Durante muchos días seguidos jirones de ejército en
derrota habían atravesado la ciudad[1].
No eran ya tropas, sino hordas[2]
desbandadas. Los hombres llevaban la barba crecida y sucia, los uniformes en
andrajos, y avanzaban con paso flojo, sin bandera, desordenadamente. Todos
parecían abrumados, agotados, incapaces de un pensamiento o una resolución, y
caminaban solo por costumbre, cayendo de cansancio en cuanto se detenían. Se
veía, sobre todo, que eran individuos movilizados, gente de paz, tranquilos
rentistas, doblados ahora bajo el peso del fusil; soldados de la guardia móvil[3],
alertas, fáciles al espanto y prontos al entusiasmo, tan dispuestos al ataque
como a la huida; también, entre ellos, algunos soldados de calzón rojo[4],
restos de una división triturada en una gran batalla; artilleros de oscuro
uniforme alineados con aquella variedad de infantes; y, a veces, el casco
brillante de un dragón[5]
de tardo paso, que seguía con esfuerzo la marcha, más ligera, de los soldados
de infantería.
Pasaban, asimismo, con aspecto de bandidos, legiones
de franco-tiradores[6] con
nombres heroicos: «Los Vengadores de la Derrota», «Los Ciudadanos de la Tumba»,
«Los Compañeros de la Muerte».
Sus jefes, antiguos comerciantes en telas o legumbres,
ex vendedores de sebo o de jabón, guerreros de circunstancias, nombrados
oficiales por su dinero o por la longitud de sus mostachos, cubiertos de armas,
de franela y de galones, hablaban con una voz altisonante, discutían planes de
campaña y pretendían que eran los únicos que sostenían a la Francia agonizante
sobre sus hombros de fanfarrones; pero, a veces, temían a sus propios soldados,
carne de horca, con frecuencia valerosos hasta el exceso, saqueadores y libertinos.
Se decía que los prusianos estaban a punto de entrar
en Ruán[7].
La guardia nacional[8],
que, desde hacía dos meses, realizaba prudentes reconocimientos en los bosques
vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y preparándose para el
combate cuando un conejo se removía entre las matas, había vuelto a sus casas.
Sus armas, sus uniformes, todo su mortífero equipo, con el que antaño sembraban
el espanto por las carreteras nacionales en tres leguas a la redonda, habían
desaparecido súbitamente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar
por fin el Sena para ganar Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard[9].
Detrás de ellos, caminando a pie entre dos de sus ayudantes, iba el general,
desesperado, sin poder intentar nada con aquellos jirones desorganizados,
perdido él mismo en la inmensa derrota de un pueblo habituado a vencer y
desastrosamente batido a pesar de su legendaria bravura.
Después, una calma profunda, una espera atemorizada y
silenciosa, se habían cernido sobre la ciudad. Muchos burgueses
barrigudos, entumecidos por el comercio, esperaban ansiosamente a los
vencedores, temblando por que consideraran como armas sus instrumentos para
asar o sus grandes cuchillos de cocina.
La vida parecía detenida; las tiendas estaban
cerradas; las calles, mudas. De cuando en cuando un habitante, intimidado por
aquel silencio, pasaba corriendo pegado a los muros.
La angustia de la espera hacía desear la llegada del
enemigo.
En la tarde que siguió al día en que partieron las
tropas francesas, algunos ulanos[10],
salidos no se sabía de dónde, atravesaron la ciudad a toda prisa. Luego, un
poco más tarde, una masa negra descendió por la parte de Sainte-Catherine,
mientras que otras dos oleadas de invasores aparecían en las carreteras de
Dametal y de Bois-guillaume[11].
Las vanguardias de los tres cuerpos llegaron al mismo tiempo a la plaza del
ayuntamiento, y el ejército alemán empezó a afluir por todas las calles
vecinas, desplegando sus batallones, que hacían resonar el pavimento bajo su
paso duro y rítmico.
Órdenes gritadas por una voz desconocida y gutural subían
a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras detrás de
los postigos cerrados había ojos que acechaban a aquellos hombres victoriosos,
dueños de la ciudad, de las haciendas y vidas por el derecho de guerra. Los
habitantes, en sus casas oscuras, sentían ese enloquecimiento que producen los
cataclismos, los grandes estragos mortíferos de la tierra, contra los cuales
toda prudencia y toda fuerza son inútiles. Pues siempre se tiene la misma sensación
de que el orden establecido de las cosas ha sido derribado, de que la seguridad
no existe ya, de que todo aquello que estaba protegido por las leyes de los
hombres o de la naturaleza se encuentra a merced de una brutalidad
inconsciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta bajo las casas que se
derrumban a todo un pueblo; el río desbordado que arrolla a 105 campesinos,
ahogados junto con los cadáveres de los bueyes y las vigas arrancadas de los
tejados, o el ejército glorioso que extermina a los que se defienden y se lleva
a los demás prisioneros, entregándose al saqueo en nombre del sable y dando
gracias a Dios con el ruido del cañón, son otros tantos horribles azotes que
confunden toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que se nos
enseña en la protección del cielo y en la razón del hombre.
A cada puerta llamaban pequeños destacamentos y luego
desaparecían en el interior de las casas. Era la ocupación tras la invasión. Comenzaba ,
para los vencidos, el deber de mostrarse amables hacia los vencedores
Al cabo de algún tiempo, una vez desaparecido el
primer terror, se estableció una nueva calma. En muchas familias, el oficial
prusiano comía a la mesa. A
veces era bien educado y, por cortesía, compadecía a Francia, expresaba su
repugnancia a tomar parte en aquella guerra. Le quedaban reconocidos por este
sentimiento; más tarde, un día u otro, se podría necesitar su protección.
Tratándolo con miramiento, acaso se consiguiera tener que alimentar a algunos
hombres menos. ¿Y para qué ofender a un hombre del que se dependía
completamente? Obrar así seria, más que valor, temeridad[12].
Y la temeridad ya no era un defecto de los burgueses de Ruán, como en tiempos
de las heroicas defensas con las que su ciudad se hizo ilustre. Se decía, en
fin, máxima razón extraída de la urbanidad francesa, que estaba permitido ser
cortés en la casa con tal de no mostrarse familiar en público con el soldado
extranjero. Fuera no se le conocía, pero en la casa se charlaba gustosamente
con él y el alemán se quedaba cada noche un poco más calentándose al fuego
común.
La ciudad misma recuperaba poco a poco su aspecto normal.
Los franceses apenas salían aún, pero los soldados prusianos llenaban las
calles. Por otra parte, los oficiales de húsares azules[13]
que arrastraban con arrogancia sus largos instrumentos de muerte por el suelo,
no parecían tener por los sencillos ciudadanos mucho más desprecio que los oficiales
de cazadores[14]
franceses que, el año anterior, bebían en los mismos cafés.
Había en el aire, sin embargo, algo sutil y
desconocido, una extraña atmósfera intolerable, como un olor que se había
extendido, el olor de la
invasión. Llenaba las casas y las plazas públicas, cambiaba
el sabor de los alimentos y producía la impresión de que se estaba de viaje,
muy lejos, entre tribus bárbaras y peligrosas.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes
pagaban siempre; eran ricos, por otra parte. Pero cuanto más opulento se hace
un negociante normando, más le duele cualquier sacrificio, cualquier parte, por
pequeña que sea, de su fortuna que vea pasar a manos ajenas.
No obstante, a dos o tres leguas más abajo de la
ciudad, siguiendo el curso del río, hacia Croisset, Dieppedalle o Biessart[15],
los marineros y pescadores sacaban a menudo del fondo del agua algún cadáver de
alemán, hinchado en su uniforme, muerto de una cuchillada o a patadas, con la
cabeza aplastada por una piedra o arrojado al agua de un empujón desde lo
alto de un puente. Los fangos del río ocultaban estas venganzas oscuras,
salvajes y legítimas, heroísmo desconocidos, ataques mudos, más peligrosos que
las batallas a plena luz y sin sus ecos de gloria.
Porque el odio al extranjero siempre arma a algunos
intrépidos dispuestos a morir por una idea.
En fin, como los invasores, aunque sometiendo a la ciudad
a su inflexible disciplina, no habían realizado ninguno de los horrores que la
fama les atribuía a lo largo de su marcha triunfal, cobraron ánimos y las
necesidades del negocio llenaron de nuevo el corazón de los comerciantes de la
localidad. Algunos tenían grandes intereses comprometidos en El Havre[16],
ocupada por el ejército francés, y se propusieron tratar de ganar este puerto
yendo por tierra hasta Dieppe[17],
donde se embarcarían.
Utilizaron la influencia de los oficiales alemanes a
quienes habían conocido, y así obtuvieron una autorización para partir del
general en jefe.
Se dispuso, pues, una espaciosa diligencia de cuatro
caballos para este viaje y diez personas fueron al cochero a inscribirse. Con
objeto de evitar toda expectación, se resolvió partir antes del alba de un
martes.
Desde hacía algún tiempo, la helada endurecía la
tierra, y el lunes, hacia las tres, gruesas nubes negras procedentes del norte
trajeron la nieve, que cayó sin interrupción durante toda la tarde y toda la noche.
A las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se
reunieron en el patio del Hotel de Normandie, donde debían subir al coche.
Estaban todavía soñolientos y tiritaban de frío bajo
sus mantas. Costaba trabajo ver en la oscuridad, y el amontonamiento de las
pesadas ropas de invierno hacía que todos aquellos cuerpos parecieran curas
obesos con sus largas sotanas. Sin embargo, dos hombres se reconocieron; los
abordó un tercero y charlaron:
-Yo llevo a mí mujer -dijo uno.
-Yo también.
-Y Yo.
El primero añadió:
-No volveremos a Ruán, y sí los prusianos se acercan a
El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Eran de complexión parecida y todos tenían los mismos
proyectos.
Sin embargo, nadie acababa de enganchar el tiro al
carruaje. Una linterna, llevada por un mozo de cuadras, salía de cuando en
cuando de una puerta oscura para desaparecer inmediatamente por otra. Las patas
de los caballos golpeaban el suelo, amortiguadas por el estiércol y la paja, y
al fondo de la casa se oía una voz de hombre hablando con los animales y
jurando. Un ligero murmullo de casca-beles anunció que alguien agarraba los
arneses[18];
este murmullo pronto se convirtió en un sonido claro y continuo, regulado por
el movimiento del animal, que a veces se detenía para empezar de nuevo con una
brusca sacudida, acompañada por el ruido sordo de un casco herrado al chocar
contra el suelo.
De pronto, la puerta se cerró. Cesó todo ruido. Los
helados burgueses se habían callado; permanecieron inmóviles y envarados.
Una cortina de copos blancos ininterrumpida espejeaba
sin cesar, descendiendo hacia el suelo; borraba las formas, cubría las cosas de
una espuma de hielo, y, en el gran silencio de la ciudad tranquila y sepultada
bajo el invierno, no se oía más que ese roce vago, inefable y flotante de la
nieve que cae, más sensación que ruido, átomos ligeros que se entremezclan y
parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
Reapareció el hombre con su ¡interna, tirando por el
extremo de una cuerda de un caballo triste que avanzaba de mala gana. Lo situó
contra el timón[19], ató
las cuerdas y giró un buen rato alrededor para asegurar los arneses, pues no
podía servirse más que de una mano, ya que en la otra llevaba la luz. Cuando iba a
buscar el segundo animal, descubrió a todos aquellos viajeros inmóviles, ya
blancos de nieve, y les dijo:
-¿Por qué no se suben al coche? Al menos, estarían resguardados.
No se les había ocurrido, sin duda, y se precipitaron
a hacerlo. Los tres hombres instalaron a sus mujeres al fondo y luego subieron
ellos; después, las otras formas indecisas y veladas ocuparon a su vez los
últimos puestos sin cambiar una palabra.
El suelo estaba cubierto de paja, donde se hundieron
los pies. Las damas del fondo, que se habían traído estufillas de cobre con un
carbón químico, encendieron estos aparatos y, durante algún tiempo, en voz
baja, estuvieron enumerando sus ventajas, repitiendo cosas que ya sabían desde
hacía mucho tiempo.
Al fin, enganchada la diligencia, con seis caballos en
lugar de cuatro a causa de la pesadez del carruaje, una voz desde fuera
preguntó:
-¿Ha subido todo el mundo?
Desde dentro, otra voz respondió:
-Sí.
Partieron.
El carruaje avanzaba lentamente, a paso corto. Las ruedas
se hundían en la nieve y toda la caja del coche gemía con crujidos sordos; los
animales resbalaban, resoplaban, jadeaban, y el látigo gigantesco del cochero
restallaba sin descanso, revoloteaba por todas partes, enrollándose y
desenrollándose como una serpiente delgada y azotando bruscamente alguna grupa[20]
redonda que se tendía en ese momento bajo un esfuerzo más violento.
Imperceptiblemente, avanzaba el día. Aquellos copos
ligeros, que un viajero, ruanés[21]
de pura cepa, había comparado con una lluvia de algodón, ya no caían. Un
resplandor sucio se filtraba a través de las grandes nubes oscuras y pesadas
que hacían más brillante la blancura del campo, en el que aparecía tan pronto
una linea de grandes árboles vestidos de escarcha como una choza con un
capuchón de nieve.
Dentro del coche los viajeros se miraban con
curiosidad a la triste claridad de aquella aurora.
Al fondo, en los mejores puestos, dormitaban, uno
frente a otro, el señor y la
señora Loiseau , vendedores de vinos al por mayor de la calle
Grand-Pont[22].
Antiguo dependiente de un patrón arruinado en los negocios,
Loiseau había comprado sus fondos y hecho fortuna. Vendía muy barato vino muy
malo a los pequeños comerciantes del campo, y entre sus conocidos y amigos
estaba considerado como un granuja redomado, un auténtico normando lleno de
astucia y de jovialidad.
Su reputación de fullero[23]
estaba tan bien establecida que una noche, en la prefectura, el señor Tournel,
autor de fábulas y de canciones, espíritu mordaz y agudo, una gloria local,
viendo a las damas un poco aburridas, propuso jugar a Loiseau vole[24],
y su ocurrencia voló a través de los salones del prefecto, llegando luego a los
de la ciudad y haciendo reír durante un mes a todas las mandíbulas de la
provincia.
Loiseau era célebre, además, por sus gracias de tK1as
clases y sus bromas inocentes o pesadas, y nadie podía hablar de él sin añadir
inmediatamente: «Este Loiseau no tiene precio».
Casi sin cintura, presentaba un vientre en forma de
globo y encima un rostro colorado entre dos patillas canosas.
Su mujer, alta, fuerte, resuelta, de voz resonante y
decisión rápida, era el orden y la aritmética de la casa de comercio, a la
que animaba con su bulliciosa actividad.
A su lado, más digno, perteneciente a una casta
superior, iba el señor Carré-Lamadon, hombre importante, que se dedicaba al
algodón, propietario de tres hilanderías, oficial de la legión de honor y
miembro del consejo general. Se había mantenido durante toda la época del
Imperio[25]
como jefe de la oposición tolerante tan solo para hacerse pagar más cara su
incorporación a la causa que combatía con armas corteses, según su propia
expresión. La señora
Carré Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo
de los oficiales de buena familia enviados a Ruán de guarnición.
Se sentaba enfrente de su marido, pequeña, graciosa,
muy bonita, acurrucada dentro de sus pieles, y miraba tristemente el
lamentable interior del carruaje.
Sus vecinos, el conde y la condesa Hubert de
Bréville, llevaban uno de los apellidos más antiguos y más nobles de Normandía.
El conde, viejo gentilhombre de gran presencia, se esforzaba por acentuar,
mediante artificios en su compostura, su parecido natural con el rey Enrique
IV, quien, según una leyenda gloriosa para la familia, había embarazado a una
dama de Bréville, cuyo marido, solo por esto, fue hecho conde y gobernador de
provincia.
Compañero del señor Carré-Lamadon en el consejo general,
el conde Hubert representaba al partido orleanista[26]
en el departa-mento. La historia de su matrimonio con la hija de un pequeño
armador de Nantes seguía siendo un poco misteriosa. Pero como la condesa tenía
distinción, recibía[27]
mejor que nadie y se decía de ella incluso que había sido amada por uno de los
hijos de Luis Felipe[28],
toda la nobleza la agasajaba y su salón era el primero de la región, el único
en el que se conservaba la vieja galantería y cuya entrada era difícil.
La fortuna de los Bréville, toda en bienes inmuebles,
producían, según decían, quinientas mil libras de renta[29].
Estas seis personas ocupaban el fondo del carruaje, la
parte de la sociedad acomodada, serena y fuerte, la de las honradas gentes de
orden que tienen religión y principios.
Por un extraño azar, todas las mujeres se encontraban
en el mismo banco, y la condesa tenía incluso por vecinas a dos monjitas, que
desgranaban sus largos rosarios rezongando padrenuestros y avemarías. Una era
vieja, con un rostro comido por la viruela, como si hubiera recibido a
quemarropa una andanada de metralla en plena cara. La otra, más menuda, tenía
una cabeza bella y enfermiza sobre un pecho de tísica[30],
consumido por esa fe devoradora de los mártires y los iluminados.
Frente a las dos religiosas, un hombre y una mujer
atraían las miradas de todos.
El hombre, muy conocido, era Cornudet, el demócrata,
el terror de las personas respetables. Desde hacía veinte años se mojaba su
gran barba roja con la cerveza de todos los cafés democráticos. Junto con sus
hermanos y amigos, se había comido una bonita fortuna que heredara de su padre,
antiguo confitero, y esperaba impacientemente que se proclamase la república
para obtener al fin el puesto que se había ganado con tanta entrega
revolucionaria. El 4 de septiembre[31],
quizá a consecuencia de una broma, se creyó nombrado prefecto, pero cuando
quiso entrar en funciones, los ordenanzas, que habían quedado de únicos dueños
de la plaza, se negaron a recono-cerlo, lo que le obligó a retirarse. Muy buena
persona, por lo demás, inofensivo y servicial, se había entregado con un ardor
incomparable a organizar la
defensa. Había hecho cavar fosos en los llanos, abatir todos
los árboles jóvenes de los bosque vecinos, sembrar de trampas todas las
carreteras; al aproximarse el enemigo, satisfecho de sus preparativos, se
replegó a toda velocidad hacia la ciudad. Ahora pensaba hacerse más útil en El
Havre, donde iban a ser necesarios nuevos atrincheramientos.
La mujer, una de esas llamadas galantes[32],
era célebre por su gordura precoz, que le había valido el apodo de Bola de
Sebo. Baja, toda redonda, mantecosa, con dedos hinchados que se estrechaban en
las falanges, semejantes a ristras de cortas salchichas; con una piel brillante
y tensa, un pecho enorme que abultaba bajo sus ropas, era, sin embargo, apetitosa
y solicitada, pues su lozanía resultaba agradable a la vista. Su cara era una
manzana roja, un capullo de peonía a punto de abrirse; y en la parte alta se
abrían dos magníficos ojos negros, sombreados por largas pestañas densas que
los oscurecían; abajo, una boca encantadora, fina, húmeda de besos, adomada con
dientecillos relucientes y microscópicos.
Además, se decía que tenía muchas cualidades inapreciables.
En cuanto fue reconocida, surgieron murmullos entre
las mujeres decentes, y las palabras «prostituta» y «vergüenza pública» fueron
cuchicheadas tan alto que ella alzó la cabeza. Paseó por sus vecinos una
mirada tan provocadora y atrevida que inmediatamente se produjo un gran
silencio, y todo el mundo bajó los ojos, a excepción de Loiseau, que la
acechaba con aire animado.
Pero pronto se reanudó la conversación entre las tres
damas, a las que la presencia de aquella muchacha había hecho súbitamente
amigas, casi íntimas. Pensaban que debían formar como un haz con sus dignidades
de esposas frente a aquella vendida desvergonzada, pues el amor legal siempre
mira con altivez a su colega libre.
También los tres hombres, que se habían unido por su
instinto de conservadores frente a Comudet, hablaban de dinero con cierto tono
desdeñoso para los pobres. El conde Hubert explicó los gastos que le habían
causado los prusianos, las pérdidas que resultarían del ganado robado y de las
cosechas perdidas con una seguridad de gran señor diez veces millonario a quien
semejantes estragos apenas si le causarían molestias durante un año. El señor
Carré-Lamadon, con gran experiencia en la industria algodonera, había tenido
buen cuidado de enviar a Inglaterra seiscientos mil francos, por si nece-sitaba
echar mano de ellos en alguna ocasión. En cuanto a Loiseau, se las había
arreglado para venderle a la intendencia[33]
francesa todos los vinos corrientes que le quedaban en la bodega, por lo que
el estado le debía una suma formidable que pensaba cobrar en El Havre.
Los tres se lanzaban miradas rápidas y amistosas.
Aunque de diversa calidad, se sentían hermanados por el dinero, dentro de la
gran masonería[34] de
los que lo poseen, de los que hacen sonar el oro metiendo la mano en el
bolsillo del pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente que a las diez de la
mañana no habían hecho aún ni cuatro leguas. Los hombres tuvieron que bajarse
tres veces para subir a pie algunas cuestas. Empezaban a preocu-parse, pues
tenían que comer en Totes[35]
y ya desesperaban de llegar allí antes de la noche. Iban vigilantes
para descubrir una venta[36]
en la carretera, cuando la diligencia se hundió en la nieve y estuvieron atascados
dos horas.
El hambre aumentaba, confundiendo las mentes. Pero no
surgía ninguna posada o taberna: la proximidad de los prusianos y el paso de
las famélicas tropas francesas habían asustado a todos los industriales.
Los caballeros iban corriendo a buscar provisiones en
las granjas que bordeaban el camino, pero ni siquiera encontraron pan, porque
los campesinos, desconfiados, ocultaban sus reservas por el temor de ser
saqueados por los soldados, que, sin tener nada que llevarse a la boca, cogían
a la fuerza lo que descubrían.
Hacia la una de la tarde, Loiseau anunció que sentía
un tremendo vacío en el estómago. A todos les pasaba lo mismo desde hacía largo
rato; la aguda necesidad de comer, que no dejaba de aumentar, había acabado con
las conversaciones.
De cuando en cuando, alguien bostezaba; un momento
después, otro lo imitaba, y ya todos, sucesivamente, según su carácter, su
educación y su posición social, iban abriendo la boca, escandalosa o
disimuladamente, llevándose a toda prisa la mano ante aquel agujero abierto del
que salía vaho.
Bola de Sebo, varias veces, se había inclinado como para
buscar algo debajo de sus faldas. Dudaba un segundo, miraba a sus vecinos y se
volvía a alzar tranquilamente. Los rostros estaban pálidos y crispados.
Loiseau afirmó que estaba dispuesto a pagar mil francos por un jamón. Su mujer
hizo un gesto como para protestar; luego se tranquilizó. Sufría siempre que oía
hablar de dinero derrochado y ni siquiera comprendía las bromas sobre este
tema.
-La verdad es que no me siento bien dijo el conde.
¿Cómo no he pensado en traer provisiones?
Todos se reprochaban lo mismo.
Cornudet, sin embargo, tenía una cantimplora llena de
ron. Lo ofreció, pero se lo rechazaron fríamente. Solo Loiseau aceptó beber un
trago, y, al devolverle la cantimplora, le dio las gracias:
-Por lo menos, esto calienta y engaña el hambre.
El alcohol lo puso de buen humor y propuso hacer lo
mismo que en el barquito de la canción: comerse al más gordo de los viajeros.
Esta alusión indirecta a Bola de Sebo molestó a las personas bien educadas. No
le contestaron; tan solo Cornudet sonrió. Las dos monjas habían terminado de
mascullar su rosario y, con las manos hundidas en sus amplias mangas, se
mantenían inmóviles, bajando obstinadamente la mirada, sin duda para ofrecer
al cielo el sufrimiento que les enviaba.
Al fin, a las tres, cuando se encontraban en medio de
una llanura interminable, sin un solo pueblo a la vista, Bola de Sebo se
agachó, resuelta, y sacó de debajo del asiento una gran cesta cubierta por una
servilleta blanca.
Sacó primero un platito de porcelana y un vaso de
plata; luego, una gran fuente en la que había dos pollos enteros, ya
trinchados, bajo gelatina; y aún se veían en la cesta más cosas apetitosas bien
envueltas, agujas de carne, frutas, golosinas, todas las provisiones, en fin,
necesarias para un viaje de tres días con objeto de no tener que recurrir a la
cocina de las posadas. Cuatro botellas asomaban sus cuellos entre los paquetes
de alimentos. La muchacha cogió un ala de pollo y, delicadamente, empezó a
comerla junto con uno de esos panecillos que en Normandía llaman «regencias»[37].
Todas las miradas estaban fijas en ella. Luego, el
olor se difundió, haciendo ensancharse las ventanillas de la nariz y provocando
una abundante secreción de saliva en las bocas, así como una contracción
dolorosa de la mandíbula bajo las orejas. El desprecio de las damas por aquella
muchacha se hacía feroz; sentían ganas de matarla o de arrojarla del coche, a
la nieve, a ella, a su vasito de plata, a su cesta y a todas sus provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la fuente de los
pollos. Dijo:
-Afortunadamente, la señora fue más precavida que
nosotros. Hay personas que siempre piensan en todo. Ella alzó la cabeza hacia
él:
-¿Gusta usted, caballero? Es muy duro estar sin comer
nada desde la madrugada.
Loiseau se lo agradeció:
-Para serle sincero, acepto, porque no podía ya más.
La guerra es la guerra, ¿no le parece, señora?
Y, lanzando una mirada en tomo suyo, añadió:
-En circunstancias como esta, es una suerte encontrar
a personas generosas.
Extendió un periódico que tenía, para no mancharse el
pantalón, y con la punta de una navaja que siempre llevaba en el bolsillo
pinchó un muslo, reluciente de gelatina, lo partió con los dientes y lo
masticó con tanta satisfacción que los otros no pudieron contener un suspiro de
angustia.
Con voz humilde y dulce, Bola de Sebo invitó a las monjas
a compartir su comida. Aceptaron ambas inmediatamente y, sin alzar los ojos,
se pusieron a comer muy deprisa después de haber balbuceado su agradecimiento.
Comudet no rechazó tampoco el ofrecimiento de su vecina, y formó con las
religiosas una especie de mesa, desplegando unos periódicos sobre las
rodillas.
Las bocas se abrían y cerraban sin cesar, tragaban,
masticaban, engullían ferozmente. Loiseau, en su rincón, se despachaba a
gusto, y, en voz baja, incitaba a su mujer a imitarlo. Se resistió esta largo
rato, pero luego, tras un estremecimiento que le recorrió las entrañas,
cedió. Entonces, su marido, escogiendo las palabras, preguntó a su «encantadora
compañera» si le permitía ofrecer un trocito a su señora.
-Claro que sí, señor -dijo la muchacha con una amable
sonrisa, tendiendo la fuente.
Se produjo un conflicto al descorchar la primera
botella de burdeos: no había más que un vaso. Se lo fueron pasando tras
limpiarlo cada uno. Tan solo Comudet, sin duda por galantería, puso sus labios
en el mismo sitio que su vecina, mojado todavía de sus labios.
Rodeados de personas que comían, sofocados por las
emanacio-nes de los alimentos, el conde y la condesa de Bréville, así como el
señor y la señora
Carré-Lamadon , estaban sufriendo ese horrible suplicio
llamado de Tántalo[38].
De pronto, la joven esposa del fabricante lanzó un suspiro que hizo a todos
volver la cabeza: estaba tan blanca como la nieve que había fuera. Sus ojos se
cerraron, se abatió su frente: se desmayó. Su marido, asustado, pedía ayuda a
todos.
Nadie sabía qué hacer, cuando la mayor de las monjas,
sosteniendo la cabeza de la enferma, puso en sus labios el vaso de Bola de
Sebo y le hizo beber unos sorbos de vino. La bella dama se removió, abrió los
ojos, sonrió y, con voz desfallecida, declaró que ya se encontraba muy bien.
No obstante, para que no volviera a repetirse, la religiosa la obligó a
beberse un vaso lleno de burdeos, y añadió:
-No es más que hambre.
Entonces, Bola de Sebo, ruborizándose, toda confusa,
balbució dirigiéndose a los cuatro viajeros que seguían sin comer:
-Si estas damas y caballeros me permiten que les
ofrezca...
Se calló, temiendo haberlos ofendido. Loiseau tomó la
palabra:
-Caray, caballeros, en estos casos todos somos hermanos
y tenemos que ayudamos. ¡Hala, señoras, acepten sin cumplidos, qué diablos! A
lo mejor ni siquiera encontramos una casa donde pasar la noche. Al paso que
vamos, no llegamos a Totes hasta mañana a mediodía.
Todos vacilaban y ninguno se atrevía a asumir la
responsabilidad de decir «sí».
Fue el conde quien zanjó la cuestión. Se volvió
hacia la intimidada muchacha y, adoptando un aire de gentilhombre, le dijo:
-Aceptamos agradecidos, señora.
Lo difícil era el primer paso. Una vez pasado el
Rubicón[39],
todos se decidieron resueltamente. La cesta quedó vacía.
Aún contenía un bocadillo de foiegras, una empanada de ave, un trozo de lengua ahumada, peras de
Crassane[40],
una empanada de Pont-L'Evéque, pasteles y una taza llena de pepinillos y
cebollitas en vinagre, pues a Bola de Sebo, como a todas las mujeres, le
encan-taban los sabores fuertes.
No podían comerse las provisiones de aquella muchacha
sin hablar con ella. Por tanto, empezaron a charlar, con reservas al
principio, pero luego, como ella se desenvolvía muy bien, con mayor
confianza. Las señoras de Bréville y Catré-Lamadon, que tenían mucho mundo[41],
se mostraron graciosas con delicadeza. La condesa, sobre todo, mostró esa
condescendencia amable de las damas nobles a las que ningún contacto puede manchar
y resultó encantadora. Pero la corpulenta señora Loiseau, que tenía un alma de
gendarme, se mantuvo despegada, hablando poco y comiendo mucho.
Se habló de la guerra, naturalmente. Contaron hechos
horribles de los prusianos, rasgos de valor de los franceses, y todas aquellas
personas que huían rindieron homenaje al valor de los demás. Pronto empezaron
las historias personales, y Bola de Sebo, con una emoción auténtica, con ese
calor que a veces tienen las muchachas para expresar sus arrebatos naturales,
contó cómo había abandonado Ruán:
-Al principio creí que podría quedarme -dijo. Tenía mi
casa llena de provisiones, y prefería dar de comer a unos cuantos soldados a
expatriarme sin saber adónde ir. Pero cuando vi a aquellos prusianos, fue más
fuerte que yo. Me revolvieron la sangre de rabia y lloré de vergüenza todo el
día. ¡Si hubiera sido hombre! Miraba desde mi ventana a esos cerdos con sus
cascos puntiagudos, y mi criada me tenía que sujetar las manos para impedirme
que les tirara encima mi mobiliario. Luego vinieron para que los alojara en mi
casa y me tiré al cuello del primero. No cuesta más trabajo estrangularlos que
a los demás. Habría terminado con aquel si no me llegan a agarrar de los pelos.
Después de esto tuve que ocultarme. En fin, en cuanto encontré una ocasión me
marché, y aquí estoy.
Recibió muchas felicitaciones. Crecía en la estimación
de sus compañeros, que no se habían mostrado tan valientes. Comudet mientras la
escuchaba, conservaba una sonrisa aprobadora y benévola de apóstol, del mismo
modo que un cura oye a un devoto alabar a Dios, pues los demócratas de luenga
barba tienen el monopolio del patriotismo, igual que los hombres de sotana[42]
tienen el de la
religión. Habló él después con un tono doctrinario, con el
énfasis aprendido en las proclamas que a diario se pegan en los muros, y
terminó con un trozo de elocuencia en el que desolló magistralmente a ese
«sinvergüenza de Badinguet»[43].
Bola de Sebo se molestó, porque era bonapartista. Se
fue poniendo roja, hasta que, tartamudeando de indignación, saltó:
-¡Me habría gustado verlos en su puesto! ¡A ver qué
hubieran hecho! ¡Son ustedes quienes lo han traicionado! ¡Sería para marcharse
de Francia si estuviera gobernada por aprovechados como ustedes!
Comudet, impasible, mantenía una sonrisa desdeñosa y
superior, pero se percibía que la cosa iba a llegar a más cuando el conde se
interpuso y apaciguó, no sin trabajo, a la exasperada muchacha, proclamando con
autoridad que todas las opiniones sinceras eran respetables. En cambio, la condesa
y la mujer del fabricante, que profesaban ese odio irracional de las personas
de orden por la república y esa instintiva debilidad que todas las mujeres
tienen por los gobiernos ostentosos y despóticos, se sentían atraídas a su
pesar por aquella prostituta llena de dignidad, cuyas opiniones se parecían
tanto a las suyas.
La cesta había quedado vacía. No les había costado
mucho vaciarla entre diez, y aún lamentaban que no hubiera sido más grande. La
conversación continuó algún tiempo, un poco enfriada, no obstante, después que
hubieron terminado de comer.
Caía la noche, la oscuridad se hizo poco a poco más
densa, y el frío, que se siente más durante las digestiones, hacía tiritar a
Bola de Sebo, a pesar de su gordura. Entonces, la señora de Bréville le ofreció
su calientapiés, al que, desde la mañana, le había cambiado varias veces el
carbón, y la otra lo aceptó en seguida, pues sentía los pies helados. Las señoras
Carré-Lamadon y Loiseau prestaron los suyos a las religiosas.
El cochero había encendido sus faroles. Alumbraban con
vivo resplandor la nube de vaho que se formaba sobre las grupas sudorosas de
los caballos, y, a ambos lados de la carretera, la nieve, que parecía
desenrollarse bajo el reflejo tembloroso de las luces.
Dentro del coche ya no se distinguía nada; pero, de
pronto, se produjo un movimiento por la parte de Bola de Sebo y Comudet; y
Loiseau, que gozaba de buena vista, creyó ver al hombre de la gran barba
separarse vivamente como si hubiera recibido un golpe certero y silencioso.
Carretera adelante, aparecieron unos puntos luminosos.
Estaban llegando a Totes. Habían viajado durante once horas, que se habían
convertido en catorce con las tres horas de los cuatro descansos concedidos a
los caballos para comer la avena y recuperar el aliento. Entraron en el pueblo
y se detuvieron ante el Hotel del Comercio.
Al fin se abrió la portezuela. Un
ruido muy conocido sobresaltó a todos los viajeros: los golpes de una vaina de
sable contra el suelo. Un instante después, la voz de un alemán gritó algo.
La diligencia estaba parada, pero nadie se bajaba,
como si temieran que los mataran al salir. Apareció el conductor, llevando en
la mano uno de sus faroles, que alumbró de pronto hasta el fondo del coche las
dos hileras de rostros asustados, con las bocas abiertas y los ojos
desencajados por la sorpresa y el espanto.
Junto al cochero, dentro de la luz, había un oficial
alemán. Era un joven alto, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme
ajustado como un corsé, y la brillante gorra de plato ladeada, lo que le hacía
parecer un botones[44]
de hotel inglés. Sus desmesurados mostachos, de largos pelos lisos, se
adelgazaban indefinidamente a ambos lados para terminar en un hilo rubio, tan
delgado que no se le veía al final, y parecían pesar sobre las comisuras de su
boca, poniendo tirantes las mejillas e imprimiendo a los labios un pliegue
caldo.
En un francés de alsaciano[45],
invitó a los viajeros a salir, diciendo con aspereza:
-Señores, ¿quieren bajar?
Las dos monjitas fueron las primeras en obedecer con una
docilidad de niñas buenas acostumbradas a todas las sumisiones. Luego
aparecieron el conde y la condesa, seguidos del fabricante y su mujer, y tras
ellos Loiseau, empujando ante sí a su corpulenta consorte.
-Buenas noches, señor -Loiseau, al poner pie en
tierra, saludó al oficial, más por prudencia que por cortesía.
El otro, insolente como todos los poderosos, lo miró
sin respon-derle.
Bola de Sebo y Comudet, a pesar de que estaban junto a
la portezuela, descendieron los últimos, graves y altivos ante el enemigo. La
muchacha trataba de dominarse y mantenerse en calma; el demócrata se sobaba,
con una mano trágica y un poco temblorosa, su larga barba rojiza. Querían
conservar la dignidad, comprendiendo que, en esta clase de encuentros, cada
cual representa un poco a su país; e igualmente indignados los dos por la
ligereza de sus compañeros, ella trataba de mostrarse más orgullosa que sus
vecinas, las mujeres decentes, y él, considerando que debía dar ejemplo,
mantuvo con toda su actitud la misión de resistencia comenzada con la
destrucción de carreteras.
Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el
alemán, tras pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, en el que
constaban los nombres, filiación y profesión de cada viajero, los examinó
largamente a todos, comparando a las personas con los datos escritos.
Luego, bruscamente, dijo:
-Está bien.
Y se marchó.
Respiraron. Aún tenían hambre, y encargaron la cena. Tardarían
media hora en prepararla y, mientras dos criadas, al parecer, se ocupaban de
ello, fueron a visitar las habitaciones. Todas daban a un largo corredor que
terminaba en una puerta de cristales en la que había un número[46]
muy expresivo.
Iban a sentarse al fin a la mesa, cuando se presentó
el posadero. Era un antiguo chalán[47],
un tipo gordo y asmático, que producía continuamente silbidos, con ronquera y
carraspeos de la laringe.
Su padre le había transmitido el apellido de Follenvie.
-¿La señorita Elisabeth
Rousset ? -preguntó. Bola de Sebo, sobresaltada, se volvió:
-Yo soy.
-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted
inmediatamente.
-¿Conmigo?
-Sí, si usted es la señorita Elisabeth
Rousset. Confundida, reflexionó un segundo y luego declaró
resueltamente:
-Puede ser, pero yo no pienso ir.
-Comete un error, señora, pues su negativa puede traernos
dificultades considerables, no solo a usted, sino también a todos sus
compañeros. Nunca hay que resistirse a los que son más fuertes que uno.
Seguramente no hay ningún peligro en lo que le pide; sin duda será para alguna
formalidad que ha olvidado.
Todo el mundo lo apoyó. Rogaron, insistieron, sermonearon,
y acabaron por convencerla, pues todos temían las complicaciones que podrían
derivarse de aquella cabezonada. Al fin, la muchacha dijo:
-Que conste que lo hago por ustedes.
La condesa le cogió la mano:
-Y nosotros se lo agradecemos.
Salió. La esperaron para sentarse a la mesa.
Todos lamentaban no haber sido llamados en lugar de
aquella muchacha violenta e irascible, y, mentalmente, preparaban las
simplezas que dirían para el caso de que los llamaran también.
Diez minutos después reapareció, jadeante, encendida
de sofoco, exasperada:
-¡Canalla! ¡El muy canalla! -balbuceaba.
Todos la apremiaban para saber lo que había ocurrido,
pero ella no dijo nada. Como el conde insistiera, le respondió, con la mayor
dignidad:
-A usted no le importa. No puedo decírselo.
Se sentaron en tomo a la alta sopera, de la que salía
un olor a coles. A pesar de la alarma, la cena transcurrió alegremente. La
sidra era buena; la pidieron, para ahorrar, el matrimonio Loiseau y las
monjitas. Los demás pidieron vino, menos Comudet que quiso cerveza. Tenía una
manera especial de descorchar la botella, de formar espuma con el líquido, de
examinarlo inclinando el vaso, que alzaba luego ante la lámpara para apreciar
su color por trans-parencia. Al beber, sus barbazas, que tenían el color de su
bebida preferida, parecían estremecerse de emoción; se ponía bizco para no
perder de vista el vaso, y daba la impresión de estar cumpliendo la única
función para la que había nacido. Se habría dicho que establecía en su espíritu
un parangón y como una afinidad entre las dos grandes pasiones que llenaban su
vida: la Pale Ale[48] y la
revolución; y seguramente no podía saborear una sin pensar en la otra.
El posadero y su mujer cenaban al otro extremo de la mesa. El hombre,
produciendo estertores como una locomotora reventada, tenía demasiado trabajo
en su pecho para poder hablar mientras comía; pero la mujer no callaba. Contó
todas sus impresiones de la llegada de los prusianos, lo que hacían, lo que
decían, echando pestes de ellos, primero porque le costaban dinero y luego
porque ella tenía dos hijos en el ejército. Se dirigía, sobre todo, a la
condesa, halagada de poder hablar con una dama de calidad.
Para decir ciertas cosas delicadas, bajaba la voz, y
su marido, de cuando en cuando, la interrumpía:
-Sería mejor que te callaras, señora Follenvie.
Pero ella no le hacía ningún caso y continuaba:
-Sí, señora, esa gente no hace más que comer patatas y
cerdo y luego cerdo y patatas. Y no vaya a creer que son limpios. ¡Oh, no!
Hacen de vientre donde les pilla, dicho sea con perdón. Y si les viera hacer la
instrucción durante horas y días... Están todos en un campo, y marcha adelante,
y marcha atrás, y gira para un lado, y gira para el otro. ¡Ya podían irse a
cultivar la tierra por lo menos o irse a trabajar en las carreteras de su país!
Pero, no, señora, los militares no sirven para nada. Es el pobre pueblo quien
tiene que alimentarlos para no aprender a cambio más que a matar. Yo no soy más
que una pobre vieja sin instrucción, es cierto, pero cuando los veo
reventándose de tanto marchar de la mañana a la noche, me digo: habiendo gente
que hace tantos descubrimientos para ser útiles, ¿por qué tiene que haber
otros que se esfuercen por ser perjudiciales? Verdaderamente, ¿no es abominable
que se mate la gente, sean prusianos, ingleses, polacos o franceses? Vengarse
de uno que nos ha hecho daño está mal, puesto que te condenan; pero exterminar
a nuestros hijos como en una cacería con los fusiles debe de estar bien, puesto
que al que más mata le dan condecoraciones. ¡No, nunca comprenderé esto!
Cornudet alzó la voz:
-La guerra es una barbarie cuando se ataca a un vecino
tranquilo; es un deber sagrado cuando se defiende a la patria.
La vieja bajó la cabeza:
-Sí, cuando uno se defiende, es otra cosa. Pero ¿no
sería mejor matar a todos los reyes que son los que hacen la guerra por placer?
La mirada de Comudet se encendió:
- ¡Bravo, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba profundamente. No
obstante ser un admirador fanático de los ilustres capitanes, el sentido común
de aquella campesina le hacía pensar en la riqueza que aportarían a un país
tantos brazos desocupados y, por tanto, gravosos[49],
tantas fuerzas que se mantienen improductivas, si se las empleara en las
grandes obras industriales, que hará falta siglos para terminar.
Pero Loiseau, levantándose de su sitio, fue a charlar
en voz baja con el posadero. El hombre reía, tosía, escupía; su enorme vientre
se agitaba gozoso ante las bromas de su vecino, y acabó por comprarle seis
barricas[50]
de burdeos para la primavera, cuando los prusianos se hubieran marchado.
Apenas terminada la cena, como estaban muertos de cansancio,
fueron a acostarse.
Loiseau, en cambio, que había observado ciertas cosas,
dejó acostada a su mujer, y se dedicó a aplicar alternativamente el ojo y la
oreja al agujero de la cerradura, intentando descubrir lo que él llamaba «los
misterios del corredor»[51].
Al cabo de una hora, aproximadamente, aumentó su atención
y descubrió a Bola de Sebo, que parecía aún más gorda dentro de su bata de
cachemir azul, bordada con encajes blancos. Llevaba una palmatoria en la mano y
se dirigía hacia el gran número que había al fondo del corredor. Una puerta, al
lado, se entreabrió, y, cuando ella volvió al cabo de unos minutos, Cornudet,
en tirantes, la
siguió. Hablaron en voz baja y se detuvieron. Bola de Sebo
parecía defender enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, desgraciadamente,
no oía las palabras, pero, al final, como levantaron la voz, pudo coger
algunas. Cornudet insistía tenazmente:
-Pero no sea tonta, ¿qué importancia tiene eso para
usted?
Ella, indignada, respondió:
-No, amigo mío, hay momentos en que no se pueden hacer
estas cosas. Y, además, aquí sería una vergüenza.
Él no comprendía nada, sin duda, y preguntó por qué.
-Entonces, ella se acaloró, elevando aún más el tono:
-¿Que por qué? ¿Nó comprende por qué? ¿Habiendo
prusianos en la casa, a lo mejor en la habitación de al lado?
Y calló. Aquel pudor patriótico en una perdida que no
se dejaba tocar cerca del enemigo, debió de despertar en su corazón la dignidad
desfallecida, pues, tras contentarse con darle un beso, se alejó hasta su
puerta sin hacer ruido.
Loiseau, muy excitado, abandonó la cerradura, hizo una
cabriola en medio de su cuarto, se puso el pijama, alzó las ropas bajo las que
yacía el duro cuerpo de su compañera y la despertó con un beso murmurando:
-¿Me amas, querida?
La casa entera quedó silenciosa. Pero pronto empezó en
algún sitio, viniendo de una dirección indeterminada que lo mismo podía ser la
bodega como el desván, un ronquido intenso, monótono, regular, un ruido sordo y
prolongado, con vibraciones de caldera a presión. El señor Follenvie dormía.
Como habían decidido que partirían a las ocho del día
siguiente, todo el mundo se encontró en la cocina; pero el coche, cuya baca
tenía un tejado de nieve, surgía solitario en medio del patio, sin caballos y sin
conductor. En vano buscaron a este en las cuadras, donde los forrajes[52],
en la cochera. Los
hombres resolvieron seguir buscando por el pueblo y salieron. Llegaron a la
plaza, con la iglesia al fondo, y, a ambos lados, casas bajas en las que se
veía a soldados prusianos. El primero que vieron estaba pelando patatas. Otro,
más allá, fregaba la
peluquería. Un tercero, con la barba hasta los ojos, besaba a
una criatura que estaba llorando y la mecía en sus rodillas tratando de
calmarla; y las gordas campesinas, cuyos hombres estaban en «el ejército de la
guerra», indicaban por señas a sus obedientes vencedores las faenas que tenían
que hacer: cortar la leña, ensopar[53],
moler café; uno, incluso, le lavaba la ropa a su patrona, una vieja impedida.
El conde, asombrado, interrogó al sacristán, que salía
del pres-biterio. El viejo beato le respondió:
Esos no son malos; según dicen, no son prusianos. Son
de más lejos, no sé bien de dónde, y todos han dejado mujer e hijos en su
pueblo. ¡Tampoco a ellos les gusta la guerra! Estoy seguro de que también allí
lloran a sus hombres, y que la ausencia de estos producirá una miseria tan
grande como la nuestra.
Menos mal que no hemos tenido demasiada mala suerte por el
momento, porque no hacen daño y trabajan como si estuvieran en sus casas. Ya
ve, señor, la gente pobre tiene que ayudarse... Son los ricos los que hacen la
guerra.
Cornudet, indignado por el cordial acuerdo que reinaba
entre los vencedores y los vencidos, se retiró, prefiriendo encerrarse en la posada. Loiseau tuvo
una salida: «Repueblan». El señor Carré-Lamadon reaccionó con gravedad:
«Reparan». Pero no encontraban al cochero. Al fin le descubrieron en el café
del pueblo, sentado amigablemente a una mesa con el ordenanza del oficial. El
conde lo interpeló:
-¿No se le había dado la orden de enganchar a las
ocho?
-Sí, pero después me dieron otra orden.
-¿Cuál?
-Que no enganchara.
-¿Quién se la dio?
-Pues el comandante prusiano.
-¿Por qué?
-No sé. Pregúnteselo a él. Me prohibió que enganchara,
y yo no engancho. Eso es todo.
-¿Se lo dijo personalmente?
-No, señor, fue el posadero quien me dio la orden en
nombre suyo.
-¿Cuándo?
-Ayer por la noche, cuando me iba a acostar.
Los tres hombres regresaron muy preocupados.
Preguntaron por el señor Follenvie, pero la criada les
dijo que el amo, a causa de su asma, no se levantaba nunca antes de las diez.
Incluso les había prohibido terminantemente que le despertaran antes, salvo en
caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero era absolutamente
imposible, a pesar de que se alojaba en la misma posada, porque solo el señor
Follenvie estaba autorizado a hablarle de asuntos civiles. Se vieron obligados
a esperar. Las mujeres volvieron a subir a sus habitaciones, entregándose a
sus pequeñeces.
Cornudet se instaló junto a la alta chimenea de la
cocina, donde llameaba un gran fuego. Mandó que le llevaran allí una mesita y
un vaso de cerveza, sacó su pipa, que gozaba entre los demócratas de una
consideración casi igual a la suya, como si, al servir a Cornudet, sirviera
también a la patria. Era
una magnífica pipa de espuma de mar, muy bien quemada, tan negra como los
dientes de su dueño, pero perfumada, recurva, brillante, hecha a su mano, y
que cons-tituía un complemento de su fisonomía. Permaneció inmóvil, con los
ojos fijos unas veces en la llama del hogar, y otras en la espuma del vaso; y
siempre, después de beber, se pasaba con aire satisfecho sus largos dedos
delgados entre sus luengos cabellos grasos, mientras olisqueaba sus mostachos
salpicados de espuma de cerveza.
Loiseau, con el pretexto de ir a estirar las piernas,
fue a colocar sus vinos a los tenderos de la localidad. El conde
y el fabricante se pusieron a hablar de política. Estudiaban el futuro de
Francia. Uno creía en los Orleáns; el otro, en un salvador desconocido, un
héroe que surgiría cuando todos estuvieran desesperados: ¿un Du Guesclin, una
Juana de Arco[54],
acaso? ¿Otro Napoleón I? ¡Ah, si el príncipe imperial no fuera tan joven![55]
Comudet, oyéndolos, sonreía como hombre que sabe los arcanos[56]
del destino. Su pipa perfumaba la cocina.
Al dar las diez, se presentó el señor Follenvie. Se
apresuraron a interrogarlo, pero él no pudo hacer otra cosa que repetir dos o
tres veces, sin cambiar ni una coma, estas palabras:
-El oficial me dijo: «Señor Follenvie, usted impedirá
que enganchen mañana el coche de esos viajeros. No quiero que partan sin mi
orden. Ya me ha oído. No le digo más».
Decidieron entrevistarse con el oficial. El conde le
envió su tarjeta, en la que el señor Carré-Lamadon añadió su nombre y todos
sus títulos. El prusiano contestó que recibiría a aquellos dos hombres después
de comer, es decir, hacia la una.
Reaparecieron las damas, y se comió algo, a pesar de la inquietud. Bola de
Sebo parecía enferma y muy afectada.
Estaban terminando el café cuando el ordenanza vino a
buscar a los dos caballeros.
Loiseau se unió a ellos. Al intentar arrastrar a
Cornudet para dar más solemnidad a su gestión, este declaró orgullosamente que
se había propuesto no tener jamás ninguna relación con los alemanes, y volvió junto
al fuego, tras pedir otra cerveza.
Subieron los tres hombres y fueron introducidos en la
mejor habitación de la posada, donde el oficial los recibió, recostado en un
sillón, los pies sobre la chimenea, fumando una larga pipa de porcelana, y
envuelto en una bata de colores chillones, robada segurmente en el nogar
abandonado de algún burgués de mal gusto. No se levantó, ni los saludó; ni
siquiera se dignó mirarlos. Era una magnífica muestra de la grosería natural
del militar victorioso.
Al fin, tras unos instantes, dijo:
-¿Qué desean?
El conde tomó la palabra:
-Queremos partir, señor.
-No.
-¿Puedo preguntarle la causa de esta negativa?
-Porque no quiero yo.
-Con todos los respetos, le hago observar, señor, que
su general en jefe nos ha dado salvoconducto hasta Dieppe; y no creo que
hayamos hecho nada para merecer este trato de rigor.
-No quiero... Eso es todo... Pueden retirarse.
Tras hacer una inclinación, salieron los tres.
La tarde fue lamentable. No comprendían aquel capricho
del alemán; y acudian a sus mentes las ideas más extrañas. Todo el mundo
permanecía en la cocina y discutían interminablemente, imaginando cosas
inverosímiles. Quizá querían retenerlos como rehenes -pero ¿para qué?, o
llevarlos prisioneros o, mejor, pedirles un rescate considerable. Ante este
pensamiento, enloquecieron de pánico. Los más ricos eran los más espantados,
viéndose ya obligados, para comprar su vida, a entregar sacos llenos de oro en
las manos de aquel soldado insolente. Se estrujaban el cerebro para encontrar
mentiras aceptables, para disimular sus riquezas, para hacerse pasar por
pobres, muy pobres. Loiseau se quitó la cadena del reloj y la ocultó en el
bolsilío. La noche caía, aumentando sus aprensiones. Encendieron la lámpara, y
como aún quedaban dos horas para cenar, la señora Loiseau
propuso una partida de treinta y una[57].
Serviría de distracción. Aceptaron. Hasta el propio Comudet, que apagó su pipa
por educación, tomó parte en el juego.
El conde barajó las cartas y dio. Bola de Sebo
consiguió treinta y una de salida. Pronto el interés por el juego calmó el
temor que invadía los ánimos. Pero Cornudet se dio cuenta de que el
matrimonio Loiseau se había puesto de acuerdo para hacer trampas.
Cuando iban a empezar a comer, volvió Follenvie y, con
su voz gargajosa, dijo:
-El oficial prusiano me encarga que pregunte a la señorita
Elisabeth Rousset si todavía no ha cambiado de opinión.
Bola de Sebo permaneció de pie, muy pálida; luego,
poniéndose súbitamente colorada, le dio tal arrechucho de cólera que no podía
ni hablar. Al fin, estalló:
-Dígale a ese sinvergüenza, a ese cerdo, a ese
asqueroso prusiano que nunca consentiré. ¿Me oye? ¡Nunca! ¡Nunca!
El posadero salió. Rodearon a Bola de Sebo, y todos la
interro-gaban, le pedían que descubriera el misterio de su visita. Ella, al
principio, se resistió, pero pronto se dejó llevar por la rabia:
-¿Saben lo que quiere? ¿Eh? ¿Saben lo que quiere?...
¡Acostarse conmigo! -gritó.
Nadie se molestó por la expresión, tan indignados estaban.
Comudet rompió su vaso al dejarlo violentamente sobre la mesa. Surgió un
clamor de reprobación contra aquel innoble militarote, un arrebato de cólera,
una unión de todos para la resistencia, como si hubieran pedido de cada uno una
parte del sacrificio que pedían a la muchacha. El conde declaró con repugnancia que
aquellas gentes se comportaban como los antiguos bárbaros. Las mujeres, sobre
todo, testimoniaron a Bola de Sebo una conmiseración enérgica y cariñosa. Las
monjitas, que solo se presentaban a la hora de las comidas, habían bajado la
cabeza y no decían nada.
No obstante, cuando hubo pasado el furor de los primeros
momentos, cenaron. Se habló poco: todos pensaban.
Las damas se retiraron temprano, y los hombres, todos
fumando, organizaron un ecarté[58]
al que fue invitado Follenvie; se habían propuesto interrogarlo hábilmente
sobre los medios que había que emplear para vencer la resistencia del oficial.
Pero él no pensaba más que en sus cartas, sin atender a nada, sin contestar
una palabra; y repetía sin cesar:
-Atentos al juego, señores. Al juego.
Su atención era tan tensa que se olvidaba de escupir,
lo que provocaba a veces estertores en su pecho. Sus pulmones silbaban dando
toda la escala del asma, desde las notas graves y profundas, hasta los
chillidos agudos de los gallos jóvenes, cuando intentan cantar.
Se negó a subir incluso cuando su mujer, que se caía
de sueño, lo vino a buscar. Se marchó sola, porque ella era madrugadora y
siempre se levantaba con el sol, mientras que su marido era trasnochador y
siempre estaba dispuesto a pasar la noche con amigos. Antes de que se fuera, le
gritó:
-¡Pon mi huevo batido junto al fuego!
Y volvió a la partida. Cuando
vieron que no podrían sacar nada de él, declararon que ya era muy tarde y todos
se fueron a acostar.
Al día siguiente se levantaron bastante temprano, con
una vaga esperanza, un deseo mayor de marcharse, un terror ante el día que les
esperaba en aquella horrible posada.
Desgraciadamente, los caballos seguían en la cuadra y
el cochero no se dejaba ver. Por hacer algo, estuvieron dando vueltas alrededor
del coche.
El desayuno fue triste; se había producido como un
enfriamiento respecto a Bola de Sebo, pues la noche, buena consejera, había
modificado un poco sus juicios. Ahora casi reprochaban a la muchacha que no se
hubiera encontrado secretamente con el prusiano, a fin de preparar a sus
compañeros una buena sorpresa al despertarse. Más fácil no podía ser. Por otra
parte, ¿quién lo hubiera sabido? Habría podido salvar las apariencias haciendo
decir al oficial que ella se había apiadado de sus apurados compañeros.
¡Tenía tan poca importancia para ella una cosa así!
Pero nadie confesaba todavía estos pensamientos.
Por la tarde, como se aburrían mortalmente, el conde
propuso dar un paseo por los alrededores del pueblo. Se abrigaron bien y el
pequeño grupo salió, a excepción de Comudet, que prefería quedarse junto al
hogar, y de las monjitas, que se pasaban el dia en la iglesia o en casa del
cura.
El frío, cada vez más intenso, mordía cruelmente en la
nariz y en las orejas; tenían los pies tan doloridos que cada paso era un
sufrimi-ento. Al surgir el campo ante ellos, se les apareció tan
espantosamente lúgubre bajo aquella blancura ilimitada que todo el mundo se
volvió, con el alma helada y el corazón encogido.
Las cuatro mujeres iban delante, seguidas, a alguna
distancia, por los tres hombres.
Loiseau, que se daba cuenta de la situación, preguntó
de pronto si aquella «ramera» los iba a tener mucho tiempo aún en semejante
poblacho. El conde, siempre cortés, dijo que no se podía exigir a una mujer un
sacrificio tan penoso, y que debía salir de ella misma. El señor Carré-Lamadon
observó que si los franceses, como había pensado, lanzaban una contraofensiva
por Dieppe, el encuentro solo podría tener lugar en Totes. Perspectiva que
llenó de inquietud a los otros dos.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
El conde se encogió de hombros:
-¿Con esta nieve? ¿Con nuestras mujeres? No se puede
ni pensar en ello. Y además nos perseguirían inmediatamente, y en diez minutos
nos habrían detenido y nos llevarían prisioneros a merced de los soldados.
Era cierto. Guardaron silencio.
Las señoras hablaban de vestidos, pero había una
cierta tirantez que las desunía.
Inesperadamente, apareció el oficial al final de la calle. Contra la
nieve que cerraba el horizonte perfilaba su cintura de avispa en uniforme y
caminaba, las rodillas separadas, con ese movimiento característico de los
militares que se esfuerzan por que no se les manchen las botas cuidadosamente
embetunadas.
Al pasar junto a las señoras se inclinó, y miró
desdeñosamente a los hombres, que tuvieron la suficiente dignidad como para no
descubrirse, aun cuando Loiseau hiciera intención de quitarse el sombrero.
Bola de Sebo se había puesto colorada hasta las
orejas; y las tres mujeres casadas sentían una gran humillación de que aquel
militar las hubiera encontrado en compañía de una muchacha a la que él había
tratado tan groseramente.
Hablaron de él, de su apostura, de su rostro. La señora Carré-Lamadon ,
que había conocido a muchos oficiales y podía juzgarlos como entendida, no lo
encontró nada mal, e incluso lamentó que no fuera francés, porque habría sido
un bello húsar por el que las mujeres habrían enloquecido seguramente.
De regreso, no sabían ya qué hacer. Se cruzaron
incluso pullas[59] por
cosas insignificantes. La cena, silenciosa, duró poco, y todos subieron a
acostarse para matar el tiempo durmiendo.
Al dia siguiente bajaron con las caras fatigadas y los
ánimos exasperados. Las mujeres casi no le dirigían la palabra a Bola de Sebo.
Sonó una campana llamando a un bautizo. La gorda muchacha
tenía un hijo, que se lo estaban cuidando unos labradores de Yvetot. No lo
veía más que una vez al año, y jamás pensaba en él; pero al pensar en el niño
que iban a bautizar, una ternura súbita y violenta por el suyo la inundó, y
quiso asistir por encima de todo a la ceremonia.
En cuanto se hubo marchado, todo el mundo se miró y
aproxima-ron sus sillas, pues sentían que era preciso decidir algo. Loiseau
tuvo una inspiración: era de la opinión de proponer al oficial que retuviera
solo a Bola de Sebo y dejara a los demás marcharse.
Follenvie se encargó otra vez de la embajada, pero
volvió a bajar casi inmediatamente. El alemán, que conocía la naturaleza
humana, no le había hecho caso. Se había propuesto retener a todos hasta que
quedara complacido su deseo.
Entonces, el temperamento populachero de la señora Loi seau
estalló:
-Pero no podemos seguir aquí hasta que nos muramos de
viejos. Si el oficio de esa perdida es hacerlo con todos los hombres, a mí me
parece que no tiene derecho a rechazar a uno y no a otro. Todos sabemos que en
Ruán no le hacía ascos a nadie, ni siquiera a los cocheros, sí, señora, ni
siquiera al cochero de la
prefectura. Si lo sabré yo, que compra el vino en nuestra
casa. ¡Y ahora, que podría sacamos de un apuro, se hace la melindrosa, esa
zorrona!... A mí me parece que ese oficial se está portando correctamente.
Quizá lleva mucho tiempo pasándose sin mujer, y aquí estamos tres, que sin duda
habría preferido. Pero, no, se contenta con la que es de todo el mundo. Respeta
a las mujeres casadas. Él, que es el amo de la situación, no tendría más que
decir: «Quiero esa», y con sus solda-dos la conseguiría por la fuerza.
Las otras dos señoras tuvieron un escalofrío. Los ojos
de la bella señora Carré-Lamadon brillaron, y se puso un poco pálida, como si
se sintiera ya violada por el oficial.
Los hombres, que discutían aparte, se acercaron.
Loiseau, furibundo, quería entregar a aquella «miserable» atada de pies y manos
al enemigo. Pero el conde, retoño de tres generaciones de embajadores y dotado
de un aire de diplomático, era partidario de la habilidad:
-Habrá que convencerla -dijo.
Comenzó la conspiración.
Las mujeres estrecharon su círculo, se bajó el tono de
la voz, y la conversación se generalizó, dando cada cual su opinión. Era muy
oportuno hacerlo, por otra parte. Las señoras, sobre todo, encontraban giros
delicados, sutilezas de expresión encantadoras para decir las cosas más
escabrosas. Un extraño no habría comprendido nada, tantos eran los eufemismos[60]
que empleaban. Pero la ligera capa de pudor que tiene toda mujer solo cubre la
superficie, y se divertían locamente en el fondo, sintiéndose en su elemento,
hablando del amor con la sensualidad de un cocinero glotón que le prepara una
cena a otro.
La alegría surgía por sí misma, pues la historia les
parecía muy divertida. Al conde se le ocurrieron bromas un poco atrevidas,
pero tan bien dichas que provocaron sonrisas. Por su parte, Loiseau soltó
algunas obscenidades por las que nadie se sintió herido. Sobre todos pesaba el
pensamiento expresado brutalmente por su mujer: «Si es ese el oficio de esta
muchacha, ¿por qué va a rechazar a uno y no a otro?». La encantadora señora
Carré-Lamadon parecía pensar incluso que ella, en su lugar, rechazaría menos a
este que a otro.
Prepararon minuciosamente el bloqueo, como si se tratara
de una fortaleza cercada. Todos quedaron de acuerdo respecto al papel que
haría cada uno, respecto a los argumentos en los que se apoyaría y a las
maniobras que tendría que realizar. Establecieron el plan de ataque, las
astucias que habría que emplear y las sorpresas del asalto, para forzar aquella
ciudadela viviente a abrirle las puertas al enemigo.
Comudet se mantenía aparte, sin embargo, completamente
extraño a aquel asunto.
Estaban todos con una atención tan tensa que no oyeron
regresar a Bola de Sebo. El conde chistó ligeramente y todos alzaron la mirada. Allí estaba.
Callaron de pronto y un cierto embarazo les impidió hablar al principio. La
condesa, más hecha a los disimulos de salón, la interrogó:
-¿Estuvo animado el bautizo?
La muchacha, aún emocionada, lo contó todo, cómo eran
los invitados, lo que hicieron, y hasta el aspecto de la propia iglesia. Y
añadió:
-Es bueno rezar de cuando en cuando.
Sin embargo, hasta la hora de la comida, las señoras
se limitaron a ser amables con ella, para aumentar su confianza y su docilidad
a sus consejos.
Una vez a la mesa, empezaron los tanteos. Primero fue
una conversación vaga sobre el sacrificio. Se citaron ejemplos antiguos: Judit
y Holofemes, y luego, sin venir al caso, Lucrecia y Sexto, y Cleopatra[61],
que hizo pasar por su cama a todos los generales enemigos, reduciéndolos a un
servilismo de esclavo. Y contaron una historia fantástica, nacida en la
imaginación de aquellos ignorantes millonarios, según la cual las ciudadanas de
Roma iban a adormecer en Capua a Aníbal entre sus brazos, y con él, a sus
lugartenientes y sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que
han detenido a conquistadores, convirtiendo su cuerpo en un campo de batalla,
en un medio de dominación, en un ama, a todas las mujeres que han vencido con
sus heroicas caricias a seres repulsivos o detestados, sacrificando su
castidad a la venganza o a la abnegación.
Se habló incluso, en términos velados, de cierta
inglesa de alta familia que hizo que la inocularan una horrible y contagiosa
enfermedad para transmitírsela a Bonaparte, quien se salvó milagrosamente por
una debilidad repentina en el momento de la cita fatal.
Y todo esto era contado de una forma decorosa y moderada,
intercalando a veces un intencionado arrebato de entusiamo que incitara a la
emulación.
Se habría podido pensar, en suma, que el único papel
de la mujer, en este mundo, era el de un perpetuo sacrificio de su persona, el
de un abandono continuo a los caprichos de las soldadescas.
Las dos monjitas no parecían escuchar, entregadas a
profundos pensamientos, y Bola de Sebo no decía nada.
La dejaron reflexionar durante toda la tarde. Pero , en lugar
de llamarla «señora», como habían hecho hasta entonces, la llamaban
simplemente «señorita», sin que nadie supiera bien por qué, como si se la
hubiera querido hacer descender un grado en la estima que había conseguido,
hacerle sentir su vergonzosa situación.
Cuando estaban sirviendo la menestra, llegó Follenvie
y repitió su frase de la víspera:
-El oficial prusiano me encarga que pregunte a la señorita
Elisabeth Rousset si todavia no ha cambiado de opinión. Bola de Sebo respondió
secamente:
-No, señor.
En la cena, la coalición se debilitó. Loiseau dijo
tres frases desafortunadas. Se devanaban los sesos para descubrir nuevos
ejemplos y no encontraban nada, cuando la condesa, acaso sin premeditarlo,
sintiendo una vaga necesidad de rendir un homenaje a la religión, interrogó a
la monja de más edad sobre los hechos sobresalientes de la vida de los santos.
Pues muchos habían cometido actos que a nuestros ojos serian crímenes, y la
Iglesia absuelve con facilidad estas atrocidades cuando han sido realizadas
para la mayor gloria de Dios o por el bien del prójimo. Era un argumento poderoso
y la condesa lo aprovechó. Entonces, bien por uno de esos acuerdos tácitos, una
de esas complacencias veladas en que sobresalen todos los que llevan hábito
eclesiástico, bien simple-mente por efecto de una feliz torpeza, de una caritativa
tontería, la vieja religiosa aportó a la conspiración un formidable apoyo. La
habían juzgado tímida, y se mostró audaz, elocuente, violenta. No la
entorpecían los titubeos de la casuística[62];
su doctrina era como una palanca de hierro; su fe no vacilaba jamás; su
conciencia carecía de escrúpulos. El sacrificio de Abraham[63]
le parecía sencillo, pues ella habría matado inmediatamente a su padre y a su
madre ante una orden llegada de lo alto; y nada, en su opinión, podía desagradar
al Señor cuando la intención era loable. La condesa, aprovechando la sagrada
autoridad de su inesperada cómplice, le hizo hacer como una especie de
paráfrasis edificante del axioma[64]
de moral: «El fin justifica los medios».
-Entonces, hermana, ¿usted cree que Dios acepta todos
los caminos y perdona siempre cuando el motivo es puro? -le preguntó.
-¿Quién puede dudarlo, señora? Una acción reprobable
en sí a menudo se hace meritoria por el pensamiento que la inspira.
Y continuaron así, desentrañando la voluntad de Dios,
previendo sus decisiones, haciéndole interesarse por cosas que,
verdaderamente, apenas sí le importaban.
Todo esto lo hicieron velado, hábil, discreto. Pero
cada palabra de aquella bendita mujer con toca abría una brecha en la
resistencia indignada de la
cortesana. Luego , la conversación derivó un poco, y la mujer
de los rosarios colgando habló de las casas de su orden, de su superiora, de
ella misma y de su linda acompañante, la hermana San Nicéforo.
Las habían llamado de El Havre para cuidar en los hospitales a centenares de
soldados que tenían la
viruela. Descri bió a aquellos desgraciados, detalló su
enfermedad. Mientras estaban detenidas en el camino por el capricho de ese prusiano,
un gran número de franceses, que acaso ellas habrían salvado, podían morir.
Siempre se había dedicado a asistir a militares; había estado en Crimea, en
Italia, en Austria[65],
y, al contar sus campañas, se reveló de pronto como una de esas religiosas
ardientes y entusiastas que parecen hechas para seguir a los campamentos,
recoger los heridos en medio de las batallas y, mejor que un jefe, dominar con
una palabra a los soldados indisciplinados; una auténtica sor Rataplán, cuyo
rostro, muy picado, parecía una imagen de las devastaciones de la guerra.
Nadie dijo nada después de ella, porque el efecto de
sus palabras parecía excelente.
Una vez terminada la cena, subieron enseguida a las
habitaciones y ya no descendieron hasta el dia siguiente, entrada la mañana.
La comida fue tranquila. Daban tiempo a que la semilla
sembrada la víspera pudiera germinar y dar frutos.
La condesa propuso dar un paseo por la tarde. El conde, como
estaba convenido, tomó del brazo a Bola de Sebo y se rezagó un poco con ella.
Le habló con ese tono familiar, patemal, un poco desdeñoso
que los hombres serios emplean con las jovencitas, llamándola «mi querida
niña» y tratándola desde la altura de su posición social, de su indiscutible
honorabilidad. Rápidamente abordó de lleno el asunto:
-Entonces, ¿usted prefiere dejamos aquí, expuestos,
como usted misma, a todas las violencias que seguirían a una derrota de las
tropas prusianas, antes que conceder una de esas satisfacciones que tantas
veces ha concedido en su vida?
Bola de Sebo no contestó nada.
La atacó con la dulzura, con el razonamiento, con los
sentimien-tos. Supo ser en todo momento «el señor conde», mostrándose galante
cuando era preciso, cumplido y siempre amable. Exaltó el servicio que les
haría, habló de su renocimiento; luego, de pronto, la tuteó alegremente:
-Y, además, amiga mía, ¿sabes?, podría presumir de haber
gozado a una muchacha como es difícil que la encuentre en su país.
Bola de Sebo no respondió y se unió al grupo. Nada más
regresar, subió a su habitación y ya no se dejó ver. La inquietud era extrema.
¿Qué pensaba hacer? Si seguía resistiéndose, ¡qué problema!
Llegó la hora de la cena y la esperaron en vano.
Follenvie entró anunciando que la señorita Rousset se encontraba indispuesta, por
lo que no debían esperarla para cenar. Todos prestaron mucha atención. El conde
se acercó al posadero y, en voz muy baja, le preguntó:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro, no dijo nada a sus compañeros, pero les
hizo un ligero gesto con la cabeza muy significativo. Un gran suspiro de alivio
salió de todos los pechos y la alegría apareció en todos los rostros. Loiseau
gritó:
-¡Hurra! Invito a champaña, si se encuentra aquí.
De pronto, Loiseau, con expresión ansiosa y alzando
los brazos, gritó:
-¡Silencio!
Todos se callaron, sorprendidos, casi asustados.
Entonces tomó la actitud de quien escucha atentamente, imponiendo silencio con
ambas manos, alzó la mirada hacia el techo, escuchó de nuevo y, con voz normal
ya, dijo:
-Tranquilícense. Todo va bien.
Tardaron en comprender, pero al fin sonrieron. Al cabo
de un cuarto de hora repitió la farsa, y as¡ siguió durante toda la velada;
hacía como que preguntaba a alguien del piso superior, dándole consejos de
doble sentido que solo podían ocurrírsele a su mentalidad de viajante de
comercio. De improviso, adoptaba un aire triste y suspiraba:
- ¡Pobrecilla!
O murmuraba entre dientes, fingiéndose furioso:
-¡Miserable prusiano! ¡Vete!
A veces, cuando menos se lo esperaban, empezaba a gritar
con voz vibrante:
-¡Basta! ¡Basta!
Y añadía, como hablando consigo mismo:
-Si al menos la volviéramos a ver. Ojalá no la deje
medio muerta, el miserable.
A pesar de que estas bromas fueran de un gusto deplorable,
divirtieron sin ofender a nadie, pues la indignación, como todo, depende del
medio ambiente, y la atmósfera que se había ido creando poco a poco alrededor
de ellos estaba cargada de pensamientos obscenos.
A los postres, hasta las mujeres hicieron alusiones ingeniosas
y discretas. Las miradas estaban brillantes: habían bebido mucho. Al conde, que
conservaba hasta en sus abandonos su gran aire de gravedad, se le ocurrió una
comparación que tuvo mucho éxito a base de los inviernos en el polo y la
alegría de los náufragos cuando ven abrirse una ruta hacia el sur.
Loiseau, perdido el control, se levantó con un vaso de
champaña en la mano:
-¡Bebo por nuestra liberación!
Todos se pusieron en pie, lo aclamaron. Hasta las dos
monjitas, a instancias de las damas, consintieron mojar sus labios en aquel
vino espumoso que jamás habían probado. Declararon que parecía como una
limonada gaseosa, aunque más fino.
Loiseau resumió la situación:
-Es una pena que no tengamos un piano, porque podríamos
organizar un baile.
Comudet no había dicho una palabra, no había hecho un
gesto. Parecía absorto en pensamientos muy graves, y a veces se tiraba, como
furioso, de sus luengas barbas, como si quisiera hacerlas más luengas todavía.
Al fin, hacia la medianoche, cuando ya se iban a despedir, Loiseau, tambaleándose,
le dio un brusco manotazo en el vientre y le dijo, tartamudeando:
-Usted no se divierte esta noche. ¿No dice usted nada,
ciudadano?
Cornudet alzó bruscamente la cabeza y, examinando al
grupo con una mirada encendida y terrible, dijo:
-¡Las digo que todos ustedes acaban de cometer una
infamia!
Se alzó, llegó a la puerta y repitió otra vez:
-¡Una infamia!
Y se marchó.
Al principio, los dejó fríos. Al preguntarle, Loiseau
siguió confundido; pero pronto recuperó su aplomo, y empezó a decir,
retorciéndose de risa:
-Están verdes, amigo mío, están verdes[66].
Como no lo comprendían, contó los «misterios del corredor».
Entonces se produjo un estallido de risas formidable. Las señoras se divertían
como locas. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reírse. No lo
podían creer.
-Pero ¿está usted seguro? ¿Quería...?
-Les digo que lo vi.
-Y ella no quería...
-Porque el prusiano estaba en la habitación de al
lado.
-¿Es posible?
-Lo juro.
El conde se ahogaba. El industrial se apretaba el
vientre con las dos manos. Loiseau continuó:
-Y, como comprenderán, lo que pasa esta noche no le
resulta nada divertido.
Y se ponían malos de reír, sin aliento.
Después de esto se despidieron. La señora Loiseau , maligna
como ella sola, hizo observar a su marido, cuando se estaban acostando, que
«esa desvergonzada» de la señora Carré-Lamadon se había reído con risa
falsa toda la velada:
-A esas mujeres el uniforme las vuelve locas y les da
lo mismo que sea francés o prusiano. ¡Es una vergüenza, Dios mío!
Y durante toda la noche, en la oscuridad del corredor,
hubo como estremecimientos, rumores ligeros, apenas perceptibles, semejantes a
respiraciones, roces de pies descalzos, leves crujidos. Y se durmieron muy
tarde, seguramente, pues durante mucho tiempo se mantuvieron las rayas de luz
bajo las puertas. El champaña tiene estos efectos: según dicen, turba el sueño.
Al día siguiente, un claro sol de invierno hacía a la
nieve deslum-bradora. La diligencia, enganchada al fin, esperaba ante la puerta,
mientras un ejército de palomas blancas, pavoneándose con su denso plumaje, con
sus ojos rosados de pupilas negras, se paseaban gravemente entre las patas de
los seis caballos, picoteando el estiércol humeante y esparciéndolo.
El cochero, envuelto en su pelliza[67]
de piel de carnero, fumaba su pipa en el pescante[68],
y todos los viajeros, radiantes, hacían empaquetar rápidamente provisiones
para el resto del viaje.
Solo se esperaba ya a Bola de Sebo, que apareció al
fin.
Parecía un poco confundida, avergonzada. Avanzó tímidamente
hacia sus compañeros, los cuales se volvieron todos al tiempo como si no la
hubieran visto. El conde cogió dignamente a su mujer del brazo y la alejó de
aquel contacto impuro.
La muchacha se detuvo, estupefacta; pero, reuniendo
todo su valor, abordó a la mujer del fabricante con un «buenos días, señora»
humildemente murmurado. La otra solo le hizo un pequeño saludo impertinente
acompañado de una mirada de virtud ultrajada. Todos parecían muy atareados, y
se mantenían apartados de ella como si pudiera contagiarles una infección con
sus ropas. Al fin, se precipi-taron al coche, al que ella llegó sola y la
última, sentándose en el mismo puesto que había ocupado durante la primera
parte del viaje.
Hacían como que no la veían, como que no la conocían. La señora
Loiseau, considerándola desde su puesto alejado con indignación, le dijo a su
marido a media voz:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El pesado carruaje arrancó y prosiguieron el viaje.
Al principio, no hablaron. Bola de Sebo no se atrevía
a levantar la mirada. Se
sentía a un tiempo indignada contra todos sus compa-ñeros y humillada por haber
cedido, manchada por los besos de aquel prusiano entre cuyos brazos la habían
arrojado hipócritamente.
La condesa, volviéndose hacia la señora Carré-Lamadon ,
pronto rompió aquel penoso silencio:
-Usted conoce a la señora d'Étrelles, ¿verdad?
-Sí, es amiga mía.
- ¡Qué mujer tan agradable!
-¡Encantadora! Una mujer de excepción, muy instruida,
además, y artista por los cuatro costados. Canta maravillosamente y dibuja a
la perfección.
El fabricante charlaba con el conde, y entre el
estrépito de los cristales, a veces se destacaba una palabra: «Cupón».
«Vencimiento.» «Prima.» «Plazo.»
Loiseau, que había robado la vieja baraja de la
posada, llena de la grasa de cinco años de roces con las mesas sucias, empezó
una partida de bésigue[69]
con su mujer.
Las monjitas cogieron de su cintura el largo rosario
que les colgaba, hicieron al tiempo la señal de la cruz y, de pronto, sus
labios empezaron a moverse rápidamente, cada vez más de prisa, acelerando su
vago murmullo como si estuvieran haciendo una carrera de oremus, y de cuando en
cuando besaban una medalla, se persignaban de nuevo, para volver a empezar su
murmullo rápido y continuo.
Comudet reflexionaba, inmóvil.
Al cabo de tres horas de ruta, Loiseau recogió sus
cartas.
-Hay apetito -dijo.
Su mujer alcanzó un paquete atado con cuerda, del que
sacó un trozo de carne de vaca frío. Lo partió limpiamente en tajadas finas y
se pusieron a comer los dos.
-Creo que debemos hacer lo mismo -dijo la condesa.
Fue aceptada su propuesta, y ella desenvolvió las
provisiones preparadas para los dos matrimonios. En uno de esos recipientes
alargados, cuya tapa tiene una liebre en mayólica[70]
para indicar que dentro hay una liebre en pastel, llevaban embutidos suculentos
y blancos pedazos de tocino atravesando la carne oscura de la liebre, mezclada
con otras carnes picadas muy finamente. Un buen trozo de queso de Gruyére,
envuelto en un periódico, conservaba impreso en su pasta untuosa la palabra
«Sucesos».
Las dos monjitas desenvolvieron un salchichón que olía
a ajo, y Cornudet, metiendo al tiempo las dos manos en los amplios bolsillos de
su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un currusco[71]
de pan. Pelándolos, iba arrojando a la paja que había a sus pies la cáscara, al
tiempo que comía los huevos, de los que caían a su amplia barba manchas de yema
que parecían estrellas.
Bola de Sebo, con las prisas y el aturdimiento de su
despertar, no había podido pensar en nada; y miraba, exasperada, sofocada de
rabia, a todas aquellas personas que comían tranquilamente. Al principio, una
cólera violenta la crispó, y se disponía a gritarles lo que sentía con una
andanada[72]
de insultos que se le venían a la boca, cuando la exasperación la impidió
hablar.
Nadie la miraba, ni pensaba en ella. Se sentía ahogada
en el desprecio de aquellos honrados miserables que primero la habían
sacrificado y luego la rechazaban como a un objeto sucio e inútil. Se acordó de
su gran cesta llena de buenas provisiones que ellos habían devorado
ansiosamente, de sus dos pollos brillantes de gelatina, de sus pasteles, de sus
peras, de sus cuatro botellas de burdeos; su furor, de repente, cedió, como
una cuerda demasiado tensa que se rompe, y sintió ganas de llorar. Hizo
esfuerzos terribles, se puso rígida, se tragó los sollozos como hacen los
niños, pero sus lágrimas le brotaban, brillaban ya en el borde de sus párpados,
y pronto dos lagrimones se desprendieron de sus ojos y rodaron lentamente por
sus mejillas. Pronto les siguieron otros, más rápidos, que brotaban como las
gotas de agua que se filtran por una roca, y empezaron a caer regularmente en
la curva llena de su pecho. Se mantenía erguida, la mirada fija, el rostro
rígido y pálido, confiando en que no se dieran cuenta.
Pero la condesa lo advirtió y avisó a su marido con
una seña. Este se encogió de hombros como para decir: «¿Qué quieren que haga?
No es culpa mía». La
señora Loiseau produjo una risa muda de triunfo y murmuró:
-Llora de vergüenza.
Las dos monjitas envolvieron en un papel lo que les
quedaba del salchichón y reanudaron sus rezos.
Comudet, en plena digestión de sus huevos, extendió
sus largas piernas bajo el asiento de enfrente, se reclinó más, se cruzó de
brazos, sonrió como un hombre a quien se le acaba de ocurrir una broma pesada,
y se puso a silbar La Marsellesa[73].
Todos pusieron cara larga. Aquella popular canción,
sin duda, no les gustaba nada a sus compañeros. Se pusieron nerviosos,
irritados, y parecían a punto de empezar a aullar, como los perros cuando oyen
un organillo. Él se dio cuenta, pero no se calló. A veces, hasta canturreaba
la letra:
Amour sacré
de la patrie,
conduis,
soutiens, nos bras vengeurs.
Liberté,
liberté chérie,
combats
avec tes défenseurs![74].
Avanzaban más deprisa porque la nieve se había endurecido.
Hasta Dieppe, durante las largas y aburridas horas del viaje, con el traqueteo
del camino, en el anochecer y luego en la oscuridad densa del coche, continuó,
con una feroz obstinación, su silbido vengador y monótono, obligando a aquellos
ánimos cansados y exasperados a seguir el himno desde el comienzo hasta el
final, a recordar cada una de sus palabras evocadas por cada compás.
Bola de Sebo continuaba llorando; de cuando en cuando,
un sollozo que no había podido contener destacaba entre dos estrofas, en medio
de las tinieblas.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Se trata de Ruán. Durante la
guerra entre Francia y Prusia (1870-1871), el ejército francés, en retirada
ante el avance prusiano, atravesó Ruán los días 4 y 5 de diciembre. Los
prusianos entraron en la ciudad el día 6, cuando los soldados y muchos de sus
habitantes ya la habían abandonado.
[2] Grupos de gente que actúan
sin disciplina alguna.
[3] Cuerpo creado en 1868 al que
pertenecían los jóvenes que, porque no les había tocado en el sorteo o porque
habían pagado un susti-tuto, no fomiaban parte del ejército regular. Se
trataba de una for-mación mal entrenada y poco disciplinada.
[4] Hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
en 1914, los soldados de la infantería francesa usaron pantalones rojos.
[5] Los dragones, soldados de
caballería, llevaban un casco de cobre adornado con largas crines. Privados en
el combate de sus monturas, no es extraño que se muevan con más dificultad que
los soldados de infantería.
[6]Compañías
fundadas en 1792, durante la Revolución, fueron reorganizadas en 1867 y
constituían unidades al margen del ejército regular. Su origen revolucionario
explica que sus nombres tuvieran resonancias claramente belicosas.
[7] Desde comienzos de diciembre
de 1870, un ejército de 25.000 prusianos se dirigía, efectivamente, a la
ciudad.
[8] Milicias civiles sedentarias
cuyo objetivo era defender su propia ciudad. Se reclutaban entre los varones
de entre 25 y 50 años.
[9] Saint-Sever es un barrio de
Ruán. Bourg-Achard es un pequeño pueblo a medio camino entre Ruán y
Pont-Audemer.
[10] En los ejércitos austríaco,
alemán y ruso, soldados de caballería ligera armados de lanza.
[11] Las tropas prusianas
entraron simultáneamente en Ruán por estos tres barrios que aquí se nombran.
[12] Imprudencia excesiva al
enfrentarse a un peligro.
[13] Los húsares, aquí prusianos,
pertenecían a la caballería ligera e iban armados con un gran sable.
[14] Soldados de tropa ligera.
[15] Siguiendo el curso del Sena,
son estas las primeras localidades que están situadas a sus orillas. Croisset
es el pueblo donde vivía Flaubert
[16] Ciudad portuaria situada en la
desembocadura del Sea. Cuando los prusianos ocuparon Normandía. El Havre fue el
único lugar en que los franceses resistieron.
[17] Ciudad francesa en el Canal de la
Mancha
[18] Conjunto de cosas que se
ponen sobre una caballería para poder montarse en ella o sujetarla a un
vehículo.
[19] Palo de un carruaje al que
se sujeta la caballería.
[20] Parte trasera del lomo de
las caballerías.
[21] Natural de Ruán.
[22] Antigua calle comercial
situada en el centro de Ruán.
[23] Tramposo, engañador.
[24] Juego de palabras intraducible:
Loiseau vole suena exactamente igual
que l'oíseau vole (el pájaro vuela), juego popular. El verbo voler puede significar
volar y robar. De aquí el satírico doble sentido, que en español se pierde
irremediablemente. (N. del T.)
[25] Régimen establecido en
Francia en 1852 por Napoleón III y derrocado el 4 de septiembre de 1870.
[26] Partidario de la rama de
Orleans. Los orleanistas eran conserva-dores.
[27] Recibir vale por recibir
visitas, acogerlas en la propia casa.
[28] Luis Felipe es Luis Felipe
de Orleans, rey de Francia entre 1830 y 1848. Conocido como «el rey burgués»,
Luis Felipe tuvo cuatro hijos.
[29] Se trata de una auténtica
fortuna. En el relato «El collar» se narran las penalidades sufridas por el
matrimonio Loisel para poder pagar 36.000 libras -o
francos- en diez años, con un sueldo de funcionario.
[30] Tuberculosa.
[31] Se refiere al 4 de
septiembre de 1870, fecha de la caída del II Imperio y de la proclamación de la III República
francesa.
[32] De costumbres licenciosas.
[33] Cuerpo del ejército que se
ocupa del abastecimiento de las fuerzas militares.
[34] Asociación secreta cuyos
miembros se deben ayuda mutua. Se emplea aquí en sentido figurado: sentimiento
de simpatía entre gentes de la misma profesión, las mismas ideas, o la misma
fortuna, como ocurre en este caso.
[35] Pueblo situado a 29 kilómetros de Ruán
en el camino hacia Dieppe.
[36] Posada en despoblado para
hospedaje de los viajeros.
[37] Nombre local de unos
panecillos ligeros que solían tomarse con el café.
[38]Personaje
mitológico condenado a pasar hambre y sed eternamente a pesar de hallarse
rodeado de agua y frutas.
[39] Pasar el Rubicón es frase
proverbial para indicar que se ha tomado una resolución arriesgada que no
admite marcha atrás. Alude a la decisión tomada por César (49 a . de C.) de atravesar el
río Rubicón, que separaba Italia de la Galia Cisalpina , a
pesar de la prohibición del Senado romano.
[40] Variedad de peras que
maduran en noviembre y diciembre. Son jugosas y de piel verde.
[41] Experiencia y habilidad en
la vida social.
[42] Alusión a los sacerdotes. La
sotana es una vestidura talar, negra, abotonada por delante de arriba abajo,
que usaban los clérigos como traje ordinario.
[43] Badinguet era el nombre del
albañil que en 1846 prestó sus ropas a Luis Napoleón Bonaparte, lo que permitió
a este evadirse de la prisión de Ham. Cuando Luis Napoleón era ya Napoleón III,
sus enemigos políticos siguieron apodándolo «Badinguet».
[44] Chico que sirve en los
hoteles y otros establecimientos para llevar recados. Su uniforme suele tener
muchos botones.
[45] Francés con acento fuertemente
germánico.
[46] Hasta fines del xix era
frecueñte en los hoteles franceses que los servicios tuvieran inscrito en la
puerta el número 100.
[47] Tratante, persona dedicada a
la compra y venta de ganados, espe-cialmente caballerías.
[48] Se trata de un tipo de
cerveza rubia.
[49] Que ocasionan gastos.
[50] Toneles, cubas grandes de
vino.
[51] Pasillo, zona de paso en un
edificio.
[52] Piensos, alimento para el
ganado.
[53] Hacer sopa con el pan,
empapándolo en agua.
[54] Héroes franceses. Bertrand
Du Guesclin (1320-1380) fue un noble bretón que consiguió grandes victorias
durante sus campañas contra los reyes castellanos y contra los ingleses. Juana
de Arco, conocida como «la doncella de Orleans», nació en 1412 y fue quemada en
la hoguera, en Ruán, en 1431.
[55] El único hijo de Napoleón
III y la emperatriz
Eugenia tenía 14 años en 1870, época en que se desarrolla
«Bola de sebo».
[56] Misterios, secretos.
[57] Juego de cartas similar a las
siete y media. Gana quien consigue reunir un total de 31 puntos, o un numero
menor pero lo más cercano a 31.
[58] Juego de naipes en el que
los jugadores pueden deshacerse de las cartas que no les convienen y
sustituirlas por otras del mazo.
[59] Palabras o dichos con que se
humilla a alguien.
[60] Expresiones con que se
sustituyen otras demasiado violentas, groseras o malsonantes.
[61] Según el relato bíblico,
Judit aceptó seducir a Holofemes -al que después cortó la cabeza- para salvar
la ciudad de Betulia. Lucrecia, heroína romana, fue violada por el rey Sexto
Tarquinio. Según Tito Livio fue esta violación lo que provocó la caída de
Roma. (La referencia a Lucrecia, como señala maliciosamente el narrador, no
viene muy a cuento.) Cleopatra, reina de Egipto, sedujo a sus vencedores
romanos César y Marco Antonio.
[62] En teología moral,
aplicación de los principios morales a los casos concretos de las acciones
humanas.
[63] En la Biblia se cuenta cómo
el patriarca Abraham recibió de Dios la orden de sacrificar a su hijo Isaac.
Cuando se disponía al sacrificio, un ángel detuvo la mano de Abraham.
[64] Proposición tan clara y
evidente que se admite sin necesidad de demostración.
[65] Crimea, Italia y Austria
fueron los principales teatros de operaciones bélicas durante el Segundo
Imperio.
[66] Con esta expresión se alude
a la famosa fábula de Esopo en la que la zorra no puede alcanzar un racimo y
abandona su intento, pero se consuela diciendo que las uvas estaban verdes.
[67] Zamarra, chaqueta hecha o
forrada de pieles.
[68] En los carruajes, asiento
delantero exterior desde donde el cochero gobierna las caballerías.
[69] Juego de cartas entre dos o
más personas, cada una con tres cartas.
[70] Loza común con esmalte.
metálico.
[71] Es lo mismo que cuscurro,
parte del pan más tostada que corresponde a los extremos o al borde.
[72] Descarga cerrada de toda una
andana o batería de un costado de un buque de guerra. Aquí se usa en sentido
figurado.
[73] Considerada como himno
revolucionario por excelencia, La Marsellesa estuvo prohibida durante el
Segundo Imperio. Desde 1879, esto es, muy poco antes de la publicación de «Bola
de sebo», se convirtió en el himno nacional francés, pero a muchos seguía
pareciéndoles una canción subversiva.
[74] Sagrado
amor a la patria,
sostén y guía de nuestros brazos vengadores.
¡Libertad, querida libertad,
combate junto con tus defensores!
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