Mientras yo
relato el cuento de cómo vos conocí.
(N. SERRA).
No recuerdo si corrían los últimos días de
Abril o los floridos de Mayo, ni del
año podré decir sino que era uno de los cinco primeros de la restauración de
Alfonso XII.
Sobre la calle de Alcalá volaban nubecillas
tenues como una
espuma de las olas de azul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseo y se parecía un
poco al Madrid que soñó Musset, con sus marquesas a l'Å“il luttin, sus toros...
embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y demás adornos imaginarios.
Cuando Madrid
toma cierto aire andaluz en los días de sol y de corrida, parece lo que no es,
y el que ha vivido allí algunos años se abandona a cierta ternura patriótica
puramente madrileña, que no se explica bien, pero que se siente con intensidad.
Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la
calle, yendo de Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de
La Gran Peña ,
vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo; el
cual, olvidado al parecer de cuanto le rodeaba, ponía el alma entera en su
íntima plática con una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la
corte. Aunque la comparación esté muy manoseada, parecía una virgen de las más
bellas del Museo, que había saltado de su cuadro y había salido a tomar el sol
por las calles alegres de la villa. Era rubia, más bien alta que baja, muy
esbelta, de cabeza pequeña y modelada a lo divino; cabeza en que el oro tomaba
un reflejo de aureola. Era una mujer de ambiente espiritual; y tanto, que
metido en su zona D. Antonio, que se acercaba bastante, también tomaba sus
tintes ideales, y a pesar del bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y a
pesar de los ojos que bifurcan, y a pesar del mal torneado torso, y del
pantalón prosaico, muy holgado y con rodilleras, no desentonaba el grupo por
completo, ni mucho menos pasaba a la categoría de chillón contraste.
Como la dama no sé quién era, y en todo caso
el ser amado no deshonra, y como el señor Cánovas es libre y puede contraer
justas nupcias, y por tanto, usar de todos los derechos que para el ejercicio
de ese son necesarios, no habrá indiscreción en decir que a mí se me figuró ver
en los ojos del expresidente del Consejo de Ministros algo muy semejante al
amor, si no era el amor mismo. Y tal como la bien avenida pareja de palomas se
esponja al sol, o bañando las erizadas plumas en las gotas de lluvia fresca y
sutil, y en tanto el macho arrastra la cola, caracolea y sacude ondulante el
cuello hinchado, de donde salen suaves murmullos de pasión perezosa, así
Cánovas y la virgen del Museo se esponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella,
coqueta a la inglesa, él, galán como el más pintado de Lope.
Al llegar a la Carrera de San Jerónimo,
torció a la derecha, camino de la Puerta del Sol. Era su andar como el de
azotacalles distraído que no sabe a dónde va, ni le importa ir a un lado o a
otro. A los pocos pasos atravesó la calle y se detuvo ante el escaparate de la
que es hoy librería de Fe, y que entonces era, si mal no me acuerdo, de Durán
todavía.
Con la atención codiciosa de una dama que
registra detrás de los cristales las joyas acostadas en muelle cama de
terciopelo, Cánovas, torciendo un poco la cabeza, gesto de miope, leía los
rótulos de los libros nuevos, y tal vez olvidaba un punto las dulces emociones
que desde el Suizo venía saboreando. Después que leyó todos los letreros que
quiso, dio un paso hacia la puerta de la librería, echó mano al picaporte...,
pero lo soltó en seguida, cambió de idea, y siguió andando. Iba como antes, sonriendo;
pero su sonrisa era ya más complicada.
No cabía duda; el presidente saboreaba con
deleite la vida aquella tarde: me precio de observador mediano, y aquella
mirada vaga y alegre, aquel andar ondulante y otros signos que se ven y no se
describen, me revelaban el pensamiento del
grande hombre, es decir, del
gran Ministro.
Cánovas tiene bastante imaginación para
gozar de esa perspectiva espiritual en que hay como una síntesis de los placeres, de la
alegría, de los bienes que nos han tocado en suerte. Suele provocar este
delicioso espectáculo del panorama de nuestra dicha la feliz conjunción de
algunos fenómenos halagüeños que, como en la obra de arte, en la novela, en el
drama, se juntan a veces en la vida de tal forma, que se hacen transparentes,
significativos y sugestivos a la par; y convertidos en símbolos, y sugiriendo
mil ideas de color de rosa, nos llevan al éxtasis egoísta, tal vez el más
intenso, que nos tiene amarrados por horas o por días al engaño de ver el mundo
como hecho para nosotros, bueno, suave, risueño, preparado por Dios como el
escenario de un drama para el interesante espectáculo de nuestra feliz
existencia.
Cánovas, sin duda, se contemplaba con
deleite aquella tarde en que se daba asueto, y a pie, como cualquiera, recorría
las calles, y ora tropezaba con el amor, ora con el arte, con la poesía; es
decir, con sus aficiones más intensas, según él, aunque en esto haya ilusión probablemente.
También, para mí, el paseo de Cánovas tenía
algo de simbólico, en el sentido más alto en que el símbolo significa tal vez
la forma más pura y esencial de las cosas.
Era aquella una escapatoria del hombre de Estado , del ser oficial, abstracto según la ley, que representa, como un maniquí, personificaciones acaso falsas aun
en idea; era la escapatoria del
jefe de un Gobierno, que se reconocía hombre en un rato de buen humor.
No todos los jefes de gobierno son capaces
de ser hombres además. Por supuesto, dando al homo un valor que no alcanzan la
mayor parte de los que, por ser bimanos e implumes, ya quieren entrar en tan
rara y elevada categoría. Haced a Romero Robledo presidente del Consejo, y será
incapaz de ser ya otra cosa en su vida.
Cánovas sí; Cánovas es algo más que un
político, es decir, más que un artefacto de palo con juego en las manos, en los
pies, en el espinazo y en la lengua; Cánovas es además un hombre. Aunque
llegara el tiempo fabuloso en que se encargaran de la cosa pública las
personas, las verdaderas personas exclusivamente, Cánovas podría continuar
siendo político.
Pues bien, aquella tarde sacaba a paseo al
hombre que lleva dentro del uniforme de ministro, y a los pocos pasos
encontraba a la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda
ambición grande.
No se haría la ilusión D. Antonio de que le
querían por su cara bonita, como
se dice familiarmente; pero no padecería su amor propio aunque le quisieran por
su grandeza, por el brillo de su posición y por la gracia de su talento, de su
donosura mundana. Ser amado por lo mismo porque se sirve para modelo de un
pintor, podrá ser halagüeño; pero la mujer también sabe apreciar otras
bellezas, especialmente la mujer más digna de ser amada, la que piensa y siente
con originalidad y delicadeza, un tanto desprendida de los groseros instintos,
superior en parte a la tendencia animal del sexo.
Legítimamente podía D. Antonio ir satisfecho
de sí mismo, como
un D. Juan espiritual, por lo menos... Además, la dicha no se analiza tanto.
Todas las cosas, descomponiéndolas demasiado, se reducen a átomos insípidos,
incoloros e inodoros. El átomo es una cosa que, de puro insustancial, quizá no
existe. D. Antonio no tenía para qué valerse de esa química psicológica que han
inventado los taciturnos, los misántropos, buscando la fórmula probable del amor que inspiraba.
En parte se le querría por poeta, en parte por hombre rico, en parte por hombre
influyente, en gran parte por caballero cumplido, en otra no menor por galán de
ameno trato, de conversación chispeante, por perfecto hombre de mundo, que es
además hombre de Estado, por orador del Parlamento, por autor del prólogo a Los
dramáticos contemporáneos de Novo y Colson... ¡Sabe Dios! ¡Se le podría querer
por tantas cosas!... El hecho era que se le amaba. No: no tenía cara de
analizar en aquellos momentos el ilustre transeúnte.
Primero la mujer... después las letras...
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario