuntaba el día. Y
cuando el sol atravesó la aurora purpurina, Rose, extenuada, jadeante, se
detuvo.
Sus pies hinchados se negaban
a andar, pero sus ojos percibieron una charca, donde el agua estancada parecía
sangre bajo los reflejos rojos del nuevo día, y, con pasos lentos, cojeando, la
mano sobre el corazón, se dirigió a ella para mojarse los pies.
Se sentó sobre la hierba, se
quitó los bastos zapatos, cubiertos de polvo, y las medias y metió las
pantorrillas amoratadas en aquella masa inmóvil, en cuya superficie surgían a
ratos burbujas de aire.
Un delicioso frescor la
invadió desde los talones a la garganta y, de pronto, mientras contemplaba
fijamente aquel agua profunda, un vértigo se apoderó de ella y sintió un deseo
furioso de sumergirse completamente. Seria el final de aquellos sufrimientos,
el final para siempre. Ya no pensaba en su niño, deseaba la paz, el reposo
completo, un sueño sin fin. Con los brazos en alto dio dos pasos hacia delante.
Se había sumergido hasta los muslos y ya iba a arrojarse, cuando picaduras
ardientes en los tobillos la obligaron a salir del agua dando gritos desesperados:
gruesas sanguijuelas[14]
negras bebían su vida, hinchándose, adheridas a su carne desde las rodillas a
las puntas de los pies. No se atrevía a tocarlas y gritaba horrorizada. Sus
gritos atrajeron a un campesino que pasaba por allí en su carro. Le arrancó las
sanguijuelas una por una, tapó las heridas con hierbas y la llevó en su carro hasta
la granja de su amo.
Rose guardó cama durante
quince días y la mañana en que se levantó, cuando estaba sentada ante la
puerta, se le acercó de pronto su amo y le dijo:
-Bueno; es asunto resuelto,
¿verdad?
Rose no respondió, pero como
él seguía allí, mirándola fijamente, contestó articulando con dificultad:
-No, mi amo, no puedo. Él, de
pronto, se encolerizó:
-No puedes, no puedes, ¿por
qué no puedes? Ella rompió a llorar, repitiendo:
-No puedo.
El hombre siguió mirándola de
hito en hito y le gritó a la cara:
-¿Es que tienes un amante?
Rose balbució, temblando de
vergüenza:
-Quizá sea eso.
El dueño, encendido como una
amapola, masculló:
-iAh! iLo confiesas, bribona!
Y ¿quién es ese pajarraco?
¿Un pordiosero, un
descamisado, un vagabundo, un muerto de hambre? ¿Quién es? Dímelo.
Rose no contestó y él
prosiguió:
-¡Ah!, no quieres decirlo.
Pues yo te lo diré: ¿es Jean Baudu?
Ella gritó:
-¡Oh! No, no es él.
-Entonces, ¿es Pierre Martin?
-¡Oh!, no, mi amo.
Fue nombrando a todos los
mozos del lugar, mientras ella negaba anonadada[15],
enjugándose las lágrimas a cada momento con el pico de su delantal azul. Pero
él seguía buscando, con obstinación brutal, arañando en aquel corazón para descubrir
su secreto, como un perro de caza rastrea un terreno durante todo un día para
encontrar al animalito que allí se oculta. De pronto, gritó:
-¡Ah!, pardiez, es Jacques, el
criado del año pasado; ya decía la gente que hablaba contigo y que os habíais
prometido en matrimonio.
Rose se ahogaba; una ola de
sangre subió a su rostro; sus lágrimas desaparecieron de pronto: se habían
secado en sus mejillas como gotas de agua sobre el hierro candente, y dijo:
- ¡No, no es él, no es él!
-¿Estás segura de ello?
-preguntó el campesino malicioso, que olfateaba un rastro de la verdad. Rose se
precipitó a responder:
-Se lo juro, se lo juro...
Buscaba algo por lo que poder
jurar, sin atreverse a invocar las cosas sagradas.
Él la interrumpió:
-Te seguía por todos los
rincones y te devoraba con los ojos durante las comidas. ¿Le has prometido
serle fiel? Dímelo.
Esta vez Rose miró a su amo de
frente.
-No, jamás, jamás, y le juro
por Dios que si hoy viniera a pedirme por esposa, lo rechazaría.
Hablaba tan sinceramente que
el dueño dudó y siguió, como hablando consigo mismo.
-Entonces, ¿qué pasa? No ha
podido ocurrir contratiempo alguno, de lo contrario se sabría y, además, si la
cosa no tuvo consecuencias, ello no es motivo para que una moza rechace a su
dueño. Algo, sin embargo, ocurre.
Ella no contestaba, ahogada
por la angustia. El
hombre todavía preguntó:
-Entonces, ¿no quieres? Rose
suspiró:
-Es que no puedo, mi amo.
Y el granjero se fue.
Rose se creyó libre y pasó el
resto del día más tranquila, pero estaba tan extenuada y deshecha como si
hubiera estado desde la aurora dando vueltas a la máquina de batir el grano,
en lugar del viejo caballo blanco.
Se acostó en cuanto pudo y
enseguida se durmió. A medianoche la despertaron dos manos que palpaban su
lecho. Se sobresaltó de miedo, pero pronto reconoció la voz del granjero que le
decía:
-No temas. Rose, soy yo, y
vengo para hablarte.
Al principio se asombró; pero
como el hombre intentaba meterse dentro de la cama, comprendió lo que buscaba y
se puso a temblar. Se sentía sola en la oscuridad, embotada todavía por el
sueño, desnuda en el lecho al lado de aquel hombre que la deseaba. No accedía a
sus propósitos, pero su resistencia era débil, pues tenía que luchar también contra
el instinto, siempre más fuerte en las naturalezas sencillas, y mal protegida
por la voluntad indecisa de las razas inertes y blandas. Movía la cabeza tan
pronto hacia la pared como hacia la puerta para evitar las caricias de la boca
del amo que asediaba la suya, y su cuerpo se retorcía ligeramente bajo el
cobertor[16],
excitado por la fatiga de la
lucha. El hombre empezó a mostrarse brutal, embriagado por
el deseo. Entonces Rose comprendió que no podía resistirse más. Obedeciendo a
un pudor de avestruz se tapó la cara con la manos y dejó de defenderse.
El granjero se quedó a su lado
toda la noche, vino también la noche siguiente y todas las demás. Vivieron
juntos.
Una mañana él le dijo:
-Ya he hecho publicar las
amonestaciones, nos casaremos el mes que viene.
Ella no contestó. ¿Qué podía
decir? Ya no se resistió. ¿Qué podía hacer?
Cap. IV
Se casó con él. Se sintió
hundida en un agujero de bordes inaccesibles, del que jamás podría salir, y
toda clase de desgracias pendían sobre su cabeza, como grandes rocas, que
caerían a la primera ocasión.
Tenía la sensación de haber
robado a su marido y antes o después él se daría cuenta. Pensaba también en su
hijo, causa de todas sus desgracias, pero también de toda su felicidad sobre la
tierra.
Iba a verlo dos veces al año y
cada vez volvía más triste.
Sin embargo, con la costumbre
sus temores se calmaron, su corazón se sosegó y vivía más confiada, con un vago
temor flotando todavía en su alma.
Pasaron los años; el niño
cumplió seis. Ahora ella era casi feliz, cuando, de pronto, el granjero se tomó
sombrío.
Durante dos o tres años
pareció sufrir una inquietud, llevar dentro un pesar, un mal de espíritu, que
crecía poco a poco. Después de comer, se quedaba durante largo tiempo sentado a
la mesa, la cabeza apoyada sobre sus manos, triste, muy triste, roído por una
pena.
Sus palabras eran ásperas, a
veces brutales, y hasta parecía resentido contra su mujer, pues a menudo le
contestaba con dureza, casi con furia.
Un día que un chiquillo de una
vecina había venido a por huevos y ella lo trató mal, absorta en sus
quehaceres, apareció en aquel momento su marido y le dijo con voz descontenta:
-Si fuera tuyo, no lo
tratarías así.
Rose quedó sobrecogida, sin
poder contestar, luego entró en casa. Habían despertado todas sus angustias.
Durante la comida el hombre no
le dirigió la palabra, no la miró, parecía detestarla, haberse enterado de
algo, al fin.
Asustada, Rose no se atrevió a
quedarse a solas con él después de la comida y salió corriendo a la iglesia.
Caía la noche; la estrecha
nave estaba a oscuras, pero en el silencio se oyeron unos pasos que iban hacia
el coro. Era el sacristán que estaba preparando para la noche las lámparas del
tabernáculo[17].
Aquel punto de luz vacilante,
perdido en las tinieblas de la bóveda, le pareció a Rose una última esperanza
y, con los ojos fijos en él, se arrodilló. La tenue lucecita se movía en el
aire con un ruido de cadena. Después sonaron los golpes regulares de unos
zuecos, seguidos del roce de una cuerda pesada y la escuálida campana lanzó el
ángelus[18]
de la tarde a través de las brumas que se hacían cada vez más espesas.
Cuando el hombre iba a salir,
ella se le acercó:
-¿El señor cura está en su
casa? -le preguntó.
-Así lo creo -le respondió;
cena todos los días a la hora del ángelus.
Rose, temblando, empujó la
cancela del presbiterio[19].
El sacerdote se sentaba a la
mesa y la invitó enseguida a sentarse.
-Sí, sí, ya sé, su marido me
ha hablado de lo que la trae aquí -la pobre mujer desfallecía; el sacerdote
prosiguió: ¿Qué quieres, hija mía?
Y engullía rápidamente
cucharadas de sopa, dejando caer el liquido sobre su sotana abultada y
grasienta.
Rose no se atrevía ni a
hablar, ni a implorar ni a suplicar; se levantó, y el cura le dijo:
-Valor..
Ella salió.
Volvió a la granja sin saber
qué hacía. Su marido la esperaba, los jornaleros ya se habían marchado en su
ausencia. Entonces cayó pesadamente a sus pies gimiendo, vertiendo abundantes
lágrimas:
-¿Qué tienes contra mí?
Él se puso a gritar, lanzando
juramentos:
-¡Pues que no tienes hijos,
eso tengo contra ti! Cuando uno toma a una mujer no es para estar con ella solo
hasta el fin de los días. Eso es lo que tengo. Cuando una vaca no tiene
terneros es que no vale nada. Cuando una mujer no tiene hijos, tampoco vale
nada.
Ella lloraba, balbuciendo y
repitiendo:
-¡La culpa no es mía! ¡La
culpa no es mía!
El hombre se dulcificó un poco
y añadió:
-Yo no digo nada, pero de
todos modos me disgusta.
Cap. V
Desde aquel día Rose no tenía
más que un pensamiento: tener un hijo, otro hijo, y confiaba su deseo a todo el
mundo.
Una vecina le dio un remedio:
dar de beber a su marido, todas las noches, un vaso de agua con un poco de
ceniza. El marido se prestó a ello, pero el remedio no dio resultados.
Se dijeron: «Quizá exista
algún otro remedio». Y preguntaron. Les indicaron un pastor que vivía a diez
leguas de allí, y Vallin, enganchando un tílburi[20],
partió para consultarle.
El pastor le dio un pan sobre
el cual hizo unas cruces, un pan amasado con hierbas y que los dos debían comer
por la noche, tanto antes como después de las caricias.
El pan entero fue consumido,
pero no obtuvieron resultados.
Un maestro les descubrió
algunos misterios, procedimientos amorosos desconocidos en el campo,
infalibles, según él. Fallaron.
El cura les aconsejó una
peregrinación a la
milagrosa Virgen de la Sangre de Fécamp[21].
Rose fue con la muchedumbre a
postrarse ante la abadía y, uniendo su voz a las groseras peticiones que
exhalaban aquellos corazones de campesinos, imploró que se le concediese
nuevamente la
fecundidad. Fue en vano. Se imaginaba castigada por su
primera falta y un inmenso dolor la torturaba. La pena la debilitaba, su marido
envejecía, «se le quemaba la sangre», como decía él, se consumía en esperanzas
inútiles.
Al fin, estalló entre ellos la
guerra. Él la injuriaba, le pegaba. Durante todo el día la provocaba y por la
noche, en el lecho, jadeante, vengativo, le lanzaba a la cara ultrajes y
obscenidades.
Una noche, no sabiendo ya qué
inventar para hacerle sufrir todavía más, le ordenó levantarse y esperar el día
fuera, bajo la lluvia, junto a la puerta. Como ella no obedecía, la cogió por el
cuello y empezó a darle puñetazos en la cara. Ella no dijo nada, no se movió.
Desesperado, él saltó de rodillas sobre su vientre y, con los dientes
apretados, loco de ira, quiso matarla.
Entonces ella tuvo un instante
de rebeldía desesperada y de un golpe furioso lo tiró contra la pared;
sentándose en la cama, con voz extraña, silbando, le dijo:
-Yo tengo un hijo, sí, yo
tengo uno. Lo tuve con Jacques, tú lo conoces. Debía casarse conmigo, pero
huyó.
El hombre, estupefacto, quedó
inmóvil. Después masculló:
-¿Qué has dicho? ¿Qué has
dicho?
La mujer empezó a sollozar, y
entre abundantes lágrimas balbució:
-Por eso no quería casarme
contigo, era por eso. No podía decírtelo, nos hubieras dejado sin pan, a mi
hijo y a mí. Eres tú el que no tiene hijos: tú que no puedes, no puedes.
Él repetía maquinalmente, con
creciente sorpresa:
-¿Tú tienes un hijo? ¿Tú
tienes un hijo?
Rose, en medio de espasmos de
llanto, prosiguió:
-Me tomaste por la fuerza, ¿te
acuerdas? Yo no quería casarme contigo.
El hombre se levantó, encendió
la lámpara y empezó a moverse por la habitación, los brazos cruzados en la
espalda. Ella continuaba llorando sumergida en el lecho. De pronto, Vallin se
detuvo ante ella:
-Entonces, ¿la culpa de no
tener hijos es mía?
Rose no contestó. El marido
prosiguió su paseo, luego se detuvo de nuevo y preguntó:
-¿Qué edad tiene tu pequeño?
Ella murmuró:
-Ahora va a hacer seis años.
Él volvió a preguntar:
-¿Por qué no me lo dijiste?
Rose gimió:
-¿Acaso podía hacerlo? El
hombre seguía inmóvil.
-Bueno, levántate -dijo.
Ella se incorporó con
dificultad, y cuando estaba ya de pie apoyada a la pared, de pronto, el hombre
empezó a reír, con su risa grave de los buenos tiempos, y, como ella seguía
turbada, él agregó:
-Bien, iremos a buscar a ese
niño tuyo, puesto que no tenemos uno nuestro.
Ella sintió tal espanto que,
si no le hubieran fallado las fuerzas, hubiera echado a correr para huir. Pero
el marido, frotándose las manos, murmuraba:
-Yo ya quería adoptar uno y ya
lo he encontrado. Había pedido al cura un huérfano.
Luego, sin dejar de reír, besó
las dos mejillas de su mujer, llorosa y aturdida y le gritó, como si ella no
lo oyera bien:
-Vamos, madre, vamos a ver si
hay algo para almorzar, me comería muy bien una olla entera.
Rose se puso su falda y
bajaron. Y mientras ella, de rodillas, encendía el fuego, él, radiante,
continuaba paseándose a grandes pasos por la cocina, repitiendo:
-Bien, verdaderamente me
gusta; no lo digo por decir, estoy contento, muy contento.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Estante,
generalmente hecho de albañilería, que en las cocinas y despensas sirve para
poner vasos o platos.
[2] Pez
parecido a la sardina, pero algo mayor, que suele tomarse salado o desecado al
humo.
[3] Planta
de flores amarillas. Su semilla, menuda, tiene un vilano abundante y
blanquecino.
[4] Natural
de Picardía, antigua provincia del norte de Francia.
[5] Aprisco,
lugar cercado en el campo donde se recoge el ganado por la noche.
[6] Notificación
pública que se hace en las iglesias de los nombres de quienes se van a casar
para que, si alguien conoce algún impe-dimento para su matrimonio, lo haga
saber.
[7] Trozo
pequeño de mecha sujeto en una ruedecita flotante de corcho y que se enciende
en un vaso que contiene agua y una capa de aceite.
[8] Medida
itineraria equivalente a unos cinco kilómetros y medio.
[9] Ama
de cría, mujer que cría a un niño que no es su hijo.
[10] Aquí,
casarse.
[11] Bienes
o dinero que aporta la mujer al matrimonio.
[12] Se
trata de un instrumento parecido a un cepillo formado por ganchitos de
alambre. Sirve para peinar y limpiar materias textiles.
[13] Identificada
por los romanos con la Artemisa griega, Diana es la diosa de la naturaleza
salvaje, de la caza y de la fecundidad.
[14] Gusanos
que viven en las aguas dulces y se alimentan de la sangre que chupan a los
animales a los que se agarran. Se emplea-ban en medicina para extraer sangre
del cuerpo de los enfermos.
[15] Abatida,
deshecha.
[16] Manta
o colcha de cama.
[17] Sagrario,
especie de armario colocado en las iglesias sobre el altar mayor. En él se
guardan las hostias consagradas.
[18] Oración
que empieza con las palabras «Angelus Domini» (El ángel del Señor). Se reza
tres veces al día, una de ellas a la caída de la tarde.
[19] Zona
del altar mayor incluidas las escaleras que dan acceso a él. Una cancela es una
veda pequeña, en este caso la que separa el presbiterio del resto de la iglesia.
[20] Carruaje
con dos ruedas grandes, ligero y sin cubierta, a propósito para dos personas y
tirado por una sola caballería.
[21] Municipio
costero en el Departamento del Sena marítimo. De la antigua abadía de la
Trinidad se conserva la iglesia de Nótre Dame, de fines del siglo XII.
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