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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap X. Canovas prologuista

Así como D. Hermógenes era de oficio y ante todo opositor a cátedras, Cánovas es por esencia y potencia autor de prólogos. Unos han nacido poetas, otros bizcos, otros oradores; Cánovas nació, y morirá, prologuista. Es un prologuista lírico, eminentemente subjetivo y a la manera que Goethe se pinta a sí propio en sus obras, y cuando está hablando de Guillermo Meister, o de Werther, o de Tasso, en cierto modo habla de sí mismo, ni más ni menos que a sí propio se escucha el autor insigne de las Cartas de Jacome Ortiz, y, según entre nosotros D. Juan Fresco es vivo retrato de D. Juan Valera, digo que así, o por el estilo, se manifiesta Cánovas en sus prólogos; es decir, en los prólogos de los libros ajenos.
De esta suerte va siempre ganando. Si él escribe un libro, le pone un prólogo su tío El Solitario, que alaba al sobrino; si se trata de libros ajenos, Cánovas les escribe el prólogo... alabando también al sobrino de su tío. Sí; siempre gana él.
En España, este país de la fiera independencia, que no consiente señores extranjeros, pero que se achica y hace un ovillo ante los tiranos nacionales; en España no se hace ya nada que sea o pretenda ser monumental que no lleve un prólogo de Cánovas. He llegado a creer que si la Biblioteca de Recoletos tarda tanto en ser construida, es porque se está esperando a que Cánovas le escriba un prólogo.
No me extrañaría saber que en unas excavaciones allá en la China se había encontrado una hermosa edición princeps del Chou-King... con  un prólogo de D. Antonio Cánovas del Castillo.
No se crea que esta especialidad la debe a su posición política. Tan presidente del Consejo de ministros como él es Sagasta, y no le pone prólogo a nadie. Sagasta protegerá, con su consejo, otras cosas, ni más ni menos que Cánovas; pero en lo de escribir prólogos no le sigue. Don Antonio saca de los prólogos un partido que no ha sacado nadie, y por esto son los suyos prólogos de singular naturaleza, que merecen estudio detenido. En ellos escribe D. Antonio sus Memorias. Sí, señores; hace lo que esos... desocupados que escriben o graban en las paredes de casas a ajenas, en los teatros, en las catedrales, en los puentes, en los pedestales de las estatuas, etc., etc., su nombre y apellido, estado, día y lugar de su nacimiento, con otra porción de circunstancias y condiciones de su vida. Cánovas va dejando por esos libros de Dios, más o menos inmortales, sus gestas y fazañas. Juan Palomo y su pichona, leyó fray Gerundio en un puente de Burdeos; cosas por el estilo se leen en la Alhambra, en el campanario de la Giralda, y cosas por el estilo va escribiendo D. Antonio en todos los prologuitos de que se encarga.
A lo mejor nos dan los periódicos una noticia como esta: «La obra monumental del Sr. X... no se ha podido publicar todavía porque el Sr. Cánovas del Castillo se ha dignado escribir el prólogo, y le está dando la última mano».
Bien hace Cánovas en seguir las voces interiores de su vocación. Él nació para mandar en España cuando no se menea una rata, y para escribir tarde y mal y con mucha prisa (sabe Dios esto último) prólogos líricos. Jamás es tan poeta Cánovas como en estas prosaicas odas, donde con el natural desorden y la natural poca memoria que la oda requiere, por culpa del furor pimpleo, se olvida a los dos renglones, o al primero, del autor del libro, del asunto del libro y de cuanto Dios crió, y comienza a cantar las alabanzas del dios desconocido que lleva dentro de sí; y si no las alabanzas, sus hazañas, sus idas y venidas, sus vueltas y revueltas.
Sólo así se explica que a D. Antonio le salgan prólogos... en dos tomos que suman 740 páginas. Véase el libro titulado El Solitario y su tiempo, que, por confesión del autor, no es más que un prólogo a las obras de D. Serafín. Se quejaba Sainte-Beuve de Edmundo About porque escribía un libro para lo que bastaría una página. ¡Fuego de Dios! ¿qué diría si leyera los prólogos de Cánovas? -Lectura o lección, según Estébanez, de todo punto inverosímil, no sólo porque hace mucho que el autor de Volupté murió, sino porque si viviera se guardaría muy bien de leer prólogos de D. Antonio; que no todos los críticos extranjeros son unos Cherbuliez.
Si Cánovas no fuera prologuista de presente, apenas se podría hablar de él en cuanto literato. Historiador bueno o malo lo ha sido, y dice que lo va a ser, pero no lo es ahora; él mismo desdeña la historia que escribió, y de la futura no se puede hablar, a menos que se sea tan lince como La Época, la cual, para elogiar a su señor D. Antonio, no necesita que este haya abierto la boca ni cogido la pluma Lo de poeta ya hemos visto que no es cierto, y que sería crueldad pedirle cuentas por este concepto. Novelista... ni por el forro; tal vez ni pretensiones siquiera, a estas horas. Orador, en cuanto político, puramente utilitario, nada artístico. ¿Qué le queda a Cánovas en las letras actualmente? Nada más que eso, los prólogos.
Metámonos, pues, en harina.
El número de prefacios, por no decir siempre prólogos, que Cánovas ha escrito, es como el de las estrellas: no podría contarlo Abraham ni nadie.
Yo, en este instante, me acuerdo de los Siguientes:

Prólogo a D. Serafín, el tío, dos tomos.
Prólogo a las obras de Moreno Nieto.
Prólogo a las obras de Revilla.
Prólogo a una traducción de lord Byron.
Prólogo a un libro de D. Arcadio Roda.
Prólogo a Los poetas dramáticos contemporáneos, de Novo y Colson.

Todos estos prólogos tienen mucho que estudiar, y algunos mucho que reír, aun los que menos debieran dar ocasión a las carcajadas.
¿Cómo no reír, v. gr., cuando dice con motivo de Moreno Nieto, que... «Ayala había nacido extremeño y continuó siéndolo?». 
-No haga usted gatadas, me diría algún académico si leyera esto; copie usted todo lo que dice Cánovas sobre el particular. 
-Bueno, hombre, respondería yo; pues peor que peor. Y dice: «Ayala había nacido extremeño y continuó siéndolo, a pesar de las veleidades de la división territorial». Aparte de que una división territorial puede cambiar, pero no tener veleidades, de todos modos ha dicho el señor amo una tontería. Claro que si Ayala nació en tal lugar, continuará siendo del lugar de su nacimiento, pese a todas las veleidades del mundo. Y así viene a reconocerlo Cánovas, y la tontería está en advertir lo que de sabido se calla.
Pero dejo esta digresión y me llamo al orden por primera vez.
Empecemos por lo último, es decir, por el prólogo que se refiere al libro menos importante, el del Sr. Roda. Se trata de los oradores griegos y de los romanos. ¡Cosa rara! En los primeros renglones del prólogo parece que Cánovas no habla de sí mismo. ¡Error profundo!
La primera alusión es para D. Antonio... «Mientras que la inmodestia sirve de fácil escala para alcanzar cuanto hay». ¿Quién ha alcanzado aquí cuanto hay? Cánovas. ¿Quién es inmodesto como pocos? Cánovas. Las señas son mortales. Habla, pues, de sí mismo. En el renglón onceno, Cánovas aparece en todo su esplendor, sin tapujos retóricos.
«Conocile yo (¡siempre él!) en el punto y hora (¡qué castizo y qué cronométrico!) de dar a luz una traducción de Demóstenes...». ¿Quién estaba ahí puesto a parir, D. Antonio? ¿Quién había traducido a Demóstenes? Según la gramática, yo, es decir, Cánovas.
Después viene un «que pretendía dedicarme», que si se tratara de otro yo, podría dejar clara la cuestión, pues nadie se dedica libros a sí mismo; pero tratándose de Cánovas, todo es posible.
«Dejándome llevar en aquella sazón de mis bien conocidas aficiones»...
¡Las aficiones de Cánovas! ¿Quién habla de otra cosa? Por supuesto, aquella sazón no era sazón ni Dios que lo fundó, era el punto y hora de marras. ¿Qué diría Cánovas si las palabras de los sinópticos, In illo tempore..., dixit Jesus discipulis suis, se tradujeran, v. gr.: «En aquella sazón, dijo Jesús a sus discípulos»? Pues es  igual. Hay sazón cuando la hay, pero no de sazón.
«Pronunció allí ocho discursos sobre los grandes oradores griegos y las extraordinarias circunstancias políticas y militares (¡circunstan-cias militares, bendito Dios!) que inspiraron sus arengas, bastantes para dar buen concepto a cualquier hombre de letras...».
¡Ya lo creo! para sí quisiera usted las arengas de los grandes oradores griegos. Qué, ¿no es eso? ¿No se refiere a las arengas griegas, sino a los discursos de Roda? Pues hijo, decirlo. Aquí no hay estrambote que explique la anfibología, ni mal siquiera.
A estas alturas, el Sr. Cánovas ya ha tomado vuelo y habla de sí propio como un libro, y se mezcla con todo lo creado, especialmente la política actual, el Parlamento, la oratoria parlamentaria... Del Sr. Roda ya no había más que a veces, por alusión lejana, y tomándole por mingo, aunque sea mala comparación.
Por lo demás, sea por ignorancia o por mala voluntad, Cánovas, con ocasión de los oradores griegos, no habla palabra de estos señores; en cuanto a citas, Cormenin y M. Perignan. ¿Y doctrina? aquello de que la escultura es el arte de Grecia y que la elocuencia era allí escultural... y nada más; después, vuelta a los Cuerpos Colegisladores y a lo mal que anda la patria (a la sazón, Cánovas no era ministro). No hay cosa más pobre, más triste, más vulgar, que los tres o cuatro párrafos que en un prólogo tan largo dedica el prologuista a hablar de la elocuencia griega. ¡Y él es orador y se las echa de filólogo y de clásico!
Antes de concluir con este asunto, copio esto: «... Ni los signos ortográficos, ni la puntuación más esmerada bastan para distribuir bien las frases (en los párrafos muy largos)».
-¿Conque... ni los signos ortográficos ni la puntuación? Y la puntuación, ¿qué es si no es signo ortográfico? Coja usted la gramática, ábrala por el índice, no pasemos del índice. Pág. 418 (última edición) dice: Parte cuarta: Ortografía.
-Cap. IV. De los signos de puntuación», y no habla de más signos que estos. Signos de puntuación, ya lo oye usted, y en la Ortografía...
Por lo demás, es claro que la puntuación no sirve para distribuir bien las frases en los períodos largos o cortos; este trabajo ha de tomársele el escritor, las frases son incumbencia del que escribe; los pobres signos sólo sirven para señalar, es claro, ello mismo lo dice; y bastante hacen. Ahora me explico yo cómo Cánovas es tan laberíntico en sus parrafadas. Justo; les deja a los signos ortográficos, y en su defecto a la puntuación, que distribuyan las frases (como él dice), y así sale ello.
 
Pero salgamos de este prólogo, que no merece tanta conversación.
Del prólogo a las obras de Moreno Nieto ya se ha dicho en otro lugar bastante, considerando el tal documento como discurso, que fue primero, para ser prólogo después. En efecto, los partos del ingenio monstruoso lo mismo sirven para un barrido que para un fregado.
Por supuesto, que aquí empieza Cánovas, como siempre, hablando de sí propio, y esta es mi tesis principal. Comienza reclamando para sí la pena mayor por la muerte de Moreno Nieto, y después de pocos renglones viene a decirnos que él piensa sobrevivir a todos sus contemporáneos; sobrevivir aquí en la tierra, entiéndase, vivo de veras, no ya en la fama, que de eso no hay que hablar siquiera.
Habla del hueco que van dejando los coetáneos difuntos, y dice: «Hueco que anuncia la soledad pavorosa en que hemos de llegar los más felices (por si acaso, solo y todo se tiene por feliz, ¡ya lo creo!) al fatal término de la jornada». Por donde se ve que Cánovas, como San Juan, el discípulo amado, cree tener alguna promesa de llegar a muy viejo. Y es claro que lo más del tiempo pensará gastarlo en ser presidente del Consejo de ministros. ¡Bonito porvenir!
Ahora oigan ustedes esto.
 
«Ayer, señores, o casi ayer (bueno, anteayer), desapareció Selgas, y algo antes desapareció Ayala también. Pertenecían todos tres a la generación que empieza a dispensarse, (será errata, querrá decir dispersarse; pero tampoco así está bien, ni medio bien. Morirse no es dispersarse. Y dispensarse, por si no es errata, mucho menos).
»Los tres eran purísimas glorias de ella, y lejos de estorbarse en la vida (¿por que habían de estorbarse, santo varón? ¿Cree usted que todos son como usted, que hasta les tiene envidia a los apóstoles por las muchas lenguas que sabían, siendo así que usted no sabe casi ninguna?), lejos de estorbarse en la vida se sumaban, más bien, y completaban; valían tanto los tres en suma (claro, en suma, si se sumaban...), que quizá a un tiempo (ahora va lo gordo), que quizá a un tiempo mayores no los ha producido ninguna generación en nuestra patria».
El que prueba demasiado no prueba nada; y acaso Cánovas prueba demasiado a propósito. Mucho, muchísimo valió Moreno Nieto; también, valió mucho Ayala...; pero en el siglo de oro, y en otros varios, han vivido a un tiempo, como usted dice, algunos varones de fama universal y españoles que, sin ofender a nadie, se puede asegurar que tienen y merecen aún más gloria que Moreno Nieto y Ayala. Y lo mismo digo de nuestro tiempo y del próximo pasado.
En cuanto a Selgas..., en fin, ha muerto, y no tiene él la culpa de que Cánovas le ponga en ridículo sacándole del modesto lugar que ocupa en la historia de nuestras letras.
Cánovas abandona a Selgas, en mal hora traído a colación, y sigue apreciando a Moreno Nieto y Ayala, que eran muy amigos, en efecto, pero que en nada se parecían más que en ser extremeños... y en continuar siéndolo, como dice Cánovas.
Mas no sólo por motivos geográficos y razones extremeñas hace semejante paralelo el prologuista. Él va a lo que va. No se me diga, Cánovas en esto de rebajar a los que cree rivales es sistemático. Moreno Nieto era orador, orador insigne, de los primeros de España. Revilla era también insigne orador, de los primeros en los debates académicos...; pues ya verán ustedes cómo rebaja esta gloria Cánovas en Revilla, y vean cómo la rebaja ahora mismo en Moreno. ¡Lo que él sabe!
Lo que cuesta trabajo aquí es seguir hablando en tono de broma y sin indignarse.
«Lo propio Moreno Nieto que Ayala eran grandes oradores».
¿Ayala grande orador? Ayala era buen poeta; escribió una comedia, Consuelo, que es acaso la mejor entre las modernas españolas; escribió  otras muy dignas de elogio, como El tanto por ciento, y dejó además excelentes poesías líricas, algunas dignas de ser modelo por la hermosura y trasparencia de la forma; pero Ayala no fue orador ni tuvo pretensiones de tal. Hablaba bien las pocas veces que hablaba, y en alguna ocasión, en pocas palabras, dijo cosas muy tiernas, que, amén de serlo, tenían que impresionar vivamente a multitud de monárquicos bien alimentados. Pero Ayala no era un orador en el sentido en que lo son Galiano, Castelar, Martos... varios otros, y el mismo Moreno Nieto. Presentar a Ayala, en cuanto orador, a la altura de Moreno Nieto, es rebajar a Moreno Nieto. Como sería rebajar a Ayala decir que Moreno Nieto hacía tan buenos versos como él.
Semejantes paralelos, o mejor, paralelas, le sirven a Cánovas para hacer planchas y levantarse dos cuartas sobre el suelo a fuerza de puños y mala intención.
Luego sigue hablando de Moreno Nieto desde el punto de vista, o bajo el punto de vista, que él escribe, de sus relaciones con el umbiliculum terræ, con el centro de la tierra, y aun del universo, o sea D. Antonio. No sigue la biografía de Moreno Nieto por el orden que señala la vida de este, sino por el que señala la vida del Sr. Cánovas. Por lo cual tiene ocasión de decirnos que un Sr. Alix, muy amigo de Cánovas,  hizo oposición a la cátedra de árabe de Toledo, y que D. Antonio de buena gana se la hubiera dado. Sí, sí, ya le conocemos a usted las mañas. Si usted hubiera podido entonces lo que pudo después, le hubiera quitado la cátedra al primer lugar, Moreno Nieto, para dársela a su amigo. Conocemos el sistema. Más adelante viene a decir que Moreno Nieto no tenía bastante paciencia para seguir estudiando de veras árabe, y que se consagró a la filología bajo su aspecto filosófico-histórico y bajo su aspecto puramente histórico. Estos dos bajos sólo sirven para que se estrelle en ellos la Gramática de la Academia. Y si no, consúltelo usted. Con esto de la Gramática y de los Académicos debe de pasar algo parecido a lo que sucede con el Derecho sagrado de la India y sus brahamanes. La Academia vela por la pureza del idioma...; pero cuando se trata de los académicos levanta el brazo, porque tolera todos sus solecismos y barbarismos y sigue llamándolos ilustres y tomándoles el voto para decidir de la suerte del idioma. A un criterio semejante obedece el llamado Código de Manú, cuando añade a la prohibición de la ley de Narada respecto al falso juramento: «Cuando se trata... de salvar a un brahmán, no es pecado mortal jurar en falso». Cánovas falta a todas horas y en todas partes a las reglas de la Academia, y sigue siendo el amo de la casa y de la docta corporación.
Pero vamos a otro prólogo, que es tarde y hay prisa.
Con Revilla se ha portado Cánovas peor todavía que con Moreno Nieto. A lo menos a este le conocía, le había oído hablar a veces; y aparte de la mala intención del biógrafo y su carencia de facultades para juzgar el corazón y la cabeza de D. José, algo podía decir de provecho, algo que tuviese parte de verdad.
Pero a Revilla ni lo había oído, ni le había visto, ni jamás había pensado en él, como el mismo Cánovas viene a confesar en buenas palabras. Si distancia inmensa hay entre un Moreno Nieto y un Cánovas, no la hay menos entre este y un Revilla. Cánovas y Moreno Nieto no se podían entender, Cánovas y Revilla tampoco.
Así es que si D. Antonio hubiera querido hacer un favor a la memoria del crítico y a la viuda de Revilla, se hubiese limitado a decir que no conocía al difunto lo suficiente para juzgarle. Pero el prólogo, si hace caso de él la posteridad, enseñará a los venideros un Revilla completamente falsificado. Afortunadamente, en la biografía escrita por el profundo y sagaz filósofo D. Urbano González Serrano, en otros documentos por el estilo, y sobre todo en las mismas obras del crítico, queda la imagen de éste fiel al original, aunque nada más que hasta donde frías letras de molde pueden conservar el espíritu de un hombre eminente, cuando este hombre, a más de escritor, fue orador como pocos, orador sobre todo, y, por desgracia, orador cuyos títulos mejores de gloria se han perdido, pues sus discursos no se conservan.
Pues bien; el Sr. Cánovas, que es de quien aquí se trata, no hizo lo que debía, sino que se metió a escribir un prólogo largo, echándolo todo a barato. Las dos afirmaciones más absurdas del tal prólogo son estas: que Revilla, como orador, no llegó a la madurez, ni valió tanto en este concepto como en el de crítico; segunda afirmación disparatada, que donde mejor podemos conocer a Revilla es en sus poesías Dudas y tristezas, que es, según D. Antonio, «lo que nos hace penetrar más adentro en su espíritu». «Yo pienso (copio) que no hay más puro y dulce amor que el que allí muestra hacia su joven y amante mujer». Aparte de que eso está muy mal escrito, es una... una necedad, ¿por qué no decirlo? ¡Recomendar a un crítico notable, a un orador insigne, por el amor que tuvo a su mujer! Eso no es un mérito literario, Sr. Cánovas; ni Revilla es de los autores que necesitan ser alabados por sus buenas condiciones de jefe de familia.
Buena cosa es que el Sr. Cánovas cuando tiene que elogiar a otros, siempre cambia las cosas;  y a un gran poeta como Ayala, le alaba por orador como Revilla, le alaba por poeta.
¿No podría la malicia ver en este prurito algo peor que la natural tendencia de D. Antonio a decir las cosas al revés?
Empieza el Sr. Cánovas pintando a Revilla como un ambicioso de melodrama, consumido por la fiebre de las grandezas, siquiera fuesen espirituales. Era Revilla hombre tranquilo, y no tenía tal fiebre, ni la ambición absurda y ridícula de querer saberlo todo. Estaba muy por encima su espíritu de esos lirismos filosóficos en que un hombre hace como que revienta de aburrido si no le dan la solución de los grandes problemas, etc., etc. Justamente porque algunas de las poesías contenidas en Dudas y tristezas participan de ese lirismo convencional, alma del autor, el cual, si se consagraba con gran ardor al estudio y con seriedad a la meditación filosófica, no lo hacía con ese amaneramiento romántico que Cánovas quiere atribuirle.
Como no podía menos, a las pocas páginas del prólogo, Cánovas se mete en escena, y nada menos que para representar el papel de dios Pan.
«No nos tropezamos, dice, en la vida él y yo sino una vez sola (ya verá el lector que no hubo tal tropiezo ni tropezón), que fue allá en los comienzos del reinado de D. Alfonso XII, cuando un tribunal de oposiciones le dio el primer lugar en la terna (a Revilla, no a D. Alfonso XII), formada para proveer la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid. Pudiera aquel Gobierno, presidido por mí, en uso de su derecho, a la sazón indisputable, vacilar (¿el derecho de vacilar? ¿qué derecho es ese? por lo visto llama Cánovas vacilar a quitarle a un primer lugar su cátedra. Dígalo yo, uno de los vacilados por el conde de Toreno); mas no vaciló un punto, y en circunstancias todavía bien críticas (¿críticas también para la literatura dinástica? ¡qué valor de hombre! ¡darle una cátedra a Revilla, y de literatura, en circunstancias todavía críticas! no le hay como él, como Cánovas), aconsejé yo mismo su nombramiento».
Lo gracioso es que, si no recuerdo mal, en las tales oposiciones no quedó más opositor que Revilla; es decir, que no fue el primer lugar solo, sino el primero y el único. ¡Oh magnanimidad de Cánovas! ¡Darle la cátedra al único propuesto! Y aunque fuera el primero y hubiera más, ¡vaya un favor para recordado, y vaya una delicadeza el recordarlo en tal ocasión, aunque fuera un favor!
Por lo demás, el Sr. Cánovas añade que le dio la cátedra porque, aunque era Revilla republicano  fogoso (¿a qué había de ser fogoso?), nada tienen entre sí que ver la literatura o la ciencia por oficio y para todos profesada, y la preferencia individual respecto a forma de gobierno. ¡Hola! ¡hola! Bonita confesión; y entonces, siendo así, ¿por qué se postergó a tantos primeros lugares y se persiguió a tantos catedráticos que no hacían más que profesar para todos la ciencia? ¿Es que una cátedra de farmacia tiene más relaciones que la literatura con la forma de gobierno? Pero, en fin, todo esto ya es viejo y no importa a mi asunto. Allá se las hayan Cánovas con su conciencia y Toreno con su abdomen.
Como si la tarea que se le había encomendado fuera disculpar a Revilla ante los fanáticos católicos, procura D. Antonio encontrar un resquicio por donde salvar al famoso crítico librepensador y francamente positivista, de la nota de descreído. ¿Con qué derecho se atreve el Sr. Cánovas a emprender estos juegos de funambulismo en materia tan delicada?
Era Revilla, y fue siempre, librepensador, y claramente partidario de la ciencia positiva, sin admitir en ella elementos metafísicos; y sea lo que quiera de este modo de pensar, como lo había adquirido por espontánea reflexión con pura conciencia, no hay para qué ocultarlo como si fuese pecado. ¿Cree el Sr. Cánovas que Revilla  necesita estos ripios, estos fingimientos y sensible-rías adocenadas de que se compone el crédito filosófico de D. Antonio?
Siento mucho que la necesidad de llegar ya al fin de este folleto no me consienta examinar más despacio este prólogo, donde Cánovas pretende en vano penetrar en un espíritu tan diferente del suyo.
Sólo con ver lo que dice para negar que Revilla fuese ya un maestro en la oratoria, tendríamos para rato y para reír a mandíbula batiente. ¡Ah, Sr. Cánovas! Era mucho mejor orador que usted; académico, es claro: ¿qué otra cosa había de ser? Lo único que le faltó para orador político fue... ser diputado. ¡Y qué cosas le hubiera dicho a usted en las Cortes si se hubieran tropezado, como usted dice, allí también! Figurémonos que un día, irritado usted por algún epigrama de Revilla, le echaba en cara el favorcillo ese de que había en el prólogo, el de no vacilar en darle la cátedra. ¡Virgen Santísima, las cosas que hubiera usted oído!
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Todavía faltan varios prólogos (tres por lo menos) y otras muchas materias; no le conviene al editor que este folleto sea de doble volumen del que tendrá dejándolo aquí, y por consiguiente,  necesitando yo bastantes páginas para concluir, me veo en el triste deber de dejar cortada la tela y en suspenso este análisis psicológico-literario del Sr. Cánovas y de su tiempo.
Por cierto que de su tiempo apenas he dicho nada. En rigor, lo único que habría que decir es que su tiempo no es tan bobo como Cánovas se figura, y que no las traga como ruedas de molino. Pero ya que he de emplear otro folleto en este ingrato asunto, allí compararé al monstruo con sus súbditos; quiero decir, con todos nosotros y hasta con los extranjeros. Perdonen ustedes si por los motivos indicados, Cánovas y su tiempo se ha partido en dos. Acaso no será la segunda parte de este folleto la materia del próximo, porque tanto Cánovas seguido aburre, y hay asuntos de actualidad que nos están llamando, v. gr., Los Pazos de Ulloa, muy hermosa novela de Emilia Pardo Bazán, y la famosa cuestión de Miguel Escalada y los Académicos, que tiene más importancia de la que pueden darle, para la malicia, las tristes personalidades.
De todas suertes, prometo a mis lectores que sea inmediatamente o no, la segunda parte de Cánovas y su tiempo, se publicará. ¡Ya lo creo que se publicará!

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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