Cuando el capitán Épivent
pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo
del gallardo oficial de húsares. Por ello, se exhibía pavoneándose siempre,
orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y,
verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El
primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso,
con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo
a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías[1].
La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso
pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas
de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos
bajo la tela ajustada del pantalón rojo[2].
Andaba tensando las corvas y
separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes, que tanto
favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero
vulgar bajo una levita.
Como muchos oficiales, el
capitán Épivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro,
tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además,
una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente
estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa
de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no
resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.
En general, despreciaba a todo
el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.
Ante todo, los burgueses no
existían para él. Los miraba como se mira a los animales, sin concederles mayor
atención que la que se concede a los gorriones o a las gallinas. Solo los
oficiales contaban en el mundo, pero no tenía la misma estima por todos los
oficiales. No respetaba más que a los que eran gallardos, pues pensaba que la
verdadera, la única cualidad del militar debía ser la arrogancia. Un
auténtico soldado, qué diablos, debía ser un temerario nacido para la guerra y
el amor, un hombre de lucha, de pelo en pecho, fuerte, y nada más. Clasificaba
a los generales del ejército francés según su estatura, su porte y la rudeza de
su rostro. Bourbaki[3] le
parecía el mejor militar de los tiempos modernos.
Se reía de los oficiales de
infantería bajos y gordos y que jadean al andar, pero, sobre todo, sentía un
invencible desprecio que rayaba en repugnancia por los pobres diablos salidos
de la Escuela Politécnica[4],
esos hombrecillos flacos, con gafas, torpes y desmañados, que parecen hechos
para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba de que
en el ejército se tolerara a esos abortos de piernas frágiles que andan como
cangrejos, que no beben, que comen poco y que prefieren las ecuaciones a las mujeres.
El capitán Épivent tenía
éxitos constantes, triunfaba con el bello sexo.
Cada vez que cenaba con una
mujer, se sentía seguro de acabar la noche a solas con ella, sobre el mismo
colchón, y si obstáculos insuperables le impedían lograr la victoria aquella
misma noche, no dudaba de que lo conseguiría al día siguiente. A sus compañeros
no les gustaba presentarle a sus queridas, y los tenderos cuyas bellas mujeres
estaban al mostrador de la tienda, lo conocían, lo temían y lo odiaban a
muerte.
Cuando pasaba, la tendera, a
su pesar, cambiaba con él una mirada a través de los cristales del escaparate,
una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que contienen una
incitación y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, a quien una
especie de instinto advertía, se volvía bruscamente y lanzaba una mirada furiosa
a la silueta altiva e hinchada del oficial. Cuando el capitán había pasado,
sonriente y contento de la impresión causada, el tendero, revolviendo
nerviosamente los objetos que tenía delante, declaraba:
-Ahí va un pavo presumido.
¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos inútiles que arrastran su sable de
lata por las calles? Yo prefiero a un carnicero antes que a un soldado. Si
tiene sangre en su delantal, al menos es sangre de animal; y sirve para algo.
El cuchillo que lleva no está destinado a matar a hombres. No comprendo por
qué se tolera que esos asesinos públicos se paseen con sus instrumentos de
muerte. Ya sé que hacen falta, pero que los oculten, por lo menos, y que no se
los vista como en una mascarada con pantalones rojos y chaquetas azules.
Normalmente, los verdugos no llevan uniforme, ¿no?
La mujer, sin contestar, se
encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto
sin verlo, exclamaba:
-Hace falta ser imbécil para
ir a ver pavonearse a esos fantasmones.
La fama de conquistador del
capitán Épivent era conocida en todo el ejército francés.
* * *
En 1868[5],
su regimiento, el 102 de húsares, fue de guarnición a Ruán.
Pronto fue conocido en toda la ciudad. Todas las
tardes, hacia las cinco, aparecía en el paseo Boieldieu, para ir a tomarse su
ajenjo[6]
en el café de la Comedie, pero, antes de entrar en el establecimiento, se daba
una vuelta por el paseo para lucir sus piernas, su cintura y su bigote.
Los tenderos ruaneses, que
también se paseaban, con las manos a la espalda, preocupados por los negocios y
hablando del alza y de la baja, le lanzaban, no obstante, una mirada y
murmuraban:
-¡Buen ejemplar de hombre!
Luego, cuando ya lo
conocieron:
-¡Mira, el capitán Épivent!
Desde luego, es un buen mozo.
Las mujeres, al verlo, hacían
un pequeño movimiento de cabeza, que era una especie de estremecimiento de
pudor, como si se sintieran débiles o desnudas ante él. Agachaban un poco la
cabeza con una sombra de sonrisa en los labios y un deseo de que las encontrara
encantadoras y les concediera una mirada. Cuando se paseaba con un compañero,
este no dejaba nunca de murmurar con envidia, cada vez que se daba cuenta de
este manejo:
-¡Tiene suerte, este maldito
Épivent!
Entre las mantenidas[7]
de la ciudad se había establecido un combate, una carrera, a ver quién se lo
llevaba. Todas acudían a las cinco, la hora de los oficiales, al paseo
Boieldieu, y arrastraban sus faldas, de dos en dos, de una punta a la otra del
paseo, mientras los tenientes, capitanes y comandantes, de dos en dos también,
arras-traban sus sables por la acera, antes de entrar en el café.
Una tarde, la bella Irma , querida,
según se decía, del señor Templier-Papon, el rico fabricante, mandó parar su
coche enfrente de la Comedie, y bajándose, pretextó ir a comprar papel o a
encargar tarjetas de visita al impresor Paulard tan solo para poder pasar ante
las mesas de los oficiales y lanzar al capitán Épivent una mirada que quería
decir:
«Cuando usted quiera», tan
claramente, que el coronel Prune, que estaba bebiendo el líquido verde con su
teniente coronel, no pudo evitar gruñir:
-¡Tiene suerte, ese maldito!
Se difundió la frase del coronel;
y el capitán Épivent, conmovido por aquella aprobación superior, paseó en uniforme
de gala al día siguiente bajo las ventanas de Irma.
Ella lo vio, se mostró,
sonrió.
Aquella misma noche se hizo su
amante.
Se mostraron en público,
llamaron la atención, se comprometieron mutuamente, orgullosos ambos de su
aventura.
Los amores de la bella Irma con el
oficial eran la comidilla de toda la ciudad. El único que los ignoraba era el señor
Templier-Papon.
El capitán Épivent estaba
radiante de gloria. Y, a cada instante, repetía:
-Me acaba de decir Irma...
-Irma me decía anoche...
-Ayer, cenando con Irma...
Durante más de un año paseó,
lució y ondeó por Ruán sus amores, como una bandera cogida al enemigo. Se
sentía crecido por aquella conquista, envidiado, más seguro de alcanzar la
cruz que tanto deseaba, pues todo el mundo tenía puestos los ojos en él y no
hay nada mejor que ser muy conocido para que no le olviden a uno.
* * *
Pero estalló la guerra, y el
regimiento del capitán fue uno de los primeros en ser enviados a la frontera. La
despedida fue muy triste. Duró toda una noche.
El sable, los pantalones
rojos, el quepis, el dormán[8],
habían caído del respaldo de una silla al suelo; los vestidos, las enaguas,
las medias de seda, estaban esparcidas, caídas también, mezcladas con las
prendas del uniforme, en desorden sobre la alfombra, y toda la habitación
revuelta como después de una batalla. Irma, enloquecida, con los cabellos
sueltos, arrojaba sus brazos desesperados al cuello del oficial, lo estrechaba,
y luego, soltándolo, se dejaba caer, arrastrando los muebles, desgarraba los
sillones, le mordía los pies, mientras el capitán, muy emocionado, pero
incapaz de consolarla, repetía:
-Irma, mi pequeña Irma,
tranquilízate. Tengo que irme.
Y le enjugaba de cuando en
cuando, con la punta de un dedo, una lágrima que le brotaba en la comisura de
los ojos.
Se separaron al amanecer. Ella
siguió en coche a su amante durante la primera etapa. Lo besó casi delante del
regimiento en el instante de la separación. A todos les pareció esto muy noble y
digno, y los compañeros estrecharon la mano del capitán diciéndole:
-¡Enhorabuena! Esa pequeña
tiene corazón. Verdaderamente, veían en aquel gesto algo de patriótico.
* * *
El regimiento fue sometido a
muchas pruebas durante la
campaña. El capitán se comportó heroicamente y al fin fue
condecorado con la cruz.
Luego , terminada la guerra, volvió a Ruán de guarnición.
Nada más regresar pidió
noticias de Irma, pero nadie pudo decirle nada concreto.
Según unos, se había divertido
con todo el estado mayor prusiano.
Según otros, se había retirado
a vivir con sus padres, que eran labradores en las cercanías de Yvetot[9].
Mandó incluso a su ordenanza
al ayuntamiento para que mirara en el registro de defunciones. Pero el nombre
de su querida no aparecía en él.
Y se sintió invadido de una
gran pesadumbre, de la que también hizo gala. Acusaba al enemigo de su
desgracia y atribuía a los prusianos que habían ocupado Ruán la desaparición
de la joven, declarando:
-¡Me las pagarán en la próxima
guerra, esos miserables!
Una mañana, al entrar en el
comedor de oficiales a la hora del almuerzo, un recadero, un viejo con blusón y
gorra de plato, le entregó un sobre. Lo abrió y leyó: «Querido mío: Me
encuentro en el hospital, muy enferma. ¿No vas a venir a verme? ¡Me darías una
alegría tan grande... -Irma».
El capitán se puso pálido y,
apiadado, exclamó:
-¡Dios mío, pobrecilla! En
cuanto termine de comer voy a verla...
Y a lo largo de toda la comida
no paró de contar a los oficiales que Irma estaba en el hospital; pero que él
la sacaría aquella misma mañana. La culpa era de esos malditos prusianos.
Debía de haberse encontrado sola, sin dinero, en plena miseria, pues
seguramente le robaron todos sus bienes.
-¡Ah, los muy canallas!
Todos se emocionaron al oírlo.
Apenas hubo metido su
servilleta enrollada en el aro de madera, se levantó. Recogió el sable del
perchero, abombó su pecho para poder abrocharse el cinturón, y partió a toda
prisa para ir al hospital civil.
Pero la entrada al edificio,
contra lo que él esperaba, le fue negada terminantemente, y tuvo que ir a ver a
su coronel, a quien explicó el caso, para que le diera una recomendación para
el director. El cual, tras haber hecho esperar cierto tiempo al apuesto capitán
en su antesala, le dio al fin una autorización, con un saludo frío y
desaprobador.
Ya en la puerta se sintió
molesto en aquel asilo de la miseria, del sufrimiento y de la muerte. Un mozo de
servicio lo guió.
Iba de puntillas, para no
hacer ruido, por los largos corredores en los que flotaba un repugnante olor a
moho, a enfermedad y medicamentos. De cuando en cuando, un murmullo de voces
turbaba el impresionante silencio del hospital.
A veces, por una puerta
abierta, el capitán entreveía un dormitorio, una hilera de camas cuyas ropas
estaban abultadas por la forma de los cuerpos. Mujeres convalecientes,
sentadas en sillas al pie de sus camas, cosían, vestidas con un traje de
uniforme en tela gris y tocadas con un gorro blanco.
De pronto, su guía se detuvo
ante una de aquellas galerías llenas de enfermos. Sobre la puerta, se leía en grandes
letras: «Sifilíticas»[10].
El capitán se sobresaltó; luego se puso colorado. Una enfermera estaba
preparando un medicamento en una mesita de madera, a la entrada.
-Yo lo llevaré -dijo. Es en la
cama 29 -y empezó a caminar delante del oficial. Es aquella -dijo, señalando
una cama.
Solo se veía un bulto bajo las
mantas. Hasta la cabeza estaba oculta por las ropas.
De todas las camas se
incorporaban caras pálidas, extrañadas, que miraban el uniforme, rostros de
mujeres, jóvenes y viejas, pero que parecían todas feas y vulgares con el
humilde uniforme reglamentario.
El capitán, muy turbado, con
el sable en una mano y el quepis en la otra, murmuró:
-Irma.
Un gran movimiento se produjo
en la cama, y el rostro de su querida surgió, pero tan cambiado, tan fatigado,
tan flaco, que no lo reconoció.
Ella jadeaba, sofocada de
emoción, y exclamó:
-¡Albert!... ¡Albert!... ¡Eres
tú!... ¡Oh!... Gracias... Y se le llenaron los ojos de lágrimas. La enfermera
trajo una silla.
-Siéntese, caballero.
Se sentó, y miró la cara
pálida, tan miserable, de aquella mucha-cha a la que había dejado tan bella y
tan fresca. Dijo:
-¿Qué tienes?
Ella, llorando, respondió:
-Ya lo has visto: está escrito
en la puerta.
Ocultó sus ojos bajo el embozo
de las sábanas. Y él, fuera de sí, avergonzado, siguió:
-Pero ¿cómo has cogido eso, mi
pobre Irma?
-Esos cerdos de prusianos
-murmuró. Me violaron y me dejaron envenenada.
No supo qué decir. La miraba y
hacia girar su quepis sobre las rodillas.
Las otras enfermas lo
examinaban y él creía sentir un olor a podredumbre, un olor a carne corrompida
y a infanúa en aquel dormitorio lleno de mujeres con aquella innoble y terrible
enfermedad.
Irma murmuró:
-No creo que escape de esta.
El médico dice que es muy grave -luego, al ver la cruz sobre el pecho del
oficial, exclamó: ¡Si te han condecorado...
¡Cuánto me alegro! ¡Cuánto me
alegro! ¡Si pudiera besarte!
Un estremecimiento de miedo y
repugnancia recorrió la piel del capitán solo de pensar en aquel beso.
Sentía ya ganas de marcharse,
de estar al aire libre, de perder de vista a aquella mujer. Pero se quedaba,
porque no sabía qué hacer para levantarse, para despedirse. Balbució:
-Entonces, no te cuidaste.
Una llamarada pasó por los
ojos de Irma:
-No. Quise vengarme, aun a
riesgo de morir. Y los envenené a ellos también, a todos, todos, a todos los
que pude. Mientras estuvieron en Ruán no me cuidé.
Con un tono turbado, en el que
se percibía cierta alegría, el capitán declaró:
-En ese aspecto, hiciste bien.
Ella, animándose, con los
pómulos encendidos, dijo:
-Puedes estar seguro de que
más de uno morirá por mi causa. Te garantizo que me he vengado.
Él dijo aún:
-Muy bien.
Luego, levantándose:
-Bueno, tengo que dejarte,
porque debo estar a las cuatro con el coronel.
Ella se emocionó mucho:
-¡Tan pronto! ¿Ya me dejas?
¡Si acabas de llegar...! El capitán quería marcharse a toda costa. Dijo:
-Ya has visto que vine
enseguida, pero es que tengo que estar sin falta con el coronel a las cuatro.
-¿Sigue siendo el coronel
Prune? -le preguntó.
-El mismo. Fue herido dos
veces.
-¿Y entre tus compañeros?
-siguió ella. ¿Hubo muertos?
-Sí. Saint-Timon, Savagnat,
Poli, Sapreval, Robert, De Courson, Pasafil, Santa¡, Caravan y Poivrin
murieron. Sahel perdió un brazo y a Courvoisin le tuvieron que amputar una
pierna; Paquet perdió el ojo derecho.
Ella escuchaba llena de
interés. Luego, de pronto, balbució: -Me besarás antes de marcharte, ¿verdad?
Ahora no está la
señorita Langlois.
Y, a pesar de la repugnancia
que sentía, puso sus labios sobre aquella frente pálida, mientras ella,
rodeándole con sus brazos, llenaba de besos enloquecidos el paño azul de su
dormán.
-¿Volverás? ¿Volverás?
Prométeme que volverás.
-Sí, te lo prometo.
-¿Cuándo? ¿El jueves?
-Sí, el jueves.
-¿A las dos?
-El jueves a las dos.
-¿Me lo prometes?
-Te lo prometo.
-Adiós, querido mío.
-Adiós.
Y se marchó; confundido, entre
las miradas de todo el dormitorio, encogiéndose un poco para pasar inadvertido.
Al sentirse en la calle, respiró.
* * *
Por la noche, sus compañeros
le preguntaron:
-Bueno, ¿qué tal está Irma?
Él, con un tono embarazado,
respondió:
-Ha tenido una pulmonía. Está
muy mal.
Pero un teniente joven,
oliéndose algo, pidió informes y, al día siguiente, cuando el capitán entró en
el comedor de oficiales, fue acogido por una descarga de risas y de bromas. Al
fin se vengaban.
Supieron, además, que Irma
había participado en las juergas del estado mayor prusiano, que había
recorrido la región a caballo con un coronel de húsares azules y con muchos
otros, y que, en Ruán, no la conocían más que por la «mujer de los prusianos».
Durante ocho días, el capitán
fue la víctima del regimiento. Recibía por correo frases alusivas de las
ordenanzas, recetas de médicos especialistas, incluso paquetes de medicamentos
cuyas indicaciones estaban escritas en el exterior.
Y el coronel, puesto al
corriente, declaro con un tono severo:
-Bien, bien, el capitán tenía
buenas amistades. Tengo que felicitarle.
Doce días después, fue llamado
por una nueva carta de Irma. La rompió, con rabia, y no la contestó.
Ocho días más tarde, le
escribió de nuevo que se encontraba muy mal, y que quería despedirse de él.
No contestó.
Pasaron unos días aún, y
recibió la visita del capellán del hospital.
No se atrevió a negarse a
seguir al capellán, pero entró en el hospital con el corazón lleno de perverso
rencor, de vanidad herida, de orgullo humillado.
Apenas la encontró cambiada y
pensó que se había burlado de él.
-¿Qué quieres de mí? -dijo.
-He querido despedirme de ti.
Parece que me muero.
-Escucha: me has convertido en
el hazmerreír de todo el regimiento, y esto no puede continuar.
-¿Yo? -preguntó ella. Pero
¿qué te he hecho yo? Él se sintió irritado de no saber qué contestarle.
-¡No pienses que voy a volver
aquí para que se ría de mi todo el mundo!
Ella lo miró con sus ojos
apagados, en los que empezaba a encenderse la cólera, y repitió:
-¿Qué te he hecho yo? ¿Es que
no me he portado bien contigo? ¿Te he pedido alguna vez algo? De no haber sido
por ti, yo habría seguido con el señor Templier-Papon y hoy no me encontraría
aquí. Si alguno de los dos tiene reproches que hacer, no eres tú.
Él continuó, con tono
vibrante:
-No te hago reproches, pero no
puedo seguir viniendo a verte, porque tu comportamiento con los prusianos ha
sido la vergüenza de toda la ciudad.
En un arranque, Irma se sentó
en la cama:
-¿Mi comportamiento con los
prusianos? Pero si te he dicho que me violaron y que no me cuidé porque quise
envenenarlos. De haber querido curarme, no habría sido difícil, pero yo quería
matarlos, y los he matado.
Él se mantenía de pie:
-De todas formas, es
vergonzoso -dijo.
Ella tuvo una especie de
ahogo, y luego continuó:
-¿Qué es lo que es vergonzoso?
¿Dejarme morir para exterminar-los? ¿Eh? ¡Di! ¡No hablabas así cuando venías a
mi casa de la calle Juana
de Arco! ¡Vergonzoso! ¡Tú no habrías sido capaz de hacerlo, con toda tu cruz de
honor! ¡Me la he merecido yo más que tú, sí, más que tú, y he matado a más
prusianos que tú!
Estaba estupefacto ante ella,
temblando de indignación:
-¡Cállate!... ¡Cállate!...,
porque... no te consiento... que hables... de ciertas cosas...
Pero ella no lo escuchaba:
-¡Mucho daño que les hicisteis
vosotros a los prusianos! Esto no habría ocurrido si vosotros les hubierais
impedido llegar hasta Ruán. Erais vosotros quienes teníais que contenerlos,
¿me oyes? Y yo les he hecho más daño que tú, yo, sí, mas daño, porque voy a
morir, mientras tú sigues presumiendo y luciéndote para embaucar a las
mujeres...
De cada cama se había alzado
una cabeza y todas las miradas coincidían en aquel hombre de uniforme que tartamudeaba:
-¡Cállate!... ¡Cállate!...
Pero ella no se callaba.
Gritaba:
-¡Sí! ¡No eres más que un
guapo presumido! Te conozco, claro que te conozco. Te digo que yo les he hecho
más daño que tú, sí, yo, y que he matado más que todo tu regimiento junto...
¡Anda, vete...! ¡Cobarde!
Y, en efecto, se marchó, huyó,
a grandes pasos, por entre las dos filas de camas donde se agitaban las
sifilíticas. Y oía la voz jadeante, sibilante, de Irma, que continuaba:
- ¡Más que tú, sí, he matado
más prusianos que tú, más que tú...!
Bajó la escalera de cuatro en
cuatro y corrió a encerrarse en su casa.
Al día siguiente, se enteró de
que había muerto.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Cada
uno de los extremos del bigote, formado por un conjunto de pelos largos que
acaba en punta.
[2] Recuérdese
que este fue el pantalón de uniforme del ejército fran-cés hasta 1914.
[3] Charles
Bourbaki (1816-1897) fue un general francés de origen griego que se dio a
conocer durante la guerra de Crimea. En 1871 estaba al mando de la armada del
Este.
[4] Institución
en que se forman los ingenieros militares.
[5] Dos
años antes de estallar el conflicto franco-prusiano.
[6] Bebida
alcohólica obtenida tras macerar diversas plantas, entre ellas el ajenjo.
[7] Mujeres
que viven a expensas de un hombre con el que mantienen relaciones sexuales
extramatrimoniales.
[8] El
quepis es un gorro cilíndrico o ligeramente cónico, con visera horizontal,
usado como prenda del uniforme militar. El dormán es una chaqueta, también de
uniforme, con adornos y vueltas de piel, usada por los húsares.
[9] Como
se recordará, Maupassant estudió en Yvetot entre 1863 y 1868.
[10] Pacientes
afectadas de sífilis, enfermedad infecciosa que se contagia por vía sexual.
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