Conviene comenzar este capítulo advirtiendo
a los papanatas que no es lo mismo historiador que presidente de la Academia de la Historia. También
Cheste preside la Academia
de la Lengua y
no tiene lengua; quiero decir, que tiene la lengua presa y habla un
demonio de lemosín cultilatino, que recuerda aquella alalogía de los primeros
cristianos. Pues volviendo a Cánovas, es preciso declarar que preside la Academia de la Historia , porque esto es
un hecho; pero historiador, lo que se llama historiador, no lo es. ¿Qué
historia ha escrito hasta la fecha? Una, que le han alabado mucho algunos
periódicos liberales con el santo fin de echársela en cara, porque en ella
ataca, según ellos, lo que hoy venera, y contribuye a desacreditar lo que hoy
tiene por santo, por inviolable. Pero de ese trabajo histórico, que es la Historia de la
decadencia, como Cánovas dice, casi, o sin casi, reniega hoy el autor mismo.
Declara en varios pasajes de sus obras que
la tal Historia hoy no la escribiría como la escribió; que no conocía entonces
los trabajos (casi todos de extranjeros, por cierto y por desgracia), que han
permitido juzgar al cabo con relativa claridad y con justicia los complejos
negocios de aquellos reinados, que han sido como lugar de cita para los duelos
en que las pasiones de los partidos han luchado más encarnizadamente en el
terreno de la historia. Se alaba, sí, de no haber seguido ciegamente a los que
acogían sin examen, y sólo por mala voluntad a los reyes de la casa de Austria,
cuentos y supercherías ya tradicionales; pero, en suma, estima en poco su
crítica de aquel tiempo, y la disculpa, no sólo por la insuficiencia de los
datos, sino por los pocos años del autor. En efecto; Cánovas era joven cuando
escribió esa historia. Pero, así como fuera
injusticia tomársela en cuenta para examinar las dotes de historiador que
actualmente puede poseer, sería gracia excesiva el proclamarle émulo de los Prescott y de los Irving
por la historia... que no ha escrito todavía.
Aquello de la Decadencia no hace
cuenta, admitido: cúmplase en esto la voluntad del autor; pero lo que es la historia que
está por escribir, no puede hacer cuenta tampoco.
De modo que, en rigor, no hay tal
historiador.
Sin embargo, si la vida ocupadísima y
azarosa que lleva Cánovas hubiera sido otra, y le hubiera permitido consagrarse
con la asiduidad y constancia que toda clase de vocación especial y verdadera
exige, a sus estudios literarios, don Antonio probablemente hubiera llegado a
ser un mediano erudito en materia histórica, de pura crónica española, eso sí,
pero al fin, trabajador útil y recomendable: una de esas figuras de segundo
término, que, si no aparecen en los grandes cuadros sintéticos de una
literatura (porque basta en estos presentar al gran escritor que aprovechó y
reunió los documentos recogidos por otros en obra de genio y propiamente
artística), deben figurar con favorable censura en todo trabajo minucioso que
tenga por objeto recordar, no sólo a los maestros que dirigieron el edificio de
la historia, sino también a los inteligentes y laboriosos obreros que fueron
colocando piedra sobre piedra.
La afición de Cánovas que se puede tomar más
en serio (fuera de su afición principal, que es la de mandar en todos
nosotros), es esta de la historia española; no entendiéndose que sea él capaz
de elevarse a las regiones del filósofo de la historia, ni a la del artista
historiador, sino considerándole en su natural terreno de hombre capaz de
escudriñar pormenores y poner en juego cierta sagacidad de palaciego mezclado de
erudito, que no cabe negarle, y bastante malicia y experiencia de las tristes
intrigas cortesanas y políticas para poder sacar lecciones de lo presente y
penetrar y saber inducir en lo pasado. De todas suertes, y aun reduciéndose a
esta historia, que no puede llamarse de escalera abajo, porque precisamente su
teatro natural son los salones, los gabinetes y hasta las alcobas, Cánovas,
para darnos libros que fueran expresión de sus estudios, fruto de sus vigilias,
siempre tropezaría con el grave inconveniente de no saber escribir.
-¡Hombre! diría Toreno, si por casualidad
leyese esto. ¡Que Cánovas no sabe escribir! Pero este muchacho deslenguado,
¿por quién nos toma?
-Calma, Sr. Jove, calma, respondería yo
(confundiendo a Queipo de Llano con Campo
Grande ); es claro que Cánovas sabe escribir, lo que se
llama escribir, y mejor que usted, mucho mejor, es claro. Pero aquí no se trata
de escribir como
quiera, sino de escribir bien, y eso es lo que Cánovas no sabe. El historiador
que hoy quiera ser leído por alguien más que por los eruditos, que van a
chuparle el jugo; el historiador que quiera vivir en sus obras, y no en las
notas de otros historiadores que sean mejores escritores que él, necesita ser
artista, tener la visión de la realidad pasada y el arte de reproducir con la
pluma esa visión, merced a cualidades que en gran parte son semejantes a las
del gran novelista psicólogo y sociólogo, y en otra parte análogas a las del
filósofo de la historia, que a su vez necesita muchas cualidades del artista,
especialmente del poeta épico, en el lato sentido de estas palabras. El Sr.
Cánovas tiene una de las imaginaciones más pobres y prosaicas que se han
conocido; es bastante discreto para no embarcarse, por lo común, en esas naves
de metáforas cursis que suelen naufragar casi siempre; pero si esta discreción
(que no siempre le acude) le libra del ridículo, no puede ocultar la pobreza
del color, la ausencia de toda fantasía plástica. Si el señor Cánovas se mete
en tropos de once varas habla del viento huracanado... de las circunstancias;
si describe, lo hace como en la famosa escena de La Campana de Huesca que dejo
copiada; no sabe narrar con sencillez, con ese lenguaje que hace que se olviden
las palabras y sus sonoridades por la cosa misma, por el objeto de la narración;
lucha, armado de adjetivos y pronombres demostrativos, contra las emboscadas
que le tiende la anfibología, por culpa de su endiablado afán de hipérbaton
falso y de novedad culterana en palabrotas y giros; y, amigo, en estas
condiciones, viendo al escritor sudar por conseguir expresar en castellano su
pensamiento, sin lograrlo muchas veces, el lector no puede atender al fondo, no
puede olvidar el barullo de las palabras; no parece que se lee, sino que se
está oyendo leer, y entra en el alma y en el cuerpo la fatiga infalible de las
lecturas públicas; pena el oyente por sí, por los efectos del narcótico
musical, y pena por el lector, en quien supone mortal cansancio. Leyendo a
Cánovas se está pensando sin querer en el Diccionario, en las partes indeclinables
de la oración, en una porción de adverbios de modo y en el gran valor que
pueden llegar a tener las conjunciones. Y después, si se cierra el libro, y se
acuesta uno y sueña, se ven flotar en la fantasía, no los personajes de la
historia ni los parajes por donde han pasado, sino los pujos arcaicos y
castizos de Cánovas, sus muletillas adverbiales, los estos, aquellos, últimos,
dichos, propios, etc., a que se agarra; conjunciones sueltas, y, en fin, una
Valpuris de palabras abstractas, un aquelarre de ripios en prosa, algo como la
fiebre del hambre debe de ser en el delirio de un maestro de escuela; ensueños
como el de un amigo mío, abogado y jurisconsulto, que soñó una vez, con gran
remordimiento, ser autor del delito de estupro consumado en una virginal raíz
cuadrada. -Y digo todo eso porque estos días, que tengo yo que manejar mucho
los libros de Cánovas, sueño cosas así, y tengo náuseas al despertar; y todo lo
atribuyo al estilo canovístico, que es una cosa sui generis, que debe de servir
para hipnotizar, como
el ponerle a uno el filo de una navaja barbera sobre las narices...
Quedamos en que Cánovas podría llegar a ser
historiador, dadas tales y cuales condiciones; en que no lo es todavía, y en
que de todas suertes no sería un historiador de primer orden, ni aun de
segundo, sino de esos tan útiles como olvidados, que suministran documentos a
los verdaderos artistas, hijos de Clío, los cuales son en rigor los verdaderos
historiadores; porque, como dijo Cicerón perfectamente, si se entienden bien
sus palabras: Nihil est magis oratorium quam historia.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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