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martes, 21 de octubre de 2014

Historia de una campesina

Cap. I

Como hacía muy buen tiempo, las gentes de la granja habían comido más deprisa que de costumbre y se habían ido al campo.
Rose, la criada, se quedó sola en medio de la amplia coci­na. En el hogar, el fuego agonizaba bajo la olla de agua caliente. De cuando en cuando cogía de aquella agua y fre­gaba lentamente los platos, interrumpiendo la labor para contemplar los dos cuadros luminosos que el sol, atravesan­do la ventana, formaba sobre la larga mesa y en los que se reflejaban hasta los defectos del cristal.
Tres gallinas muy atrevidas buscaban las migas bajo las sillas. Los hedores del corral y el vaho que salía del establo entraban por la puerta entreabierta, y en el silencio del tórri­do mediodía se oía cantar a los gallos.
Cuando terminó su faena, la moza secó la mesa, limpió el hogar y colocó los platos sobre el alto vasar[1] del fondo, junto al reloj de madera, de tictac sonoro, y respiró algo aturdida, oprimida sin motivo aparente. Miró las paredes de arcilla, negruzcas, las vigas ahumadas del techo, del que colgaban telarañas, arenques[2] secos, manojos de cebollas; después, se sentó, molesta por las emanaciones putrefactas que el calor de aquel día hacía salir del suelo batido por el sol, donde se habían secado tantas cosas esparcidas durante tanto tiempo.
Mezclábase también el sabor acre de la leche puesta a cuajar en la habitación contigua. Intentó ponerse a coser, como de costumbre, pero le fallaban las fuerzas y salió al umbral de la puerta a respirar.
Acariciada por los ardientes rayos solares, sintió un dul­zor que le llegaba al corazón, un bienestar que corría por sus miembros.
Delante de la puerta el estiércol despedía sin cesar un leve vaporcillo brillante. Las gallinas se revolcaban en él y escarbaban con una pata buscando gusanos. Entre ellas, se erguía un soberbio gallo. A cada instante escogía a una de ellas, la llamaba y daba vueltas a su alrededor. La gallina se levantaba perezosa y lo recibía indiferente, plegando sus patas y sosteniéndolo sobre sus alas, luego sacudía el polvo de sus plumas y volvía a tenderse en el estiércol, mientras el gallo pregonaba cantando sus triunfos y los gallos de todos los corrales le respondían, como si enviaran de una granja a otra sus retos amorosos.
La criada los contemplaba sin pensar; después, levantó los ojos y la deslumbró el esplendor de los manzanos en flor, blancos, como cabezas empolvadas.
De pronto, un pollito, loco de alegría, pasó corriendo delante de ella, dio dos vueltas por las zanjas donde estaban plantados los árboles, se detuvo bruscamente y miró alrede­dor, inclinando la cabeza, como asombrado por encontrarse solo.
También la criada sentía un deseo de correr, una necesi­dad de movimiento y al mismo tiempo un deseo de tumbar­se, de estirar sus miembros, de descansar envuelta en aquel aire inmóvil y cálido. Dio algunos pasos indecisos, con los ojos cerrados, poseída por un bienestar animal; después, se dirigió lentamente al gallinero en busca de los huevos. Había trece. Los cogió y se los llevó. Cuando los hubo guar­dado en la despensa, sintió de nuevo los olores molestos de la cocina y salió para sentarse un rato sobre la hierba.
El patio de la granja, rodeado de árboles, parecía dormi­do. La hierba alta, en la que los «dientes de león»[3], amarillos, brillaban como lucecitas, era de un verde fuerte, fresco, de primavera. La sombra de los manzanos se recogía alrededor de los troncos; los tejados de paja de los edificios, donde crecían iris de hojas semejantes a sables, despedían un ligero vapor, como si la humedad de los establos y de los hórreos se evaporase a través de la paja.
La criada llegó hasta el cobertizo donde estaban alinea­dos los carros y carretas. Allí, en la zanja, había un lugar verde cubierto de violetas que impregnaban con su fragan­cia el hoyo; por encima de la valla, se divisaba el campo, una amplia llanura sembrada, salpicada de árboles, y, a lo lejos, de trecho en trecho, cuadrillas de trabajadores, reduci­dos a muñecos por la distancia, caballitos blancos de jugue­te tirando de carritos infantiles guiados por hombres de la altura de un dedo.
Rose cogió un haz de paja y lo tiró al hoyo para sentarse encima; luego, como no estaba cómoda, lo desató, esparció la paja y se tendió sobre la espalda, los brazos debajo de la cabeza y las piernas estiradas.
Amodorrada por una voluptuosidad deliciosa, cerró dul­cemente los ojos. Ya estaba casi dormida cuando sintió, de pronto, que dos manos le tocaban el pecho; se incorporó de un salto. Era Jacques, el mozo de la granja, un robusto picar­do[4] bien plantado, que la pretendía hacía algún tiempo. Aquel día trabajaba en el redil[5], desde donde vio a la mucha­cha tendida a la sombra, y se había acercado a paso de lobo, reteniendo el aliento, los ojos brillantes y unas briznas de paja revueltas entre los cabellos.
Intentó besarla, pero ella, tan fuerte como él, lo abofeteó, y Jacques, astuto, pidió perdón. Entonces, se sentaron el uno al lado del otro y conversaron amistosamente. Hablaron del tiempo, que era propicio para la recolección; del año, que se anunciaba bueno; de su patrón, un buen hombre; de los vecinos, de toda la comarca, de ellos mismos, de su pueblo, de su adolescencia, de sus recuerdos, de sus padres, de los que se habían separado por mucho tiempo, para siempre quizá. Aquellos pensamientos la enternecieron, mientras que él, con su idea fija, se acercaba, se rozaba contra ella, tembloroso, invadido por el deseo. Ella decía:
-Hace mucho tiempo que no he visto a mi madre; es muy duro vivir separadas tanto tiempo.
Su mirada perdida se dirigía a lo lejos, a través del espacio, hacia su pueblo abandonado allí lejos, lejos, en el norte.
De pronto, él la cogió del cuello y la besó de nuevo, pero Rose le dio un buen puñetazo en plena cara, un golpe tan fuerte, que el joven empezó a sangrar por la nariz y tuvo que incorporarse y apoyar la cabeza en el tronco de un árbol. La muchacha sintió compasión y se le acercó, pre­guntándole:
-¿Te duele?
Pero él rio. No, no era nada, solo que le había dado jus­tamente en la nariz. Jacques murmuraba:
«¡Anda, pícara!» Y la miraba con admiración, presa de un respeto, de un nuevo afecto, del principio de un verda­dero amor por aquella valiente y robusta muchacha.
Cuando cesó la sangre, el mozo le propuso dar un paseo, temiendo recibir otro golpe del fuerte puño de su vecina si seguían allí uno al lado del otro. Pero ella misma lo cogió del brazo, como los novios en las calles al anochecer, y le dijo:
-No está bien, Jacques, que me desprecies de ese modo.
Él protestó. No, no la despreciaba, estaba enamorado, eso era todo.
-Entonces, ¿tú quieres casarte conmigo? -preguntó ella.
Jacques dudó, la miró de reojo, mientras la mirada de la muchacha se perdía en la lejanía. Rose tenía las mejillas car­nosas y encendidas, el pecho abultado bajo la tela de su cor­piño, los labios gruesos y frescos, la garganta, casi desnuda, cubierta de gotitas de sudor. Jacques se sintió de nuevo fus­tigado por el deseo y, acercando la boca a su oído, murmuró:
-Sí, claro que quiero.
Entonces, Rose rodeó con sus brazos el cuello del joven y lo besó largamente, hasta cortárseles la respiración.
Aquello fue el principio de la eterna historia de amor. Se buscaban en los rincones, se daban cita a la luz de la luna al abrigo de un montón de heno, se hacían cardenales en las piernas bajo la mesa con sus gruesos zapatos con clavos.
Después, poco a poco, Jacques pareció cansarse de ella; la evitaba, casi no le dirigía la palabra, no buscaba ya sorprender­la sola. Las dudas y una gran angustia se apoderaron de Rose, y al cabo de algún tiempo comprendió que estaba encinta.
Primero se sintió consternada, después aquel sentimiento fue cediendo a la ira, que crecía por días al no lograr encon­trarlo a solas, pues Jacques la evitaba cuidadosamente. Por fin, una noche, cuando todo el mundo dormía, salió sin hacer ruido, en enaguas y descalza, atravesó el patio y empujó la puerta de la cuadra, donde Jacques dormía sobre un camas­tro lleno de paja. Al oírla fingió roncar, pero ella se acercó a él y arrodillándose a su lado le sacudió hasta que se incorporó.
Sentándose, Jacques preguntó:
-¿Qué quieres?
Ella, apretando los dientes y temblando de ira, le dijo:
-Quiero, quiero que te cases conmigo, como me pro­metiste.
Jacques se echó a reír y contestó:
-Bueno, si uno tuviera que casarse con todas las mozas con las que ha tenido un desliz, hace mucho tiempo que me hubiera casado.
Ella le agarró de la garganta, lo derribó sin que él pudie­ra soltarse y ahogándolo le gritó a la cara:
-Estoy preñada, ¿lo oyes?, estoy preñada.
Jacques, sofocado, jadeaba, y los dos permanecían allí, inmóviles, mudos en el silencio de la noche, turbada única­mente por el rumiar de un caballo que tiraba de la paja del pesebre y la trituraba lentamente entre sus muelas.
Jacques comprendió que ella era más fuerte y balbució:
-Bueno, me casaré, si las cosas están así. Pero ella ya no creía en sus promesas.
-Pero enseguida -dijo, harás que corran las amones­taciones[6].
Él contestó:
-Está bien, enseguida.
-Júralo por Dios.
Él dudó durante algunos segundos, pero pronto se decidió:
-Lo juro por Dios.
Rose lo soltó y, sin agregar ni una sola palabra, se fue.
Durante algunos días no pudo hablarle, y por las noches la cuadra estaba cerrada con llave. Ella no se atrevió a lla­mar por temor a un escándalo.
Una mañana vio entrar en la cocina para el desayuno a un criado nuevo. Preguntó:
-¿Se ha ido Jacques?
-Sí -dijo el otro, yo estoy en su puesto.
Rose se sintió cogida por un temblor tan fuerte que no podía descolgar el caldero; después, cuando todos se fueron a trabajar, subió a su habitación y lloró, el rostro hundido en la almohada para ahogar los sollozos.
Durante el día intentó informarse sin despertar sospechas, pero estaba tan obsesionada con su desgracia que creyó ver sonreír maliciosamente a todas las gentes a quienes interro­gaba. Única-mente pudo averiguar que Jacques, de pronto, había abandonado la comarca.

Cap. II

Yempezó para ella una vida de constante tortura. Trabajaba como una máquina, sin interesarse por lo que hacía, con un pensamiento fijo: «¡Si se enteraran!».
Esta constante obsesión le impedía razonar, hasta el punto de no buscar medios para evitar el escándalo que sen­tía aproximarse, que cada día se acercaba más, inevitable­mente, como la muerte.
Se levantaba todas las mañanas antes que los demás y, con una persistencia encarnizada, se observaba su cintura en un trozo de espejo roto que tenía para peinarse, intentando ansiosamente descubrir si ya se notaba el embarazo.
Durante el día interrumpía a cada instante su trabajo para mirarse de arriba abajo y ver si su abultado vientre no levan­taba demasiado el delantal.
Pasaban los meses. Casi no hablaba y, cuando le pregun­taban algo, no entendía nada, azorada, la mirada aturdida, las manos temblorosas, lo que hacía decir a su patrón:
-Mi pobre chica, qué tonta estás de un tiempo para acá.
En la iglesia se escondía tras una pilastra y no se atrevía a confesarse, evitando encontrarse con el párroco, a quien atribuía un poder sobrehumano que le perruitía leer en las conciencias.
En la mesa, las miradas de sus compañeros la hacían desfallecer de angustia y siempre imaginaba que había sido descubierta por el vaquero, un jovencito precoz y socarrón que no le quitaba los ojos de encima.
Una mañana, el cartero le trajo una carta. En su vida había recibido ninguna y quedó tan impresionada que tuvo que sen­tarse. ¿Sería de él, quizá? Como no sabía leer, quedó ansio­sa y temblorosa ante aquel papel cubierto de tinta. Guardó la carta en el bolsillo, sin atreverse a confiar su secreto a nadie, y con frecuencia interrumpía el trabajo para contemplar durante largo rato aquellas líneas, igualmente separadas unas de otras y con una firma al final, imaginándose con cierta esperanza que de pronto lograría descifrarlas. Por fin, como ya estaba loca de impaciencia e inquietud, fue en busca del maestro de escuela, que le hizo sentarse y leyó:
«Mi querida hija. La presente es para comunicarte que estoy muy mala; nuestro vecino, el señor Dentu, ha cogido la pluma para pedirte que vengas, si es posible. Por tu madre, que te quiere, Césaire Dentu, concejal.»
Rose no dijo ni una palabra y se marchó. En cuanto estu­vo sola se sentó al borde del camino, las piernas no la sos­tenían, y así permaneció hasta la noche.
Cuando volvió a la granja, contó su desgracia al patrón y este la dejó marcharse para todo el tiempo que necesitara, prometiéndole admitirla de nuevo a su regreso.
Su madre estaba agonizando y murió el mismo día de su llegada. Al día siguiente, Rose dio a luz una criatura de siete meses, un pequeño esqueleto horrible, tan flaco que daba escalofríos verlo y que parecía sufrir constante-mente, pues crispaba dolorosamente sus pobres manecitas descarnadas, semejantes a las patas de un cangrejo.
Sin embargo, sobrevivió.
Rose dijo que estaba casada, pero que no podía encargar­se del niño y lo dejó a unos vecinos que le prometieron cui­darlo bien.
Y volvió a la granja.
En su corazón, martirizado durante largo tiempo, se des­pertó un amor desconocido por aquel pequeño ser endeble que había dejado en el pueblo, y aquel amor era a la vez un sufrimiento nuevo, un sufrimiento constante, continuo, al sentirse separada del pequeño.
Lo que más atormentaba su alma era una necesidad loca de besarlo, de estrecharlo entre sus brazos, de sentir en su pecho el calor del pequeño cuerpo. Por las noches no dor­mía, durante el día no pensaba en otra cosa; por la tarde, después de terminar su trabajo, se sentaba ante el hogar y miraba fijamente el fuego, como quien tiene los pensamien­tos lejos.
Comenzaron a murmurar sobre su conducta, bromeaban acerca de los amores que debía tener, le preguntaban si era guapo, si era alto, si era rico, cuándo seria la boda y cuándo el bautizo.
Ella huía frecuentemente para llorar a solas, pues las pre­guntas se le clavaban en la piel como alfileres.
Para olvidar sus penas se entregó furiosamente a su labor y, siempre pensando en el niño, buscaba los medios de ganar para él mucho dinero.
Decidió trabajar tanto que tuvieran que aumentarle el sueldo.
Poco a poco fue acaparando todo el trabajo. Hizo despe­dir a una sirvienta que no se necesitaba, pues ella hacía el trabajo de dos, ahorró en el pan, en el aceite de las lampari­llas[7], en el grano que en abundancia se daba a las gallinas, en el pienso de los animales, que se despilfarraba un poco. Se mostró avara con el dinero de su patrón, como si fuera el suyo, y a fuerza de hacer negocios ventajosos, vender caro lo que salía de la granja y comprar barato a los campe­sinos, consiguió ser la única encargada de las compras y ventas, de la dirección de los jornaleros, del cuidado de las provisiones.
Al cabo de algún tiempo, se hizo indispensable. Ejercía tal vigilancia a su alrededor, que la granja, regida por ella, prosperó prodigiosamente. En dos leguas[8] a la redonda se hablaba de la «criada del señor Vallin», y el granjero repetía por todas partes: «Esta chica vale más que el oro».
Pero el tiempo pasaba y su sueldo seguía siendo el mismo. Se aceptaba su trabajo forzado como una obligación de todo sirviente leal, como una sencilla prueba de buena voluntad, y ella empezó a pensar, con cierta amargura, que si, gracias a ella, el amo guardaba cincuenta o cien escudos más todos los meses, ella seguía ganando sus doscientos cuarenta francos al año, ni más ni menos.
Decidió pedir un aumento. Tres veces fue a ver al patro­no y al llegar ante él le hablaba de otra cosa. Sentía algo parecido a cierto pudor al pedir dinero, como si fuera una acción deshonesta. Por fin, un día, cuando el granjero desa­yunaba solo en la cocina, le dijo, turbada, que deseaba hablarle de algo particular. Él levantó la cabeza sorprendi­do, con las dos manos sobre la mesa, en una el cuchillo, con la punta hacia arriba, y en la otra un trozo de pan, y miró fijamente a la criada. Ante aquella mirada se turbó y pidió ocho días de permiso para ir a su pueblo, pretextando estar enferma.
Él se los concedió enseguida y después, turbado también, agregó:
-Yo también tengo algo que decirte cuando vuelvas.

Cap. III

El niño tenía ya casi ocho meses: Rose no lo reconoció. Estaba sonrosado, gordo, macizo y parecía una bola de grasa viviente. Sus dedos, separados por anillos de carne, se movían dulcemente con visible satisfacción. Rose se arrojó sobre él como sobre una presa, con un ardor brutal, y lo besó tan violentamente que el niño se puso a llorar asustado. Entonces, ella también lloró, porque el niño no la conocía y tendía sus bracitos hacia la nodriza[9] en cuanto esta apa­recía.
Sin embargo, al día siguiente ya se había acostumbrado a su rostro y reía al verla. Ella lo llevaba al campo, corría loca­mente sosteniéndolo con los brazos estirados, se sentaba con él a la sombra de los árboles; luego, por primera vez en su vida, y a pesar de que el niño no la entendía, deseando des­ahogarse con alguien, le abrió su corazón, le contó sus penas, sus dificultades, sus inquietudes, sus esperanzas, sus fatigas, mientras le molestaba sin cesar por la violencia y el encar­nizamiento de sus caricias.
Sentía una alegría infinita al sobarlo, lavarlo, vestirlo, y hasta era feliz al limpiar la inmundicia del niño, como si aquellos cuidados íntimos fueran la confirmación de la mater­nidad. Rose lo contemplaba, admirándose de que fuera suyo, y se repetía a media voz, moviéndolo entre sus brazos: «Es mi niño, es mi niño».
Al regresar, lloró durante todo el camino. En cuanto llegó, el granjero la llamó a su cuarto. Ella obedeció muy asom­brada y emocionada sin saber por qué.
-Siéntate -dijo él.
Rose se sentó y los dos permanecieron uno al lado del otro durante unos instantes, turbados, los brazos inertes y torpes, sin mirarse a la cara, según la costumbre campesina.
El dueño de la granja, un hombre robusto, de unos cua­renta y cinco años, viudo en segundas nupcias, jovial y tes­tarudo, manifestaba una falta de decisión impropia en él.
Por fin, se recobró y empezó a hablar vagamente, tartamu­deando un poco y con la mirada fija en los campos.
-Rose -dijo, ¿nunca has pensado en tomar estado?[10]. La mujer se puso pálida como una muerta. Como no con­testaba, él continuó:
-Eres una buena chica, ordenada, trabajadora y ahorra­tiva. Una mujer como tú sería la fortuna de un hombre. Ella seguía inmóvil, sin intentar siquiera comprenderlo, sin poder fijar sus ideas, como cuando se acerca un gran peligro. El granjero esperó un segundo y prosiguió:
-Ya ves que una granja sin ama no puede marchar bien, ni siquiera con una criada como tú.
Después se calló sin saber qué agregar. Rose lo miraba con la expresión horrorizada de una persona que se cree ante un asesino y se dispone a huir al menor gesto que haga. Al cabo de cinco minutos, él prosiguió:
-Bien, ¿qué te parece?
Ella contestó tristemente:
-¿Qué, mi amo?
El patrón contestó bruscamente:
-¡Pues el casarte conmigo, pardiez!
Rose se levantó de pronto, luego se desplomó en la silla des-fallecida y permaneció inmóvil, como quien recibe el golpe de una gran desgracia.
El amo se impacientó:
-Vamos, ¿qué quieres entonces?
Ella lo miró enloquecida y de pronto, con los ojos llenos de lágrimas, repitió dos veces sofocadamente:
-¡Es que no puedo, es que no puedo!
-¿Por qué? -preguntó el hombre. Bueno, no hagas el tonto, piénsalo hasta mañana.
Y se apresuró a marcharse satisfecho de haber terminado un asunto que le inquietaba mucho y seguro de que al día siguiente su sirvienta aceptaría una proposición tan inespe­rada para ella y que para él representaba un excelente nego­cio, pues de aquel modo se unía a una mujer que le traería más beneficios que la mejor dote[11] de la comarca.
Entre ellos no podían existir escrúpulos de matrimonio desigual, pues en el campo todos son más o menos iguales: el dueño trabaja igual que su jornalero, el cual, antes o des­pués, se convierte en dueño y las criadas se convierten cons­tantemente en amas sin que ello modifique para nada su vida y sus costumbres.
Rose no se acostó aquella noche. Se desplomó, sentán­dose sobre su cama sin tener fuerzas ni para llorar, hasta tal punto se sentía abatida. Quedó inerte, insensible, el espíritu errante y como destrozado por uno de esos instru­mentos de que se sirven los cardadores de lana al hacer los colchones[12].
Tan solo de cuando en cuando asomaba a su mente un ras­tro de idea, y Rose se horrorizaba al pensar en lo que podía suceder.
Sus temores aumentaban, y cada vez que en el silencio de la noche sonaba lentamente el reloj dando las horas, a la criada le acometían sudores de angustia. Creía perder la razón, unas pesadillas sustituían a otras, la luz se extinguía; enton­ces comenzaba el delirio, ese delirio loco de los campesinos que se creen abatidos por la fatalidad, y brotaba en ella un ansia loca de huir, de salvarse, de correr para evitar la des­gracia, como un navío ante la tempestad.
Chilló una lechuza. Rose se estremeció, se incorporó y, como una loca, se palpó la cara, el pelo, el cuerpo; luego, con movimientos de sonámbula, bajó. Cuando estuvo en el patio, se agazapó, temiendo que la viera algún mozo vagabundo, pues la luna, antes de desaparecer, derramaba sobre los campos su viva luz. En vez de abrir la portezue­la, trepó por la valla y marchó a través de los campos. Iba sin dirección fija, con paso elástico y precipitado, y de cuando en cuando lanzaba un grito agudo. Su sombra des­comunal tendida en la tierra corría con ella y a veces un pájaro nocturno revoloteaba sobre su cabeza. En los patios de las granjas los perros ladraban al oírla pasar y uno de ellos saltó la zanja y la persiguió para morderla, pero Rose se volvió hacia el perro y le rugió de tal modo que el animal, espantado, huyó a esconderse en su caseta y se calló.
Algunas familias de liebres jugueteaban en los campos, pero al acercarse la furiosa corredora, semejante a una Diana[13] en delirio, los animalitos, temerosos, huían en desbandada: los pequeñines y su madre se escondían en algún surco, mientras el padre salía disparado, proyectando a veces su sombra móvil, con las grandes orejas levantadas, sobre la luna expirante, que se sumergía allá en el fin del mundo e ilu­minaba la llanura con su luz oblicua, como una enorme lin­terna colocada sobre la tierra en el horizonte.
Las estrellas se extinguieron en las profundidades del cielo; algunos pájaros piaban, apuntaba el día. Y cuando el sol atravesó la aurora purpurina, Rose, extenuada, jadeante, se detuvo.
Sus pies hinchados se negaban a andar, pero sus ojos per­cibieron una charca, donde el agua estancada parecía sangre bajo los reflejos rojos del nuevo día, y, con pasos lentos, cojeando, la mano sobre el corazón, se dirigió a ella para mojarse los pies.
Se sentó sobre la hierba, se quitó los bastos zapatos, cubiertos de polvo, y las medias y metió las pantorrillas amoratadas en aquella masa inmóvil, en cuya superficie sur­gían a ratos burbujas de aire.
Un delicioso frescor la invadió desde los talones a la gar­ganta y, de pronto, mientras contemplaba fijamente aquel agua profunda, un vértigo se apoderó de ella y sintió un deseo furioso de sumergirse completamente. Seria el final de aquellos sufrimientos, el final para siempre. Ya no pensaba en su niño, deseaba la paz, el reposo completo, un sueño sin fin. Con los brazos en alto dio dos pasos hacia delante. Se había sumergido hasta los muslos y ya iba a arrojarse, cuan­do picaduras ardientes en los tobillos la obligaron a salir del agua dando gritos desesperados: gruesas sanguijuelas[14] negras bebían su vida, hinchándose, adheridas a su carne desde las rodillas a las puntas de los pies. No se atrevía a tocarlas y gri­taba horrorizada. Sus gritos atrajeron a un campesino que pasaba por allí en su carro. Le arrancó las sanguijuelas una por una, tapó las heridas con hierbas y la llevó en su carro hasta la granja de su amo.
Rose guardó cama durante quince días y la mañana en que se levantó, cuando estaba sentada ante la puerta, se le acer­có de pronto su amo y le dijo:
-Bueno; es asunto resuelto, ¿verdad?
Rose no respondió, pero como él seguía allí, mirándola fijamente, contestó articulando con dificultad:
-No, mi amo, no puedo. Él, de pronto, se encolerizó:
-No puedes, no puedes, ¿por qué no puedes? Ella rompió a llorar, repitiendo:
-No puedo.
El hombre siguió mirándola de hito en hito y le gritó a la cara:
-¿Es que tienes un amante?
Rose balbució, temblando de vergüenza:
-Quizá sea eso.
El dueño, encendido como una amapola, masculló:
-iAh! iLo confiesas, bribona! Y ¿quién es ese pajarraco?
¿Un pordiosero, un descamisado, un vagabundo, un muerto de hambre? ¿Quién es? Dímelo.
Rose no contestó y él prosiguió:
-¡Ah!, no quieres decirlo. Pues yo te lo diré: ¿es Jean Baudu?
Ella gritó:
-¡Oh! No, no es él.
-Entonces, ¿es Pierre Martin?
-¡Oh!, no, mi amo.
Fue nombrando a todos los mozos del lugar, mientras ella negaba anonadada[15], enjugándose las lágrimas a cada momen­to con el pico de su delantal azul. Pero él seguía buscando, con obstinación brutal, arañando en aquel corazón para des­cubrir su secreto, como un perro de caza rastrea un terreno durante todo un día para encontrar al animalito que allí se oculta. De pronto, gritó:
-¡Ah!, pardiez, es Jacques, el criado del año pasado; ya decía la gente que hablaba contigo y que os habíais prome­tido en matrimonio.
Rose se ahogaba; una ola de sangre subió a su rostro; sus lágrimas desaparecieron de pronto: se habían secado en sus mejillas como gotas de agua sobre el hierro candente, y dijo:
- ¡No, no es él, no es él!
-¿Estás segura de ello? -preguntó el campesino mali­cioso, que olfateaba un rastro de la verdad. Rose se precipitó a responder:
-Se lo juro, se lo juro...
Buscaba algo por lo que poder jurar, sin atreverse a invo­car las cosas sagradas.
Él la interrumpió:
-Te seguía por todos los rincones y te devoraba con los ojos durante las comidas. ¿Le has prometido serle fiel? Dímelo.
Esta vez Rose miró a su amo de frente.
-No, jamás, jamás, y le juro por Dios que si hoy vinie­ra a pedirme por esposa, lo rechazaría.
Hablaba tan sinceramente que el dueño dudó y siguió, como hablando consigo mismo.
-Entonces, ¿qué pasa? No ha podido ocurrir contra­tiempo alguno, de lo contrario se sabría y, además, si la cosa no tuvo consecuencias, ello no es motivo para que una moza rechace a su dueño. Algo, sin embargo, ocurre.
Ella no contestaba, ahogada por la angustia. El hombre todavía preguntó:
-Entonces, ¿no quieres? Rose suspiró:
-Es que no puedo, mi amo.
Y el granjero se fue.
Rose se creyó libre y pasó el resto del día más tranquila, pero estaba tan extenuada y deshecha como si hubiera esta­do desde la aurora dando vueltas a la máquina de batir el grano, en lugar del viejo caballo blanco.
Se acostó en cuanto pudo y enseguida se durmió. A me­dianoche la despertaron dos manos que palpaban su lecho. Se sobresaltó de miedo, pero pronto reconoció la voz del granjero que le decía:
-No temas. Rose, soy yo, y vengo para hablarte.
Al principio se asombró; pero como el hombre intentaba meterse dentro de la cama, comprendió lo que buscaba y se puso a temblar. Se sentía sola en la oscuridad, embotada todavía por el sueño, desnuda en el lecho al lado de aquel hombre que la deseaba. No accedía a sus propósitos, pero su resistencia era débil, pues tenía que luchar también contra el instinto, siempre más fuerte en las naturalezas sencillas, y mal protegida por la voluntad indecisa de las razas inertes y blandas. Movía la cabeza tan pronto hacia la pared como hacia la puerta para evitar las caricias de la boca del amo que asediaba la suya, y su cuerpo se retorcía ligeramente bajo el cobertor[16], excitado por la fatiga de la lucha. El hom­bre empezó a mostrarse brutal, embriagado por el deseo. Entonces Rose comprendió que no podía resistirse más. Obedeciendo a un pudor de avestruz se tapó la cara con la manos y dejó de defenderse.
El granjero se quedó a su lado toda la noche, vino tam­bién la noche siguiente y todas las demás. Vivieron juntos.
Una mañana él le dijo:
-Ya he hecho publicar las amonestaciones, nos casare­mos el mes que viene.
Ella no contestó. ¿Qué podía decir? Ya no se resistió. ¿Qué podía hacer?

Cap. IV

Se casó con él. Se sintió hundida en un agujero de bordes inaccesibles, del que jamás podría salir, y toda clase de desgracias pendían sobre su cabeza, como grandes rocas, que caerían a la primera ocasión.
Tenía la sensación de haber robado a su marido y antes o después él se daría cuenta. Pensaba también en su hijo, causa de todas sus desgracias, pero también de toda su felicidad sobre la tierra.
Iba a verlo dos veces al año y cada vez volvía más triste.
Sin embargo, con la costumbre sus temores se calmaron, su corazón se sosegó y vivía más confiada, con un vago temor flotando todavía en su alma.
Pasaron los años; el niño cumplió seis. Ahora ella era casi feliz, cuando, de pronto, el granjero se tomó sombrío.
Durante dos o tres años pareció sufrir una inquietud, lle­var dentro un pesar, un mal de espíritu, que crecía poco a poco. Después de comer, se quedaba durante largo tiempo sentado a la mesa, la cabeza apoyada sobre sus manos, tris­te, muy triste, roído por una pena.
Sus palabras eran ásperas, a veces brutales, y hasta pare­cía resentido contra su mujer, pues a menudo le contestaba con dureza, casi con furia.
Un día que un chiquillo de una vecina había venido a por huevos y ella lo trató mal, absorta en sus quehaceres, apareció en aquel momento su marido y le dijo con voz descontenta:
-Si fuera tuyo, no lo tratarías así.
Rose quedó sobrecogida, sin poder contestar, luego entró en casa. Habían despertado todas sus angustias.
Durante la comida el hombre no le dirigió la palabra, no la miró, parecía detestarla, haberse enterado de algo, al fin.
Asustada, Rose no se atrevió a quedarse a solas con él después de la comida y salió corriendo a la iglesia.
Caía la noche; la estrecha nave estaba a oscuras, pero en el silencio se oyeron unos pasos que iban hacia el coro. Era el sacristán que estaba preparando para la noche las lámpa­ras del tabernáculo[17].
Aquel punto de luz vacilante, perdido en las tinieblas de la bóveda, le pareció a Rose una última esperanza y, con los ojos fijos en él, se arrodilló. La tenue lucecita se movía en el aire con un ruido de cadena. Después sonaron los golpes regulares de unos zuecos, seguidos del roce de una cuerda pesada y la escuálida campana lanzó el ángelus[18] de la tarde a través de las brumas que se hacían cada vez más espesas.
Cuando el hombre iba a salir, ella se le acercó:
-¿El señor cura está en su casa? -le preguntó.
-Así lo creo -le respondió; cena todos los días a la hora del ángelus.
Rose, temblando, empujó la cancela del presbiterio[19].
El sacerdote se sentaba a la mesa y la invitó enseguida a sentarse.
-Sí, sí, ya sé, su marido me ha hablado de lo que la trae aquí -la pobre mujer desfallecía; el sacerdote prosiguió: ¿Qué quieres, hija mía?
Y engullía rápidamente cucharadas de sopa, dejando caer el liquido sobre su sotana abultada y grasienta.
Rose no se atrevía ni a hablar, ni a implorar ni a suplicar; se levantó, y el cura le dijo:
-Valor..
Ella salió.
Volvió a la granja sin saber qué hacía. Su marido la espe­raba, los jornaleros ya se habían marchado en su ausencia. Entonces cayó pesadamente a sus pies gimiendo, vertiendo abundantes lágrimas:
-¿Qué tienes contra mí?
Él se puso a gritar, lanzando juramentos:
-¡Pues que no tienes hijos, eso tengo contra ti! Cuando uno toma a una mujer no es para estar con ella solo hasta el fin de los días. Eso es lo que tengo. Cuando una vaca no tiene terneros es que no vale nada. Cuando una mujer no tiene hijos, tampoco vale nada.
Ella lloraba, balbuciendo y repitiendo:
-¡La culpa no es mía! ¡La culpa no es mía!
El hombre se dulcificó un poco y añadió:
-Yo no digo nada, pero de todos modos me disgusta.

Cap. V

Desde aquel día Rose no tenía más que un pensamiento: tener un hijo, otro hijo, y confiaba su deseo a todo el mundo.
Una vecina le dio un remedio: dar de beber a su marido, todas las noches, un vaso de agua con un poco de ceniza. El marido se prestó a ello, pero el remedio no dio resultados.
Se dijeron: «Quizá exista algún otro remedio». Y pre­guntaron. Les indicaron un pastor que vivía a diez leguas de allí, y Vallin, enganchando un tílburi[20], partió para consultarle.
El pastor le dio un pan sobre el cual hizo unas cruces, un pan amasado con hierbas y que los dos debían comer por la noche, tanto antes como después de las caricias.
El pan entero fue consumido, pero no obtuvieron resul­tados.
Un maestro les descubrió algunos misterios, procedimien­tos amorosos desconocidos en el campo, infalibles, según él. Fallaron.
El cura les aconsejó una peregrinación a la milagrosa Virgen de la Sangre de Fécamp[21].
Rose fue con la muchedumbre a postrarse ante la abadía y, uniendo su voz a las groseras peticiones que exhalaban aquellos corazones de campesinos, imploró que se le con­cediese nuevamente la fecundidad. Fue en vano. Se imagi­naba castigada por su primera falta y un inmenso dolor la torturaba. La pena la debilitaba, su marido envejecía, «se le quemaba la sangre», como decía él, se consumía en espe­ranzas inútiles.
Al fin, estalló entre ellos la guerra. Él la injuriaba, le pegaba. Durante todo el día la provocaba y por la noche, en el lecho, jadeante, vengativo, le lanzaba a la cara ultrajes y obscenidades.
Una noche, no sabiendo ya qué inventar para hacerle sufrir todavía más, le ordenó levantarse y esperar el día fuera, bajo la lluvia, junto a la puerta. Como ella no obede­cía, la cogió por el cuello y empezó a darle puñetazos en la cara. Ella no dijo nada, no se movió. Desesperado, él saltó de rodillas sobre su vientre y, con los dientes apretados, loco de ira, quiso matarla.
Entonces ella tuvo un instante de rebeldía desesperada y de un golpe furioso lo tiró contra la pared; sentándose en la cama, con voz extraña, silbando, le dijo:
-Yo tengo un hijo, sí, yo tengo uno. Lo tuve con Jacques, tú lo conoces. Debía casarse conmigo, pero huyó.
El hombre, estupefacto, quedó inmóvil. Después masculló:
-¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho?
La mujer empezó a sollozar, y entre abundantes lágrimas balbució:
-Por eso no quería casarme contigo, era por eso. No podía decírtelo, nos hubieras dejado sin pan, a mi hijo y a mí. Eres tú el que no tiene hijos: tú que no puedes, no puedes.
Él repetía maquinalmente, con creciente sorpresa:
-¿Tú tienes un hijo? ¿Tú tienes un hijo?
Rose, en medio de espasmos de llanto, prosiguió:
-Me tomaste por la fuerza, ¿te acuerdas? Yo no quería casarme contigo.
El hombre se levantó, encendió la lámpara y empezó a moverse por la habitación, los brazos cruzados en la espal­da. Ella continuaba llorando sumergida en el lecho. De pronto, Vallin se detuvo ante ella:
-Entonces, ¿la culpa de no tener hijos es mía?
Rose no contestó. El marido prosiguió su paseo, luego se detuvo de nuevo y preguntó:
-¿Qué edad tiene tu pequeño? Ella murmuró:
-Ahora va a hacer seis años. Él volvió a preguntar:
-¿Por qué no me lo dijiste? Rose gimió:
-¿Acaso podía hacerlo? El hombre seguía inmóvil.
-Bueno, levántate -dijo.
Ella se incorporó con dificultad, y cuando estaba ya de pie apoyada a la pared, de pronto, el hombre empezó a reír, con su risa grave de los buenos tiempos, y, como ella seguía turbada, él agregó:
-Bien, iremos a buscar a ese niño tuyo, puesto que no tenemos uno nuestro.
Ella sintió tal espanto que, si no le hubieran fallado las fuer­zas, hubiera echado a correr para huir. Pero el marido, frotán­dose las manos, murmuraba:
-Yo ya quería adoptar uno y ya lo he encontrado. Había pedido al cura un huérfano.
Luego, sin dejar de reír, besó las dos mejillas de su mu­jer, llorosa y aturdida y le gritó, como si ella no lo oyera bien:
-Vamos, madre, vamos a ver si hay algo para almorzar, me comería muy bien una olla entera.
Rose se puso su falda y bajaron. Y mientras ella, de rodi­llas, encendía el fuego, él, radiante, continuaba paseándose a grandes pasos por la cocina, repitiendo:
-Bien, verdaderamente me gusta; no lo digo por decir, estoy contento, muy contento.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053




[1] Estante, generalmente hecho de albañilería, que en las cocinas y des­pensas sirve para poner vasos o platos.
[2] Pez parecido a la sardina, pero algo mayor, que suele tomarse salado o desecado al humo.
[3] Planta de flores amarillas. Su semilla, menuda, tiene un vilano abun­dante y blanquecino.
[4] Natural de Picardía, antigua provincia del norte de Francia.
[5] Aprisco, lugar cercado en el campo donde se recoge el ganado por la noche.
[6] Notificación pública que se hace en las iglesias de los nombres de quienes se van a casar para que, si alguien conoce algún impe-dimento para su matrimonio, lo haga saber.
[7] Trozo pequeño de mecha sujeto en una ruedecita flotante de corcho y que se enciende en un vaso que contiene agua y una capa de aceite.
[8] Medida itineraria equivalente a unos cinco kilómetros y medio.
[9] Ama de cría, mujer que cría a un niño que no es su hijo.
[10] Aquí, casarse.
[11] Bienes o dinero que aporta la mujer al matrimonio.
[12] Se trata de un instrumento parecido a un cepillo formado por gan­chitos de alambre. Sirve para peinar y limpiar materias textiles.
[13] Identificada por los romanos con la Artemisa griega, Diana es la diosa de la naturaleza salvaje, de la caza y de la fecundidad.
[14] Gusanos que viven en las aguas dulces y se alimentan de la sangre que chupan a los animales a los que se agarran. Se emplea-ban en medicina para extraer sangre del cuerpo de los enfermos.
[15] Abatida, deshecha.
[16] Manta o colcha de cama.
[17] Sagrario, especie de armario colocado en las iglesias sobre el altar mayor. En él se guardan las hostias consagradas.
[18] Oración que empieza con las palabras «Angelus Domini» (El ángel del Señor). Se reza tres veces al día, una de ellas a la caída de la tarde.
[19] Zona del altar mayor incluidas las escaleras que dan acceso a él. Una cancela es una veda pequeña, en este caso la que separa el presbiterio del resto de la iglesia.
[20] Carruaje con dos ruedas grandes, ligero y sin cubierta, a propósito para dos personas y tirado por una sola caballería.
[21] Municipio costero en el Departamento del Sena marítimo. De la anti­gua abadía de la Trinidad se conserva la iglesia de Nótre Dame, de fines del siglo XII.

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