Era la hora del té, antes de
que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de
ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso salpicado de polvo de oro; y el
Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente
bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.
Lejos, a la derecha, las
montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del
poniente.
Se hablaba del amor, se
discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas
veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo
un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, «amor» constantemente
pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz
femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba
como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.
-¿Se puede amar durante muchos
años seguidos?
-Sí -decían algunos.
-No -aseguraban otros.
Distinguían los diversos
casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y
mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no
podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados,
hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de
dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.
De pronto, alguien, con la
mirada fija en un punto lejano, exclamó:
-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?
Sobre el mar, en el horizonte,
surgía una masa gris, enorme y confusa.
Las mujeres se levantaron y
contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían
visto. Alguien dijo:
-Es Córcega. Se la ve así dos
o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando
el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que
siempre velan las lejanías.
Vagamente, se distinguían las
crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron
sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una
tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas
visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de
los océanos inexplorados.
Entonces, un anciano
caballero, que aún no había hablado, dijo:
-En esa isla que se alza ante
nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi
memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante,
inverosímilmente feliz. Se lo contaré.
«Hace cinco años hice un viaje
a Córcega[1].
Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar
de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy.
Imagínense un mundo todavía en
el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que
corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas
ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de
castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se
descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un
monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de
madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto
infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es
esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la
indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama
arte.
Italia, donde cada palacio,
lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí misma; donde el mármol, la
madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del
hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas
viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros
la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo,
la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora.
Frente a ella, la ruda Córcega se ha
conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa,
indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de
familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas,
violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario,
generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar
su fiel amistad a la menor muestra de simpatía.
Hacía un mes que vagaba a
través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines
del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por
senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas
y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por
la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las
puertas de las cacas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el
día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo modesto; a
la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me
conducía hasta los limites del pueblo.
Una noche, tras diez horas de
camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se
abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de
matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos
murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste.
En torno a la choza, un viñedo
y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo
suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre.
La mujer que me recibió era
vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de
paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su
compañera me dijo:
-Perdónelo, se ha quedado
sordo. Tiene ya ochenta y dos años.
Me sorprendió que hablara el
francés de Francia.
-¿Son ustedes de Córcega?
Ella me respondió:
-No. Somos del continente.
Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.
Una sensación de angustia y de
espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en
un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo
pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la
que habían hervido todo junto patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida,
fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía
del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los
viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si
todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se
descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de
todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con
sueños hasta la muerte. La
vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las
almas más resignadas, me preguntó:
-¿Viene usted de Francia,
entonces?
-Sí, viajo por gusto.
-¿Será usted de París, quizá?
-No, soy de Nancy.
Me pareció que la agitaba una
extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:
-¿Es usted de Nancy?
En la puerta apareció el
hombre, con esa impasibilidad de los sordos.
-No importa. No oye nada -dijo
ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:
-Entonces, conocerá usted a
mucha gente en Nancy.
-Sí, a casi todo el mundo.
-¿Conoce a la familia de
Sainte-Allaize?
-Sí, muy bien. Eran amigos de
mi padre.
-¿Cómo se llama usted?
Le dije mi nombre. Me miró
fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:
-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los
Brisemare? ¿Qué fue de ellos?
-Murieron todos.
-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?
-Sí, el último es general.
Entonces, estremeciéndose de
emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por
no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había
tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de
todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:
-Sí, ya sé: Henri de Sirmont.
Es mi hermano.
Alcé mis ojos hasta ella,
sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido
un escándalo en la noble Lorena[2].
Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un
suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo,
hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado
que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo
desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse?
¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que lo amaba? No se pudo saber.
Nada logró adivinarse, y nadie
lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio,
desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se
tuvo noticias de ella, y la dieron por muerta.
Y yo la volvía a encontrar de
aquella forma, en aquel siniestro valle.
-Sí, sí, ahora me acuerdo -le
dije, a mi vez. Usted es la señorita Suzanne.
Ella dijo que sí con la cabeza. Caían
lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a
la puerta de su casucha, me dijo:
-Es él.
Y me di cuenta de que lo
seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida.
Le pregunté:
-¿Ha sido usted feliz, por lo
menos?
Ella me respondió, con una voz
que le salía del corazón:
-Sí, muy feliz. Me ha hecho
muy feliz. Jamás he lamentado nada.
La contemplé, triste,
sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había
marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella
misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo,
sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas.
Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda
de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una
silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón
junto a él.
¡Y nunca había pensado en
nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las frías telas, ni
las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de
las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma
donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a
él; su presencia colmaba sus deseos.
Había abandonado la vida de
muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola
con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su
vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin
cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la
existencia.
No habría podido ser más
feliz.
Y durante toda la noche,
oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija[3]
junto a la mujer que le había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña
y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco.
Y me marché al amanecer, tras
haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.»
El narrador se calló.
Una mujer dijo:
-No demuestra nada. Esa mujer
tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias
demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.
Otra, lentamente, dijo:
-¿Y qué importa? Fue feliz.
Y lejos, al final del
horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar,
borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia
de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] El
propio Maupassant estuvo en Córcega en el otoño de 1880 y quedó impresionado
por la isla y por las costumbres de sus habitantes. En los primeros meses de
1884 pasó una temporada de descanso en Cannes. Recuerdos de ambas experiencias
se mezclan en este relato publicado en marzo de 1884.
[2] Región
del noreste de Francia. Limita al norte con Alemania, país al que perteneció
tras la guerra franco-prusiana. Lorena fue devuelta a Francia por el Tratado de
Versalles (1919).
[3] Lecho
o cama pobre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario