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martes, 21 de octubre de 2014

Bola de sebo

Durante muchos días seguidos jirones de ejército en derrota habían atravesado la ciudad[1]. No eran ya tropas, sino hordas[2] desbandadas. Los hombres llevaban la barba cre­cida y sucia, los uniformes en andrajos, y avanzaban con paso flojo, sin bandera, desordenadamente. Todos parecían abru­mados, agotados, incapaces de un pensamiento o una resolu­ción, y caminaban solo por costumbre, cayendo de cansancio en cuanto se detenían. Se veía, sobre todo, que eran indivi­duos movilizados, gente de paz, tranquilos rentistas, doblados ahora bajo el peso del fusil; soldados de la guardia móvil[3], alertas, fáciles al espanto y prontos al entusiasmo, tan dis­puestos al ataque como a la huida; también, entre ellos, algu­nos soldados de calzón rojo[4], restos de una división triturada en una gran batalla; artilleros de oscuro uniforme alineados con aquella variedad de infantes; y, a veces, el casco brillante de un dragón[5] de tardo paso, que seguía con esfuerzo la mar­cha, más ligera, de los soldados de infantería.
Pasaban, asimismo, con aspecto de bandidos, legiones de franco-tiradores[6] con nombres heroicos: «Los Vengadores de la Derrota», «Los Ciudadanos de la Tumba», «Los Compañeros de la Muerte».
Sus jefes, antiguos comerciantes en telas o legumbres, ex vendedores de sebo o de jabón, guerreros de circunstan­cias, nombrados oficiales por su dinero o por la longitud de sus mostachos, cubiertos de armas, de franela y de galones, hablaban con una voz altisonante, discutían planes de cam­paña y pretendían que eran los únicos que sostenían a la Francia agonizante sobre sus hombros de fanfarrones; pero, a veces, temían a sus propios soldados, carne de horca, con frecuencia valerosos hasta el exceso, saqueadores y liber­tinos.
Se decía que los prusianos estaban a punto de entrar en Ruán[7].
La guardia nacional[8], que, desde hacía dos meses, realiza­ba prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusi­lando a veces a sus propios centinelas y preparándose para el combate cuando un conejo se removía entre las matas, había vuelto a sus casas. Sus armas, sus uniformes, todo su mortífero equipo, con el que antaño sembraban el espanto por las carreteras nacionales en tres leguas a la redonda, habían desaparecido súbitamente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar por fin el Sena para ganar Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard[9]. Detrás de ellos, caminando a pie entre dos de sus ayudantes, iba el general, desesperado, sin poder inten­tar nada con aquellos jirones desorganizados, perdido él mismo en la inmensa derrota de un pueblo habituado a vencer y desastrosamente batido a pesar de su legendaria bravura.
Después, una calma profunda, una espera atemorizada y silenciosa, se habían cernido sobre la ciudad. Muchos bur­gueses barrigudos, entumecidos por el comercio, esperaban ansiosamente a los vencedores, temblando por que consi­deraran como armas sus instrumentos para asar o sus gran­des cuchillos de cocina.
La vida parecía detenida; las tiendas estaban cerradas; las calles, mudas. De cuando en cuando un habitante, intimida­do por aquel silencio, pasaba corriendo pegado a los muros.
La angustia de la espera hacía desear la llegada del enemigo.
En la tarde que siguió al día en que partieron las tropas francesas, algunos ulanos[10], salidos no se sabía de dónde, atravesaron la ciudad a toda prisa. Luego, un poco más tarde, una masa negra descendió por la parte de Sainte-Catherine, mientras que otras dos oleadas de invasores aparecían en las carreteras de Dametal y de Bois-guillaume[11]. Las vanguardias de los tres cuerpos llegaron al mismo tiempo a la plaza del ayuntamiento, y el ejército alemán empezó a afluir por todas las calles vecinas, desplegando sus batallones, que hacían resonar el pavimento bajo su paso duro y rítmico.
Órdenes gritadas por una voz desconocida y gutural su­bían a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras detrás de los postigos cerrados había ojos que ace­chaban a aquellos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, de las haciendas y vidas por el derecho de guerra. Los habi­tantes, en sus casas oscuras, sentían ese enloquecimiento que producen los cataclismos, los grandes estragos mortífe­ros de la tierra, contra los cuales toda prudencia y toda fuer­za son inútiles. Pues siempre se tiene la misma sensación de que el orden establecido de las cosas ha sido derribado, de que la seguridad no existe ya, de que todo aquello que esta­ba protegido por las leyes de los hombres o de la naturale­za se encuentra a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta bajo las casas que se derrumban a todo un pueblo; el río desbordado que arrolla a 105 campesinos, ahogados junto con los cadáveres de los bueyes y las vigas arrancadas de los tejados, o el ejército glorioso que extermina a los que se defienden y se lleva a los demás prisioneros, entregándose al saqueo en nombre del sable y dando gracias a Dios con el ruido del cañón, son otros tantos horribles azotes que confunden toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que se nos enseña en la protección del cielo y en la razón del hombre.
A cada puerta llamaban pequeños destacamentos y luego desaparecían en el interior de las casas. Era la ocupación tras la invasión. Comenzaba, para los vencidos, el deber de mostrarse amables hacia los vencedores
Al cabo de algún tiempo, una vez desaparecido el primer terror, se estableció una nueva calma. En muchas familias, el oficial prusiano comía a la mesa. A veces era bien educado y, por cortesía, compadecía a Francia, expresaba su repug­nancia a tomar parte en aquella guerra. Le quedaban reco­nocidos por este sentimiento; más tarde, un día u otro, se podría necesitar su protección. Tratándolo con miramiento, acaso se consiguiera tener que alimentar a algunos hombres menos. ¿Y para qué ofender a un hombre del que se depen­día completamente? Obrar así seria, más que valor, temeri­dad[12]. Y la temeridad ya no era un defecto de los burgueses de Ruán, como en tiempos de las heroicas defensas con las que su ciudad se hizo ilustre. Se decía, en fin, máxima razón extraída de la urbanidad francesa, que estaba permitido ser cortés en la casa con tal de no mostrarse familiar en público con el soldado extranjero. Fuera no se le conocía, pero en la casa se charlaba gustosamente con él y el alemán se queda­ba cada noche un poco más calentándose al fuego común.
La ciudad misma recuperaba poco a poco su aspecto nor­mal. Los franceses apenas salían aún, pero los soldados pru­sianos llenaban las calles. Por otra parte, los oficiales de húsares azules[13] que arrastraban con arrogancia sus largos instrumentos de muerte por el suelo, no parecían tener por los sencillos ciudadanos mucho más desprecio que los ofi­ciales de cazadores[14] franceses que, el año anterior, bebían en los mismos cafés.
Había en el aire, sin embargo, algo sutil y desconocido, una extraña atmósfera intolerable, como un olor que se había extendido, el olor de la invasión. Llenaba las casas y las plazas públicas, cambiaba el sabor de los alimentos y producía la impresión de que se estaba de viaje, muy lejos, entre tribus bárbaras y peligrosas.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habi­tantes pagaban siempre; eran ricos, por otra parte. Pero cuan­to más opulento se hace un negociante normando, más le duele cualquier sacrificio, cualquier parte, por pequeña que sea, de su fortuna que vea pasar a manos ajenas.
No obstante, a dos o tres leguas más abajo de la ciudad, siguiendo el curso del río, hacia Croisset, Dieppedalle o Biessart[15], los marineros y pescadores sacaban a menudo del fondo del agua algún cadáver de alemán, hinchado en su uniforme, muerto de una cuchillada o a patadas, con la cabe­za aplastada por una piedra o arrojado al agua de un empu­jón desde lo alto de un puente. Los fangos del río ocultaban estas venganzas oscuras, salvajes y legítimas, heroísmo des­conocidos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas a plena luz y sin sus ecos de gloria.
Porque el odio al extranjero siempre arma a algunos intrépidos dispuestos a morir por una idea.
En fin, como los invasores, aunque sometiendo a la ciu­dad a su inflexible disciplina, no habían realizado ninguno de los horrores que la fama les atribuía a lo largo de su mar­cha triunfal, cobraron ánimos y las necesidades del negocio llenaron de nuevo el corazón de los comerciantes de la loca­lidad. Algunos tenían grandes intereses comprometidos en El Havre[16], ocupada por el ejército francés, y se propusieron tratar de ganar este puerto yendo por tierra hasta Dieppe[17], donde se embarcarían.
Utilizaron la influencia de los oficiales alemanes a quie­nes habían conocido, y así obtuvieron una autorización para partir del general en jefe.
Se dispuso, pues, una espaciosa diligencia de cuatro ca­ballos para este viaje y diez personas fueron al cochero a inscribirse. Con objeto de evitar toda expectación, se resol­vió partir antes del alba de un martes.
Desde hacía algún tiempo, la helada endurecía la tierra, y el lunes, hacia las tres, gruesas nubes negras procedentes del norte trajeron la nieve, que cayó sin interrupción durante toda la tarde y toda la noche.
A las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio del Hotel de Normandie, donde debían subir al coche.
Estaban todavía soñolientos y tiritaban de frío bajo sus mantas. Costaba trabajo ver en la oscuridad, y el amontona­miento de las pesadas ropas de invierno hacía que todos aquellos cuerpos parecieran curas obesos con sus largas sotanas. Sin embargo, dos hombres se reconocieron; los abordó un tercero y charlaron:
-Yo llevo a mí mujer -dijo uno.
-Yo también.
-Y Yo.
El primero añadió:
-No volveremos a Ruán, y sí los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Eran de complexión parecida y todos tenían los mismos proyectos.
Sin embargo, nadie acababa de enganchar el tiro al carrua­je. Una linterna, llevada por un mozo de cuadras, salía de cuando en cuando de una puerta oscura para desaparecer inmediatamente por otra. Las patas de los caballos golpeaban el suelo, amortiguadas por el estiércol y la paja, y al fondo de la casa se oía una voz de hombre hablando con los ani­males y jurando. Un ligero murmullo de casca-beles anunció que alguien agarraba los arneses[18]; este murmullo pronto se convirtió en un sonido claro y continuo, regulado por el movimiento del animal, que a veces se detenía para empe­zar de nuevo con una brusca sacudida, acompañada por el ruido sordo de un casco herrado al chocar contra el suelo.
De pronto, la puerta se cerró. Cesó todo ruido. Los hela­dos burgueses se habían callado; permanecieron inmóviles y envarados.
Una cortina de copos blancos ininterrumpida espejeaba sin cesar, descendiendo hacia el suelo; borraba las formas, cubría las cosas de una espuma de hielo, y, en el gran silen­cio de la ciudad tranquila y sepultada bajo el invierno, no se oía más que ese roce vago, inefable y flotante de la nieve que cae, más sensación que ruido, átomos ligeros que se entremezclan y parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
Reapareció el hombre con su ¡interna, tirando por el extremo de una cuerda de un caballo triste que avanzaba de mala gana. Lo situó contra el timón[19], ató las cuerdas y giró un buen rato alrededor para asegurar los arneses, pues no podía servirse más que de una mano, ya que en la otra lle­vaba la luz. Cuando iba a buscar el segundo animal, descu­brió a todos aquellos viajeros inmóviles, ya blancos de nieve, y les dijo:
-¿Por qué no se suben al coche? Al menos, estarían res­guardados.
No se les había ocurrido, sin duda, y se precipitaron a hacerlo. Los tres hombres instalaron a sus mujeres al fondo y luego subieron ellos; después, las otras formas indecisas y veladas ocuparon a su vez los últimos puestos sin cambiar una palabra.
El suelo estaba cubierto de paja, donde se hundieron los pies. Las damas del fondo, que se habían traído estufillas de cobre con un carbón químico, encendieron estos aparatos y, durante algún tiempo, en voz baja, estuvieron enumerando sus ventajas, repitiendo cosas que ya sabían desde hacía mucho tiempo.
Al fin, enganchada la diligencia, con seis caballos en lugar de cuatro a causa de la pesadez del carruaje, una voz desde fuera preguntó:
-¿Ha subido todo el mundo?
Desde dentro, otra voz respondió:
-Sí.
Partieron.
El carruaje avanzaba lentamente, a paso corto. Las rue­das se hundían en la nieve y toda la caja del coche gemía con crujidos sordos; los animales resbalaban, resoplaban, jadeaban, y el látigo gigantesco del cochero restallaba sin descanso, revoloteaba por todas partes, enrollándose y desenrollándose como una serpiente delgada y azotando bruscamente alguna grupa[20] redonda que se tendía en ese momento bajo un esfuerzo más violento.
Imperceptiblemente, avanzaba el día. Aquellos copos ligeros, que un viajero, ruanés[21] de pura cepa, había compa­rado con una lluvia de algodón, ya no caían. Un resplandor sucio se filtraba a través de las grandes nubes oscuras y pesadas que hacían más brillante la blancura del campo, en el que aparecía tan pronto una linea de grandes árboles ves­tidos de escarcha como una choza con un capuchón de nieve.
Dentro del coche los viajeros se miraban con curiosidad a la triste claridad de aquella aurora.
Al fondo, en los mejores puestos, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, vendedores de vinos al por mayor de la calle Grand-Pont[22].
Antiguo dependiente de un patrón arruinado en los nego­cios, Loiseau había comprado sus fondos y hecho fortuna. Vendía muy barato vino muy malo a los pequeños comer­ciantes del campo, y entre sus conocidos y amigos estaba considerado como un granuja redomado, un auténtico nor­mando lleno de astucia y de jovialidad.
Su reputación de fullero[23] estaba tan bien establecida que una noche, en la prefectura, el señor Tournel, autor de fábu­las y de canciones, espíritu mordaz y agudo, una gloria local, viendo a las damas un poco aburridas, propuso jugar a Loiseau vole[24], y su ocurrencia voló a través de los salones del prefecto, llegando luego a los de la ciudad y haciendo reír durante un mes a todas las mandíbulas de la provincia.
Loiseau era célebre, además, por sus gracias de tK1as cla­ses y sus bromas inocentes o pesadas, y nadie podía hablar de él sin añadir inmediatamente: «Este Loiseau no tiene precio».
Casi sin cintura, presentaba un vientre en forma de globo y encima un rostro colorado entre dos patillas canosas.
Su mujer, alta, fuerte, resuelta, de voz resonante y deci­sión rápida, era el orden y la aritmética de la casa de comer­cio, a la que animaba con su bulliciosa actividad.
A su lado, más digno, perteneciente a una casta superior, iba el señor Carré-Lamadon, hombre importante, que se dedicaba al algodón, propietario de tres hilanderías, oficial de la legión de honor y miembro del consejo general. Se había mantenido durante toda la época del Imperio[25] como jefe de la oposición tolerante tan solo para hacerse pagar más cara su incorporación a la causa que combatía con armas corteses, según su propia expresión. La señora Carré­Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los oficiales de buena familia enviados a Ruán de guarnición.
Se sentaba enfrente de su marido, pequeña, graciosa, muy bonita, acurrucada dentro de sus pieles, y miraba triste­mente el lamentable interior del carruaje.
Sus vecinos, el conde y la condesa Hubert de Bréville, llevaban uno de los apellidos más antiguos y más nobles de Normandía. El conde, viejo gentilhombre de gran presencia, se esforzaba por acentuar, mediante artificios en su com­postura, su parecido natural con el rey Enrique IV, quien, según una leyenda gloriosa para la familia, había embaraza­do a una dama de Bréville, cuyo marido, solo por esto, fue hecho conde y gobernador de provincia.
Compañero del señor Carré-Lamadon en el consejo gene­ral, el conde Hubert representaba al partido orleanista[26] en el departa-mento. La historia de su matrimonio con la hija de un pequeño armador de Nantes seguía siendo un poco misterio­sa. Pero como la condesa tenía distinción, recibía[27] mejor que nadie y se decía de ella incluso que había sido amada por uno de los hijos de Luis Felipe[28], toda la nobleza la agasaja­ba y su salón era el primero de la región, el único en el que se conservaba la vieja galantería y cuya entrada era difícil.
La fortuna de los Bréville, toda en bienes inmuebles, pro­ducían, según decían, quinientas mil libras de renta[29].
Estas seis personas ocupaban el fondo del carruaje, la parte de la sociedad acomodada, serena y fuerte, la de las honradas gentes de orden que tienen religión y principios.
Por un extraño azar, todas las mujeres se encontraban en el mismo banco, y la condesa tenía incluso por vecinas a dos monjitas, que desgranaban sus largos rosarios rezongando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con un rostro comi­do por la viruela, como si hubiera recibido a quemarropa una andanada de metralla en plena cara. La otra, más menu­da, tenía una cabeza bella y enfermiza sobre un pecho de tísica[30], consumido por esa fe devoradora de los mártires y los iluminados.
Frente a las dos religiosas, un hombre y una mujer atraían las miradas de todos.
El hombre, muy conocido, era Cornudet, el demócrata, el terror de las personas respetables. Desde hacía veinte años se mojaba su gran barba roja con la cerveza de todos los cafés democráticos. Junto con sus hermanos y amigos, se había comido una bonita fortuna que heredara de su padre, antiguo confitero, y esperaba impacientemente que se pro­clamase la república para obtener al fin el puesto que se había ganado con tanta entrega revolucionaria. El 4 de sep­tiembre[31], quizá a consecuencia de una broma, se creyó nombrado prefecto, pero cuando quiso entrar en funciones, los ordenanzas, que habían quedado de únicos dueños de la plaza, se negaron a recono-cerlo, lo que le obligó a retirarse. Muy buena persona, por lo demás, inofensivo y servicial, se había entregado con un ardor incomparable a organizar la defensa. Había hecho cavar fosos en los llanos, abatir todos los árboles jóvenes de los bosque vecinos, sembrar de tram­pas todas las carreteras; al aproximarse el enemigo, satisfe­cho de sus preparativos, se replegó a toda velocidad hacia la ciudad. Ahora pensaba hacerse más útil en El Havre, donde iban a ser necesarios nuevos atrincheramientos.
La mujer, una de esas llamadas galantes[32], era célebre por su gordura precoz, que le había valido el apodo de Bola de Sebo. Baja, toda redonda, mantecosa, con dedos hinchados que se estrechaban en las falanges, semejantes a ristras de cortas salchichas; con una piel brillante y tensa, un pecho enorme que abultaba bajo sus ropas, era, sin embargo, ape­titosa y solicitada, pues su lozanía resultaba agradable a la vista. Su cara era una manzana roja, un capullo de peonía a punto de abrirse; y en la parte alta se abrían dos magníficos ojos negros, sombreados por largas pestañas densas que los oscurecían; abajo, una boca encantadora, fina, húmeda de besos, adomada con dientecillos relucientes y microscópicos.
Además, se decía que tenía muchas cualidades inapre­ciables.
En cuanto fue reconocida, surgieron murmullos entre las mujeres decentes, y las palabras «prostituta» y «vergüenza pública» fueron cuchicheadas tan alto que ella alzó la cabe­za. Paseó por sus vecinos una mirada tan provocadora y atrevida que inmediatamente se produjo un gran silencio, y todo el mundo bajó los ojos, a excepción de Loiseau, que la acechaba con aire animado.
Pero pronto se reanudó la conversación entre las tres damas, a las que la presencia de aquella muchacha había hecho súbitamente amigas, casi íntimas. Pensaban que debían formar como un haz con sus dignidades de esposas frente a aquella vendida desvergonzada, pues el amor legal siempre mira con altivez a su colega libre.
También los tres hombres, que se habían unido por su instinto de conservadores frente a Comudet, hablaban de dinero con cierto tono desdeñoso para los pobres. El conde Hubert explicó los gastos que le habían causado los prusia­nos, las pérdidas que resultarían del ganado robado y de las cosechas perdidas con una seguridad de gran señor diez veces millonario a quien semejantes estragos apenas si le causa­rían molestias durante un año. El señor Carré-Lamadon, con gran experiencia en la industria algodonera, había tenido buen cuidado de enviar a Inglaterra seiscientos mil francos, por si nece-sitaba echar mano de ellos en alguna ocasión. En cuanto a Loiseau, se las había arreglado para venderle a la intendencia[33] francesa todos los vinos corrientes que le que­daban en la bodega, por lo que el estado le debía una suma formidable que pensaba cobrar en El Havre.
Los tres se lanzaban miradas rápidas y amistosas. Aunque de diversa calidad, se sentían hermanados por el dinero, den­tro de la gran masonería[34] de los que lo poseen, de los que hacen sonar el oro metiendo la mano en el bolsillo del pan­talón.
El coche avanzaba tan lentamente que a las diez de la mañana no habían hecho aún ni cuatro leguas. Los hombres tuvieron que bajarse tres veces para subir a pie algunas cuestas. Empezaban a preocu-parse, pues tenían que comer en Totes[35] y ya desesperaban de llegar allí antes de la noche. Iban vigilantes para descubrir una venta[36] en la carretera, cuando la diligencia se hundió en la nieve y estuvieron atas­cados dos horas.
El hambre aumentaba, confundiendo las mentes. Pero no surgía ninguna posada o taberna: la proximidad de los pru­sianos y el paso de las famélicas tropas francesas habían asustado a todos los industriales.
Los caballeros iban corriendo a buscar provisiones en las granjas que bordeaban el camino, pero ni siquiera encontra­ron pan, porque los campesinos, desconfiados, ocultaban sus reservas por el temor de ser saqueados por los soldados, que, sin tener nada que llevarse a la boca, cogían a la fuer­za lo que descubrían.
Hacia la una de la tarde, Loiseau anunció que sentía un tremendo vacío en el estómago. A todos les pasaba lo mismo desde hacía largo rato; la aguda necesidad de comer, que no dejaba de aumentar, había acabado con las conver­saciones.
De cuando en cuando, alguien bostezaba; un momento después, otro lo imitaba, y ya todos, sucesivamente, según su carácter, su educación y su posición social, iban abrien­do la boca, escandalosa o disimuladamente, llevándose a toda prisa la mano ante aquel agujero abierto del que salía vaho.
Bola de Sebo, varias veces, se había inclinado como para buscar algo debajo de sus faldas. Dudaba un segundo, mira­ba a sus vecinos y se volvía a alzar tranquilamente. Los ros­tros estaban pálidos y crispados. Loiseau afirmó que estaba dispuesto a pagar mil francos por un jamón. Su mujer hizo un gesto como para protestar; luego se tranquilizó. Sufría siempre que oía hablar de dinero derrochado y ni siquiera comprendía las bromas sobre este tema.
-La verdad es que no me siento bien dijo el conde. ¿Cómo no he pensado en traer provisiones?
Todos se reprochaban lo mismo.
Cornudet, sin embargo, tenía una cantimplora llena de ron. Lo ofreció, pero se lo rechazaron fríamente. Solo Loiseau aceptó beber un trago, y, al devolverle la cantimplora, le dio las gracias:
-Por lo menos, esto calienta y engaña el hambre.
El alcohol lo puso de buen humor y propuso hacer lo mismo que en el barquito de la canción: comerse al más gordo de los viajeros. Esta alusión indirecta a Bola de Sebo molestó a las personas bien educadas. No le contestaron; tan solo Cornudet sonrió. Las dos monjas habían terminado de mascullar su rosario y, con las manos hundidas en sus amplias mangas, se mantenían inmóviles, bajando obstina­damente la mirada, sin duda para ofrecer al cielo el sufri­miento que les enviaba.
Al fin, a las tres, cuando se encontraban en medio de una llanura interminable, sin un solo pueblo a la vista, Bola de Sebo se agachó, resuelta, y sacó de debajo del asiento una gran cesta cubierta por una servilleta blanca.
Sacó primero un platito de porcelana y un vaso de plata; luego, una gran fuente en la que había dos pollos enteros, ya trinchados, bajo gelatina; y aún se veían en la cesta más cosas apetitosas bien envueltas, agujas de carne, frutas, golo­sinas, todas las provisiones, en fin, necesarias para un viaje de tres días con objeto de no tener que recurrir a la cocina de las posadas. Cuatro botellas asomaban sus cuellos entre los paquetes de alimentos. La muchacha cogió un ala de pollo y, delicadamente, empezó a comerla junto con uno de esos panecillos que en Normandía llaman «regencias»[37].
Todas las miradas estaban fijas en ella. Luego, el olor se difundió, haciendo ensancharse las ventanillas de la nariz y provocando una abundante secreción de saliva en las bocas, así como una contracción dolorosa de la mandíbula bajo las orejas. El desprecio de las damas por aquella muchacha se hacía feroz; sentían ganas de matarla o de arrojarla del coche, a la nieve, a ella, a su vasito de plata, a su cesta y a todas sus provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la fuente de los pollos. Dijo:
-Afortunadamente, la señora fue más precavida que nosotros. Hay personas que siempre piensan en todo. Ella alzó la cabeza hacia él:
-¿Gusta usted, caballero? Es muy duro estar sin comer nada desde la madrugada.
Loiseau se lo agradeció:
-Para serle sincero, acepto, porque no podía ya más. La guerra es la guerra, ¿no le parece, señora?
Y, lanzando una mirada en tomo suyo, añadió:
-En circunstancias como esta, es una suerte encontrar a personas generosas.
Extendió un periódico que tenía, para no mancharse el pantalón, y con la punta de una navaja que siempre llevaba en el bolsillo pinchó un muslo, reluciente de gelatina, lo par­tió con los dientes y lo masticó con tanta satisfacción que los otros no pudieron contener un suspiro de angustia.
Con voz humilde y dulce, Bola de Sebo invitó a las mon­jas a compartir su comida. Aceptaron ambas inmediatamen­te y, sin alzar los ojos, se pusieron a comer muy deprisa des­pués de haber balbuceado su agradecimiento. Comudet no rechazó tampoco el ofrecimiento de su vecina, y formó con las religiosas una especie de mesa, desplegando unos perió­dicos sobre las rodillas.
Las bocas se abrían y cerraban sin cesar, tragaban, mas­ticaban, engullían ferozmente. Loiseau, en su rincón, se des­pachaba a gusto, y, en voz baja, incitaba a su mujer a imi­tarlo. Se resistió esta largo rato, pero luego, tras un estreme­cimiento que le recorrió las entrañas, cedió. Entonces, su marido, escogiendo las palabras, preguntó a su «encantado­ra compañera» si le permitía ofrecer un trocito a su señora.
-Claro que sí, señor -dijo la muchacha con una ama­ble sonrisa, tendiendo la fuente.
Se produjo un conflicto al descorchar la primera botella de burdeos: no había más que un vaso. Se lo fueron pasan­do tras limpiarlo cada uno. Tan solo Comudet, sin duda por galantería, puso sus labios en el mismo sitio que su vecina, mojado todavía de sus labios.
Rodeados de personas que comían, sofocados por las emanacio-nes de los alimentos, el conde y la condesa de Bréville, así como el señor y la señora Carré-Lamadon, esta­ban sufriendo ese horrible suplicio llamado de Tántalo[38]. De pronto, la joven esposa del fabricante lanzó un suspiro que hizo a todos volver la cabeza: estaba tan blanca como la nieve que había fuera. Sus ojos se cerraron, se abatió su fren­te: se desmayó. Su marido, asustado, pedía ayuda a todos.
Nadie sabía qué hacer, cuando la mayor de las monjas, sos­teniendo la cabeza de la enferma, puso en sus labios el vaso de Bola de Sebo y le hizo beber unos sorbos de vino. La bella dama se removió, abrió los ojos, sonrió y, con voz des­fallecida, declaró que ya se encontraba muy bien. No obs­tante, para que no volviera a repetirse, la religiosa la obligó a beberse un vaso lleno de burdeos, y añadió:
-No es más que hambre.
Entonces, Bola de Sebo, ruborizándose, toda confusa, balbució dirigiéndose a los cuatro viajeros que seguían sin comer:
-Si estas damas y caballeros me permiten que les ofrezca...
Se calló, temiendo haberlos ofendido. Loiseau tomó la palabra:
-Caray, caballeros, en estos casos todos somos herma­nos y tenemos que ayudamos. ¡Hala, señoras, acepten sin cumplidos, qué diablos! A lo mejor ni siquiera encontramos una casa donde pasar la noche. Al paso que vamos, no lle­gamos a Totes hasta mañana a mediodía.
Todos vacilaban y ninguno se atrevía a asumir la respon­sabilidad de decir «sí».
Fue el conde quien zanjó la cuestión. Se volvió hacia la intimidada muchacha y, adoptando un aire de gentilhombre, le dijo:
-Aceptamos agradecidos, señora.
Lo difícil era el primer paso. Una vez pasado el Rubicón[39], todos se decidieron resueltamente. La cesta quedó vacía.
Aún contenía un bocadillo de foiegras, una empanada de ave, un trozo de lengua ahumada, peras de Crassane[40], una empanada de Pont-L'Evéque, pasteles y una taza llena de pepinillos y cebollitas en vinagre, pues a Bola de Sebo, como a todas las mujeres, le encan-taban los sabores fuertes.
No podían comerse las provisiones de aquella muchacha sin hablar con ella. Por tanto, empezaron a charlar, con reser­vas al principio, pero luego, como ella se desenvolvía muy bien, con mayor confianza. Las señoras de Bréville y Catré-­Lamadon, que tenían mucho mundo[41], se mostraron graciosas con delicadeza. La condesa, sobre todo, mostró esa condes­cendencia amable de las damas nobles a las que ningún con­tacto puede manchar y resultó encantadora. Pero la corpu­lenta señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, se mantuvo despegada, hablando poco y comiendo mucho.
Se habló de la guerra, naturalmente. Contaron hechos horribles de los prusianos, rasgos de valor de los franceses, y todas aquellas personas que huían rindieron homenaje al valor de los demás. Pronto empezaron las historias persona­les, y Bola de Sebo, con una emoción auténtica, con ese calor que a veces tienen las muchachas para expresar sus arrebatos naturales, contó cómo había abandonado Ruán:
-Al principio creí que podría quedarme -dijo. Tenía mi casa llena de provisiones, y prefería dar de comer a unos cuantos soldados a expatriarme sin saber adónde ir. Pero cuando vi a aquellos prusianos, fue más fuerte que yo. Me revolvieron la sangre de rabia y lloré de vergüenza todo el día. ¡Si hubiera sido hombre! Miraba desde mi ventana a esos cerdos con sus cascos puntiagudos, y mi criada me tenía que sujetar las manos para impedirme que les tirara encima mi mobiliario. Luego vinieron para que los alojara en mi casa y me tiré al cuello del primero. No cuesta más trabajo estrangularlos que a los demás. Habría terminado con aquel si no me llegan a agarrar de los pelos. Después de esto tuve que ocultarme. En fin, en cuanto encontré una ocasión me marché, y aquí estoy.
Recibió muchas felicitaciones. Crecía en la estimación de sus compañeros, que no se habían mostrado tan valientes. Comudet mientras la escuchaba, conservaba una sonrisa aprobadora y benévola de apóstol, del mismo modo que un cura oye a un devoto alabar a Dios, pues los demócratas de luenga barba tienen el monopolio del patriotismo, igual que los hombres de sotana[42] tienen el de la religión. Habló él después con un tono doctrinario, con el énfasis aprendido en las proclamas que a diario se pegan en los muros, y terminó con un trozo de elocuencia en el que desolló magistralmen­te a ese «sinvergüenza de Badinguet»[43].
Bola de Sebo se molestó, porque era bonapartista. Se fue poniendo roja, hasta que, tartamudeando de indignación, saltó:
-¡Me habría gustado verlos en su puesto! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Son ustedes quienes lo han traicionado! ¡Sería para marcharse de Francia si estuviera gobernada por aprovechados como ustedes!
Comudet, impasible, mantenía una sonrisa desdeñosa y superior, pero se percibía que la cosa iba a llegar a más cuando el conde se interpuso y apaciguó, no sin trabajo, a la exasperada muchacha, proclamando con autoridad que todas las opiniones sinceras eran respetables. En cambio, la condesa y la mujer del fabricante, que profesaban ese odio irracional de las personas de orden por la república y esa instintiva debilidad que todas las mujeres tienen por los gobiernos ostentosos y despóticos, se sentían atraídas a su pesar por aquella prostituta llena de dignidad, cuyas opinio­nes se parecían tanto a las suyas.
La cesta había quedado vacía. No les había costado mucho vaciarla entre diez, y aún lamentaban que no hubie­ra sido más grande. La conversación continuó algún tiempo, un poco enfriada, no obstante, después que hubieron termi­nado de comer.
Caía la noche, la oscuridad se hizo poco a poco más densa, y el frío, que se siente más durante las digestiones, hacía tiritar a Bola de Sebo, a pesar de su gordura. Entonces, la señora de Bréville le ofreció su calientapiés, al que, desde la mañana, le había cambiado varias veces el carbón, y la otra lo aceptó en seguida, pues sentía los pies helados. Las seño­ras Carré-Lamadon y Loiseau prestaron los suyos a las reli­giosas.
El cochero había encendido sus faroles. Alumbraban con vivo resplandor la nube de vaho que se formaba sobre las grupas sudorosas de los caballos, y, a ambos lados de la carretera, la nieve, que parecía desenrollarse bajo el reflejo tembloroso de las luces.
Dentro del coche ya no se distinguía nada; pero, de pron­to, se produjo un movimiento por la parte de Bola de Sebo y Comudet; y Loiseau, que gozaba de buena vista, creyó ver al hombre de la gran barba separarse vivamente como si hubiera recibido un golpe certero y silencioso.
Carretera adelante, aparecieron unos puntos luminosos. Estaban llegando a Totes. Habían viajado durante once horas, que se habían convertido en catorce con las tres horas de los cuatro descansos concedidos a los caballos para comer la avena y recuperar el aliento. Entraron en el pueblo y se detu­vieron ante el Hotel del Comercio.
Al fin se abrió la portezuela. Un ruido muy conocido sobresaltó a todos los viajeros: los golpes de una vaina de sable contra el suelo. Un instante después, la voz de un ale­mán gritó algo.
La diligencia estaba parada, pero nadie se bajaba, como si temieran que los mataran al salir. Apareció el conductor, llevando en la mano uno de sus faroles, que alumbró de pronto hasta el fondo del coche las dos hileras de rostros asustados, con las bocas abiertas y los ojos desencajados por la sorpresa y el espanto.
Junto al cochero, dentro de la luz, había un oficial ale­mán. Era un joven alto, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, y la brillante gorra de plato ladeada, lo que le hacía parecer un botones[44] de hotel inglés. Sus desmesurados mostachos, de largos pelos lisos, se adelgazaban indefinidamente a ambos lados para termi­nar en un hilo rubio, tan delgado que no se le veía al final, y parecían pesar sobre las comisuras de su boca, poniendo tirantes las mejillas e imprimiendo a los labios un pliegue caldo.
En un francés de alsaciano[45], invitó a los viajeros a salir, diciendo con aspereza:
-Señores, ¿quieren bajar?
Las dos monjitas fueron las primeras en obedecer con una docilidad de niñas buenas acostumbradas a todas las sumisiones. Luego aparecieron el conde y la condesa, segui­dos del fabricante y su mujer, y tras ellos Loiseau, empu­jando ante sí a su corpulenta consorte.
-Buenas noches, señor -Loiseau, al poner pie en tierra, saludó al oficial, más por prudencia que por cortesía.
El otro, insolente como todos los poderosos, lo miró sin respon-derle.
Bola de Sebo y Comudet, a pesar de que estaban junto a la portezuela, descendieron los últimos, graves y altivos ante el enemigo. La muchacha trataba de dominarse y man­tenerse en calma; el demócrata se sobaba, con una mano trá­gica y un poco temblorosa, su larga barba rojiza. Querían conservar la dignidad, comprendiendo que, en esta clase de encuentros, cada cual representa un poco a su país; e igual­mente indignados los dos por la ligereza de sus compañeros, ella trataba de mostrarse más orgullosa que sus vecinas, las mujeres decentes, y él, considerando que debía dar ejemplo, mantuvo con toda su actitud la misión de resistencia comen­zada con la destrucción de carreteras.
Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el alemán, tras pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, en el que constaban los nombres, filiación y profesión de cada viajero, los examinó largamente a todos, comparando a las personas con los datos escritos.
Luego, bruscamente, dijo:
-Está bien.
Y se marchó.
Respiraron. Aún tenían hambre, y encargaron la cena. Tardarían media hora en prepararla y, mientras dos criadas, al parecer, se ocupaban de ello, fueron a visitar las habita­ciones. Todas daban a un largo corredor que terminaba en una puerta de cristales en la que había un número[46] muy expresivo.
Iban a sentarse al fin a la mesa, cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán[47], un tipo gordo y asmático, que producía continuamente silbidos, con ronquera y carras­peos de la laringe. Su padre le había transmitido el apellido de Follenvie.
-¿La señorita Elisabeth Rousset? -preguntó. Bola de Sebo, sobresaltada, se volvió: -Yo soy.
-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted inmediatamente.
-¿Conmigo?
-Sí, si usted es la señorita Elisabeth Rousset. Confundida, reflexionó un segundo y luego declaró resuel­tamente:
-Puede ser, pero yo no pienso ir.
La rodearon. Todos discutían, buscaban el motivo de aquella orden. El conde se acercó:
-Comete un error, señora, pues su negativa puede traer­nos dificultades considerables, no solo a usted, sino también a todos sus compañeros. Nunca hay que resistirse a los que son más fuertes que uno. Seguramente no hay ningún peli­gro en lo que le pide; sin duda será para alguna formalidad que ha olvidado.
Todo el mundo lo apoyó. Rogaron, insistieron, sermonea­ron, y acabaron por convencerla, pues todos temían las com­plicaciones que podrían derivarse de aquella cabezonada. Al fin, la muchacha dijo:
-Que conste que lo hago por ustedes.
La condesa le cogió la mano:
-Y nosotros se lo agradecemos.
Salió. La esperaron para sentarse a la mesa.
Todos lamentaban no haber sido llamados en lugar de aquella muchacha violenta e irascible, y, mentalmente, pre­paraban las simplezas que dirían para el caso de que los lla­maran también.
Diez minutos después reapareció, jadeante, encendida de sofoco, exasperada:
-¡Canalla! ¡El muy canalla! -balbuceaba.
Todos la apremiaban para saber lo que había ocurrido, pero ella no dijo nada. Como el conde insistiera, le respon­dió, con la mayor dignidad:
-A usted no le importa. No puedo decírselo.
Se sentaron en tomo a la alta sopera, de la que salía un olor a coles. A pesar de la alarma, la cena transcurrió ale­gremente. La sidra era buena; la pidieron, para ahorrar, el matrimonio Loiseau y las monjitas. Los demás pidieron vino, menos Comudet que quiso cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de formar espuma con el líquido, de examinarlo inclinando el vaso, que alzaba luego ante la lámpara para apreciar su color por trans-parencia. Al beber, sus barbazas, que tenían el color de su bebida prefe­rida, parecían estremecerse de emoción; se ponía bizco para no perder de vista el vaso, y daba la impresión de estar cum­pliendo la única función para la que había nacido. Se habría dicho que establecía en su espíritu un parangón y como una afinidad entre las dos grandes pasiones que llenaban su vida: la Pale Ale[48] y la revolución; y seguramente no podía sabo­rear una sin pensar en la otra.
El posadero y su mujer cenaban al otro extremo de la mesa. El hombre, produciendo estertores como una loco­motora reventada, tenía demasiado trabajo en su pecho para poder hablar mientras comía; pero la mujer no callaba. Contó todas sus impresiones de la llegada de los prusianos, lo que hacían, lo que decían, echando pestes de ellos, pri­mero porque le costaban dinero y luego porque ella tenía dos hijos en el ejército. Se dirigía, sobre todo, a la condesa, halagada de poder hablar con una dama de calidad.
Para decir ciertas cosas delicadas, bajaba la voz, y su marido, de cuando en cuando, la interrumpía:
-Sería mejor que te callaras, señora Follenvie.
Pero ella no le hacía ningún caso y continuaba:
-Sí, señora, esa gente no hace más que comer patatas y cerdo y luego cerdo y patatas. Y no vaya a creer que son lim­pios. ¡Oh, no! Hacen de vientre donde les pilla, dicho sea con perdón. Y si les viera hacer la instrucción durante horas y días... Están todos en un campo, y marcha adelante, y mar­cha atrás, y gira para un lado, y gira para el otro. ¡Ya podían irse a cultivar la tierra por lo menos o irse a trabajar en las carreteras de su país! Pero, no, señora, los militares no sirven para nada. Es el pobre pueblo quien tiene que alimentarlos para no aprender a cambio más que a matar. Yo no soy más que una pobre vieja sin instrucción, es cierto, pero cuando los veo reventándose de tanto marchar de la mañana a la noche, me digo: habiendo gente que hace tantos descubri­mientos para ser útiles, ¿por qué tiene que haber otros que se esfuercen por ser perjudiciales? Verdaderamente, ¿no es abo­minable que se mate la gente, sean prusianos, ingleses, pola­cos o franceses? Vengarse de uno que nos ha hecho daño está mal, puesto que te condenan; pero exterminar a nuestros hijos como en una cacería con los fusiles debe de estar bien, pues­to que al que más mata le dan condecoraciones. ¡No, nunca comprenderé esto!
Cornudet alzó la voz:
-La guerra es una barbarie cuando se ataca a un veci­no tranquilo; es un deber sagrado cuando se defiende a la patria.
La vieja bajó la cabeza:
-Sí, cuando uno se defiende, es otra cosa. Pero ¿no sería mejor matar a todos los reyes que son los que hacen la guerra por placer?
La mirada de Comudet se encendió:
- ¡Bravo, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba profundamente. No obstante ser un admirador fanático de los ilustres capita­nes, el sentido común de aquella campesina le hacía pensar en la riqueza que aportarían a un país tantos brazos desocu­pados y, por tanto, gravosos[49], tantas fuerzas que se mantie­nen improductivas, si se las empleara en las grandes obras industriales, que hará falta siglos para terminar.
Pero Loiseau, levantándose de su sitio, fue a charlar en voz baja con el posadero. El hombre reía, tosía, escupía; su enorme vientre se agitaba gozoso ante las bromas de su vecino, y acabó por comprarle seis barricas[50] de burdeos para la primavera, cuando los prusianos se hubieran marchado.
Apenas terminada la cena, como estaban muertos de can­sancio, fueron a acostarse.
Loiseau, en cambio, que había observado ciertas cosas, dejó acostada a su mujer, y se dedicó a aplicar alternativa­mente el ojo y la oreja al agujero de la cerradura, intentando descubrir lo que él llamaba «los misterios del corredor»[51].
Al cabo de una hora, aproximadamente, aumentó su aten­ción y descubrió a Bola de Sebo, que parecía aún más gorda dentro de su bata de cachemir azul, bordada con encajes blancos. Llevaba una palmatoria en la mano y se dirigía hacia el gran número que había al fondo del corredor. Una puerta, al lado, se entreabrió, y, cuando ella volvió al cabo de unos minutos, Cornudet, en tirantes, la siguió. Hablaron en voz baja y se detuvieron. Bola de Sebo parecía defender enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, desgracia­damente, no oía las palabras, pero, al final, como levantaron la voz, pudo coger algunas. Cornudet insistía tenazmente:
-Pero no sea tonta, ¿qué importancia tiene eso para usted?
Ella, indignada, respondió:
-No, amigo mío, hay momentos en que no se pueden hacer estas cosas. Y, además, aquí sería una vergüenza.
Él no comprendía nada, sin duda, y preguntó por qué.
-Entonces, ella se acaloró, elevando aún más el tono:
-¿Que por qué? ¿Nó comprende por qué? ¿Habiendo prusianos en la casa, a lo mejor en la habitación de al lado?
Y calló. Aquel pudor patriótico en una perdida que no se dejaba tocar cerca del enemigo, debió de despertar en su corazón la dignidad desfallecida, pues, tras contentarse con darle un beso, se alejó hasta su puerta sin hacer ruido.
Loiseau, muy excitado, abandonó la cerradura, hizo una cabriola en medio de su cuarto, se puso el pijama, alzó las ropas bajo las que yacía el duro cuerpo de su compañera y la despertó con un beso murmurando:
-¿Me amas, querida?
La casa entera quedó silenciosa. Pero pronto empezó en algún sitio, viniendo de una dirección indeterminada que lo mismo podía ser la bodega como el desván, un ronquido intenso, monótono, regular, un ruido sordo y prolongado, con vibraciones de caldera a presión. El señor Follenvie dormía.
Como habían decidido que partirían a las ocho del día siguiente, todo el mundo se encontró en la cocina; pero el coche, cuya baca tenía un tejado de nieve, surgía solitario en medio del patio, sin caballos y sin conductor. En vano buscaron a este en las cuadras, donde los forrajes[52], en la cochera. Los hombres resolvieron seguir buscando por el pueblo y salieron. Llegaron a la plaza, con la iglesia al fondo, y, a ambos lados, casas bajas en las que se veía a soldados prusianos. El primero que vieron estaba pelando patatas. Otro, más allá, fregaba la peluquería. Un tercero, con la barba hasta los ojos, besaba a una criatura que estaba lloran­do y la mecía en sus rodillas tratando de calmarla; y las gor­das campesinas, cuyos hombres estaban en «el ejército de la guerra», indicaban por señas a sus obedientes vencedores las faenas que tenían que hacer: cortar la leña, ensopar[53], moler café; uno, incluso, le lavaba la ropa a su patrona, una vieja impedida.
El conde, asombrado, interrogó al sacristán, que salía del pres-biterio. El viejo beato le respondió:
Esos no son malos; según dicen, no son prusianos. Son de más lejos, no sé bien de dónde, y todos han dejado mujer e hijos en su pueblo. ¡Tampoco a ellos les gusta la guerra! Estoy seguro de que también allí lloran a sus hombres, y que la ausencia de estos producirá una miseria tan grande como la nuestra. Menos mal que no hemos tenido demasiada mala suerte por el momento, porque no hacen daño y trabajan como si estuvieran en sus casas. Ya ve, señor, la gente pobre tiene que ayudarse... Son los ricos los que hacen la guerra.
Cornudet, indignado por el cordial acuerdo que reina­ba entre los vencedores y los vencidos, se retiró, prefiriendo encerrarse en la posada. Loiseau tuvo una salida: «Repueblan». El señor Carré-Lamadon reaccionó con gravedad: «Reparan». Pero no encontraban al cochero. Al fin le descubrieron en el café del pueblo, sentado amigablemente a una mesa con el ordenanza del oficial. El conde lo interpeló:
-¿No se le había dado la orden de enganchar a las ocho?
-Sí, pero después me dieron otra orden.
-¿Cuál?
-Que no enganchara.
-¿Quién se la dio?
-Pues el comandante prusiano.
-¿Por qué?
-No sé. Pregúnteselo a él. Me prohibió que enganchara, y yo no engancho. Eso es todo.
-¿Se lo dijo personalmente?
-No, señor, fue el posadero quien me dio la orden en nombre suyo.
-¿Cuándo?
-Ayer por la noche, cuando me iba a acostar.
Los tres hombres regresaron muy preocupados.
Preguntaron por el señor Follenvie, pero la criada les dijo que el amo, a causa de su asma, no se levantaba nunca antes de las diez. Incluso les había prohibido terminantemente que le despertaran antes, salvo en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero era absolutamente imposible, a pesar de que se alojaba en la misma posada, porque solo el señor Follenvie estaba autorizado a hablarle de asuntos civi­les. Se vieron obligados a esperar. Las mujeres volvieron a subir a sus habitaciones, entregándose a sus pequeñeces.
Cornudet se instaló junto a la alta chimenea de la cocina, donde llameaba un gran fuego. Mandó que le llevaran allí una mesita y un vaso de cerveza, sacó su pipa, que gozaba entre los demócratas de una consideración casi igual a la suya, como si, al servir a Cornudet, sirviera también a la patria. Era una magnífica pipa de espuma de mar, muy bien quemada, tan negra como los dientes de su dueño, pero per­fumada, recurva, brillante, hecha a su mano, y que cons-tituía un complemento de su fisonomía. Permaneció inmóvil, con los ojos fijos unas veces en la llama del hogar, y otras en la espuma del vaso; y siempre, después de beber, se pasaba con aire satisfecho sus largos dedos delgados entre sus luen­gos cabellos grasos, mientras olisqueaba sus mostachos sal­picados de espuma de cerveza.
Loiseau, con el pretexto de ir a estirar las piernas, fue a colocar sus vinos a los tenderos de la localidad. El conde y el fabricante se pusieron a hablar de política. Estudiaban el futuro de Francia. Uno creía en los Orleáns; el otro, en un salvador desconocido, un héroe que surgiría cuando todos estuvieran desesperados: ¿un Du Guesclin, una Juana de Arco[54], acaso? ¿Otro Napoleón I? ¡Ah, si el príncipe imperial no fuera tan joven![55] Comudet, oyéndolos, sonreía como hombre que sabe los arcanos[56] del destino. Su pipa perfuma­ba la cocina.
Al dar las diez, se presentó el señor Follenvie. Se apresu­raron a interrogarlo, pero él no pudo hacer otra cosa que repetir dos o tres veces, sin cambiar ni una coma, estas pa­labras:
-El oficial me dijo: «Señor Follenvie, usted impedirá que enganchen mañana el coche de esos viajeros. No quie­ro que partan sin mi orden. Ya me ha oído. No le digo más».
Decidieron entrevistarse con el oficial. El conde le envió su tarjeta, en la que el señor Carré-Lamadon añadió su nom­bre y todos sus títulos. El prusiano contestó que recibiría a aquellos dos hombres después de comer, es decir, hacia la una.
Reaparecieron las damas, y se comió algo, a pesar de la inquietud. Bola de Sebo parecía enferma y muy afectada.
Estaban terminando el café cuando el ordenanza vino a buscar a los dos caballeros.
Loiseau se unió a ellos. Al intentar arrastrar a Cornudet para dar más solemnidad a su gestión, este declaró orgullo­samente que se había propuesto no tener jamás ninguna relación con los alemanes, y volvió junto al fuego, tras pedir otra cerveza.
Subieron los tres hombres y fueron introducidos en la mejor habitación de la posada, donde el oficial los recibió, recostado en un sillón, los pies sobre la chimenea, fumando una larga pipa de porcelana, y envuelto en una bata de colo­res chillones, robada segurmente en el nogar abandonado de algún burgués de mal gusto. No se levantó, ni los saludó; ni siquiera se dignó mirarlos. Era una magnífica muestra de la grosería natural del militar victorioso.
Al fin, tras unos instantes, dijo:
-¿Qué desean?
El conde tomó la palabra:
-Queremos partir, señor.
-No.
-¿Puedo preguntarle la causa de esta negativa?
-Porque no quiero yo.
-Con todos los respetos, le hago observar, señor, que su general en jefe nos ha dado salvoconducto hasta Dieppe; y no creo que hayamos hecho nada para merecer este trato de rigor.
-No quiero... Eso es todo... Pueden retirarse.
Tras hacer una inclinación, salieron los tres.
La tarde fue lamentable. No comprendían aquel capricho del alemán; y acudian a sus mentes las ideas más extrañas. Todo el mundo permanecía en la cocina y discutían inter­minablemente, imaginando cosas inverosímiles. Quizá que­rían retenerlos como rehenes -pero ¿para qué?, o llevar­los prisioneros o, mejor, pedirles un rescate considerable. Ante este pensamiento, enloquecieron de pánico. Los más ricos eran los más espantados, viéndose ya obligados, para comprar su vida, a entregar sacos llenos de oro en las manos de aquel soldado insolente. Se estrujaban el cerebro para encontrar mentiras aceptables, para disimular sus riquezas, para hacerse pasar por pobres, muy pobres. Loiseau se quitó la cadena del reloj y la ocultó en el bolsilío. La noche caía, aumentando sus aprensiones. Encendieron la lámpara, y como aún quedaban dos horas para cenar, la señora Loiseau propuso una partida de treinta y una[57]. Serviría de distrac­ción. Aceptaron. Hasta el propio Comudet, que apagó su pipa por educación, tomó parte en el juego.
El conde barajó las cartas y dio. Bola de Sebo consiguió treinta y una de salida. Pronto el interés por el juego calmó el temor que invadía los ánimos. Pero Cornudet se dio cuen­ta de que el matrimonio Loiseau se había puesto de acuerdo para hacer trampas.
Cuando iban a empezar a comer, volvió Follenvie y, con su voz gargajosa, dijo:
-El oficial prusiano me encarga que pregunte a la seño­rita Elisabeth Rousset si todavía no ha cambiado de opinión.
Bola de Sebo permaneció de pie, muy pálida; luego, poniéndose súbitamente colorada, le dio tal arrechucho de cólera que no podía ni hablar. Al fin, estalló:
-Dígale a ese sinvergüenza, a ese cerdo, a ese asqueroso prusiano que nunca consentiré. ¿Me oye? ¡Nunca! ¡Nunca!
El posadero salió. Rodearon a Bola de Sebo, y todos la interro-gaban, le pedían que descubriera el misterio de su visita. Ella, al principio, se resistió, pero pronto se dejó lle­var por la rabia:
-¿Saben lo que quiere? ¿Eh? ¿Saben lo que quiere?... ¡Acostarse conmigo! -gritó.
Nadie se molestó por la expresión, tan indignados esta­ban. Comudet rompió su vaso al dejarlo violentamente sobre la mesa. Surgió un clamor de reprobación contra aquel innoble militarote, un arrebato de cólera, una unión de todos para la resistencia, como si hubieran pedido de cada uno una parte del sacrificio que pedían a la muchacha. El conde declaró con repugnancia que aquellas gentes se com­portaban como los antiguos bárbaros. Las mujeres, sobre todo, testimoniaron a Bola de Sebo una conmiseración enér­gica y cariñosa. Las monjitas, que solo se presentaban a la hora de las comidas, habían bajado la cabeza y no decían nada.
No obstante, cuando hubo pasado el furor de los prime­ros momentos, cenaron. Se habló poco: todos pensaban.
Las damas se retiraron temprano, y los hombres, todos fumando, organizaron un ecarté[58] al que fue invitado Follen­vie; se habían propuesto interrogarlo hábilmente sobre los medios que había que emplear para vencer la resistencia del oficial. Pero él no pensaba más que en sus cartas, sin aten­der a nada, sin contestar una palabra; y repetía sin cesar:
-Atentos al juego, señores. Al juego.
Su atención era tan tensa que se olvidaba de escupir, lo que provocaba a veces estertores en su pecho. Sus pulmo­nes silbaban dando toda la escala del asma, desde las notas graves y profundas, hasta los chillidos agudos de los gallos jóvenes, cuando intentan cantar.
Se negó a subir incluso cuando su mujer, que se caía de sueño, lo vino a buscar. Se marchó sola, porque ella era madrugadora y siempre se levantaba con el sol, mientras que su marido era trasnochador y siempre estaba dispuesto a pasar la noche con amigos. Antes de que se fuera, le gritó:
-¡Pon mi huevo batido junto al fuego!
Y volvió a la partida. Cuando vieron que no podrían sacar nada de él, declararon que ya era muy tarde y todos se fueron a acostar.
Al día siguiente se levantaron bastante temprano, con una vaga esperanza, un deseo mayor de marcharse, un terror ante el día que les esperaba en aquella horrible posada.
Desgraciadamente, los caballos seguían en la cuadra y el cochero no se dejaba ver. Por hacer algo, estuvieron dando vueltas alrededor del coche.
El desayuno fue triste; se había producido como un enfriamiento respecto a Bola de Sebo, pues la noche, buena consejera, había modificado un poco sus juicios. Ahora casi reprochaban a la muchacha que no se hubiera encontrado secretamente con el prusiano, a fin de preparar a sus compañeros una buena sorpresa al despertarse. Más fácil no podía ser. Por otra parte, ¿quién lo hubiera sabido? Habría podido salvar las apariencias haciendo decir al ofi­cial que ella se había apiadado de sus apurados compañe­ros. ¡Tenía tan poca importancia para ella una cosa así!
Pero nadie confesaba todavía estos pensamientos.
Por la tarde, como se aburrían mortalmente, el conde pro­puso dar un paseo por los alrededores del pueblo. Se abriga­ron bien y el pequeño grupo salió, a excepción de Comudet, que prefería quedarse junto al hogar, y de las monjitas, que se pasaban el dia en la iglesia o en casa del cura.
El frío, cada vez más intenso, mordía cruelmente en la nariz y en las orejas; tenían los pies tan doloridos que cada paso era un sufrimi-ento. Al surgir el campo ante ellos, se les apareció tan espantosamente lúgubre bajo aquella blancura ilimitada que todo el mundo se volvió, con el alma helada y el corazón encogido.
Las cuatro mujeres iban delante, seguidas, a alguna dis­tancia, por los tres hombres.
Loiseau, que se daba cuenta de la situación, preguntó de pronto si aquella «ramera» los iba a tener mucho tiempo aún en semejante poblacho. El conde, siempre cortés, dijo que no se podía exigir a una mujer un sacrificio tan penoso, y que debía salir de ella misma. El señor Carré-Lamadon observó que si los franceses, como había pensado, lanzaban una contraofensiva por Dieppe, el encuentro solo podría tener lugar en Totes. Perspectiva que llenó de inquietud a los otros dos.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
El conde se encogió de hombros:
-¿Con esta nieve? ¿Con nuestras mujeres? No se puede ni pensar en ello. Y además nos perseguirían inmediatamente, y en diez minutos nos habrían detenido y nos llevarían pri­sioneros a merced de los soldados.
Era cierto. Guardaron silencio.
Las señoras hablaban de vestidos, pero había una cierta tirantez que las desunía.
Inesperadamente, apareció el oficial al final de la calle. Contra la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su cintura de avispa en uniforme y caminaba, las rodillas separadas, con ese movimiento característico de los militares que se esfuerzan por que no se les manchen las botas cuidadosa­mente embetunadas.
Al pasar junto a las señoras se inclinó, y miró desdeño­samente a los hombres, que tuvieron la suficiente dignidad como para no descubrirse, aun cuando Loiseau hiciera inten­ción de quitarse el sombrero.
Bola de Sebo se había puesto colorada hasta las orejas; y las tres mujeres casadas sentían una gran humillación de que aquel militar las hubiera encontrado en compañía de una muchacha a la que él había tratado tan groseramente.
Hablaron de él, de su apostura, de su rostro. La señora Carré-Lamadon, que había conocido a muchos oficiales y podía juzgarlos como entendida, no lo encontró nada mal, e incluso lamentó que no fuera francés, porque habría sido un bello húsar por el que las mujeres habrían enloquecido segu­ramente.
De regreso, no sabían ya qué hacer. Se cruzaron incluso pullas[59] por cosas insignificantes. La cena, silenciosa, duró poco, y todos subieron a acostarse para matar el tiempo dur­miendo.
Al dia siguiente bajaron con las caras fatigadas y los áni­mos exasperados. Las mujeres casi no le dirigían la palabra a Bola de Sebo.
Sonó una campana llamando a un bautizo. La gorda mucha­cha tenía un hijo, que se lo estaban cuidando unos labrado­res de Yvetot. No lo veía más que una vez al año, y jamás pensaba en él; pero al pensar en el niño que iban a bautizar, una ternura súbita y violenta por el suyo la inundó, y quiso asistir por encima de todo a la ceremonia.
En cuanto se hubo marchado, todo el mundo se miró y aproxima-ron sus sillas, pues sentían que era preciso decidir algo. Loiseau tuvo una inspiración: era de la opinión de pro­poner al oficial que retuviera solo a Bola de Sebo y dejara a los demás marcharse.
Follenvie se encargó otra vez de la embajada, pero volvió a bajar casi inmediatamente. El alemán, que conocía la natu­raleza humana, no le había hecho caso. Se había propuesto retener a todos hasta que quedara complacido su deseo.
Entonces, el temperamento populachero de la señora Loi­seau estalló:
-Pero no podemos seguir aquí hasta que nos muramos de viejos. Si el oficio de esa perdida es hacerlo con todos los hombres, a mí me parece que no tiene derecho a rechazar a uno y no a otro. Todos sabemos que en Ruán no le hacía ascos a nadie, ni siquiera a los cocheros, sí, señora, ni siquiera al cochero de la prefectura. Si lo sabré yo, que com­pra el vino en nuestra casa. ¡Y ahora, que podría sacamos de un apuro, se hace la melindrosa, esa zorrona!... A mí me parece que ese oficial se está portando correctamente. Quizá lleva mucho tiempo pasándose sin mujer, y aquí estamos tres, que sin duda habría preferido. Pero, no, se contenta con la que es de todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. Él, que es el amo de la situación, no tendría más que decir: «Quiero esa», y con sus solda-dos la conseguiría por la fuerza.
Las otras dos señoras tuvieron un escalofrío. Los ojos de la bella señora Carré-Lamadon brillaron, y se puso un poco pálida, como si se sintiera ya violada por el oficial.
Los hombres, que discutían aparte, se acercaron. Loiseau, furibundo, quería entregar a aquella «miserable» atada de pies y manos al enemigo. Pero el conde, retoño de tres gene­raciones de embajadores y dotado de un aire de diplomáti­co, era partidario de la habilidad:
-Habrá que convencerla -dijo.
Comenzó la conspiración.
Las mujeres estrecharon su círculo, se bajó el tono de la voz, y la conversación se generalizó, dando cada cual su opi­nión. Era muy oportuno hacerlo, por otra parte. Las señoras, sobre todo, encontraban giros delicados, sutilezas de expre­sión encantadoras para decir las cosas más escabrosas. Un extraño no habría comprendido nada, tantos eran los eufe­mismos[60] que empleaban. Pero la ligera capa de pudor que tiene toda mujer solo cubre la superficie, y se divertían loca­mente en el fondo, sintiéndose en su elemento, hablando del amor con la sensualidad de un cocinero glotón que le pre­para una cena a otro.
La alegría surgía por sí misma, pues la historia les pare­cía muy divertida. Al conde se le ocurrieron bromas un poco atrevidas, pero tan bien dichas que provocaron sonrisas. Por su parte, Loiseau soltó algunas obscenidades por las que nadie se sintió herido. Sobre todos pesaba el pensamiento expresado brutalmente por su mujer: «Si es ese el oficio de esta muchacha, ¿por qué va a rechazar a uno y no a otro?». La encantadora señora Carré-Lamadon parecía pensar incluso que ella, en su lugar, rechazaría menos a este que a otro.
Prepararon minuciosamente el bloqueo, como si se trata­ra de una fortaleza cercada. Todos quedaron de acuerdo res­pecto al papel que haría cada uno, respecto a los argumen­tos en los que se apoyaría y a las maniobras que tendría que realizar. Establecieron el plan de ataque, las astucias que habría que emplear y las sorpresas del asalto, para forzar aquella ciudadela viviente a abrirle las puertas al enemigo.
Comudet se mantenía aparte, sin embargo, completa­mente extraño a aquel asunto.
Estaban todos con una atención tan tensa que no oyeron regresar a Bola de Sebo. El conde chistó ligeramente y todos alzaron la mirada. Allí estaba. Callaron de pronto y un cierto embarazo les impidió hablar al principio. La condesa, más hecha a los disimulos de salón, la interrogó:
-¿Estuvo animado el bautizo?
La muchacha, aún emocionada, lo contó todo, cómo eran los invitados, lo que hicieron, y hasta el aspecto de la propia iglesia. Y añadió:
-Es bueno rezar de cuando en cuando.
Sin embargo, hasta la hora de la comida, las señoras se limitaron a ser amables con ella, para aumentar su confian­za y su docilidad a sus consejos.
Una vez a la mesa, empezaron los tanteos. Primero fue una conversación vaga sobre el sacrificio. Se citaron ejem­plos antiguos: Judit y Holofemes, y luego, sin venir al caso, Lucrecia y Sexto, y Cleopatra[61], que hizo pasar por su cama a todos los generales enemigos, reduciéndolos a un servilis­mo de esclavo. Y contaron una historia fantástica, nacida en la imaginación de aquellos ignorantes millonarios, según la cual las ciudadanas de Roma iban a adormecer en Capua a Aníbal entre sus brazos, y con él, a sus lugartenientes y sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a conquistadores, convirtiendo su cuerpo en un campo de batalla, en un medio de dominación, en un ama, a todas las mujeres que han vencido con sus heroicas cari­cias a seres repulsivos o detestados, sacrificando su castidad a la venganza o a la abnegación.
Se habló incluso, en términos velados, de cierta inglesa de alta familia que hizo que la inocularan una horrible y con­tagiosa enfermedad para transmitírsela a Bonaparte, quien se salvó milagrosamente por una debilidad repentina en el momento de la cita fatal.
Y todo esto era contado de una forma decorosa y mode­rada, intercalando a veces un intencionado arrebato de entu­siamo que incitara a la emulación.
Se habría podido pensar, en suma, que el único papel de la mujer, en este mundo, era el de un perpetuo sacrificio de su persona, el de un abandono continuo a los caprichos de las soldadescas.
Las dos monjitas no parecían escuchar, entregadas a pro­fundos pensamientos, y Bola de Sebo no decía nada.
La dejaron reflexionar durante toda la tarde. Pero, en lugar de llamarla «señora», como habían hecho hasta enton­ces, la llamaban simplemente «señorita», sin que nadie supie­ra bien por qué, como si se la hubiera querido hacer des­cender un grado en la estima que había conseguido, hacerle sentir su vergonzosa situación.
Cuando estaban sirviendo la menestra, llegó Follenvie y repitió su frase de la víspera:
-El oficial prusiano me encarga que pregunte a la seño­rita Elisabeth Rousset si todavia no ha cambiado de opinión. Bola de Sebo respondió secamente:
-No, señor.
En la cena, la coalición se debilitó. Loiseau dijo tres fra­ses desafortunadas. Se devanaban los sesos para descubrir nuevos ejemplos y no encontraban nada, cuando la conde­sa, acaso sin premeditarlo, sintiendo una vaga necesidad de rendir un homenaje a la religión, interrogó a la monja de más edad sobre los hechos sobresalientes de la vida de los santos. Pues muchos habían cometido actos que a nuestros ojos serian crímenes, y la Iglesia absuelve con facilidad estas atrocidades cuando han sido realizadas para la mayor gloria de Dios o por el bien del prójimo. Era un argumento pode­roso y la condesa lo aprovechó. Entonces, bien por uno de esos acuerdos tácitos, una de esas complacencias veladas en que sobresalen todos los que llevan hábito eclesiástico, bien simple-mente por efecto de una feliz torpeza, de una carita­tiva tontería, la vieja religiosa aportó a la conspiración un formidable apoyo. La habían juzgado tímida, y se mostró audaz, elocuente, violenta. No la entorpecían los titubeos de la casuística[62]; su doctrina era como una palanca de hierro; su fe no vacilaba jamás; su conciencia carecía de escrúpulos. El sacrificio de Abraham[63] le parecía sencillo, pues ella habría matado inmediatamente a su padre y a su madre ante una orden llegada de lo alto; y nada, en su opinión, podía desa­gradar al Señor cuando la intención era loable. La condesa, aprovechando la sagrada autoridad de su inesperada cóm­plice, le hizo hacer como una especie de paráfrasis edifi­cante del axioma[64] de moral: «El fin justifica los medios».
-Entonces, hermana, ¿usted cree que Dios acepta todos los caminos y perdona siempre cuando el motivo es puro? -le preguntó.
-¿Quién puede dudarlo, señora? Una acción reprobable en sí a menudo se hace meritoria por el pensamiento que la inspira.
Y continuaron así, desentrañando la voluntad de Dios, previendo sus decisiones, haciéndole interesarse por cosas que, verdaderamente, apenas sí le importaban.
Todo esto lo hicieron velado, hábil, discreto. Pero cada palabra de aquella bendita mujer con toca abría una brecha en la resistencia indignada de la cortesana. Luego, la con­versación derivó un poco, y la mujer de los rosarios colgan­do habló de las casas de su orden, de su superiora, de ella misma y de su linda acompañante, la hermana San Nicéforo. Las habían llamado de El Havre para cuidar en los hospi­tales a centenares de soldados que tenían la viruela. Descri­bió a aquellos desgraciados, detalló su enfermedad. Mientras estaban detenidas en el camino por el capricho de ese pru­siano, un gran número de franceses, que acaso ellas habrían salvado, podían morir. Siempre se había dedicado a asistir a militares; había estado en Crimea, en Italia, en Austria[65], y, al contar sus campañas, se reveló de pronto como una de esas religiosas ardientes y entusiastas que parecen hechas para seguir a los campamentos, recoger los heridos en medio de las batallas y, mejor que un jefe, dominar con una palabra a los soldados indisciplinados; una auténtica sor Rataplán, cuyo rostro, muy picado, parecía una imagen de las devas­taciones de la guerra.
Nadie dijo nada después de ella, porque el efecto de sus palabras parecía excelente.
Una vez terminada la cena, subieron enseguida a las habitaciones y ya no descendieron hasta el dia siguiente, entrada la mañana.
La comida fue tranquila. Daban tiempo a que la semilla sembrada la víspera pudiera germinar y dar frutos.
La condesa propuso dar un paseo por la tarde. El conde, como estaba convenido, tomó del brazo a Bola de Sebo y se rezagó un poco con ella.
Le habló con ese tono familiar, patemal, un poco desde­ñoso que los hombres serios emplean con las jovencitas, lla­mándola «mi querida niña» y tratándola desde la altura de su posición social, de su indiscutible honorabilidad. Rápida­mente abordó de lleno el asunto:
-Entonces, ¿usted prefiere dejamos aquí, expuestos, como usted misma, a todas las violencias que seguirían a una derrota de las tropas prusianas, antes que conceder una de esas satisfacciones que tantas veces ha concedido en su vida?
Bola de Sebo no contestó nada.
La atacó con la dulzura, con el razonamiento, con los sentimien-tos. Supo ser en todo momento «el señor conde», mostrándose galante cuando era preciso, cumplido y siem­pre amable. Exaltó el servicio que les haría, habló de su renocimiento; luego, de pronto, la tuteó alegremente:
-Y, además, amiga mía, ¿sabes?, podría presumir de ha­ber gozado a una muchacha como es difícil que la encuen­tre en su país.
Bola de Sebo no respondió y se unió al grupo. Nada más regresar, subió a su habitación y ya no se dejó ver. La inquietud era extrema. ¿Qué pensaba hacer? Si seguía resis­tiéndose, ¡qué problema!
Llegó la hora de la cena y la esperaron en vano. Follenvie entró anunciando que la señorita Rousset se encontraba indispuesta, por lo que no debían esperarla para cenar. Todos prestaron mucha atención. El conde se acercó al posadero y, en voz muy baja, le preguntó:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro, no dijo nada a sus compañeros, pero les hizo un ligero gesto con la cabeza muy significativo. Un gran suspiro de alivio salió de todos los pechos y la alegría apa­reció en todos los rostros. Loiseau gritó:
-¡Hurra! Invito a champaña, si se encuentra aquí.
La señora Loiseau se llevó un disgusto cuando vio apa­recer al posadero con cuatro botellas en las manos. Todos se habían vuelto súbitamente comunicativos y alborotadores, embargados por un júbilo atrevido. El conde pareció darse cuenta de repente de que la señora Carré-Lamadon era encantadora, y el fabricante empezó a dedicarle cumplidos a la condesa. La conversación se hizo viva, alegre, llena de golpes.
De pronto, Loiseau, con expresión ansiosa y alzando los brazos, gritó:
-¡Silencio!
Todos se callaron, sorprendidos, casi asustados. Entonces tomó la actitud de quien escucha atentamente, imponiendo silencio con ambas manos, alzó la mirada hacia el techo, escuchó de nuevo y, con voz normal ya, dijo:
-Tranquilícense. Todo va bien.
Tardaron en comprender, pero al fin sonrieron. Al cabo de un cuarto de hora repitió la farsa, y as¡ siguió durante toda la velada; hacía como que preguntaba a alguien del piso superior, dándole consejos de doble sentido que solo podían ocurrírsele a su mentalidad de viajante de comercio. De improviso, adoptaba un aire triste y suspiraba:
- ¡Pobrecilla!
O murmuraba entre dientes, fingiéndose furioso:
-¡Miserable prusiano! ¡Vete!
A veces, cuando menos se lo esperaban, empezaba a gri­tar con voz vibrante:
-¡Basta! ¡Basta!
Y añadía, como hablando consigo mismo:
-Si al menos la volviéramos a ver. Ojalá no la deje medio muerta, el miserable.
A pesar de que estas bromas fueran de un gusto deplora­ble, divirtieron sin ofender a nadie, pues la indignación, como todo, depende del medio ambiente, y la atmósfera que se había ido creando poco a poco alrededor de ellos estaba cargada de pensamientos obscenos.
A los postres, hasta las mujeres hicieron alusiones inge­niosas y discretas. Las miradas estaban brillantes: habían bebido mucho. Al conde, que conservaba hasta en sus aban­donos su gran aire de gravedad, se le ocurrió una compara­ción que tuvo mucho éxito a base de los inviernos en el polo y la alegría de los náufragos cuando ven abrirse una ruta hacia el sur.
Loiseau, perdido el control, se levantó con un vaso de champaña en la mano:
-¡Bebo por nuestra liberación!
Todos se pusieron en pie, lo aclamaron. Hasta las dos monjitas, a instancias de las damas, consintieron mojar sus labios en aquel vino espumoso que jamás habían probado. Declararon que parecía como una limonada gaseosa, aun­que más fino.
Loiseau resumió la situación:
-Es una pena que no tengamos un piano, porque podría­mos organizar un baile.
Comudet no había dicho una palabra, no había hecho un gesto. Parecía absorto en pensamientos muy graves, y a veces se tiraba, como furioso, de sus luengas barbas, como si quisiera hacerlas más luengas todavía. Al fin, hacia la medianoche, cuando ya se iban a despedir, Loiseau, tamba­leándose, le dio un brusco manotazo en el vientre y le dijo, tartamudeando:
-Usted no se divierte esta noche. ¿No dice usted nada, ciudadano?
Cornudet alzó bruscamente la cabeza y, examinando al grupo con una mirada encendida y terrible, dijo:
-¡Las digo que todos ustedes acaban de cometer una infamia!
Se alzó, llegó a la puerta y repitió otra vez:
-¡Una infamia!
Y se marchó.
Al principio, los dejó fríos. Al preguntarle, Loiseau siguió confundido; pero pronto recuperó su aplomo, y empezó a decir, retorciéndose de risa:
-Están verdes, amigo mío, están verdes[66].
Como no lo comprendían, contó los «misterios del corre­dor». Entonces se produjo un estallido de risas formida­ble. Las señoras se divertían como locas. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reírse. No lo po­dían creer.
-Pero ¿está usted seguro? ¿Quería...?
-Les digo que lo vi.
-Y ella no quería...
-Porque el prusiano estaba en la habitación de al lado.
-¿Es posible?
-Lo juro.
El conde se ahogaba. El industrial se apretaba el vientre con las dos manos. Loiseau continuó:
-Y, como comprenderán, lo que pasa esta noche no le resulta nada divertido.
Y se ponían malos de reír, sin aliento.
Después de esto se despidieron. La señora Loiseau, ma­ligna como ella sola, hizo observar a su marido, cuando se estaban acostando, que «esa desvergonzada» de la señora Carré-Lamadon se había reído con risa falsa toda la velada:
-A esas mujeres el uniforme las vuelve locas y les da lo mismo que sea francés o prusiano. ¡Es una vergüenza, Dios mío!
Y durante toda la noche, en la oscuridad del corredor, hubo como estremecimientos, rumores ligeros, apenas per­ceptibles, semejantes a respiraciones, roces de pies descal­zos, leves crujidos. Y se durmieron muy tarde, seguramen­te, pues durante mucho tiempo se mantuvieron las rayas de luz bajo las puertas. El champaña tiene estos efectos: según dicen, turba el sueño.
Al día siguiente, un claro sol de invierno hacía a la nieve deslum-bradora. La diligencia, enganchada al fin, esperaba ante la puerta, mientras un ejército de palomas blancas, pavoneándose con su denso plumaje, con sus ojos rosados de pupilas negras, se paseaban gravemente entre las patas de los seis caballos, picoteando el estiércol humeante y espar­ciéndolo.
El cochero, envuelto en su pelliza[67] de piel de carnero, fumaba su pipa en el pescante[68], y todos los viajeros, radian­tes, hacían empaquetar rápidamente provisiones para el resto del viaje.
Solo se esperaba ya a Bola de Sebo, que apareció al fin.
Parecía un poco confundida, avergonzada. Avanzó tími­damente hacia sus compañeros, los cuales se volvieron todos al tiempo como si no la hubieran visto. El conde cogió dignamente a su mujer del brazo y la alejó de aquel contac­to impuro.
La muchacha se detuvo, estupefacta; pero, reuniendo todo su valor, abordó a la mujer del fabricante con un «bue­nos días, señora» humildemente murmurado. La otra solo le hizo un pequeño saludo impertinente acompañado de una mirada de virtud ultrajada. Todos parecían muy atareados, y se mantenían apartados de ella como si pudiera contagiarles una infección con sus ropas. Al fin, se precipi-taron al coche, al que ella llegó sola y la última, sentándose en el mismo puesto que había ocupado durante la primera parte del viaje.
Hacían como que no la veían, como que no la conocían. La señora Loiseau, considerándola desde su puesto alejado con indignación, le dijo a su marido a media voz:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El pesado carruaje arrancó y prosiguieron el viaje.
Al principio, no hablaron. Bola de Sebo no se atrevía a levantar la mirada. Se sentía a un tiempo indignada contra todos sus compa-ñeros y humillada por haber cedido, man­chada por los besos de aquel prusiano entre cuyos brazos la habían arrojado hipócritamente.
La condesa, volviéndose hacia la señora Carré-Lamadon, pronto rompió aquel penoso silencio:
-Usted conoce a la señora d'Étrelles, ¿verdad?
-Sí, es amiga mía.
- ¡Qué mujer tan agradable!
-¡Encantadora! Una mujer de excepción, muy instruida, además, y artista por los cuatro costados. Canta maravillo­samente y dibuja a la perfección.
El fabricante charlaba con el conde, y entre el estrépito de los cristales, a veces se destacaba una palabra: «Cupón». «Vencimiento.» «Prima.» «Plazo.»
Loiseau, que había robado la vieja baraja de la posada, llena de la grasa de cinco años de roces con las mesas sucias, empezó una partida de bésigue[69] con su mujer.
Las monjitas cogieron de su cintura el largo rosario que les colgaba, hicieron al tiempo la señal de la cruz y, de pronto, sus labios empezaron a moverse rápidamen­te, cada vez más de prisa, acelerando su vago murmullo como si estuvieran haciendo una carrera de oremus, y de cuando en cuando besaban una medalla, se persignaban de nuevo, para volver a empezar su murmullo rápido y continuo.
Comudet reflexionaba, inmóvil.
Al cabo de tres horas de ruta, Loiseau recogió sus cartas.
-Hay apetito -dijo.
Su mujer alcanzó un paquete atado con cuerda, del que sacó un trozo de carne de vaca frío. Lo partió limpiamente en tajadas finas y se pusieron a comer los dos.
-Creo que debemos hacer lo mismo -dijo la condesa.
Fue aceptada su propuesta, y ella desenvolvió las provi­siones preparadas para los dos matrimonios. En uno de esos recipientes alargados, cuya tapa tiene una liebre en mayóli­ca[70] para indicar que dentro hay una liebre en pastel, llevaban embutidos suculentos y blancos pedazos de tocino atrave­sando la carne oscura de la liebre, mezclada con otras carnes picadas muy finamente. Un buen trozo de queso de Gruyére, envuelto en un periódico, conservaba impreso en su pasta untuosa la palabra «Sucesos».
Las dos monjitas desenvolvieron un salchichón que olía a ajo, y Cornudet, metiendo al tiempo las dos manos en los amplios bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un currusco[71] de pan. Pelándolos, iba arrojando a la paja que había a sus pies la cáscara, al tiempo que comía los huevos, de los que caían a su amplia barba manchas de yema que parecían estrellas.
Bola de Sebo, con las prisas y el aturdimiento de su des­pertar, no había podido pensar en nada; y miraba, exaspera­da, sofocada de rabia, a todas aquellas personas que comían tranquilamente. Al principio, una cólera violenta la crispó, y se disponía a gritarles lo que sentía con una andanada[72] de insultos que se le venían a la boca, cuando la exasperación la impidió hablar.
Nadie la miraba, ni pensaba en ella. Se sentía ahogada en el desprecio de aquellos honrados miserables que primero la habían sacrificado y luego la rechazaban como a un objeto sucio e inútil. Se acordó de su gran cesta llena de buenas provisiones que ellos habían devorado ansiosamente, de sus dos pollos brillantes de gelatina, de sus pasteles, de sus peras, de sus cuatro botellas de burdeos; su furor, de repen­te, cedió, como una cuerda demasiado tensa que se rompe, y sintió ganas de llorar. Hizo esfuerzos terribles, se puso rígida, se tragó los sollozos como hacen los niños, pero sus lágrimas le brotaban, brillaban ya en el borde de sus párpa­dos, y pronto dos lagrimones se desprendieron de sus ojos y rodaron lentamente por sus mejillas. Pronto les siguieron otros, más rápidos, que brotaban como las gotas de agua que se filtran por una roca, y empezaron a caer regularmente en la curva llena de su pecho. Se mantenía erguida, la mirada fija, el rostro rígido y pálido, confiando en que no se dieran cuenta.
Pero la condesa lo advirtió y avisó a su marido con una seña. Este se encogió de hombros como para decir: «¿Qué quieren que haga? No es culpa mía». La señora Loiseau pro­dujo una risa muda de triunfo y murmuró:
-Llora de vergüenza.
Las dos monjitas envolvieron en un papel lo que les que­daba del salchichón y reanudaron sus rezos.
Comudet, en plena digestión de sus huevos, extendió sus largas piernas bajo el asiento de enfrente, se reclinó más, se cruzó de brazos, sonrió como un hombre a quien se le acaba de ocurrir una broma pesada, y se puso a silbar La Mar­sellesa[73].
Todos pusieron cara larga. Aquella popular canción, sin duda, no les gustaba nada a sus compañeros. Se pusieron nerviosos, irritados, y parecían a punto de empezar a aullar, como los perros cuando oyen un organillo. Él se dio cuenta, pero no se calló. A veces, hasta canturreaba la letra:

Amour sacré de la patrie,
conduis, soutiens, nos bras vengeurs.
Liberté, liberté chérie,
combats avec tes défenseurs![74].

Avanzaban más deprisa porque la nieve se había endure­cido. Hasta Dieppe, durante las largas y aburridas horas del viaje, con el traqueteo del camino, en el anochecer y luego en la oscuridad densa del coche, continuó, con una feroz obstinación, su silbido vengador y monótono, obligando a aquellos ánimos cansados y exasperados a seguir el himno desde el comienzo hasta el final, a recordar cada una de sus palabras evocadas por cada compás.
Bola de Sebo continuaba llorando; de cuando en cuando, un sollozo que no había podido contener destacaba entre dos estrofas, en medio de las tinieblas.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053



[1] Se trata de Ruán. Durante la guerra entre Francia y Prusia (1870-1871), el ejército francés, en retirada ante el avance prusiano, atravesó Ruán los días 4 y 5 de diciembre. Los prusianos entraron en la ciudad el día 6, cuando los soldados y muchos de sus habitantes ya la habían abandonado.
[2] Grupos de gente que actúan sin disciplina alguna.
[3] Cuerpo creado en 1868 al que pertenecían los jóvenes que, porque no les había tocado en el sorteo o porque habían pagado un susti-tuto, no fomia­ban parte del ejército regular. Se trataba de una for-mación mal entrenada y poco disciplinada.
[4] Hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial. en 1914, los solda­dos de la infantería francesa usaron pantalones rojos.
[5] Los dragones, soldados de caballería, llevaban un casco de cobre ador­nado con largas crines. Privados en el combate de sus monturas, no es extra­ño que se muevan con más dificultad que los soldados de infantería.
[6]Compañías fundadas en 1792, durante la Revolución, fueron reorgani­zadas en 1867 y constituían unidades al margen del ejército regular. Su ori­gen revolucionario explica que sus nombres tuvieran resonancias claramen­te belicosas.
[7] Desde comienzos de diciembre de 1870, un ejército de 25.000 prusia­nos se dirigía, efectivamente, a la ciudad.
[8] Milicias civiles sedentarias cuyo objetivo era defender su propia ciu­dad. Se reclutaban entre los varones de entre 25 y 50 años.
[9] Saint-Sever es un barrio de Ruán. Bourg-Achard es un pequeño pueblo a medio camino entre Ruán y Pont-Audemer.
[10] En los ejércitos austríaco, alemán y ruso, soldados de caballería ligera armados de lanza.
[11] Las tropas prusianas entraron simultáneamente en Ruán por estos tres barrios que aquí se nombran.
[12] Imprudencia excesiva al enfrentarse a un peligro.
[13] Los húsares, aquí prusianos, pertenecían a la caballería ligera e iban armados con un gran sable.
[14] Soldados de tropa ligera.
[15] Siguiendo el curso del Sena, son estas las primeras localidades que están situadas a sus orillas. Croisset es el pueblo donde vivía Flaubert
[16] Ciudad portuaria situada en la desembocadura del Sea. Cuando los prusianos ocuparon Normandía. El Havre fue el único lugar en que los franceses resistieron.
[17] Ciudad francesa en el Canal de la Mancha
[18] Conjunto de cosas que se ponen sobre una caballería para poder mon­tarse en ella o sujetarla a un vehículo.
[19] Palo de un carruaje al que se sujeta la caballería.
[20] Parte trasera del lomo de las caballerías.
[21] Natural de Ruán.
[22] Antigua calle comercial situada en el centro de Ruán.
[23] Tramposo, engañador.
[24] Juego de palabras intraducible: Loiseau vole suena exactamente igual que l'oíseau vole (el pájaro vuela), juego popular. El verbo voler puede sig­nificar volar y robar. De aquí el satírico doble sentido, que en español se pierde irremediablemente. (N. del T.)
[25] Régimen establecido en Francia en 1852 por Napoleón III y derroca­do el 4 de septiembre de 1870.
[26] Partidario de la rama de Orleans. Los orleanistas eran conserva-dores.
[27] Recibir vale por recibir visitas, acogerlas en la propia casa.
[28] Luis Felipe es Luis Felipe de Orleans, rey de Francia entre 1830 y 1848. Conocido como «el rey burgués», Luis Felipe tuvo cuatro hijos.
[29] Se trata de una auténtica fortuna. En el relato «El collar» se narran las penalidades sufridas por el matrimonio Loisel para poder pagar 36.000 libras -o francos- en diez años, con un sueldo de funcionario.
[30] Tuberculosa.
[31] Se refiere al 4 de septiembre de 1870, fecha de la caída del II Imperio y de la proclamación de la III República francesa.
[32] De costumbres licenciosas.
[33] Cuerpo del ejército que se ocupa del abastecimiento de las fuerzas militares.
[34] Asociación secreta cuyos miembros se deben ayuda mutua. Se emplea aquí en sentido figurado: sentimiento de simpatía entre gentes de la misma profesión, las mismas ideas, o la misma fortuna, como ocurre en este caso.
[35] Pueblo situado a 29 kilómetros de Ruán en el camino hacia Dieppe.
[36] Posada en despoblado para hospedaje de los viajeros.
[37] Nombre local de unos panecillos ligeros que solían tomarse con el café.
[38]Personaje mitológico condenado a pasar hambre y sed eternamente a pesar de hallarse rodeado de agua y frutas.
[39] Pasar el Rubicón es frase proverbial para indicar que se ha tomado una resolución arriesgada que no admite marcha atrás. Alude a la decisión toma­da por César (49 a. de C.) de atravesar el río Rubicón, que separaba Italia de la Galia Cisalpina, a pesar de la prohibición del Senado romano.
[40] Variedad de peras que maduran en noviembre y diciembre. Son jugo­sas y de piel verde.
[41] Experiencia y habilidad en la vida social.
[42] Alusión a los sacerdotes. La sotana es una vestidura talar, negra, abo­tonada por delante de arriba abajo, que usaban los clérigos como traje ordi­nario.
[43] Badinguet era el nombre del albañil que en 1846 prestó sus ropas a Luis Napoleón Bonaparte, lo que permitió a este evadirse de la prisión de Ham. Cuando Luis Napoleón era ya Napoleón III, sus enemigos políticos siguieron apodándolo «Badinguet».
[44] Chico que sirve en los hoteles y otros establecimientos para llevar recados. Su uniforme suele tener muchos botones.
[45] Francés con acento fuertemente germánico.
[46] Hasta fines del xix era frecueñte en los hoteles franceses que los ser­vicios tuvieran inscrito en la puerta el número 100.
[47] Tratante, persona dedicada a la compra y venta de ganados, espe-cial­mente caballerías.
[48] Se trata de un tipo de cerveza rubia.
[49] Que ocasionan gastos.
[50] Toneles, cubas grandes de vino.
[51] Pasillo, zona de paso en un edificio.
[52] Piensos, alimento para el ganado.
[53] Hacer sopa con el pan, empapándolo en agua.
[54] Héroes franceses. Bertrand Du Guesclin (1320-1380) fue un noble bretón que consiguió grandes victorias durante sus campañas contra los reyes castellanos y contra los ingleses. Juana de Arco, conocida como «la doncella de Orleans», nació en 1412 y fue quemada en la hoguera, en Ruán, en 1431.
[55] El único hijo de Napoleón III y la emperatriz Eugenia tenía 14 años en 1870, época en que se desarrolla «Bola de sebo».
[56] Misterios, secretos.
[57] Juego de cartas similar a las siete y media. Gana quien consigue reunir un total de 31 puntos, o un numero menor pero lo más cercano a 31.
[58] Juego de naipes en el que los jugadores pueden deshacerse de las car­tas que no les convienen y sustituirlas por otras del mazo.
[59] Palabras o dichos con que se humilla a alguien.
[60] Expresiones con que se sustituyen otras demasiado violentas, groseras o malsonantes.
[61] Según el relato bíblico, Judit aceptó seducir a Holofemes -al que des­pués cortó la cabeza- para salvar la ciudad de Betulia. Lucrecia, heroína romana, fue violada por el rey Sexto Tarquinio. Según Tito Livio fue esta vio­lación lo que provocó la caída de Roma. (La referencia a Lucrecia, como señala maliciosamente el narrador, no viene muy a cuento.) Cleopatra, reina de Egipto, sedujo a sus vencedores romanos César y Marco Antonio.
[62] En teología moral, aplicación de los principios morales a los casos concretos de las acciones humanas.
[63] En la Biblia se cuenta cómo el patriarca Abraham recibió de Dios la orden de sacrificar a su hijo Isaac. Cuando se disponía al sacrificio, un ángel detuvo la mano de Abraham.
[64] Proposición tan clara y evidente que se admite sin necesidad de demos­tración.
[65] Crimea, Italia y Austria fueron los principales teatros de operaciones bélicas durante el Segundo Imperio.
[66] Con esta expresión se alude a la famosa fábula de Esopo en la que la zorra no puede alcanzar un racimo y abandona su intento, pero se consuela diciendo que las uvas estaban verdes.
[67] Zamarra, chaqueta hecha o forrada de pieles.
[68] En los carruajes, asiento delantero exterior desde donde el cochero gobierna las caballerías.
[69] Juego de cartas entre dos o más personas, cada una con tres cartas.
[70] Loza común con esmalte. metálico.
[71] Es lo mismo que cuscurro, parte del pan más tostada que corresponde a los extremos o al borde.
[72] Descarga cerrada de toda una andana o batería de un costado de un buque de guerra. Aquí se usa en sentido figurado.
[73] Considerada como himno revolucionario por excelencia, La Marsellesa estuvo prohibida durante el Segundo Imperio. Desde 1879, esto es, muy poco antes de la publicación de «Bola de sebo», se convirtió en el himno nacional francés, pero a muchos seguía pareciéndoles una canción subversiva.
[74] Sagrado amor a la patria,
sostén y guía de nuestros brazos vengadores.
¡Libertad, querida libertad,
combate junto con tus defensores!

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