No recuerdo si en otro lugar de este folleto
digo que no quiero hablar de Cánovas considerado como novelista. Pues si lo digo, me
arrepiento, y hablo de La
Campana de Huesca, aunque sea poco.
Y hablo, porque así como a San Pablo se le
apareció Jesús en el camino de Damasco, a mí se me acaba de presentar, sin
saber yo de dónde viene, un certificado del correo, que dentro guarda un
elegante tomo con portada a dos tintas, publicado en 1886 por el impresor de la Real Casa M. G. Hernández;
y en este tomo se da a luz, por cuarta vez, la crónica del siglo XII que
Cánovas escribió con el citado título de La Campana de Huesca. Semejante aparición es sin
duda providencial, y suscitada para que yo vuelva sobre mi propósito y no deje
en el tintero al Cánovas cronista o novelista.
No he de insistir mucho, sin embargo, en
esta clase de habilidades de mi héroe, porque siendo mi principal objeto
pintarlo tal como es hoy, poco me puede servir esta campana (o copa boca abajo,
que diría la Academia ),
que se fundió allá en las remotas mocedades de D. Antonio; hace treinta y cinco
años, cuando yo no había venido al mundo.
Si de Cánovas poeta hablé largo y tendido,
fue porque D. Antonio es en esta materia reincidente; pero en cuanto novelista,
tiene derecho a un eterno olvido, acompañado de un perdón generoso, puesto que
no lo ha vuelto a hacer; no ha escrito más novelas en treinta y cinco años.
Sólo porque algunas pretensiones sobre el
particular deja traslucir esto de publicar en 1886 nueva edición de su crónica,
me resuelvo -amén del
motivo sobrenatural de que ya dejo hecho mérito- a decir algo de esta novela
histórica, que de seguro le parecerá a La Época una de las mejores de nuestro
siglo...
¡Es el diablo este Sr. Cánovas! Siempre
consecuente, como
él dice. Sí; hace treinta y cinco años imprimía motu proprio esos disparates
tan suyos y que tanto carácter habían de dar a su estilo años adelante. Digo
esto, porque cuando me disponía a comenzar la lectura de este precioso tomo por
el principio, o sea por el prólogo de El Solitario, el libro se me abre él solo
por donde puede, y me encuentro con estas palabras en la pág. 357:
«Castana, que no había adivinado el
propósito del almogábar, dio un grito de
espanto al sentir el golpe del
dardo a pocas pulgadas de su rostro».
Al lector se lo habrá ocurrido, como a mí, presumir que el tal Castana está herido, puesto
que sintió el golpe a pocas pulgadas del
rostro. Mejor sería, dirá el lector, que Cánovas nos explicase dónde había
sentido el golpe del dardo Castana; pero, en
fin, puesto que él lo sintió y fue a pocas pulgadas del rostro, sería en el cuello, en el pecho,
o por ahí cerca. Pues no, señores; Castana sintió el golpe del dardo... «en la puerta de la ventana».
¡Ahí me las den todas! diría el Sr. Castana,
sin duda.
Abro por otro lado, y leo: «Echaba rayos de
fuego por los ojos». Echaba rayos, diría cualquiera; pero Cánovas necesita
añadir de fuego, para no confundirse con el vulgo.
El Solitario, con el cual me sucede, dicho
en puridad, lo que a cierto ilustre literato le pasaba con Dante, El Solitario
comienza su prólogo hablando de Gualtero Scott.
Eso es, Gualtero... o que nos devuelvan a Gibraltar .
Y después cita a Villemain, que es, según
él, el más encumbrado de los literatos de Francia.
Debo advertir a ustedes ahora que si quieren
hablar bien, no han de decir novela picaresca, sino picaril, y a lo pastoral,
si gustan, pueden llamarlo de sentimiento lastimoso.
Pero santa gloria haya El Solitario, y vamos
con el sobrino. Del cual dice el tío que por
la lección y estudio que ha hecho de su idioma nativo, será indudablemente
leído y aun estudiado sabrosa-mente por cuantos sean amantes de las galas del castellano.
¡Cristo Padre! -Y añade El Solitario, a
guisa de epifonema: «Este es el solo, pero el más subido premio que de sus
vigilias puede esperar un hablista».
No por molestar a un difunto, lo cual es
imposible, sino para que se vea que a los hablistas no hay que imitarlos más
que cuando hablan bien, me permito fijarme en el copiado parrafillo. Si ese es
el solo premio, no puede ser el más subido que puede esperar; si el hablista no
puede esperar más que un premio, ese será el más y el menos subido; no cabe
comparación cuando no hay más que un término. Lo que quiso decir El Solitario
debe de ser, que aunque el hablista no puede esperar más que un solo premio,
este es más subido que otros premios que no puede esperar. Pero no lo dijo.
Dejémosle definitivamente; bien; pero nótese que este hablista que tanto bombo
da a su sobrino, en cuanto hablista también, no siempre habla como Dios
manda. Y mi epifonema es este: que no basta llamar Gualtero Scott a
Walter Scott, para escribir siempre lo que se quiere. Y vamos ya al sobrino.
El cual, a la página siguiente del bombo de su tío, y
la primera que él escribe, ya comienza a disparatar.
«Capítulo 1.º En que se habla a manera de
prólogo con el lector». Ya estamos mal. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que el autor se
presenta a manera de prólogo a hablar con el lector? ¿Es el prólogo el autor
mismo? No, de fijo, no. ¡Pues, Señor, decirlo a derechas!
Y comienza La Campana : «A orillas de la Iruela hallé esta crónica:
en una de aquellas huertas de suelo verde y pobladas de árboles frutales, cuyas
bardas y setos...».
Cualquier gacetillero mal intencionado
preguntaría si las bardas y setos son de los árboles o de la huerta. Pero
dejando esto como pecado venial, y aun lo del suelo verde, que es
un modo canovístico de decir, y lo de pobladas, epíteto cursi y ramplón en este
caso, prosaico y casi casi administrativo, dejando todo eso, vamos a lo que no
puede pasar. Un hablista tan recomendado por su tío, el hablista de los
hablistas, debe saber (no digo debe de saber, Sr. Cánovas, sino debe saber),
que la Gramática
de la Academia ,
donde tanta influencia tiene D. Antonio, no permite que se diga cuyas bardas y setos; porque
cuyas es femenino, y los setos son masculinos, y el masculino, en tales casos,
es el que prevalece. No es esto decir que deba decirse cuyos bardas y setos;
pero, amigo, decirlo como se debe, ya que se es
un hablista de tanta
lección y de tanto estudio.
Y dice Cánovas, a renglón seguido:
«Y en verdad que es triste crónica para
hallada en un lugar tan apacible». Lo que quiso dar a entender, ya se sabe;
pero lo que dice es, que la crónica es triste para hallada en un lugar
apacible; de modo que si el lugar no tuviera esta condición pacífica, ya no
sería tan triste la crónica.
Renglón inmediato: «Harto se ve que allí
debieron vivir doña Inés y D. Ramiro».
Debieron vivir, está mal, D. Antonio, según la Gramática que han hecho
sus protegidos de usted.
Debieron vivir, quiere decir que tuvieron
obligación de vivir allí, y ese no es el pensamiento de usted. Cánovas quiso
decir que cree que allí vivieron -por tales o cuáles indicios-; es decir, en
castellano, que allí debieron de vivir...
¿Lo oye usted, santo varón?
De modo que yo no puedo continuar este
examen gramatical, para el que necesito una página de comentarios por cada
palabra de la novela canovística...
Si abriendo al azar el libro se encuentra en
el medio un gazapo; si comenzando por el principio se encuentran media docena
en tres renglones, ¿no es de presumir que la cosa abunda? Sí; yo lo juro,
abunda. ¿No me quieren ustedes creer? Pues sigamos.
Pág. 2, a los cuatro renglones después de lo
copiado:
«Con el disfraz de miradores o azoteas
cuidadosamente blanqueadas». ¡Vuelta la burra al trigo! Miradores o azoteas
blanqueadas, es un dislate; hay que poner el adjetivo en la terminación
masculina. Por lo visto el Sr. Cánovas tiene por sistema el desobedecer a la
gramática de su incumbencia. Prescindamos de que los miradores sean lo mismo
que las azoteas.
«La puerta Desircata está allí, arrimada a
un gótico convento de monjas. Allí está también...». ¡Qué manera de pintar!
parece que también está uno viéndolo allí todo eso.
¡Y así pintaba Cánovas en su florida juventud,
llena... de ciencias morales y políticas! ¡Oh, el poeta de lo contencioso!
«Las bizantinas columnas de San Pedro dan
sombra aún al peregrino y piadoso recogimiento al penitente».
La sombra de las columnas se parece algo a
la sombra del pino; pero, aparte de esto, yo creo (salva venia) que a esas
columnas, bizantinas y todo, les sería igual dar sombra al penitente o
dársela al peregrino; y que también la darán con mucho gusto al peregrino, que
a su vez puede hacer penitencia, ese recogimiento piadoso que dan al penitente.
Si bien es verdad que el recogimiento no es cosa que se dé; y caso de que se
diera, no lo darían las columnas, que sirven para otra cosa.
Pero ¿habrá leído El Solitario la novela de
su sobrino?
Yo no lo sé; pero lo que sí puedo asegurar
es que yo... no pienso leerla. Doy por hecho que Cánovas, en esto de novelas
históricas, es un Gualtero Scott, un Gustavo Freytag o un Gustavo Flaubert.
¡Lástima que no sepa escribir!
He mirado aquí y allí descripciones,
diálogos...
¡Válgame el señor San Pedro! No sería yo
persona seria, ni siquiera leal, si insistiese en estudiar al jefe de los
conservadores monárquicos en cuanto novelista.
Supongo que él mismo renegará hoy de su novela
de colegio, de este cronicón donde no se ve más, por lo visto, que alardes de
estilo rancio, de conocimientos históricos más o menos fáciles de adquirir, y
todos los defectos necesarios para demostrar que el autor no tiene ninguna de
las cualidades que ha de reunir un artista.
Y si La Época o cualquier otro heraldo
dijere que hablo al sabor de la boca y sin fundamento, porque no he leído La Campana , doy por bueno que
no la he leído, pues así lo he declarado modestamente más arriba, y repito que
tengo por cierto que Cánovas es un novelista insigne, con una fantasía de oro y
un estilo encantador...
Todo menos volver a La Campana.
En materia de Campanas de Huesca, he leído
Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bravo, y a ella me atengo, y ya sé lo
que es bueno. No me cogerán en otra. Deles la fama el premio solo, pero el más
subido que merezcan, que yo no soy redentor, y a tanto precio como leer de cabo
a rabo esos libros, no quiero convencer al mundo de lo poco poetas épicos que
son estos trovadores trasnochados, cuyo eterno modelo será, pese a Cánovas, el
barón de Campo Grande, D. Fulano Jove y Hevia, que en su tiempo, en pleno
romanticismo, representaba charadas históricas en las tertulias de Oviedo, ora
disfrazado de Mudarra, ora de Abderramán, ora de D. Gaiferos, tal vez de
Melisendra.
Cánovas es también un soñador, ya lo sé, un
soñador arqueo-lógico... Pero mientras él sueña, los demás duermen.
Y ahora, si un crítico canovista quiere
pulverizarme, ¿qué mejor ocasión que esta? ¿Dónde se habrá visto un
Homeromatrix o Canovasmatrix, que es igual, que ataca con furia un libro que no
ha leído entero?
Y, sin embargo, miren ustedes, puede que
tenga yo razón, hablando formalmente.
Tal vez La Campana de Huesca es cosa
muy mala, háyala leído o no Clarín, este mísero pecador que no siempre se
atreve a confesar en público sus pecados.
--
No terminaré este capítulo sin decir que
Castana, y no Castaña, como
pueden creer los maliciosos, no es una perra, sino una de las heroínas de la
novela, si no me engaño. ¡Castana! ¡Castana! ¡Vaya un nombre! ¡Tanto valdría
llamarla Bosch y Fustegueras!
--
Tampoco terminaré sin copiar este parrafito
que leo por casualidad al ir a dejar el libro:
«Caballeros todos ellos, no hay que decirlo,
valerosos en armas (?), ricos en hacienda, osados y ambiciosos a porfía, basta
saber lo que eran para que se suponga».
¿Conque basta saber lo que eran para que se
suponga? Señor, en sabiéndolo, ya no hace falta suponerlo.
Pero; ¡ea! Cánovas no quiere decir eso;
quiere decir: basta saber que eran todo eso para que se suponga que eran...
caballeros. Pero ¿qué idea tiene de las distancias el monstruo?
--
Mas tampoco quiero terminar (así dure esto
mil años) sin copiar la situación culminante de la novela. Se trata de
describir la horrorosa Campana de Huesca. Pues verán ustedes la descripción de
Cánovas, y díganme si no se ha dejado atrás a Casado.
«La escasa luz de mediodía (no quiere decir
que la luz de mediodía sea escasa, si bien es verdad que eso es lo que dice)
que alumbraba aquella lóbrega habitación (subrayo las palabras que tienen más
color ¡habitación! parece que se está viendo) puso delante de los ojos del rey y del conde un
inesperado y horroro sísimo espectáculo. (Así se pinta, con superlativos
regulares). Ambos (¡terno!), rey y conde (sí, en eso estamos), prorrumpieron en
una exclamación terrible, no bien lo alcanzaron sus ojos. (¿Quién es lo?) En
derredor del garfio que colgaba del punto céntrico (¡ah
decadentista!) de la bóveda, mirábanse cabezas recién cortadas, imitando en su colocación
la figura de una campana.
«En lo interior de aquella extraña campana
colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la
cual reconocieron los presentes (que conmigo firman) por del
arzobispo Pedro de Luesia (alias badajo); las demás eran de Lizana, de Roldán,
de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del
resto de los ricos-hombres rebeldes».
¡Rayo de Dios! ¡Y eso se llama pintar con la
pluma! ¿Quién no admira esa hermosa perspectiva del resto de los ricos-hombres rebeldes?
¿Y qué me dirán ustedes de las demás
cabezas, que eran de Lizana, de Roldán, etc. etc.? ¿Y eran de ellos así, en
montón, todas de todos, pro indiviso?
Pero dejémonos de repulgos de gramática, y
vamos a soñar. Cierro los ojos y veo, como si estuvieran ante mí, notario de,
etc.: una colocación, los presentes, una figura, un arzobispo a modo de badajo,
un espectáculo, una habitación, Lizana, ambos, el punto céntrico... ¡Basta,
basta! Tanta
luz deslumbra.
Apaguemos.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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