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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap VII. Canovas orador

Diga lo que quiera el Sr. Cánovas, la oratoria más se parece a la arquitectura que a la escultura. Es como aquella, arte bello-útil. Y así como hay edificios que son útiles, pero no son bellos, o no tienen más belleza que la que se les atribuye abstractamente al pensar en que son útiles, hay oradores que pueden ser útiles (y aun unas hormiguitas para su casa), pero que no son bellos.
Si a un orador que es artista, que produce belleza hablando, se le puede comparar con una catedral gótica, o con el Partenón, o con una formidable fortaleza ciclópea, según los géneros, a un orador como Cánovas se le puede y casi se le debe comparar, no con las Pirámides de Egipto, como decía en broma Hermosilla hablando de símiles disparatados, y como tal vez a D. Antonio le sabría bien; se le puede comparar, digo... con un gran almacén de harinas.
Que el Sr. Cánovas es orador, es indudable; que lo que dice nos suele importar mucho a  todos... porque a lo mejor nos va en ello la vida, o por lo menos la tranquilidad y hasta el pan que ganamos con el sudor de nuestro rostro, también es evidente. Cuando D. Antonio vocifera desde el banco azul, por ejemplo, que va a ver cómo se las arregla para colgarnos a todos los que no pensamos como él, ¿quién se para en pelillos retóricos, ni se detiene a considerar si Cánovas es o no tan correcto como después aparece en el Diario de Sesiones? La oratoria de Cánovas no es cosa de juego, como él dice que es el arte; y cuando habla Cánovas, estamos todos con el agua al cuello. Y así como se han dicho que en un naufragio los náufragos no son los que sienten bien el sublime (en cristiano lo sublime) del espectáculo, sino que de tal sublimidad sólo pueden disfrutar los que la ven desde lo seco, en tierra firme; y así como el soldado, envuelto en humo y en peligros inminentes, no aprecia el conjunto poético de la terrible batalla; los españoles, que siempre salimos con algo roto de los discursos trascendentales del gran conservador, no podemos contemplar tranquilamente ni disfrutar las bellezas de la elocuencia canovística. Esto por lo que toca a los españoles ilegales y sus afines; en cuanto a los canovistas, tampoco ven con la desinteresada contemplación del espectador en pura estética la arquitectónica grandeza de la oratoria del   amo; para estos, para los conserva-dores, sirve la comparación apuntada: la del gran almacén de harinas. Así como la antigüedad clásica pintó a la elocuencia con una cadena de eslabones de oro saliendo de los labios, hoy se puede pintar la elocuencia oficial de Cánovas figurando al monstruo con una cadena de roscas de pan candeal pendiente de la boca. Sí; la oratoria de Cánovas es eso: el bollo y el coscorrón; y ni los del coscorrón ni los del bollo podemos juzgarle como orador artístico. Sin contar con que no lo es.
Pero me apresuro a reconocer dos condiciones de la oratoria de Cánovas, que la hacen simpática hasta cierto punto.
Cánovas sabe que tiene poca imaginación (como no sea para inventar teorías políticas) y no pretende cultivar el estilo asiático ni el florido, y llama al pan pan y al vino vino, y hace bien. Tiene bastante orgullo (aquí oportuno) para no querer segundos papeles, imitaciones cursis, y deja el arte divino de la elocuencia a los pocos, poquísimos privilegiados a quien Dios llamó por ese camino. Él recaba su derecho de decir lo que quiere y de saber lo que dice; y como lo que dice suele ser importante, por ser él quien es, sus discursos tienen muchas veces interés de actualidad y grande. Además, él, como político de los que se usan, de ambición bien puesta, de pasión de partido, de energía de jefe, de intriga parlamentaria hábil, vale, ya lo creo, y sus discursos reflejan este valor. Importan los discursos de este hombre por lo que tiene que decir, no por el modo de decirlo. Aun en la forma hay a veces calor, naturalidad, y no dejan de salirle de cuando en cuando de la trabajada mollera párrafos bien construídos y hasta sonoros. Por lo general es incorrecto, sobre todo en la construcción; tiene los defectos que trae consigo la escasa fantasía; describe mal, con torpeza de lengua y vaguedad de dibujo; abusa sin conciencia de los ripios parlamentarios, de las fórmulas y muletillas corrientes; no teme la tautología, ni la repetición, ni la vana sinonimia (que no es lo mismo que la tautología), ni acierta con la precisión, ni aspira a la concisión; esa concisión que no es más que el premio de la imagen exacta, de la lógica clara, del pensamiento seguro, del dominio del idioma; concisión que es muy otra cosa que la pobreza y la frialdad, aunque muchos con ellas la confunden.
Otra cualidad buena, simpática, de la oratoria de nuestro hombre, es que se le ve trabajar, se le ve sudar el discurso. Cuando no se es el gran artista de la palabra, para el cual un discurso es la obra maestra que le hace inmortal; cuando se habla sin pretensiones de dejar a la historia de las letras patrias piezas oratorias que sirvan de modelo; cuando se habla sin pensar más que en el motivo utilitario inmediato, es preferible que al orador se le vea ir formando conciencia de las ideas y de su adecuada expresión, según van pasando de los limbos oscuros del alma a la voz y al gesto. Un orador de papel continuo, que habla como por resorte, que es facilísimo, abundantísimo, es una maravilla digna de admiración, como las de los prestidigitadores; es un producto sorprendente de la mecánica más complicada y perfecta, digna obra de un Juanelo o de un Edisson, según el motor...; pero no es un hombre. Cánovas no es así. Su palabra no es fácil, a veces se le rebela; pero dado el género de su oratoria, nada de eso le perjudica. Casi parecería mal que un hombre que está inventando en aquel momento modos de echarnos a todos a perder, de acuerdo con la última palabra de la ciencia, los inventase de corrido, sin necesidad de pararse a pensarlos un poco.
Para no ser un orador como Castelar, vale más hablar como Cánovas... salvando las incorrecciones señaladas y otras. 
-¿Cánovas incorrecto? preguntarán los que le leen y no le oyen. Sí; bastante incorrecto y a veces premioso; cualquiera que haya asistido al Congreso durante algún tiempo, podrá dar razón. Una cosa es el discurso de Cánovas escrito, y otra el mismo discurso cuando él lo está diciendo. Pero así y todo, no es lo peor de Cánovas su oratoria, y yo le prefiero a esos ruiseñores desplumados, de jaula, que creen ser elocuentes porque se les ocurren muchas metáforas cursis y manoseadas, en poco tiempo.
Leídos, los discursos de Cánovas podrán enseñar la hilaza del sofisma, la arbitrariedad del carácter y del juicio; pero no son ridículos, como los de esos tenores de zarzuela que suelen ocupar nuestra tribuna con párrafos de un lirismo fútil, trasnochado, que leído parece poesía de La Moda Elegante. Aquí se llama buenos oradores a muchos porque saben recitar, sin cortarse, prosa almibarada y relamida, insustancial y vulgar, que en letras de molde nadie resistiría.
No es este folleto lugar a propósito para penetrar más ni en los defectos ni en las cualidades recomendables de la oratoria de Cánovas; es orador utilitario ante todo, orador político y meramente político, y sin entrar en sus constituciones internas, y sus palos de ciego, y su romanticismo arqueológico-monárquico, no se puede examinar sus discursos, a no ser en una abstracción soporífera, vaga, insuficiente. Y lo que es de la política de Cánovas, yo no tengo que decir más que lo siguiente:

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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