Pero antes de meterme en honduras , quiero hacer algunas
advertencias que importan a mi crédito de hombre serio, sincero, cabalmente
honrado y libre de toda pasión vil y pequeña.
Por estas advertencias debí haber empezado;
pero el natural deseo de halagar el gusto dominante, que no puede ver las
introducciones, me hizo tal vez prescindir hasta de mi fama para comenzar
hablando cuanto antes de mi hombre, o, mejor diré, del hombre de su siglo.
Además, tan acostumbrados nos tiene Cánovas
a hablar casi exclusiva-mente de su persona importantísima, hasta en los
momentos en que más prisa corre hablar de cualquier otro, que acaso yo, por
equivocación, habiéndome propuesto empezar tratando de mí mismo, la tomé con D.
Antonio, como
él hubiera hecho de fijo en situación análoga.
Entre el capítulo anterior y este han
mediado algunos días; los más de ellos, por motivos que no importan a mis
lectores, los he dedicado yo a meditaciones filosóficas y lecturas graves.
Después de estar pensando en si el mundo es esto o lo otro, en si esto acabará como el rosario de la
aurora, o por enfriamiento, como
el teatro español, ¡quién se acuerda de querer mal al señor Cánovas!
Yo nunca le he querido mal ni bien, de
ninguna manera; me encuentro con que muchos de mis contemporáneos y
conciudadanos, la mayor parte con sueldo, le admiran, a veces le adoran, y
resulta al cabo que es un hombre encombrant en francés, y en español
insoportable.
Pero esto no me autoriza a mí para pretender
burlarme del Sr. Cánovas como cualquier mequetrefe. Podré ser vulgar,
superficial, insignificante en mis escritos, pero hoy no quiero serlo a
sabiendas, y sé y siento que la materia que he escogido para este folleto
literario ofrece el peligro de la vulgaridad más odiosa: la murmuración
frívola, vanamente injusta, la maledicencia ridículamente pedantesca. Vade
retro!
¿Por qué engañarme a mí mismo? Si mi
espíritu no está ahora para bromas ligeras, no debo dejar que la pluma resbale
por la corriente de los lugares comunes de la ironía. ¡Cuántas veces, por
cumplir un compromiso, por entregar a tiempo la obra del jornalero acabada, me sorprendo en la
ingrata faena de hacerme inferior a mí mismo, de escribir peor que sé, de decir
lo que sé que no vale nada, que no importa, que sólo sirve para llenar un hueco
y justificar un salario!... Mas ahora no ha de ser así; acabo de leer no sé qué
de Schopenhauer, de ese Schopenhauer que ya fastidia a los revisteros de París,
que tal vez no le han leído; y de tristeza en tristeza, de ternura en ternura,
de pudor en pudor, he venido a parar en un estado de ánimo ante el cual Cánovas
vale tanto como cualquiera; y en su calidad de hombre, despojado de todos sus
paramentos, reales o imaginarios, merece más que respeto, amor, el amor que se
deben los hermanos, aunque resulte cierto que no todos venimos del mismo padre.
Por todo lo cual, y por otros muchos motivos
no menos dignos de ser puestos en verso por lo que tienen de líricos, protesto
contra la maliciosa suposición de que «este trabajo» pretenda molestar al Sr.
Cánovas o a sus admiradores. Aquí no hay apasionamiento: voy a hablar del autor
de La Campana
de Huesca, o de Velilla, o lo que sea, tal como es, o a mí me parece por lo
menos; y voy a hablar de él comparándole con su tiempo, que es lo que corresponde,
pues en los siglos pasados no se sabía de Cánovas diga lo que quiera La Época,
o a lo sumo se sabría de él que estaba haciendo mucha falta; sería un deseo
vago, una aspiración al no sé qué de las generaciones ya muertas. Bueno, ahora
resulta que ese no sé qué era Cánovas; pero nuestros antepasados no podían
adivinarlo. De lo que podemos estar seguros todos es de que, una vez nacido, ya
hay Cánovas para rato. Comienzo, pues, a tratar de él y de algunas de sus obras
como Spinoza
quería: sub specie æternitatis.
Y, por supuesto, sin despojarme de este aire
melancólico y filosófico, que nos hace medir todas las cosas por un rasero, y
exclamar con Carlos V en el Ernani de Verdi: perdono a tutti.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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