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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap VI. Canovas historiador

Conviene comenzar este capítulo advirtiendo a los papanatas que no es lo mismo historiador que presidente de la Academia de la Historia. También Cheste preside la Academia de la Lengua y no tiene lengua; quiero decir, que tiene  la lengua presa y habla un demonio de lemosín cultilatino, que recuerda aquella alalogía de los primeros cristianos. Pues volviendo a Cánovas, es preciso declarar que preside la Academia de la Historia, porque esto es un hecho; pero historiador, lo que se llama historiador, no lo es. ¿Qué historia ha escrito hasta la fecha? Una, que le han alabado mucho algunos periódicos liberales con el santo fin de echársela en cara, porque en ella ataca, según ellos, lo que hoy venera, y contribuye a desacreditar lo que hoy tiene por santo, por inviolable. Pero de ese trabajo histórico, que es la Historia de la decadencia, como Cánovas dice, casi, o sin casi, reniega hoy el autor mismo.
Declara en varios pasajes de sus obras que la tal Historia hoy no la escribiría como la escribió; que no conocía entonces los trabajos (casi todos de extranjeros, por cierto y por desgracia), que han permitido juzgar al cabo con relativa claridad y con justicia los complejos negocios de aquellos reinados, que han sido como lugar de cita para los duelos en que las pasiones de los partidos han luchado más encarnizadamente en el terreno de la historia. Se alaba, sí, de no haber seguido ciegamente a los que acogían sin examen, y sólo por mala voluntad a los reyes de la casa de Austria, cuentos y supercherías ya tradicionales; pero, en suma, estima en poco su crítica de aquel tiempo, y la disculpa, no sólo por la insuficiencia de los datos, sino por los pocos años del autor. En efecto; Cánovas era joven cuando escribió esa historia. Pero, así como fuera injusticia tomársela en cuenta para examinar las dotes de historiador que actualmente puede poseer, sería gracia excesiva el proclamarle émulo de los Prescott y de los Irving por la historia... que no ha escrito todavía.
Aquello de la Decadencia no hace cuenta, admitido: cúmplase en esto la voluntad del autor; pero lo que es la historia que está por escribir, no puede hacer cuenta tampoco.
De modo que, en rigor, no hay tal historiador.
Sin embargo, si la vida ocupadísima y azarosa que lleva Cánovas hubiera sido otra, y le hubiera permitido consagrarse con la asiduidad y constancia que toda clase de vocación especial y verdadera exige, a sus estudios literarios, don Antonio probablemente hubiera llegado a ser un mediano erudito en materia histórica, de pura crónica española, eso sí, pero al fin, trabajador útil y recomendable: una de esas figuras de segundo término, que, si no aparecen en los grandes cuadros sintéticos de una literatura (porque basta en estos presentar al gran escritor que aprovechó y reunió los documentos recogidos por otros en obra de genio y propiamente artística), deben figurar con favorable censura en todo trabajo minucioso que tenga por objeto recordar, no sólo a los maestros que dirigieron el edificio de la historia, sino también a los inteligentes y laboriosos obreros que fueron colocando piedra sobre piedra.
La afición de Cánovas que se puede tomar más en serio (fuera de su afición principal, que es la de mandar en todos nosotros), es esta de la historia española; no entendiéndose que sea él capaz de elevarse a las regiones del filósofo de la historia, ni a la del artista historiador, sino considerándole en su natural terreno de hombre capaz de escudriñar pormenores y poner en juego cierta sagacidad de palaciego mezclado de erudito, que no cabe negarle, y bastante malicia y experiencia de las tristes intrigas cortesanas y políticas para poder sacar lecciones de lo presente y penetrar y saber inducir en lo pasado. De todas suertes, y aun reduciéndose a esta historia, que no puede llamarse de escalera abajo, porque precisamente su teatro natural son los salones, los gabinetes y hasta las alcobas, Cánovas, para darnos libros que fueran expresión de sus estudios, fruto de sus vigilias, siempre tropezaría con el grave inconveniente de no saber escribir.
-¡Hombre! diría Toreno, si por casualidad leyese esto. ¡Que Cánovas no sabe escribir! Pero este muchacho deslenguado, ¿por  quién nos toma?
-Calma, Sr. Jove, calma, respondería yo (confundiendo a Queipo de Llano con Campo Grande); es claro que Cánovas sabe escribir, lo que se llama escribir, y mejor que usted, mucho mejor, es claro. Pero aquí no se trata de escribir como quiera, sino de escribir bien, y eso es lo que Cánovas no sabe. El historiador que hoy quiera ser leído por alguien más que por los eruditos, que van a chuparle el jugo; el historiador que quiera vivir en sus obras, y no en las notas de otros historiadores que sean mejores escritores que él, necesita ser artista, tener la visión de la realidad pasada y el arte de reproducir con la pluma esa visión, merced a cualidades que en gran parte son semejantes a las del gran novelista psicólogo y sociólogo, y en otra parte análogas a las del filósofo de la historia, que a su vez necesita muchas cualidades del artista, especialmente del poeta épico, en el lato sentido de estas palabras. El Sr. Cánovas tiene una de las imaginaciones más pobres y prosaicas que se han conocido; es bastante discreto para no embarcarse, por lo común, en esas naves de metáforas cursis que suelen naufragar casi siempre; pero si esta discreción (que no siempre le acude) le libra del ridículo, no puede ocultar la pobreza del color, la ausencia de toda fantasía plástica. Si el señor Cánovas se mete en tropos de once varas habla del viento huracanado... de las circunstancias; si describe, lo hace como en la famosa escena de La Campana de Huesca que dejo copiada; no sabe narrar con sencillez, con ese lenguaje que hace que se olviden las palabras y sus sonoridades por la cosa misma, por el objeto de la narración; lucha, armado de adjetivos y pronombres demostrativos, contra las emboscadas que le tiende la anfibología, por culpa de su endiablado afán de hipérbaton falso y de novedad culterana en palabrotas y giros; y, amigo, en estas condiciones, viendo al escritor sudar por conseguir expresar en castellano su pensamiento, sin lograrlo muchas veces, el lector no puede atender al fondo, no puede olvidar el barullo de las palabras; no parece que se lee, sino que se está oyendo leer, y entra en el alma y en el cuerpo la fatiga infalible de las lecturas públicas; pena el oyente por sí, por los efectos del narcótico musical, y pena por el lector, en quien supone mortal cansancio. Leyendo a Cánovas se está pensando sin querer en el Diccionario, en las partes indeclinables de la oración, en una porción de adverbios de modo y en el gran valor que pueden llegar a tener las conjunciones. Y después, si se cierra el libro, y se acuesta uno y sueña, se ven flotar en la fantasía, no los personajes de la historia ni los parajes por donde han pasado, sino los pujos arcaicos y castizos de Cánovas, sus muletillas adverbiales, los estos, aquellos, últimos, dichos, propios, etc., a que se agarra; conjunciones sueltas, y, en fin, una Valpuris de palabras abstractas, un aquelarre de ripios en prosa, algo como la fiebre del hambre debe de ser en el delirio de un maestro de escuela; ensueños como el de un amigo mío, abogado y jurisconsulto, que soñó una vez, con gran remordimiento, ser autor del delito de estupro consumado en una virginal raíz cuadrada. -Y digo todo eso porque estos días, que tengo yo que manejar mucho los libros de Cánovas, sueño cosas así, y tengo náuseas al despertar; y todo lo atribuyo al estilo canovístico, que es una cosa sui generis, que debe de servir para hipnotizar, como el ponerle a uno el filo de una navaja barbera sobre las narices...
Quedamos en que Cánovas podría llegar a ser historiador, dadas tales y cuales condiciones; en que no lo es todavía, y en que de todas suertes no sería un historiador de primer orden, ni aun de segundo, sino de esos tan útiles como olvidados, que suministran documentos a los verdaderos artistas, hijos de Clío, los cuales son en rigor los verdaderos historiadores; porque, como dijo Cicerón perfectamente, si se entienden bien sus palabras: Nihil est magis oratorium quam historia.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)


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