Diga lo que quiera el Sr. Cánovas, la
oratoria más se parece a la arquitectura que a la escultura. Es como aquella, arte
bello-útil. Y así como
hay edificios que son útiles, pero no son bellos, o no tienen más belleza que
la que se les atribuye abstractamente al pensar en que son útiles, hay oradores
que pueden ser útiles (y aun unas hormiguitas para su casa), pero que no son
bellos.
Si a un orador que es artista, que produce
belleza hablando, se le puede comparar con una catedral gótica, o con el
Partenón, o con una formidable fortaleza ciclópea, según los géneros, a un
orador como Cánovas se le puede y casi se le debe comparar, no con las
Pirámides de Egipto, como decía en broma Hermosilla hablando de símiles
disparatados, y como tal vez a D. Antonio le sabría bien; se le puede comparar,
digo... con un gran almacén de harinas.
Que el Sr. Cánovas es orador, es indudable;
que lo que dice nos suele importar mucho a todos... porque a lo mejor nos
va en ello la vida, o por lo menos la tranquilidad y hasta el pan que ganamos
con el sudor de nuestro rostro, también es evidente. Cuando D. Antonio vocifera
desde el banco azul, por ejemplo, que va a ver cómo se las arregla para
colgarnos a todos los que no pensamos como él, ¿quién se para en pelillos
retóricos, ni se detiene a considerar si Cánovas es o no tan correcto como
después aparece en el Diario de Sesiones? La oratoria de Cánovas no es cosa de
juego, como él
dice que es el arte; y cuando habla Cánovas, estamos todos con el agua al cuello.
Y así como se han dicho que en un naufragio los náufragos no son los que
sienten bien el sublime (en cristiano lo sublime) del espectáculo, sino que de
tal sublimidad sólo pueden disfrutar los que la ven desde lo seco, en tierra
firme; y así como el soldado, envuelto en humo y en peligros inminentes, no
aprecia el conjunto poético de la terrible batalla; los españoles, que siempre
salimos con algo roto de los discursos trascendentales del gran conservador, no
podemos contemplar tranquilamente ni disfrutar las bellezas de la elocuencia
canovística. Esto por lo que toca a los españoles ilegales y sus afines; en
cuanto a los canovistas, tampoco ven con la desinteresada contemplación del
espectador en pura estética la arquitectónica grandeza de la oratoria del
amo; para estos, para los conserva-dores, sirve la comparación apuntada:
la del gran almacén de harinas. Así como la antigüedad clásica pintó a la
elocuencia con una cadena de eslabones de oro saliendo de los labios, hoy se
puede pintar la elocuencia oficial de Cánovas figurando al monstruo con una
cadena de roscas de pan candeal pendiente de la boca. Sí; la oratoria de
Cánovas es eso: el bollo y el coscorrón; y ni los del
coscorrón ni los del bollo podemos juzgarle como orador artístico. Sin
contar con que no lo es.
Pero me apresuro a reconocer dos condiciones
de la oratoria de Cánovas, que la hacen simpática hasta cierto punto.
Cánovas sabe que tiene poca imaginación (como no sea para inventar
teorías políticas) y no pretende cultivar el estilo asiático ni el florido, y
llama al pan pan y al vino vino, y hace bien. Tiene bastante orgullo (aquí
oportuno) para no querer segundos papeles, imitaciones cursis, y deja el arte
divino de la elocuencia a los pocos, poquísimos privilegiados a quien Dios llamó
por ese camino. Él recaba su derecho de decir lo que quiere y de saber lo que
dice; y como lo
que dice suele ser importante, por ser él quien es, sus discursos tienen muchas
veces interés de actualidad y grande. Además, él, como político de los que se usan, de ambición
bien puesta, de pasión de partido, de energía de jefe, de intriga parlamentaria
hábil, vale, ya lo creo, y sus discursos reflejan este valor. Importan los
discursos de este hombre por lo que tiene que decir, no por el modo de decirlo.
Aun en la forma hay a veces calor, naturalidad, y no dejan de salirle de cuando
en cuando de la trabajada mollera párrafos bien construídos y hasta sonoros.
Por lo general es incorrecto, sobre todo en la construcción; tiene los defectos
que trae consigo la escasa fantasía; describe mal, con torpeza de lengua y
vaguedad de dibujo; abusa sin conciencia de los ripios parlamentarios, de las
fórmulas y muletillas corrientes; no teme la tautología, ni la repetición, ni
la vana sinonimia (que no es lo mismo que la tautología), ni acierta con la
precisión, ni aspira a la concisión; esa concisión que no es más que el premio
de la imagen exacta, de la lógica clara, del pensamiento seguro, del dominio
del idioma; concisión que es muy otra cosa que la pobreza y la frialdad, aunque
muchos con ellas la confunden.
Otra cualidad buena, simpática, de la
oratoria de nuestro hombre, es que se le ve trabajar, se le ve sudar el
discurso. Cuando no se es el gran artista de la palabra, para el cual un
discurso es la obra maestra que le hace inmortal; cuando se habla sin
pretensiones de dejar a la historia de las letras patrias piezas oratorias que
sirvan de modelo; cuando se habla sin pensar más que en el motivo utilitario
inmediato, es preferible que al orador se le vea ir formando conciencia de las
ideas y de su adecuada expresión, según van pasando de los limbos oscuros del
alma a la voz y al gesto. Un orador de papel continuo, que habla como por
resorte, que es facilísimo, abundantísimo, es una maravilla digna de
admiración, como las de los prestidigitadores; es un producto sorprendente de
la mecánica más complicada y perfecta, digna obra de un Juanelo o de un
Edisson, según el motor...; pero no es un hombre. Cánovas no es así. Su palabra
no es fácil, a veces se le rebela; pero dado el género de su oratoria, nada de
eso le perjudica. Casi parecería mal que un hombre que está inventando en aquel
momento modos de echarnos a todos a perder, de acuerdo con la última palabra de
la ciencia, los inventase de corrido, sin necesidad de pararse a pensarlos un
poco.
Para no ser un orador como
Castelar, vale más hablar como
Cánovas... salvando las incorrecciones señaladas y otras.
-¿Cánovas incorrecto?
preguntarán los que le leen y no le oyen. Sí; bastante incorrecto y a veces
premioso; cualquiera que haya asistido al Congreso durante algún tiempo, podrá
dar razón. Una cosa es el discurso de Cánovas escrito, y otra el mismo discurso
cuando él lo está diciendo. Pero así y todo, no es lo peor de Cánovas su
oratoria, y yo le prefiero a esos ruiseñores desplumados, de jaula, que creen
ser elocuentes porque se les ocurren muchas metáforas cursis y manoseadas, en
poco tiempo.
Leídos, los discursos de Cánovas podrán
enseñar la hilaza del sofisma, la arbitrariedad del carácter y del juicio; pero
no son ridículos, como los de esos tenores de zarzuela que suelen ocupar
nuestra tribuna con párrafos de un lirismo fútil, trasnochado, que leído parece
poesía de La Moda
Elegante. Aquí se llama buenos oradores a muchos porque saben
recitar, sin cortarse, prosa almibarada y relamida, insustancial y vulgar, que
en letras de molde nadie resistiría.
No es este folleto lugar a propósito para
penetrar más ni en los defectos ni en las cualidades recomendables de la
oratoria de Cánovas; es orador utilitario ante todo, orador político y
meramente político, y sin entrar en sus constituciones internas, y sus palos de
ciego, y su romanticismo arqueológico-monárquico, no se puede examinar sus
discursos, a no ser en una abstracción soporífera, vaga, insuficiente. Y lo que
es de la política de Cánovas, yo no tengo que decir más que lo siguiente:
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario