Así como D. Hermógenes era de oficio y ante
todo opositor a cátedras, Cánovas es por esencia y potencia autor de prólogos.
Unos han nacido poetas, otros bizcos, otros oradores; Cánovas nació, y morirá,
prologuista. Es un prologuista lírico, eminentemente
subjetivo y a la manera que Goethe se pinta a sí propio en sus obras, y cuando
está hablando de Guillermo Meister, o de Werther, o de Tasso, en cierto modo
habla de sí mismo, ni más ni menos que a sí propio se escucha el autor insigne
de las Cartas de Jacome Ortiz, y, según entre nosotros D. Juan Fresco es vivo
retrato de D. Juan Valera, digo que así, o por el estilo, se manifiesta Cánovas
en sus prólogos; es decir, en los prólogos de los libros ajenos.
De esta suerte va siempre ganando. Si él
escribe un libro, le pone un prólogo su tío El Solitario, que alaba al sobrino;
si se trata de libros ajenos, Cánovas les escribe el prólogo... alabando
también al sobrino de su tío. Sí; siempre gana él.
En España, este país de la fiera
independencia, que no consiente señores extranjeros, pero que se achica y hace
un ovillo ante los tiranos nacionales; en España no se hace ya nada que sea o
pretenda ser monumental que no lleve un prólogo de Cánovas. He llegado a creer
que si la Biblioteca
de Recoletos tarda tanto en ser construida, es porque se está esperando a que
Cánovas le escriba un prólogo.
No me extrañaría saber que en unas
excavaciones allá en la China
se había encontrado una hermosa edición princeps del Chou-King... con un prólogo
de D. Antonio Cánovas del Castillo.
No se crea que esta especialidad la debe a
su posición política. Tan presidente del Consejo de ministros como él es Sagasta, y no le pone prólogo a
nadie. Sagasta protegerá, con su consejo, otras cosas, ni más ni menos que
Cánovas; pero en lo de escribir prólogos no le sigue. Don Antonio saca de los
prólogos un partido que no ha sacado nadie, y por esto son los suyos prólogos
de singular naturaleza, que merecen estudio detenido. En ellos escribe D.
Antonio sus Memorias. Sí, señores; hace lo que esos... desocupados que escriben
o graban en las paredes de casas a ajenas, en los teatros, en las catedrales,
en los puentes, en los pedestales de las estatuas, etc., etc., su nombre y
apellido, estado, día y lugar de su nacimiento, con otra porción de
circunstancias y condiciones de su vida. Cánovas va dejando por esos libros de
Dios, más o menos inmortales, sus gestas y fazañas. Juan Palomo y su pichona,
leyó fray Gerundio en un puente de Burdeos; cosas por el estilo se leen en la Alhambra , en el
campanario de la Giralda ,
y cosas por el estilo va escribiendo D. Antonio en todos los prologuitos de que
se encarga.
A lo mejor nos dan los periódicos una
noticia como esta: «La obra monumental del Sr. X... no se ha
podido publicar todavía porque el Sr. Cánovas del Castillo se ha dignado
escribir el prólogo, y le está dando la última mano».
Bien hace Cánovas en seguir las voces
interiores de su vocación. Él nació para mandar en España cuando no se menea
una rata, y para escribir tarde y mal y con mucha prisa (sabe Dios esto último)
prólogos líricos. Jamás es tan poeta Cánovas como en estas prosaicas odas,
donde con el natural desorden y la natural poca memoria que la oda requiere,
por culpa del furor pimpleo, se olvida a los dos renglones, o al primero, del
autor del libro, del asunto del libro y de cuanto Dios crió, y comienza a
cantar las alabanzas del dios desconocido que lleva dentro de sí; y si no las
alabanzas, sus hazañas, sus idas y venidas, sus vueltas y revueltas.
Sólo así se explica que a D. Antonio le
salgan prólogos... en dos tomos que suman 740 páginas. Véase el libro titulado
El Solitario y su tiempo, que, por confesión del autor, no es más que un prólogo a las
obras de D. Serafín. Se quejaba Sainte-Beuve de Edmundo About porque escribía
un libro para lo que bastaría una página. ¡Fuego de Dios! ¿qué diría si leyera
los prólogos de Cánovas? -Lectura o lección, según Estébanez, de todo punto
inverosímil, no sólo porque hace mucho que el autor de Volupté murió, sino porque
si viviera se guardaría muy bien de leer prólogos de D. Antonio; que no todos
los críticos extranjeros son unos Cherbuliez.
Si Cánovas no fuera prologuista de presente,
apenas se podría hablar de él en cuanto literato. Historiador bueno o malo lo
ha sido, y dice que lo va a ser, pero no lo es ahora; él mismo desdeña la
historia que escribió, y de la futura no se puede hablar, a menos que se sea
tan lince como La Época, la cual, para elogiar a su señor D. Antonio, no
necesita que este haya abierto la boca ni cogido la pluma Lo de poeta ya hemos
visto que no es cierto, y que sería crueldad pedirle cuentas por este concepto.
Novelista... ni por el forro; tal vez ni pretensiones siquiera, a estas horas.
Orador, en cuanto político, puramente utilitario, nada artístico. ¿Qué le queda
a Cánovas en las letras actualmente? Nada más que eso, los prólogos.
Metámonos, pues, en harina.
El número de prefacios, por no decir siempre
prólogos, que Cánovas ha escrito, es como
el de las estrellas: no podría contarlo Abraham ni nadie.
Yo, en este instante, me acuerdo de los
Siguientes:
Prólogo a D. Serafín, el tío, dos tomos.
Prólogo a las obras de Moreno Nieto.
Prólogo a las obras de Revilla.
Prólogo a una traducción de lord Byron.
Prólogo a un libro de D. Arcadio Roda.
Prólogo a Los poetas dramáticos
contemporáneos, de Novo y Colson.
Todos estos prólogos tienen mucho que
estudiar, y algunos mucho que reír, aun los que menos debieran dar ocasión a
las carcajadas.
¿Cómo no reír, v. gr., cuando dice con
motivo de Moreno Nieto, que... «Ayala había nacido extremeño y continuó
siéndolo?».
-No haga usted gatadas, me diría algún académico si leyera esto;
copie usted todo lo que dice Cánovas sobre el particular.
-Bueno, hombre,
respondería yo; pues peor que peor. Y dice: «Ayala había nacido extremeño y
continuó siéndolo, a pesar de las veleidades de la división territorial».
Aparte de que una división territorial puede cambiar, pero no tener veleidades,
de todos modos ha dicho el señor amo una tontería. Claro que si Ayala nació en
tal lugar, continuará siendo del lugar de su
nacimiento, pese a todas las veleidades del
mundo. Y así viene a reconocerlo Cánovas, y la tontería está en advertir lo que
de sabido se calla.
Pero dejo esta digresión y me llamo al orden
por primera vez.
Empecemos por lo último, es decir, por el
prólogo que se refiere al libro menos importante, el del Sr. Roda. Se trata de los oradores
griegos y de los romanos. ¡Cosa rara! En los primeros renglones del prólogo parece que
Cánovas no habla de sí mismo. ¡Error profundo!
La primera alusión es para D. Antonio...
«Mientras que la inmodestia sirve de fácil escala para alcanzar cuanto hay».
¿Quién ha alcanzado aquí cuanto hay? Cánovas. ¿Quién es inmodesto como pocos? Cánovas. Las
señas son mortales. Habla, pues, de sí mismo. En el renglón onceno, Cánovas
aparece en todo su esplendor, sin tapujos retóricos.
«Conocile yo (¡siempre él!) en el punto y
hora (¡qué castizo y qué cronométrico!) de dar a luz una traducción de
Demóstenes...». ¿Quién estaba ahí puesto a parir, D. Antonio? ¿Quién había
traducido a Demóstenes? Según la gramática, yo, es decir, Cánovas.
Después viene un «que pretendía dedicarme»,
que si se tratara de otro yo, podría dejar clara la cuestión, pues nadie se
dedica libros a sí mismo; pero tratándose de Cánovas, todo es posible.
«Dejándome llevar en aquella sazón de mis
bien conocidas aficiones»...
¡Las aficiones de Cánovas! ¿Quién habla de
otra cosa? Por supuesto, aquella sazón no era sazón ni Dios que lo fundó, era
el punto y hora de marras. ¿Qué diría Cánovas si las palabras de los
sinópticos, In illo tempore..., dixit Jesus discipulis suis, se tradujeran, v.
gr.: «En aquella sazón, dijo Jesús a sus discípulos»? Pues es igual. Hay
sazón cuando la hay, pero no de sazón.
«Pronunció allí ocho discursos sobre los
grandes oradores griegos y las extraordinarias circunstancias políticas y
militares (¡circunstan-cias militares, bendito Dios!) que inspiraron sus
arengas, bastantes para dar buen concepto a cualquier hombre de letras...».
¡Ya lo creo! para sí quisiera usted las
arengas de los grandes oradores griegos. Qué, ¿no es eso? ¿No se refiere a las
arengas griegas, sino a los discursos de Roda? Pues hijo, decirlo. Aquí no hay
estrambote que explique la anfibología, ni mal siquiera.
A estas alturas, el Sr. Cánovas ya ha tomado
vuelo y habla de sí propio como
un libro, y se mezcla con todo lo creado, especialmente la política actual, el
Parlamento, la oratoria parlamentaria... Del Sr. Roda ya no había más que a
veces, por alusión lejana, y tomándole por mingo, aunque sea mala comparación.
Por lo demás, sea por ignorancia o por mala
voluntad, Cánovas, con ocasión de los oradores griegos, no habla palabra de
estos señores; en cuanto a citas, Cormenin y M. Perignan. ¿Y doctrina? aquello
de que la escultura es el arte de Grecia y que la elocuencia era allí
escultural... y nada más; después, vuelta a los Cuerpos Colegisladores y a lo
mal que anda la patria (a la sazón, Cánovas no era ministro). No hay cosa más
pobre, más triste, más vulgar, que los tres o cuatro párrafos que en un prólogo
tan largo dedica el prologuista a hablar de la elocuencia griega. ¡Y él es
orador y se las echa de filólogo y de clásico!
Antes de concluir con este asunto, copio
esto: «... Ni los signos ortográficos, ni la puntuación más esmerada bastan
para distribuir bien las frases (en los párrafos muy largos)».
-¿Conque... ni los signos ortográficos ni la
puntuación? Y la puntuación, ¿qué es si no es signo ortográfico? Coja usted la
gramática, ábrala por el índice, no pasemos del índice. Pág. 418 (última edición) dice:
Parte cuarta: Ortografía.
-Cap. IV. De los signos de puntuación», y no
habla de más signos que estos. Signos de puntuación, ya lo oye usted, y en la Ortografía...
Por lo demás, es claro que la puntuación no
sirve para distribuir bien las frases en los períodos largos o cortos; este
trabajo ha de tomársele el escritor, las frases son incumbencia del que escribe; los
pobres signos sólo sirven para señalar, es claro, ello mismo lo dice; y
bastante hacen. Ahora me explico yo cómo Cánovas es tan laberíntico en sus
parrafadas. Justo; les deja a los signos ortográficos, y en su defecto a la
puntuación, que distribuyan las frases (como
él dice), y así sale ello.
Pero salgamos de este prólogo, que no merece
tanta conversación.
Por supuesto, que aquí empieza Cánovas, como siempre, hablando de
sí propio, y esta es mi tesis principal. Comienza reclamando para sí la pena
mayor por la muerte de Moreno Nieto, y después de pocos renglones viene a
decirnos que él piensa sobrevivir a todos sus contemporáneos; sobrevivir aquí
en la tierra, entiéndase, vivo de veras, no ya en la fama, que de eso no hay
que hablar siquiera.
Habla del hueco que van dejando los
coetáneos difuntos, y dice: «Hueco que anuncia la soledad pavorosa en que hemos de llegar los
más felices (por si acaso, solo y todo se tiene por feliz, ¡ya lo creo!) al
fatal término de la jornada». Por donde se ve que Cánovas, como
San Juan , el
discípulo amado, cree tener alguna promesa de llegar a muy viejo. Y es claro
que lo más del
tiempo pensará gastarlo en ser presidente del Consejo de ministros. ¡Bonito
porvenir!
Ahora oigan ustedes esto.
«Ayer, señores, o casi ayer (bueno,
anteayer), desapareció Selgas, y algo antes desapareció Ayala también.
Pertenecían todos tres a la generación que empieza a dispensarse, (será errata,
querrá decir dispersarse; pero tampoco así está bien, ni medio bien. Morirse no
es dispersarse. Y dispensarse, por si no es errata, mucho menos).
»Los tres eran purísimas glorias de ella, y
lejos de estorbarse en la vida (¿por que habían de estorbarse, santo varón?
¿Cree usted que todos son como usted, que hasta les tiene envidia a los
apóstoles por las muchas lenguas que sabían, siendo así que usted no sabe casi
ninguna?), lejos de estorbarse en la vida se sumaban, más bien, y completaban;
valían tanto los tres en suma (claro, en suma, si se sumaban...), que quizá a
un tiempo (ahora va lo gordo), que quizá a un tiempo mayores no los ha
producido ninguna generación en nuestra patria».
El que prueba demasiado no prueba nada; y
acaso Cánovas prueba demasiado a propósito. Mucho, muchísimo valió Moreno
Nieto; también, valió mucho Ayala...; pero en el siglo de oro, y en otros
varios, han vivido a un tiempo, como usted dice, algunos varones de fama
universal y españoles que, sin ofender a nadie, se puede asegurar que tienen y
merecen aún más gloria que Moreno Nieto y Ayala. Y lo mismo digo de nuestro
tiempo y del
próximo pasado.
En cuanto a Selgas..., en fin, ha muerto, y
no tiene él la culpa de que Cánovas le ponga en ridículo sacándole del modesto
lugar que ocupa en la historia de nuestras letras.
Cánovas abandona a Selgas, en mal hora
traído a colación, y sigue apreciando a Moreno Nieto y Ayala, que eran muy
amigos, en efecto, pero que en nada se parecían más que en ser extremeños... y
en continuar siéndolo, como dice Cánovas.
Mas no sólo por motivos geográficos y
razones extremeñas hace semejante paralelo el prologuista. Él va a lo que va.
No se me diga, Cánovas en esto de rebajar a los que cree rivales es
sistemático. Moreno Nieto era orador, orador insigne, de los primeros de
España. Revilla era también insigne orador, de los primeros en los debates
académicos...; pues ya verán ustedes cómo rebaja esta gloria Cánovas en
Revilla, y vean cómo la rebaja ahora mismo en Moreno . ¡Lo que él sabe!
Lo que cuesta trabajo aquí es seguir
hablando en tono de broma y sin indignarse.
«Lo propio Moreno Nieto que Ayala eran
grandes oradores».
¿Ayala grande orador? Ayala era buen poeta;
escribió una comedia, Consuelo, que es acaso la mejor entre las modernas
españolas; escribió otras muy dignas de elogio, como El tanto por ciento,
y dejó además excelentes poesías líricas, algunas dignas de ser modelo por la
hermosura y trasparencia de la forma; pero Ayala no fue orador ni tuvo
pretensiones de tal. Hablaba bien las pocas veces que hablaba, y en alguna
ocasión, en pocas palabras, dijo cosas muy tiernas, que, amén de serlo, tenían
que impresionar vivamente a multitud de monárquicos bien alimentados. Pero Ayala
no era un orador en el sentido en que lo son Galiano, Castelar, Martos...
varios otros, y el mismo Moreno Nieto. Presentar a Ayala, en cuanto orador, a
la altura de Moreno Nieto, es rebajar a Moreno Nieto. Como
sería rebajar a Ayala decir que Moreno Nieto hacía tan buenos versos como él.
Semejantes paralelos, o mejor, paralelas, le
sirven a Cánovas para hacer planchas y levantarse dos cuartas sobre el suelo a
fuerza de puños y mala intención.
Luego sigue hablando de Moreno Nieto desde
el punto de vista, o bajo el punto de vista, que él escribe, de sus relaciones
con el umbiliculum terræ, con el centro de la tierra, y aun del universo, o sea
D. Antonio. No sigue la biografía de Moreno Nieto por el orden que señala la
vida de este, sino por el que señala la vida del Sr. Cánovas. Por lo cual tiene ocasión
de decirnos que un Sr. Alix, muy amigo de Cánovas, hizo oposición a la
cátedra de árabe de Toledo, y que D. Antonio de buena gana se la hubiera dado.
Sí, sí, ya le conocemos a usted las mañas. Si usted hubiera podido entonces lo
que pudo después, le hubiera quitado la cátedra al primer lugar, Moreno Nieto,
para dársela a su amigo. Conocemos el sistema. Más adelante viene a decir que
Moreno Nieto no tenía bastante paciencia para seguir estudiando de veras árabe,
y que se consagró a la filología bajo su aspecto filosófico-histórico y bajo su
aspecto puramente histórico. Estos dos bajos sólo sirven para que se estrelle
en ellos la Gramática
de la Academia. Y
si no, consúltelo usted. Con esto de la Gramática y de los Académicos debe de pasar algo
parecido a lo que sucede con el Derecho sagrado de la India y sus
brahamanes. La Academia
vela por la pureza del idioma...; pero cuando
se trata de los académicos levanta el brazo, porque tolera todos sus solecismos
y barbarismos y sigue llamándolos ilustres y tomándoles el voto para decidir de
la suerte del
idioma. A un criterio semejante obedece el llamado Código de Manú, cuando añade
a la prohibición de la ley de Narada respecto al falso juramento: «Cuando se
trata... de salvar a un brahmán, no es pecado mortal jurar en falso». Cánovas
falta a todas horas y en todas partes a las reglas de la Academia , y sigue siendo
el amo de la casa y de la docta corporación.
Pero vamos a otro prólogo, que es tarde y
hay prisa.
Con Revilla se ha portado Cánovas peor
todavía que con Moreno Nieto. A lo menos a este le conocía, le había oído
hablar a veces; y aparte de la mala intención del biógrafo y su carencia de facultades
para juzgar el corazón y la cabeza de D. José, algo podía decir de provecho,
algo que tuviese parte de verdad.
Pero a Revilla ni lo había oído, ni le había
visto, ni jamás había pensado en él, como
el mismo Cánovas viene a confesar en buenas palabras. Si distancia inmensa hay
entre un Moreno
Nieto y un Cánovas, no la hay menos entre este y un Revilla. Cánovas y Moreno
Nieto no se podían entender, Cánovas y Revilla tampoco.
Así es que si D. Antonio hubiera querido
hacer un favor a la memoria del
crítico y a la viuda de Revilla, se hubiese limitado a decir que no conocía al
difunto lo suficiente para juzgarle. Pero el prólogo, si hace caso de él la
posteridad, enseñará a los venideros un Revilla completamente falsificado.
Afortunadamente, en la biografía escrita por el profundo y sagaz filósofo D.
Urbano González Serrano, en otros documentos por el estilo, y sobre todo en las
mismas obras del crítico, queda la imagen de éste fiel al original, aunque nada
más que hasta donde frías letras de molde pueden conservar el espíritu de un
hombre eminente, cuando este hombre, a más de escritor, fue orador como pocos,
orador sobre todo, y, por desgracia, orador cuyos títulos mejores de gloria se
han perdido, pues sus discursos no se conservan.
Pues bien; el Sr. Cánovas, que es de quien
aquí se trata, no hizo lo que debía, sino que se metió a escribir un prólogo
largo, echándolo todo a barato. Las dos afirmaciones más absurdas del tal
prólogo son estas: que Revilla, como orador, no llegó a la madurez, ni valió
tanto en este concepto como en el de crítico; segunda afirmación disparatada,
que donde mejor podemos conocer a Revilla es en sus poesías Dudas y tristezas,
que es, según D. Antonio, «lo que nos hace penetrar más adentro en su
espíritu». «Yo pienso (copio) que no hay más puro y dulce amor que el que allí
muestra hacia su joven y amante mujer». Aparte de que eso está muy mal escrito,
es una... una necedad, ¿por qué no decirlo? ¡Recomendar a un crítico notable, a
un orador insigne, por el amor que tuvo a su mujer! Eso no es un mérito
literario, Sr. Cánovas; ni Revilla es de los autores que necesitan ser alabados
por sus buenas condiciones de jefe de familia.
Buena cosa es que el Sr. Cánovas cuando
tiene que elogiar a otros, siempre cambia las cosas; y a un gran poeta como Ayala, le alaba por orador como Revilla, le alaba por poeta.
¿No podría la malicia ver en este prurito
algo peor que la natural tendencia de D. Antonio a decir las cosas al revés?
Empieza el Sr. Cánovas pintando a Revilla como un ambicioso de
melodrama, consumido por la fiebre de las grandezas, siquiera fuesen espirituales.
Era Revilla hombre tranquilo, y no tenía tal fiebre, ni la ambición absurda y
ridícula de querer saberlo todo. Estaba muy por encima su espíritu de esos
lirismos filosóficos en que un hombre hace como que revienta de aburrido si no le dan la
solución de los grandes problemas, etc., etc. Justamente porque algunas de las
poesías contenidas en Dudas y tristezas participan de ese lirismo convencional,
alma del
autor, el cual, si se consagraba con gran ardor al estudio y con seriedad a la
meditación filosófica, no lo hacía con ese amaneramiento romántico que Cánovas
quiere atribuirle.
«No nos tropezamos, dice, en la vida él y yo
sino una vez sola (ya verá el lector que no hubo tal tropiezo ni tropezón), que
fue allá en los comienzos del reinado de D. Alfonso XII, cuando un tribunal de
oposiciones le dio el primer lugar en la terna (a Revilla, no a D. Alfonso XII),
formada para proveer la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid.
Pudiera aquel Gobierno, presidido por mí, en uso de su derecho, a la sazón
indisputable, vacilar (¿el derecho de vacilar? ¿qué derecho es ese? por lo
visto llama Cánovas vacilar a quitarle a un primer lugar su cátedra. Dígalo yo,
uno de los vacilados por el conde de Toreno); mas no vaciló un punto, y en
circunstancias todavía bien críticas (¿críticas también para la literatura
dinástica? ¡qué valor de hombre! ¡darle una cátedra a Revilla, y de literatura,
en circunstancias todavía críticas! no le hay como
él, como
Cánovas), aconsejé yo mismo su nombramiento».
Lo gracioso es que, si no recuerdo mal, en
las tales oposiciones no quedó más opositor que Revilla; es decir, que no fue
el primer lugar solo, sino el primero y el único. ¡Oh magnanimidad de Cánovas!
¡Darle la cátedra al único propuesto! Y aunque fuera el primero y hubiera más,
¡vaya un favor para recordado, y vaya una delicadeza el recordarlo en tal
ocasión, aunque fuera un favor!
Por lo demás, el Sr. Cánovas añade que le
dio la cátedra porque, aunque era Revilla republicano fogoso (¿a qué
había de ser fogoso?), nada tienen entre sí que ver la literatura o la ciencia
por oficio y para todos profesada, y la preferencia individual respecto a forma
de gobierno. ¡Hola! ¡hola! Bonita confesión; y entonces, siendo así, ¿por qué
se postergó a tantos primeros lugares y se persiguió a tantos catedráticos que
no hacían más que profesar para todos la ciencia? ¿Es que una cátedra de farmacia
tiene más relaciones que la literatura con la forma de gobierno? Pero, en fin,
todo esto ya es viejo y no importa a mi asunto. Allá se las hayan Cánovas con
su conciencia y Toreno con su abdomen.
Era Revilla, y fue siempre, librepensador, y
claramente partidario de la ciencia positiva, sin admitir en ella elementos
metafísicos; y sea lo que quiera de este modo de pensar, como
lo había adquirido por espontánea reflexión con pura conciencia, no hay para
qué ocultarlo como
si fuese pecado. ¿Cree el Sr. Cánovas que Revilla necesita estos ripios,
estos fingimientos y sensible-rías adocenadas de que se compone el crédito
filosófico de D. Antonio?
Siento mucho que la necesidad de llegar ya
al fin de este folleto no me consienta examinar más despacio este prólogo,
donde Cánovas pretende en vano penetrar en un espíritu tan diferente del suyo.
Sólo con ver lo que dice para negar que
Revilla fuese ya un maestro en la oratoria, tendríamos para rato y para reír a
mandíbula batiente. ¡Ah, Sr. Cánovas! Era mucho mejor orador que usted;
académico, es claro: ¿qué otra cosa había de ser? Lo único que le faltó para
orador político fue... ser diputado. ¡Y qué cosas le hubiera dicho a usted en
las Cortes si se hubieran tropezado, como
usted dice, allí también! Figurémonos que un día, irritado usted por algún
epigrama de Revilla, le echaba en cara el favorcillo ese de que había en el
prólogo, el de no vacilar en darle la cátedra. ¡Virgen Santísima, las cosas que
hubiera usted oído!
--
Todavía faltan varios prólogos (tres por lo
menos) y otras muchas materias; no le conviene al editor que este folleto sea
de doble volumen del que tendrá dejándolo aquí, y por consiguiente,
necesitando yo bastantes páginas para concluir, me veo en el triste deber de
dejar cortada la tela y en suspenso este análisis psicológico-literario del Sr.
Cánovas y de su tiempo.
Por cierto que de su tiempo apenas he dicho
nada. En rigor, lo único que habría que decir es que su tiempo no es tan bobo como Cánovas se figura, y que no las traga como ruedas de molino.
Pero ya que he de emplear otro folleto en este ingrato asunto, allí compararé
al monstruo con sus súbditos; quiero decir, con todos nosotros y hasta con los
extranjeros. Perdonen ustedes si por los motivos indicados, Cánovas y su tiempo
se ha partido en dos. Acaso no será la segunda parte de este folleto la materia
del próximo, porque tanto Cánovas seguido aburre, y hay asuntos de actualidad
que nos están llamando, v. gr., Los Pazos de Ulloa, muy hermosa novela de
Emilia Pardo Bazán, y la famosa cuestión de Miguel Escalada y los Académicos,
que tiene más importancia de la que pueden darle, para la malicia, las tristes
personalidades.
De todas suertes, prometo a mis lectores que
sea inmediatamente o no, la segunda parte de Cánovas y su tiempo, se publicará.
¡Ya lo creo que se publicará!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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