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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap I. Canovas transeunte

Mientras yo relato el cuento de cómo vos conocí.

 (N. SERRA).

No recuerdo si corrían los últimos días de Abril o los floridos de Mayo, ni del año podré decir sino que era uno de los cinco primeros de la restauración de Alfonso XII.
Sobre la calle de Alcalá volaban nubecillas tenues como una espuma de las olas de azul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseo y se parecía un poco al Madrid que soñó Musset, con sus marquesas a l'Å“il luttin, sus toros... embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y demás adornos imaginarios. Cuando Madrid toma cierto aire andaluz en los días de sol y de corrida, parece lo que no es, y el que ha vivido allí algunos años se abandona a cierta ternura patriótica puramente madrileña, que no se explica bien, pero que se siente con intensidad. Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la calle, yendo de Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de La Gran Peña, vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo; el cual, olvidado al parecer de cuanto le rodeaba, ponía el alma entera en su íntima plática con una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la corte. Aunque la comparación esté muy manoseada, parecía una virgen de las más bellas del Museo, que había saltado de su cuadro y había salido a tomar el sol por las calles alegres de la villa. Era rubia, más bien alta que baja, muy esbelta, de cabeza pequeña y modelada a lo divino; cabeza en que el oro tomaba un reflejo de aureola. Era una mujer de ambiente espiritual; y tanto, que metido en su zona D. Antonio, que se acercaba bastante, también tomaba sus tintes ideales, y a pesar del bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y a pesar de los ojos que bifurcan, y a pesar del mal torneado torso, y del pantalón prosaico, muy holgado y con rodilleras, no desentonaba el grupo por completo, ni mucho menos pasaba a la categoría de chillón contraste.
Como la dama no sé quién era, y en todo caso el ser amado no deshonra, y como el señor Cánovas es libre y puede contraer justas nupcias, y por tanto, usar de todos los derechos que para el ejercicio de ese son necesarios, no habrá indiscreción en decir que a mí se me figuró ver en los ojos del expresidente del Consejo de Ministros algo muy semejante al amor, si no era el amor mismo. Y tal como la bien avenida pareja de palomas se esponja al sol, o bañando las erizadas plumas en las gotas de lluvia fresca y sutil, y en tanto el macho arrastra la cola, caracolea y sacude ondulante el cuello hinchado, de donde salen suaves murmullos de pasión perezosa, así Cánovas y la virgen del Museo se esponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella, coqueta a la inglesa, él, galán como el más pintado de Lope.
Como el palomo del símil, D. Antonio llegó al extremo de girar en redor de su desconocida (es decir, de mi desconocida), no sin tomarla antes una mano, como quien hace que se despide y se queda. No sacudía aquella mano, según la moda grosera de entonces, sino que entre las dos suyas la sustentaba con disimuladas caricias... Y la conversación seguía en tanto animada, pienso que espiritual, pues lo era la sonrisa en ambos. No había allí escándalo ni con cien leguas, que esto tiene el saber hacer las cosas; ningún transeúnte paraba la atención en el grupo, ni mucho menos los del grupo en los transeúntes. Sólo yo era allí atento espectador, sin cuidarme de disimular mi curiosidad, pues ni la dama ni el galán veían cosa que no fuera ellos mismos. Llegó el momento de separarse; don Antonio habló al oído de su amiga, hubo un apretón de manos, callado, serio, sentimental por lo fuerte; y prolongando el roce de los guantes con la carne al separarse los dedos, al fin se fue cada cual por su lado, sin volver ninguno la cabeza. El rostro de la hermosa cambió de expresión enseguida, en cuanto dio ella el primer paso calle abajo; la sonrisa ideal había desaparecido; en aquellos ojos y en aquella frente sólo se vio la seriedad prosaica, hasta donde puede ser prosaica una divinidad, de la reflexión fría y atenta. La virgen del Museo se convirtió como por encanto en la Musa de la aritmética. A lo menos tal me pareció. Pero no pude seguirla, porque el personaje principal para mí era el otro, Cánovas, que tomó por la calle de Sevilla. Él seguía sonriendo a sus imágenes, llevaba la cabeza erguida, miraba al cielo, y de puro distraído no contestaba a los saludos exagerados de tal cual transeúnte que le reconocía. Algunos, después de pasar a su lado, se volvían para admirar no sé si al grande hombre o al gran Presidente del Consejo.
Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, torció  a la derecha, camino de la Puerta del Sol. Era su andar como el de azotacalles distraído que no sabe a dónde va, ni le importa ir a un lado o a otro. A los pocos pasos atravesó la calle y se detuvo ante el escaparate de la que es hoy librería de Fe, y que entonces era, si mal no me acuerdo, de Durán todavía.
Con la atención codiciosa de una dama que registra detrás de los cristales las joyas acostadas en muelle cama de terciopelo, Cánovas, torciendo un poco la cabeza, gesto de miope, leía los rótulos de los libros nuevos, y tal vez olvidaba un punto las dulces emociones que desde el Suizo venía saboreando. Después que leyó todos los letreros que quiso, dio un paso hacia la puerta de la librería, echó mano al picaporte..., pero lo soltó en seguida, cambió de idea, y siguió andando. Iba como antes, sonriendo; pero su sonrisa era ya más complicada.
No cabía duda; el presidente saboreaba con deleite la vida aquella tarde: me precio de observador mediano, y aquella mirada vaga y alegre, aquel andar ondulante y otros signos que se ven y no se describen, me revelaban el pensamiento del grande hombre, es decir, del gran Ministro.
Cánovas tiene bastante imaginación para gozar de esa perspectiva espiritual en que hay como una síntesis de los placeres, de la alegría,  de los bienes que nos han tocado en suerte. Suele provocar este delicioso espectáculo del panorama de nuestra dicha la feliz conjunción de algunos fenómenos halagüeños que, como en la obra de arte, en la novela, en el drama, se juntan a veces en la vida de tal forma, que se hacen transparentes, significativos y sugestivos a la par; y convertidos en símbolos, y sugiriendo mil ideas de color de rosa, nos llevan al éxtasis egoísta, tal vez el más intenso, que nos tiene amarrados por horas o por días al engaño de ver el mundo como hecho para nosotros, bueno, suave, risueño, preparado por Dios como el escenario de un drama para el interesante espectáculo de nuestra feliz existencia.
Cánovas, sin duda, se contemplaba con deleite aquella tarde en que se daba asueto, y a pie, como cualquiera, recorría las calles, y ora tropezaba con el amor, ora con el arte, con la poesía; es decir, con sus aficiones más intensas, según él, aunque en esto haya ilusión probablemente.
También, para mí, el paseo de Cánovas tenía algo de simbólico, en el sentido más alto en que el símbolo significa tal vez la forma más pura y esencial de las cosas.
Era aquella una escapatoria del hombre de Estado, del ser oficial, abstracto según la ley, que representa, como un maniquí, personificaciones  acaso falsas aun en idea; era la escapatoria del jefe de un Gobierno, que se reconocía hombre en un rato de buen humor.
No todos los jefes de gobierno son capaces de ser hombres además. Por supuesto, dando al homo un valor que no alcanzan la mayor parte de los que, por ser bimanos e implumes, ya quieren entrar en tan rara y elevada categoría. Haced a Romero Robledo presidente del Consejo, y será incapaz de ser ya otra cosa en su vida.
Cánovas sí; Cánovas es algo más que un político, es decir, más que un artefacto de palo con juego en las manos, en los pies, en el espinazo y en la lengua; Cánovas es además un hombre. Aunque llegara el tiempo fabuloso en que se encargaran de la cosa pública las personas, las verdaderas personas exclusivamente, Cánovas podría continuar siendo político.
Pues bien, aquella tarde sacaba a paseo al hombre que lleva dentro del uniforme de ministro, y a los pocos pasos encontraba a la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda ambición grande.
No se haría la ilusión D. Antonio de que le querían por su cara bonita, como se dice familiarmente; pero no padecería su amor propio aunque le quisieran por su grandeza, por el brillo de su posición y por la gracia de su talento, de su donosura mundana. Ser amado por lo mismo porque se sirve para modelo de un pintor, podrá ser halagüeño; pero la mujer también sabe apreciar otras bellezas, especialmente la mujer más digna de ser amada, la que piensa y siente con originalidad y delicadeza, un tanto desprendida de los groseros instintos, superior en parte a la tendencia animal del sexo.
Legítimamente podía D. Antonio ir satisfecho de sí mismo, como un D. Juan espiritual, por lo menos... Además, la dicha no se analiza tanto. Todas las cosas, descomponiéndolas demasiado, se reducen a átomos insípidos, incoloros e inodoros. El átomo es una cosa que, de puro insustancial, quizá no existe. D. Antonio no tenía para qué valerse de esa química psicológica que han inventado los taciturnos, los misántropos, buscando la fórmula probable del amor que inspiraba. En parte se le querría por poeta, en parte por hombre rico, en parte por hombre influyente, en gran parte por caballero cumplido, en otra no menor por galán de ameno trato, de conversación chispeante, por perfecto hombre de mundo, que es además hombre de Estado, por orador del Parlamento, por autor del prólogo a Los dramáticos contemporáneos de Novo y Colson... ¡Sabe Dios! ¡Se le podría querer por tantas cosas!... El hecho era que se le amaba. No: no tenía cara de analizar en aquellos momentos el ilustre transeúnte.
Primero la mujer... después las letras...

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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