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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap V. Canovas novelista

No recuerdo si en otro lugar de este folleto digo que no quiero hablar de Cánovas considerado como novelista. Pues si lo digo, me arrepiento, y hablo de La Campana de Huesca, aunque sea poco.
Y hablo, porque así como a San Pablo se le apareció Jesús en el camino de Damasco, a mí se me acaba de presentar, sin saber yo de dónde viene, un certificado del correo, que dentro guarda un elegante tomo con portada a dos tintas, publicado en 1886 por el impresor de la Real Casa M. G. Hernández; y en este tomo se da a luz, por cuarta vez, la crónica del siglo XII que Cánovas escribió con el citado título de La Campana de Huesca. Semejante aparición es sin duda providencial, y suscitada para que yo vuelva sobre mi propósito y no deje en el tintero al Cánovas cronista o novelista.
No he de insistir mucho, sin embargo, en esta clase de habilidades de mi héroe, porque siendo mi principal objeto pintarlo tal como es hoy, poco me puede servir esta campana (o copa boca abajo, que diría la Academia), que se fundió allá en las remotas mocedades de D. Antonio; hace treinta y cinco años, cuando yo no había venido al mundo.
Si de Cánovas poeta hablé largo y tendido, fue porque D. Antonio es en esta materia reincidente; pero en cuanto novelista, tiene derecho a un eterno olvido, acompañado de un perdón generoso, puesto que no lo ha vuelto a hacer; no ha escrito más novelas en treinta y cinco años.
Sólo porque algunas pretensiones sobre el particular deja traslucir esto de publicar en 1886 nueva edición de su crónica, me resuelvo -amén del motivo sobrenatural de que ya dejo hecho mérito- a decir algo de esta novela histórica, que de seguro le parecerá a La Época una de las mejores de nuestro siglo...
¡Es el diablo este Sr. Cánovas! Siempre consecuente, como él dice. Sí; hace treinta y cinco años imprimía motu proprio esos disparates tan suyos y que tanto carácter habían de dar a su estilo años adelante. Digo esto, porque cuando me disponía a comenzar la lectura de este precioso tomo por el principio, o sea por el prólogo de El Solitario, el libro se me abre él solo por donde puede, y me encuentro con estas palabras en la pág. 357:
 
«Castana, que no había adivinado el propósito del almogábar, dio un grito de espanto al sentir el golpe del dardo a pocas pulgadas de su rostro».
Al lector se lo habrá ocurrido, como a mí, presumir que el tal Castana está herido, puesto que sintió el golpe a pocas pulgadas del rostro. Mejor sería, dirá el lector, que Cánovas nos explicase dónde había sentido el golpe del dardo Castana; pero, en fin, puesto que él lo sintió y fue a pocas pulgadas del rostro, sería en el cuello, en el pecho, o por ahí cerca. Pues no, señores; Castana sintió el golpe del dardo... «en la puerta de la ventana».
¡Ahí me las den todas! diría el Sr. Castana, sin duda.
Abro por otro lado, y leo: «Echaba rayos de fuego por los ojos». Echaba rayos, diría cualquiera; pero Cánovas necesita añadir de fuego, para no confundirse con el vulgo.
El Solitario, con el cual me sucede, dicho en puridad, lo que a cierto ilustre literato le pasaba con Dante, El Solitario comienza su prólogo hablando de Gualtero Scott.
Eso es, Gualtero... o que nos devuelvan a Gibraltar.
Y después cita a Villemain, que es, según él, el más encumbrado de los literatos de Francia.
Debo advertir a ustedes ahora que si quieren hablar bien, no han de decir novela picaresca, sino picaril, y a lo pastoral, si gustan, pueden llamarlo de sentimiento lastimoso.
Pero santa gloria haya El Solitario, y vamos con el sobrino. Del cual dice el tío que por la lección y estudio que ha hecho de su idioma nativo, será indudablemente leído y aun estudiado sabrosa-mente por cuantos sean amantes de las galas del castellano.
¡Cristo Padre! -Y añade El Solitario, a guisa de epifonema: «Este es el solo, pero el más subido premio que de sus vigilias puede esperar un hablista».
No por molestar a un difunto, lo cual es imposible, sino para que se vea que a los hablistas no hay que imitarlos más que cuando hablan bien, me permito fijarme en el copiado parrafillo. Si ese es el solo premio, no puede ser el más subido que puede esperar; si el hablista no puede esperar más que un premio, ese será el más y el menos subido; no cabe comparación cuando no hay más que un término. Lo que quiso decir El Solitario debe de ser, que aunque el hablista no puede esperar más que un solo premio, este es más subido que otros premios que no puede esperar. Pero no lo dijo. Dejémosle definitivamente; bien; pero nótese que este hablista que tanto bombo da a su sobrino, en cuanto hablista también, no siempre habla como Dios  manda. Y mi epifonema es este: que no basta llamar Gualtero Scott a Walter Scott, para escribir siempre lo que se quiere. Y vamos ya al sobrino.
El cual, a la página siguiente del bombo de su tío, y la primera que él escribe, ya comienza a disparatar.
«Capítulo 1.º En que se habla a manera de prólogo con el lector». Ya estamos mal. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que el autor se presenta a manera de prólogo a hablar con el lector? ¿Es el prólogo el autor mismo? No, de fijo, no. ¡Pues, Señor, decirlo a derechas!
Y comienza La Campana: «A orillas de la Iruela hallé esta crónica: en una de aquellas huertas de suelo verde y pobladas de árboles frutales, cuyas bardas y setos...».
Cualquier gacetillero mal intencionado preguntaría si las bardas y setos son de los árboles o de la huerta. Pero dejando esto como pecado venial, y aun lo del suelo verde, que es un modo canovístico de decir, y lo de pobladas, epíteto cursi y ramplón en este caso, prosaico y casi casi administrativo, dejando todo eso, vamos a lo que no puede pasar. Un hablista tan recomendado por su tío, el hablista de los hablistas, debe saber (no digo debe de saber, Sr. Cánovas, sino debe saber), que la Gramática de la Academia, donde tanta influencia tiene D. Antonio, no permite  que se diga cuyas bardas y setos; porque cuyas es femenino, y los setos son masculinos, y el masculino, en tales casos, es el que prevalece. No es esto decir que deba decirse cuyos bardas y setos; pero, amigo, decirlo como se debe, ya que se es un hablista de tanta lección y de tanto estudio.
Y dice Cánovas, a renglón seguido:
«Y en verdad que es triste crónica para hallada en un lugar tan apacible». Lo que quiso dar a entender, ya se sabe; pero lo que dice es, que la crónica es triste para hallada en un lugar apacible; de modo que si el lugar no tuviera esta condición pacífica, ya no sería tan triste la crónica.
Renglón inmediato: «Harto se ve que allí debieron vivir doña Inés y D. Ramiro».
Debieron vivir, está mal, D. Antonio, según la Gramática que han hecho sus protegidos de usted.
Debieron vivir, quiere decir que tuvieron obligación de vivir allí, y ese no es el pensamiento de usted. Cánovas quiso decir que cree que allí vivieron -por tales o cuáles indicios-; es decir, en castellano, que allí debieron de vivir...
¿Lo oye usted, santo varón?
De modo que yo no puedo continuar este examen gramatical, para el que necesito una página de comentarios por cada palabra de la novela canovística...
 
Si abriendo al azar el libro se encuentra en el medio un gazapo; si comenzando por el principio se encuentran media docena en tres renglones, ¿no es de presumir que la cosa abunda? Sí; yo lo juro, abunda. ¿No me quieren ustedes creer? Pues sigamos.
Pág. 2, a los cuatro renglones después de lo copiado:
«Con el disfraz de miradores o azoteas cuidadosamente blanqueadas». ¡Vuelta la burra al trigo! Miradores o azoteas blanqueadas, es un dislate; hay que poner el adjetivo en la terminación masculina. Por lo visto el Sr. Cánovas tiene por sistema el desobedecer a la gramática de su incumbencia. Prescindamos de que los miradores sean lo mismo que las azoteas.
«La puerta Desircata está allí, arrimada a un gótico convento de monjas. Allí está también...». ¡Qué manera de pintar! parece que también está uno viéndolo allí todo eso.
¡Y así pintaba Cánovas en su florida juventud, llena... de ciencias morales y políticas! ¡Oh, el poeta de lo contencioso!
«Las bizantinas columnas de San Pedro dan sombra aún al peregrino y piadoso recogimiento al penitente».
La sombra de las columnas se parece algo a la sombra del pino; pero, aparte de esto, yo creo (salva venia) que a esas columnas, bizantinas  y todo, les sería igual dar sombra al penitente o dársela al peregrino; y que también la darán con mucho gusto al peregrino, que a su vez puede hacer penitencia, ese recogimiento piadoso que dan al penitente. Si bien es verdad que el recogimiento no es cosa que se dé; y caso de que se diera, no lo darían las columnas, que sirven para otra cosa.
Pero ¿habrá leído El Solitario la novela de su sobrino?
Yo no lo sé; pero lo que sí puedo asegurar es que yo... no pienso leerla. Doy por hecho que Cánovas, en esto de novelas históricas, es un Gualtero Scott, un Gustavo Freytag o un Gustavo Flaubert. ¡Lástima que no sepa escribir!
He mirado aquí y allí descripciones, diálogos...
¡Válgame el señor San Pedro! No sería yo persona seria, ni siquiera leal, si insistiese en estudiar al jefe de los conservadores monárquicos en cuanto novelista.
Supongo que él mismo renegará hoy de su novela de colegio, de este cronicón donde no se ve más, por lo visto, que alardes de estilo rancio, de conocimientos históricos más o menos fáciles de adquirir, y todos los defectos necesarios para demostrar que el autor no tiene ninguna de las cualidades que ha de reunir un artista.
 
Y si La Época o cualquier otro heraldo dijere que hablo al sabor de la boca y sin fundamento, porque no he leído La Campana, doy por bueno que no la he leído, pues así lo he declarado modestamente más arriba, y repito que tengo por cierto que Cánovas es un novelista insigne, con una fantasía de oro y un estilo encantador...
Todo menos volver a La Campana.
En materia de Campanas de Huesca, he leído Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bravo, y a ella me atengo, y ya sé lo que es bueno. No me cogerán en otra. Deles la fama el premio solo, pero el más subido que merezcan, que yo no soy redentor, y a tanto precio como leer de cabo a rabo esos libros, no quiero convencer al mundo de lo poco poetas épicos que son estos trovadores trasnochados, cuyo eterno modelo será, pese a Cánovas, el barón de Campo Grande, D. Fulano Jove y Hevia, que en su tiempo, en pleno romanticismo, representaba charadas históricas en las tertulias de Oviedo, ora disfrazado de Mudarra, ora de Abderramán, ora de D. Gaiferos, tal vez de Melisendra.
Cánovas es también un soñador, ya lo sé, un soñador arqueo-lógico... Pero mientras él sueña, los demás duermen.
Y ahora, si un crítico canovista quiere pulverizarme, ¿qué mejor ocasión que esta? ¿Dónde se habrá visto un Homeromatrix o Canovasmatrix, que es igual, que ataca con furia un libro que no ha leído entero?
Y, sin embargo, miren ustedes, puede que tenga yo razón, hablando formalmente.
Tal vez La Campana de Huesca es cosa muy mala, háyala leído o no Clarín, este mísero pecador que no siempre se atreve a confesar en público sus pecados.
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No terminaré este capítulo sin decir que Castana, y no Castaña, como pueden creer los maliciosos, no es una perra, sino una de las heroínas de la novela, si no me engaño. ¡Castana! ¡Castana! ¡Vaya un nombre! ¡Tanto valdría llamarla Bosch y Fustegueras!
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Tampoco terminaré sin copiar este parrafito que leo por casualidad al ir a dejar el libro:
«Caballeros todos ellos, no hay que decirlo, valerosos en armas (?), ricos en hacienda, osados y ambiciosos a porfía, basta saber lo que eran para que se suponga».
¿Conque basta saber lo que eran para que se suponga? Señor, en sabiéndolo, ya no hace falta suponerlo.
Pero; ¡ea! Cánovas no quiere decir eso; quiere decir: basta saber que eran todo eso para que se suponga que eran... caballeros. Pero ¿qué idea tiene de las distancias el monstruo?
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Mas tampoco quiero terminar (así dure esto mil años) sin copiar la situación culminante de la novela. Se trata de describir la horrorosa Campana de Huesca. Pues verán ustedes la descripción de Cánovas, y díganme si no se ha dejado atrás a Casado.
«La escasa luz de mediodía (no quiere decir que la luz de mediodía sea escasa, si bien es verdad que eso es lo que dice) que alumbraba aquella lóbrega habitación (subrayo las palabras que tienen más color ¡habitación! parece que se está viendo) puso delante de los ojos del rey y del conde un inesperado y horroro sísimo espectáculo. (Así se pinta, con superlativos regulares). Ambos (¡terno!), rey y conde (sí, en eso estamos), prorrumpieron en una exclamación terrible, no bien lo alcanzaron sus ojos. (¿Quién es lo?) En derredor del garfio que colgaba del punto céntrico (¡ah decadentista!) de la bóveda, mirábanse cabezas recién cortadas, imitando en su colocación la figura de una campana.
«En lo interior de aquella extraña campana colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la cual reconocieron los presentes (que conmigo firman) por del arzobispo Pedro de Luesia (alias badajo); las demás eran de Lizana, de Roldán, de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del resto de los ricos-hombres rebeldes».
¡Rayo de Dios! ¡Y eso se llama pintar con la pluma! ¿Quién no admira esa hermosa perspectiva del resto de los ricos-hombres rebeldes?
¿Y qué me dirán ustedes de las demás cabezas, que eran de Lizana, de Roldán, etc. etc.? ¿Y eran de ellos así, en montón, todas de todos, pro indiviso?
Pero dejémonos de repulgos de gramática, y vamos a soñar. Cierro los ojos y veo, como si estuvieran ante mí, notario de, etc.: una colocación, los presentes, una figura, un arzobispo a modo de badajo, un espectáculo, una habitación, Lizana, ambos, el punto céntrico... ¡Basta, basta! Tanta luz deslumbra.
Apaguemos.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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