El latente pensante es un libro del señor Conde o Marqués
de Seoane , del cual
hay traducciones en chino (no del Marqués, por supuesto), en alemán y en otra
porción de idiomas. Yo no he leído el latente ese, como
el lector supondrá, ni sé lo que es a punto fijo; pero creo, por conjeturas
filológicas nada difíciles, que se trata en la Pentanomia pantanómica del latente pensante (título del libro de Seoane), de algún pensamiento
oculto. Pues bien; yo voy a aplicar al estudio de la filosofía del Sr. Cánovas, si no el sistema de Seoane, el nombre del sistema.
¿Qué es Cánovas en cuanto latente pensante?
Este es el problema.
De Cánovas se puede decir lo que Gibbon
decía de Leibnitz, al compararle con uno de esos grandes conquistadores que
ambicionan un dominio universal. Leibnitz escribía lo mismo sobre cálculo
infinitesimal, que un código para los diplomáticos. Pues Cánovas entiende
también de todo, y si no vuela como el sacre, ni corre como el galgo, es capaz
lo mismo de ponerle un prólogo a lord Byron que de escribir el programa del
Manzanares o de presidir un Congreso africano, describiendo las regiones del
Congo, a guisa de Estrabón moderno (y no se crea que hay un equívoco arcaico en
eso de Estrabón, pues sería de mal gusto semejante juego de palabras). Cánovas
sirve para todo... pero por temporadas; es decir, que en invierno es paraguas y
en verano quitasol. Cuando le hacen Presidente del Ateneo, se acuerda de que es
filósofo, y saca a relucir el latente pensante. Una de las aficiones verdaderas
de Cánovas, no de las que él se imagina tener y no tiene, es la bibliografía.
Es bibliógrafo con algunas de las ventajas del oficio y todas las desventajas de la
manía. Si se trata de historia de la literatura, piensa que lo principal es
tener él en casa libros que no haya visto nadie ni por el forro. Cánovas, en
esto de libros viejos y de crítica, tiene salidas como las de Carulla en Teología; y va de
cuento. Discutíase hace bastantes años en el Ateneo si Cristo era Dios, y de
una en otra, es decir, del
Padre Sánchez en Carulla, se vino a parar a lo que era o no era el catolicismo
puro, sin mezcla. «La verdadera doctrina sobre este punto concreto (no recuerdo cuál), gritaba el
padre Sánchez, es esta: el Papa infalible lo acaba de declarar así en su
Encíclica tal, en el Breve cual». Y el padre Sánchez vomitaba latín muy
satisfecho y se sentaba poco menos que envuelto en luz increada. Pero... ¡tate,
tate, folloncicos! Del lado opuesto surgía la figura (que ya he olvidado, y lo
siento) de Carulla, el cual debe de haber envejecido mucho con eso de la Biblia en verso; y el
exzuavo, con una sonrisa entre burlona y benévola, seguro de sí mismo y del
Vaticano, exclamaba, palabra arriba o abajo: «La doctrina que el señor Sánchez
sostiene, no es a estas horas la verdadera doctrina ortodoxa; mal puede saber
el señor padre Sánchez cuál es la última declaración pontificia, cuando en
carta que Su Santidad se digna escribirme con fecha de anteayer, me dice lo
siguiente, y carta canta». Y de los bolsillos de los pantalones sacaba Carulla
un papel arrugado, que debía de ser breve o cosa así; y leía y dejaba bizco al
preopinante.
Algo por el estilo hace Cánovas. Piensa él
que los libros que tiene en casa son la última palabra acerca de la ciencia
respectiva. No cabe negar, porque lo afirman los inteligentes, que posee libros
raros, y que tiene muchos. ¡Buen provecho le hagan! Semejante mérito ya me
guardaré yo de negárselo, y estoy dispuesto a reconocerle todo el tamaño
que quiera en cuanto biblioteca, y si se quiere comparar con la de Alejandría,
que se compare. Pero los libros no basta tenerlos. El ricachón aquel de Iriarte
era más discreto con su biblioteca pintada, que muchos prenderos bibliófilos
que no ven en el libro más que el forro. Es preciso leer. Y no basta eso
tampoco. Hay que entender lo que se lee, y leer a tiempo y con orden. Pues
Cánovas no lee así. Lo declara él mismo. Es pensador y filósofo en sus ratos de
ocio, según confesión que nos hace en la Introducción de sus
Problemas contemporáneos (según se verá más despacio). De aquí proceden
lamentables equivocaciones. Por ejemplo: Cánovas cree que son raros todos sus
libros, y así como está seguro de que no hay más ejemplar que uno que tiene él
bajo llave, y que no enseña a nadie, de tal o cual epístola de Zabaleta o de un
Sánchez o Fernández, más o menos benedictinos o franciscanos, cree estarlo
también de que la última palabra de la ciencia moderna la tiene él en la Revista que ha leído la
noche anterior o en el libro todavía intonso que le acaba de mandar el librero.
Cánovas piensa que los escritores hacen hoy ediciones de un solo ejemplar, o a
un solo ejemplar, como diría algún clásico nuevo, para regalárselas a él y para
que los demás no se enteren. Así habla y escribe Cánovas de las teorías
nuevas, ya filosóficas, ya políticas, como si no las conociera nadie más que él.
Confunde esto con las cartas eruditas de D. Serafín Estévanez y con los libros
viejos de nuestra literatura, que el señor Cánovas saca a relucir, vengan o no
vengan a cuento, como se verá más adelante.
Demás de esto, como él diría, por esa
afición idolátrica a los libros, por ese fetiquismo de la encuadernación,
Cánovas viene a coincidir con los estudiantillos aplicados, que creen que la
ciencia de la verdad más pura viene siempre por el correo, y que el último
libro es el mejor, y el que los corrige y eclipsa todos. Sí; Cánovas, a pesar
de ser tan reaccionario, es de esos espíritus pobres que tienen la superstición
del último
libro. Como no piensa con originalidad, como no está preocupado de veras y motu
proprio con los grandes problemas, como él dice, de la vida, como es pensador
de azar (palabras casi suyas), como es filósofo de parada, de revista oficial y
de uniforme, toma el asunto que le da el vaivén de la vulgaridad pensante, se
apodera del lugar común del día, de los tópicos de la plaza pública, y lee
discursos y más discursos, dignos de cualquier secretario de sección del Ateneo
o de la Academia
de Jurisprudencia.
Cánovas no tiene bastante vigor intelectual
para pensar en las ideas mismas, no pasa de pensar en las letras de molde en
que suele aparecer algo de las ideas. Aquella falta de sinceridad y de íntima
convicción que se nota en las obras de Cánovas, nace en parte de la sequedad de
su espíritu, como
ya dije, de su prurito de ripiar la vida; pero nace también en parte de ese
mezquino fetiquismo en que se adora la imprenta por la imprenta.
Cánovas, en cuanto filósofo, está
representado principalmente por su obra titulada Problemas contemporáneos.
No consta que en parte alguna haya sido más
filósofo que allí. Se trata de la colección de los discursos con que inauguró
los cursos del Ateneo, las muchas veces que fue presidente de aquella sociedad
científica. ¿Sabe alguno de mejor ni más filosofía de Cánovas?
Pues de esta dice él mismo: «Estos volúmenes
no encierran sino estudios, por lo común en
forma de discursos, casi siempre escritos fortuitamente...».
Ya lo oye el lector: Cánovas escribe o habla
casi siempre fortuitamente cuando se trata de los problemas contemporáneos, de
las cuestiones más arduas, de las doctrinas filosóficas y de los varios
fenómenos sociales, como
dice él mismo.
Y ¿qué es escribir fortuitamente? Véase el
Diccionario, de que es colaborador Cánovas mismo:
«Fortuitamente = Casualmente, sin
prevención, sin premedita-ción».
Es decir, que Cánovas habla de filosofía por
casualidad, como
el otro tocaba la flauta.
Sin premeditación. Esto debe agradecérsele,
y es bueno que lo diga. No hay premeditación en los discursos científicos de
Cánovas; menos mal.
Pero aclaremos más el concepto. ¿Qué es
casualmente?
Dice el Diccionario: «Casualmente. -Por
casualidad, impensadamente».
Bueno: otro dato. Cánovas escribe de
filosofía impensadamente, sin pensar lo que escribe. También esto algún día
puede ser circunstancia atenuante, si no se trata de un vicio habitual.
Pero aclaremos más el concepto todavía.
¿Qué es casualidad?
El Diccionario: «Casualidad. = Combinación
de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, y cuyas causas se
ignoran».
Luego tenemos que Cánovas ha escrito sus
discursos científicos fortuitamente; es decir, sin poder preverlo ni evitarlo,
y por causas que se ignoran.
No sabía por qué los escribía. No se puede
saber menos.
Y lo peor no es que diga esto, sino que lo
pruebe. No necesitaba insistir en afirmar que son sus trabajos filosóficos
«fruto no bien maduro de las inquietas horas consagradas al estudio de las
doctrinas filosóficas». Harto se ve después que sus estudios científicos están
verdes, y que hace mal en consagrar a la meditación horas inquietas.
El autor se disculpa teniendo en cuenta la
necesidad que hay de hacer que pasen a la posteridad, por vía de documentos
biográficos, sus ideas, porque la posteridad (todo lo subrayado está copiado al
pie de la letra) tiene la obligación de oír con atención a los que influyen
notablemente en los destinos de sus conciudadanos y de inquirir los motivos
porque obraran.
Y aún mayor que esta obligación de los
venideros es la que tienen los hombres influyentes de hacer públicos sus
pensamientos. ¿Por qué? «Porque no hay derecho para intervenir en las cosas de
los demás hombres sin deliberadas y formales doctrinas».
Vamos, vamos, Sr. Cánovas, que ahora se me
contradice usted. Y si no se contradice, es que no ha cumplido con su
obligación de grande hombre. Para intervenir
en las cosas de los demás hay que tener doctrinas deliberadas y formales, y por
esto usted expone las suyas. Pero las suyas, según lo antes copiado, son casi
siempre fortuitas, casuales, poco maduras, etc., etc. ¡Vaya una formalidad!
A seguida se alaba el Sr. Cánovas de que él
siempre ha pensado lo mismo desde que comenzó a publicar sus ideas en corta
edad, sin tener que hacer ninguna modificación, absolutamente ninguna, en sus
opiniones religiosas, filosóficas o sociológicas.
Tal creo; Cánovas, a pesar de leer muchas
revistas y algunos libros, es hoy el mismo que publicaba, siendo estudiantil
autor, la Historia
de la decadencia (no dice la decadencia de qué, porque supone que todos lo
sabemos y no pensamos en otra cosa). Amigo, esa es la ventaja de pasar la vida
en un ripio perpetuo. No dudo que el Sr. Cánovas, pensando siempre lo mismo y
no modificando absolutamente en nada sus pensamientos religiosos, filosóficos y
políticos, se habrá ahorrado muchos dolores de cabeza; pero eso lo consigue el
que puede, no el que quiere. Los hombres de esta índole nacen, no se hacen.
¡Lástima grande para el Sr. Cánovas que esta su manera de ser, ya que no por la
fuerza intelectual y grandeza de espíritu, no se distinga a lo menos por lo
rara! No, no se distingue. Lo general es eso. Ruiz Gómez, Jove y Hevia, Toreno
y otros filósofos que no quiero nombrar, son así también, tan inquebrantables, y
tan... ¿por qué no decirlo? tan inmuebles como
el señor Cánovas, que es un fundo filosófico, un pensador de la clase de
raíces... quod solo tenetur. El Sr. Cánovas acaso no ha pensado bien en lo
corriente que es esa perseverancia en materias metafísicas; algo más
dificililla suele ser la constancia política. No cambiar de Dios ni de sistema
filosófico, y aun sociológico, es fácil para gente como el Sr. Cánovas y Ruiz Gómez; lo
peliagudo para esta clase de personas consiste en no cambiar de partido. No se
puede negar que aun en política Cánovas es consecuente y ortodoxo como él solo, desde que
en su partido no manda nadie más que él. Pero dejemos esto, que nos aparta de
la pura región de las ideas del
Sr. Cánovas, y volvamos a la gracia que le encuentra él a eso de haber pensado
siempre lo mismo.
Cuando Moreno Nieto declamaba en el Ateneo
en aquellos inolvidables discursos que daban a la filosofía una fuerza
dramática que no le viene mal y que tan pocos filósofos consiguen,
multitud de personas formales, de la derecha y de la izquierda, conservadores y
aun retrógrados, individualistas liberales y hasta socialistas de poco pelo (la
formalidad y la seriedad sistemáticas no son patrimonio de un partido, ni
siquiera de la especie humana); digo que al oír a Moreno Nieto las personas más
metódicamente formales e incapaces de cambiar de opinión aunque los aspen,
salían de la sala de sesiones sonriendo con lástima y compadeciendo al pobre D.
José, que no sabía a qué carta quedarse, y que no hacía más que poner a servicio
de la sinceridad del pensamiento un corazón todo amor, caridad verdadera, un
cerebro iluminado por el amor mismo, y una visión artística evangélica de las
ideas, que indicaba muy poca formalidad. No se podía contar con él para nada.
¿Qué hombre era aquel que no vestía ni de azul ni de colorado, que no era de
por vida y sujeto por alguna póliza, o ultramontano, o liberal, o cristiano A,
o católico B, o deísta C, o panteísta H..., en fin, algo de lo que eran
aquellos señores tan serios y tan invariables?
El Sr. Cánovas no presenciaba jamás estas
escenas, ni oía nunca los discursos de D. José; porque ¿qué iba a enseñarle a
él aquel pobre señor que ni siquiera había sido ministro? No, no lo había sido
ni lo sería mientras Cánovas mandase. De modo que si D. Antonio no podía ayudar
a sus compañeros en seriedad y consecuencia filosófica a murmurar y compadecer
a Moreno Nieto, de lejos implícitamente les daba la razón, absteniéndose
sistemáticamente de convertir en ministro de Fomento al orador ilustre; porque
para fomentarnos servían Toreno, D. Fermín Lasala y otros Tales... de Mileto, o
de Cangas de Tineo; pero no servía el bueno de D. José, que... ¿por qué no
decirlo, verdad, señor Cánovas? que adoleció, como
filósofo, del
ligero modo de ser contemporáneo.
Esta frase de Cánovas, que ya analizaremos
después, porque tiene mucha miga y muy poca gramática, no obedece sólo al
natural antagonismo entre un pensador inmueble como Cánovas, y un hombre de
corazón y de discurso fuerte y sutil como Moreno, que no se aferra de por vida
a ideas profesadas en la edad en que el juicio propio vale menos; no sólo a
esta oposición y antipatía natural y desinteresada se deben las duras palabras
que he copiado. Al Sr. Cánovas el que se la hace se la paga, y en esto de ser
rencoroso es todavía más constante que en creer en un Dios todo misericordia, y
tan separado del universo como D. Antonio de sus humildes súbditos.
Moreno Nieto había dicho mil veces, en el seno de la confianza, que Cánovas era
un semisabio, que había leído muchos libritos franceses de esos que sirven para
propagar la ciencia entre los burgueses ilustrados; pero que no era un pensador
serio y profundo, ni un verdadero hombre de ciencia en materias filosóficas.
Esto lo decía Moreno Nieto sin mala intención, ingenuamente, sin querer mal a
Cánovas, únicamente porque era verdad. Porque podría Cánovas envidiarle algo a
Moreno Nieto; pero Moreno Nieto no podía envidiarle nada a Cánovas. En la vida
de Moreno Nieto no había un solo ripio; era un hombre de verdad por todos lados.
En cambio Cánovas... dadle golpecitos en la cabeza (salva venia) en la
protuberancia filosófica, y veréis cómo suena a Revista de Ambos Mundos, y a
traducciones económicas de Büchner y Moleschott, con otras parecidas
hojarascas.
Cánovas supo lo que de él decía Moreno
Nieto, y se la guardó; ¿para cuándo? Como
dijo el poeta:
Mejor los contarás después de
muertos.
Y en efecto, murió D. José entre bendiciones
de todo un pueblo inspirado por intuiciones del amor y de la gran justicia
plebeya, y entre las frases compasivas de los filósofos más o menos
administrativos y raíces de inquebrantables convicciones; y Cánovas le cantó
ese responso del ligero modo de ser contemporáneo.
¡Venciste, malagueño!
Ahora, veamos eso del modo ligero. La frase, que se encuentra
en la pág. 516 del tomo II de los Problemas
contemporáneos, es así: -«Que adoleció (M. Nieto), como
filósofo y como sociólogo, del ligero modo de ser contemporáneo».
Antes de penetrar en la intención,
estudiemos la frase.
A primera vista, parece que fue M. Nieto
contemporáneo de un modo ligero, como
si dijéramos, que no fue bastante contemporáneo.
Pero este disparate no es el de la
interpretación más probable.
Mirándolo mejor, parece que Cánovas quiera
decir que D. José, como filósofo y sociólogo,
adoleció del
ligero modo de ser que es propio de nuestro tiempo.
Es decir, que ahora lo corriente es ser de
un modo más ligero que antes. Nego suppositum! Porque ahí está Cánovas, que,
con ser quien es, es contemporáneo, y, sin embargo, no adolece de un ligero
modo de ser, sino que es de un modo de ser tan pesado como pudiera serlo el hombre terciario, si lo
hubo, que es el menos contemporáneo que cabe imaginarse.
Y aparte de esto, D. Antonio, ¿qué decir el
ligero modo de ser? ¿Es que ahora somos menos que eran nuestros antepasados?
Para comprender toda la profundidad del
disparate de D. Antonio, se necesita haber estudiado metafísica; ligero modo de
ser, es decir, ser menos esencia, ser menos ser... ¡el absurdo absoluto!
Pero ¡ah! que lo que quiere decir Cánovas no
es nada de eso; su propósito es devolverle al difunto la píldora y llamarle
semisabio y superficial. Y que conteste el muerto.
Veamos el texto, para mayor claridad. Abro
el citado tomo II por la pág. 318, y leo... Aquí una advertencia que quiero que
sirva para mis digresiones de más abajo. Siguiendo a Cánovas en su texto para
analizar sus ideas, es casi imposible prescindir de estos episodios
gramaticales que retrasan el trabajo y embrollan el asunto. Escribe Cánovas tan
mal a menudo -¡testigos Dios y Antonio Valbuena!- que es imposible pasar por
alto la forma para llegar al fondo. Ejemplo, esto que ahora veo. En el párrafo
que debía yo citar para convencer a ustedes de que la intención que atribuyo a
Cánovas es la que tiene, me encuentro con unos hombres que tienen cerebros,
así, en plural. Bien, dejémosles en paz y oigamos a Cánovas. Habla este de los
hombres que por no emplear en una de sus obras todo el tiempo que su índole
peculiar pide, «crean únicamente cosas que valen menos de lo que ellos por sí
valen. Siempre, añade, se ha visto esto en el mundo en realidad (y va de
ripios: ¿si creerá que está hablando en verso?); pero nuestra época de
controversias diarias, de espontáneos discursos, y mucho más que de libros, de
artículos de periódicos y revistas (ahí te duele) apenas conoce otros hombres
que los de este linaje, así dentro como fuera de España». Y... «y de este modo
de ser contemporáneo, no cabe duda que adoleció en gran parte Moreno Nieto».
Moreno Nieto, Sr. Cánovas, le llamaba a usted
semisabio, pero no ligero, porque sabía que era usted más pesado que los
derechos individuales de Sagasta. Y sobre todo, sabía que si usted era así, hay
por el mundo, en España y aún más fuera de ella, sabios verdaderos, que han
estudiado tanto como
el que más haya estudiado en otras épocas. ¿Conque era ese el ligero modo de
ser contemporáneo? ¿Conque es así la ciencia de ahora? Esto no necesita
refutación. Claro que hay eruditos a la violeta, Cánovas lo puede saber; pero
justamente muchos se quejan del
excesivo especialismo de la ciencia contemporánea. D. Antonio se figura que
monsieur Valvert (Cherbuliez), su amigo, redactor de la Revue des Deux Mondes, es el
tipo del sabio contemporáneo. No es tonto Cherbuliez, ni mucho menos, ni un
ignorante; pero ¡hay más, D. Antonio, hay más!
¿Se le figura al biógrafo de Estévanez
Calderón que todo lo que ha trabajado el siglo en Ciencias naturales, en
Derecho, en Historia y Filología no supone muchos sabios verdaderos, tan
constantes y laboriosos como hacen falta para llevar a término feliz obras cual
las de Claudio Bernard, Renan, Strariss, Littré, Spencer, Wundt, Mommsen,
Ranke, Max Müller, Max Dunker, Curtius, Grote, Thylor, Savigny, Ibering,
Gervinus y... la mayor parte de los autores notables en todas las ciencias
citadas y otras muchas? Que las obras de Cherbuliez y de Cánovas no son más que
trabajos de revista, ya lo sé yo...; pero lo repito:
Antón, en el mundo hay más.
De esto es de lo que no puede convencerse
nuestro ilustre malagueño: de que haya una región de la ciencia adonde él no
alcanza ni levantando los puños en actitud de desafiar al cielo.
Lo más antipático que hay en las filosofías
de Cánovas, después de la sequedad de espíritu que revelan y de los alardes de
convicción, que trascienden a falsedad oficial y académica; lo más antipático
después de esto es la constante alusión, ora explícita, ora implícita, a sus
grandezas terrenales. Siempre nos está diciendo Cánovas, ya en el texto, ya
entre líneas: ¡Ojo! que quien os habla es el autor de la Restauración
española, el tutor y curador de la política reinante, el árbitro andaluz de
vuestros destinos; fijaos en la gracia de que yo, que no debía tener tiempo ni
para rascarme, me digne consagrar algunos ratos perdidos a resolver, de una vez
para siempre, los grandes problemas que en vano estudian pléyades de sabios que
en su vida han sido presidentes del Consejo de Ministros.
Ya veremos en otro capítulo que D. Antonio
lleva esta vanidad a sus escritos puramente literarios, y que en ellos todavía
insiste más en el contraste interesante que hay en ser él tan grande hombre y
tan lleno de responsabilidades y en saber, sin embargo, menudencias de la vida
artística actual, de esas que suelen parecer interesantísimas a los
adolescentes enamorados con fe viva de la literatura de última hora. Ya
veremos, digo, a D. Antonio discutiendo con los parnasianos y citando a
Richepin y a los gacetilleros del Fígaro; ni más ni menos que Dios, sin
desatender al cumplimiento de las leyes de Keplero y otras en la fábrica de la
inmensa arquitectura que dijo el poeta, cuida también de los pajarillos del
aire y de los mismísimos microbios.
A Cánovas lo que le importa más es probar
que él está en todo, que él es omnium rerum causa immanes, non vero transiens, como Espinoza, equivocando
los personajes, decía de Dios.
¡Oh, si Cánovas escribiera sus confesiones!
¡Quién sabe, quién sabe si allí nos describiría cómo una noche, en el cacumen del orgullo y de su
gloria, pensó que el mundo pudo haberse hecho de otra manera, de un modo más
conservador! ¡Quién sabe si a Cánovas, que es en religión antropomorfista, se
le ocurrió alguna vez tener envidia a Dios, como positivamente se la tuvo a
Moreno Nieto y se la tiene a Castelar y Menéndez Pelayo!
«La ventaja que me lleva Dios, le dirá Cánovas
a La Época en el seno de la confianza, es haber venido antes. Cuando yo nací,
el mundo ya estaba creado: ¿que iba yo a hacerle? Únicamente cambiarlo».
Y en eso se ocupa.
Y como
yo no digo las cosas a humo de pajas, allá van textos que lo prueban.
No hace mucho tiempo que D. Antonio, ese
demiurgo, ese metátronos, decía delante de un público casi dormido, y, si mal
no recuerdo, en presencia de un rey, poco después difunto... pero dejemos que
hable el mismo filósofo. Así resume él las ideas que expuso en la ocasión a que
me refiero:
«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en
el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios, para
estudiar otros conceptos de más inmediato y universal (!!) interés...».
Despachemos, en dos plumadas la cuestión
gramatical, que viene a estorbarnos, como
casi siempre que se copian textos canovísticos.
Dice Cánovas: «para estudiar otros
conceptos»; y eso prueba que para él los primeros principios son conceptos
también. De modo que la primera causa, Dios, lo Indivisible, la Fuerza , lo que sea, es un
concepto para Cánovas. O Cánovas no sabe lo que se quiere decir cuando se habla
de primeros principios, o no sabe lo que significa concepto. O no sabe ni uno
ni otro.
Además, ¿dónde habrá cosa más universal que
los primeros principios? Hablando con la mayor formalidad posible, ¿no
comprende Cánovas y no lo comprende casi La Época, que eso es un disparate?
¿Que no pueden estudiarse conceptos más universales que los primeros
principios? Pero dejemos la letra y vamos al espíritu.
«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en
el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios...».
Es decir, señores, no hablemos tanto de Su
Divina Majestad (para Cánovas, según él declara, el principio primero es Dios,
Dios Padre, Dios Trino y Uno), y estudiemos otras cosas más universales y más
inmediatas... por ejemplo: Cánovas y sus gestas, que son tan inmediatos
conceptos y tan universales.
Sí; Cánovas quiere decir eso: «hablemos
menos de Dios y un poco más de mí y de mi familia».
Y en efecto, mientras consagra a la materia
metafísica y teológica cuatro o cinco cuartillas escritas en horas inquietas,
dedica dos tomos como dos quintales a D. Serafín Estévanez Calderón, que tuvo
la gloria, no de nacer tío de Cánovas, pero de llegar a serlo.
Y si La Época, el presbuteros Joannes de
Cánovas, quiere que dejemos estas regiones mitológicas y estudiemos el
parrafito copiado, como
si su autor no fuera más que un simple mortal incapaz de rivalidades divinas,
vamos allá.
Cánovas opina, ¡qué digo opina! asegura que
es necesario hacer alto de vez en cuando en el examen de los primeros
principios.
Prescindiendo de si lo que se puede hacer
con los primeros principios es examinarlos, o algo menos, se ve que para
nuestro autor hay épocas en que debe darse de mano a la metafísica y a la
teología. ¡El privilegio en todo! ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser necesario que la
ciencia deje de estudiar los más altos asuntos en algunas épocas? ¿Qué menos
tienen unas épocas que otras? Que creyente, ni siquiera filósofo, es Cánovas,
que piensa que la ciencia de un tiempo determinado puede prescindir de abarcar
el problema científico en su armónica totalidad, para admitir como buenas ideas
anteriores (¿cuáles?), en lo más importante, y concretarse a ser original y
propiamente conscia, o como usted quiera decirlo, en especulaciones inferiores
de asuntos más inmediatos (!!).
¡Más inmediatos! Sr. Cánovas (y esto es un
paréntesis) para el que cree en lo transcendental, ¿hay nada más inmediato que
lo que es fundamento de todo? En todo ser, ¿hay algo que le sea más inmediato
que el ser mismo? Y ese ser, ¿de quién lo tiene sino es del Ser Sumo, de Dios? ¿O es que usted no
cree en estas metafísicas?
Más inmediatos... y más universales, añadía
el Sr. Cánovas. Aquí ya no se trata de gramáticas, sino de ideas. Al decir más
universales, da a entender Cánovas que él en estas cuestiones de primeros
principios, es decir, de filosofía primera, entra con la imaginación y no con
la razón; sólo así se comprende que por medio de un antropomorfismo, o un
fetiquisimo acaso, grosero y primitivo, se figure los primeros principios, la
causa del mundo, como más lejanos y menos universales (este disparate menos
universales es consecuencia necesaria del disparate del texto, que dice más
universales); menos universales que lo finito, contingente, temporal y de
apariencia engañosa tal vez, que constituye todo lo creado. -De lo que dice
Cánovas, a decir que los dioses están lejos, no hay más que un paso, mejor no
hay ninguno, y poco lo falta para dar por bueno quod sine summo scelere dare
nequit, según Grocio, non esse Deum (esto no) aut non curabi ab eo negotia
humana (esto sí).
Y volviendo a lo principal. ¿Qué filosofía
de la historia es esa, y qué historia de la filosofía, y qué concepto del
sistema de la ciencia y de todas las ideas de lógica, según los cuales puede
Cánovas suponer que hay épocas en que el ser racional necesita prescindir de
fundar su ciencia en lo fundamental, sea para declararlo asequible o no, de
tratar, en suma, los primeros problemas, sea para negar, afirmar o dudar?
Y a todas estas preguntas retóricas podría
contestarme a mí cualquiera, con esta otra:
¿Y quién le manda a usted ponerse tan serio
y discutir con el Sr. Cánovas materias que exigen tanta sinceridad, tanto
interés, tanto olvido de vanidades y libros raros, y cruces, y presidencias, y
Estévanez y Calderón?
Es verdad. Perdóneseme esta fuga metafísica.
¿Me he puesto serio? Pues no lo volveré a
hacer.
Sobre todo, consideremos que en el texto que
he comentado tan detenidamente, acaso Cánovas no quiso decir nada de lo que
dijo, consecuente en ello con ese estilo que se está formando poco a poco, cuyo
carácter principal consiste en no decir nunca lo que se quería decir.
Anhelo de este capítulo: una voz me grita
que es inútil hablar de Cánovas y de la filosofía a un tiempo. Una convicción
íntima, fortísima, me hace ver que nuestro sabio andaluz es un espíritu
limitado, de relumbrón, bueno para ser admirado por el vulgo de levita, ese
vulgo lleno de preocupaciones como el vulgo de chaqueta; y además frío y seco,
débil de voluntad, perezoso de entendimiento y útil sólo para admirar y seguir
a la medianía que se pone de puntillas y habla hueco y se hace obedecer por la
flaqueza de la ignorancia.
Nada más fácil, teniendo un poco de
sinceridad dentro del
cuerpo y siendo algo nervioso, que pasar, con motivo de Cánovas, a las
declaraciones, a las palabras gordas y al cabo a ponerse serio y tocar asuntos
trágicos, ideas profundamente tristes.
Cánovas y la filosofía no tienen nada que
ver entre sí, decía: es verdad, en algún aspecto; pero ¡cuánto podría decirse
de la filosofía de Cánovas; esto es, de lo que supone Cánovas, influyendo en la España actual, como influye, siendo lo
admirado y respetado y temido que es por muchos! ¡Qué estado de voluntad y de
inteligencia revela en el país este fenómeno innegable!
Por ahí, por ahí se iría a la tristeza, a
los recuerdos melancólicos, a las reflexiones pesimistas. Non se ne parle piu.
Sólo diré sobre este punto, que con este
folleto sé que me pongo en ridículo a los ojos de muchos, los cuales me creerán
poco menos que un loco, porque siendo yo un pobre gacetillero, me atrevo a
tratar de este modo al grande hombre. Ya lo sé, señores, ya lo sé; pero con ese
juicio de ustedes ya contaba desde el principio. Y sin embargo, publico el
folleto y no retiro ni una palabra.
Lo que no haré será seguir a D. Antonio en
sus lucubraciones una por una. Esto sería darle la razón a él que pretende
revolver tierra y cielo en pocas páginas, escritas en horas inquietas, para dar
esplendor a fiestas oficiales, para lucir un uniforme o una dinastía.
Mi propósito no puede ser aquí rebatir las
doctrinas canovísticas, ni siquiera examinarlas para ir viendo una por una las
ideas, buenas o malas en sí, transformadas en vulgaridades, o en caprichos, o
en imposiciones sentimentales; todo esto sería obra muy larga. Además, a mi
asunto no corresponde ver si hay Dios, ni cómo es, ni si existe la libertad, ni
lo que se debe entender por Estado y Nación, con tantos y tantos problemas
graves como Cánovas maneja. Quédese por él traer a colación tan difíciles y
complicadas y hondas materias científicas en lugares profanos, o en
tiempo inoportuno y sin preparación suficiente ni espacio bastante. El índice
de los Problemas contemporáneos basta para hacer ver las pretensiones de
Pandecias que tienen los discursos canovísticos. Parece que se dijo a sí
propio: «Digamos lo que es el Universo... y demás, de una vez para siempre».
Vea el pío lector:
Índice, tomo I, discurso primero del Ateneo:
El Ateneo en sus relaciones con la cultura española.
-Las transformaciones europeas en 1870.
-Cuestión de Roma bajo su aspecto universal.
-La guerra franco-prusiana.
-Epílogo. =Discurso segundo del Ateneo.
-El pesimismo y el optimismo.
-Concepto de la Teodicea popular.
-El Estado en sí mismo y en sus relaciones
con los derechos individuales y corporativos.
-De las formas políticas en general, etc.,
etc. =Discurso tercero del Ateneo.
-El problema religioso (¿en sí mismo?) y sus
relaciones con el político.
-El problema religioso y la economía
política.
-La economía, el socialismo y el
cristianismo.
-Errores de las escuelas modernas en orden
al concepto de Humanidad y de Estado.
-Ineficacia de las soluciones propuestas
hasta ahora para los problemas sociales.
-El cristianismo y el problema social.
-El materialismo y el socialismo científico.
(No crean ustedes que los socialistas científicos son los Wagner, los Brentano,
etc., no; eran Büchner, Molleschott... y Leroux y Proudhon... ¡Y Cánovas
escribía esto al acabarse el año 1872! (!)
-La moral independiente.
-El cristianismo como
fundamento del
orden social.
-Lo sobrenatural y el ateísmo.
-Importancia de los problemas contemporáneos
y método aplicable a su estudio. (Basta este epígrafe para juzgar a un erudito
a la violeta). =Discurso cuarto del Ateneo. (Hagan ustedes el favor de
sentarse, que esto va largo y todavía no hemos recorrido todo el Universo).
-La libertad y el progreso en el mundo
moderno.
-El concepto de libertad en las escuelas
modernas.
-El determinismo y la libertad humana.
-La libertad humana y sus manifestaciones.
-La idea de progreso en los sistemas de
Spencer y Hækel y el cristianismo... (Voy a suprimir algo, porque si no, no
acabaremos nunca).
-La filosofía de Kant y el escepticismo y
determinismo actuales...
-Los Arbitristas.
-Otro precursor de Malthus.
-La Internacional.
=Tomo II: Discurso en el Ateneo.
-Estado actual de la investigación
filosófica (1882).
-La nacionalidad y la raza.
-El concepto de nación en la Historia.
-El concepto de nación totalmente
contemplado en sí mismo y sin distinguirlo del de patria.
-Tendencias comunes hoy a todas las naciones
civilizadas.
-Historia de las cosas y hombres del Ateneo.
-La sociología moderna y el socialismo.
-Los nuevos conceptos de la sustancia
y de la fuerza.
-Las leyes del progreso.
-Moreno
Nieto.
-Revilla.
-Los oradores griegos y latinos.
-Sebastián Elcano.
-Congreso geográfico.
-El libre cambio... y ¡puf! nada más.
No; nada más, aunque parezca mentira.
Todo eso sabe el Sr. Cánovas; imposible
seguirle en tantos conceptos en sí mismos y en sus relaciones y en todas esas
fatalidades modernas y antiguas, y demás anagnórisis, catástrofes y
epanadiplosis. Ha creado usted el mundo, D. Antonio, corriente; ¡pero
descansemos al séptimo día!
Así como D. Leandro nos hizo conocer a su D.
Hermógenes, opositor a cátedras, sin dejarle exponer sus teorías, y sólo con
unos cuantos esdrújulos griegos, así D. Antonio se nos retrata en ese índice.
Por lo demás, yo he penetrado en aquel
laberinto de síntesis y grandes puntos de vista, como diría La Época, y he salido de allí
también bastante sintético, por lo cual puedo decir sin engaño y en pocas
palabras lo que sigue:
Cánovas ha leído deprisa y mal lo moderno, y
no conoce ni por el forro lo modernísimo. Cánovas no tiene una sola idea
original, aunque en la expresión de las ajenas suele ser originalísimo, hasta
el punto de no saber él mismo, ni nadie, lo que dice.
Jamás discurre, y menos prueba; sólo
declama.
En vez de razones, alega postulados de la
voluntad. Y esto es lo más grave. Hagámosle la justicia, aunque le mortifique,
de reconocer que en este punto no hace más que seguir a otros muchos que
pretenden ser filósofos. Es muy corriente entre cierta clase de pensadores
preferir a la verdad verdadera, la verdad cómoda, y nada más que aparente.
Para estos señores, un principio cierto, un
hecho evidente, son algo peor que nada; son huéspedes inoportunos que vienen a
turbar por lo pronto la paz de la conciencia o la paz del
mundo. Cánovas es de los que quieren demostrar la realidad de lo ideal con
argumentos ad terrorem, pintando, mejor o peor, las consecuencias de que el
vulgo llegue a olvidarse de Dios. Hay algo peor que post hoc ergo propter hoc,
y es lo que pudiera formularse así: oportet hoc, ergo propter hoc. Es claro que
cabe una filosofía en que la razón teleológica o de la finalidad racional sea
un argumento, y algo de esto hay, por ejemplo, en el optimismo de Leibnitz; pero
aparte de que tal filosofía es hoy débil, en rigor inadmisible, y sólo podrá
volver a ser fuerte el día en que la evidencia alumbre con claridad divina todo
lo metafísico; aparte de esto, no hay que ver en la filosofía de Cánovas cosa
semejante, sino el utilitarismo imponiéndose como prueba racional. No es
él solo, repito, quien discurre así. Hoy, por ejemplo, es muy común combatir el
pesimismo por sus frutos amargos. La realidad no debe ser el dolor... porque
lastima. ¡Vaya un argumento! Pues en síntesis, como él diría, tal es el sistema de Cánovas.
«Hay Dios, porque si no, los socialistas se nos meten en casa. -El hombre es
libre, porque si no, no se explica la sociedad actual», etc., etc. Estos no son
argumentos. La única razón sólida de Cánovas contra el pesimismo, no se atreve
D. Antonio a darla, por modestia. Dice así: «¿Cómo ha de ser malo un mundo
donde nace un Cánovas, si bien uno solo, porque estas cosas no son para
repetidas?».
Con semejante modo de discurrir y demostrar
se desacreditan, hasta donde cabe, las ideas mejores. Así sucede muchas veces
que, en lo esencial, está uno conforme con Cánovas. Es claro, ¡cuántas veces!
Pero aquel aire de suficiencia, aquella falta de caridad, aquel tono de
acrimonia y de pedantería, aquella argumentación imperativa, interesada, seca,
llena de pasión pequeña, repugnan, hieren en lo más íntimo de lo humano, y nos
hacen pasarnos al enemigo, o por lo menos defender a este, que al fin es un
hermano que piensa y siente. Homo sacra res homini, dijo hace muchos siglos
Séneca; y en nombre de este principio nos rebelamos contra el dogmatismo sin
entrañas de esos Cánovas y demás celotas morales que creen defender a Dios
aborreciendo a los ateos o a los que se lo parecen.
Escritores como
Cánovas son los peores enemigos del
ideal, de lo santo, de lo divino. Predican el Evangelio a son de tambor, y lo
publican como
ley marcial. Si Cánovas hubiese habitado a orillas del lago Tiberíades con la pretensión de
enseñar la buena nueva a aquellos humildes pescadores, hubiera empezado por
convertirlos en soldados de marina y armarlos en corso. Si Cánovas alguna vez
llega a ser Redentor (que Dios no lo quiera) el crucificado es Pilatos.
Si Dios existe, Sr. Cánovas, tiene que ser
el Dios bueno. Y el Dios bueno no admite esos discursos biliosos y escritos
deprisa y corriendo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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