Aquí es donde yo, si tuviera mala intención,
podría cargar la mano. Pero decidido a proceder con la nobleza a que dejo hecha
referencia, prescindiré de todo, o de casi todo lo que pudiera ser desfavorable
al Sr. Cánovas, y me limitaré a considerar su vida poética sólo en cuanto nos
sirva de documento, como hoy se dice, para el estudio psicológico de nuestro
personaje. Porque dejo advertir que es un estudio psicológico principalmente lo
que estoy haciendo, aunque hasta ahora no se haya conocido.
Si Cánovas se hubiera contentado con ser
poeta allá en sus mocedades, hablar hoy de sus versos hubiese sido una imperti-nencia.
Muchos hombres que después han figurado como lumbreras en la Administración ,
llegando a cobrar sueldos episcopales, han comenzado por ahí, por la poesía,
general-mente la erótica y la heroica; de veinte consejeros de Estado o
magistrados del Supremo, diez por lo menos han comenzado su carrera escribiendo
odas patrióticas y poniendo en relación al Moncayo con el mes de las flores,
por razón de lo que llamaban antiguas retóricas el similiter desinens y el
similiter cadens. El furor pimpleo y aquellos arrestos pindáricos de la
desordenada fantasía eran un modo inconsciente y disfrazado de anhelar los más
altos puestos que puede ofrecer una burocracia bien servida.
Con un poco de experiencia en el arte
espinoso de la crítica al pormenor, se puede adivinar en la más fantástica y
aun vaga poesía, si todas aquellas
aguas
corrientes, puras, cristalinas
de Castalia irán a desembocar en una
oficina. Yo conozco muchos jefes de negociado, o cosa así, que hace apenas diez
años estaban empeñados en restaurar el
teatro de Lope y de Tirso, o la égloga de Garci-Lasso. ¡Qué Lasso ni qué Garci!
Todo aquello era una secreta comezón de nómina.
Pues bien; en los versos antiguos de Cánovas
se ve eso mismo: aquel suspirar por todo, aquel adorar al universo en una mujer
(creo que llamada Elisa o Luisa , de
esto no estoy seguro),2 y aquel respeto a
las creencias de nuestros mayores, en medio de tanto arrebato lírico, parecían
anuncio seguro de la brillante carrera política y administrativa de nuestro
AUTOR (como escribe Sedano, el del Parnaso Español). En no sé qué libro viejo,
tal vez una colección de alguna Revista trasnochada, vi, ya hace años, versos
de Cánovas, versos auténticos. Recuerdo que la impresión era mala; el papel,
delgado y amarillento, daba a aquel romanticismo manido un aspecto repugnante.
Pues a pesar de tan desfavorable catadura, yo adivinaba al leer aquello -verdad
es que adivinar a posteriori es fácil- el porvenir glorioso y lucrativo que
aguardaba al poeta. Daba gana de gritarle: Macte animo, generose puer! ¡Sus y a
ellos! deja a esa melindrosa y empréndela con los expedientes; agárrate a un
periódico, después a un ministro, más tarde a una bandera política,
enseguida a una poltrona... medra, sube, crece... y olvida a la Elisa de tus pecados, y esos
otros tormentos de que hablas, que son puro flato; ya llegará el día en que
todas las Elisas de este mundo se mueran por tus pedazos y sus consecuencias; y
en que esa desdeñosa, esa Marcela relamida cifre todo su orgullo, como la Federica Brion de
Goëthe, en haber sido amada, si no por el Gran Pagano de Weimar, por el Gran
Cobrador de Málaga.
En suma, aquellos versos de Cánovas no eran
mejores ni peores que los que habrán escrito en igual caso Retes, Rodríguez
Rubí, Catalina, Casa Valencia, Casa Sedano, y tantos y tantos otros ilustrados
oficinistas y hombres políticos que han escrito o deben de haber escrito
versos.
Sin embargo, advertiré que ya en aquellos
primeros ensayos se nota la tendencia que más tarde ha de caracterizar
poderosamente el estilo de Cánovas; ya allí se nota, digo, el prurito de decir
las cosas de modo que el diablo que las entienda. Más adelante alambicó su
manera nuestro Autor, hasta tal punto, que lo corriente en él ya no fue ser
oscuro, sino decir lo contrario de lo que se había propuesto.
De todas suertes, de la primera época
poética de Cánovas, de los años de aprendizaje, como si dijéramos, no hay para qué hablar;
todos aquellos delitos han prescrito, le han sido perdonados, porque ha
ascendido mucho, y el sacarlos a plaza es digna hazaña de algún gacetillero
despechado a quien D. Antonio no haya querido dar un destino.
Creí yo largo tiempo que no había más versos
de mi Autor que aquellos, los antiguos; y ¡cuál fue mi sorpresa cuando supe que
el Sr. Cánovas insistía en que él tenía algo allí (donde lo tenía Chenier), y
algo que debía brotar, no en forma de vegetación cutánea, sino en forma
métrica, más o menos decimal.
Esto era ya poca formalidad. ¿Hace versos
Sagasta? ¿Los hace López Domínguez? ¿Los hacía Posada Herrera? ¿Los hicieron
Mon, Arrazola, Negrete? No, no los hicieron.
Mucho tiempo estuve creyendo que las poesías
canovísticas que sacaba a relucir, para sacudirles el polvo, Venancio González,
o sea un saladísimo escritor carlista, eran invenciones del crítico o
antiguallas de que D. Antonio renegaría. No, no era así. Los versos eran
recientes, acababan de salir del
horno; de modo que el mal genio de Cánovas todavía podía explicarse por aquello
de la naturaleza irascible de los poetas, por el manoseado genus irritabile
vatum.
¡Quién había de decir que cuando D. Antonio
vociferaba su constitución interna, como si la estuviera pariendo con dolores,
allá en el banco azul, y daba puñetazos
a diestro y siniestro, y perdía el hilo, y echaba espuma por la boca, había que
ver en él al mantés, al profeta, al vate inspirado, en sus horas de calentura!
Pero ¿qué clase de versos salían de aquellas
irritaciones?... ¡Horror causa recordarlo! Los versos peores que se han escrito
en España en todo el siglo.
Sí, es preciso decirlo muy bajo: los versos
de Cánovas son hoy peores que ayer, mañana peores que hoy.
El Sr. Cánovas, en muchos de sus escritos,
ha dejado y sigue dejando a la posteridad períodos y más períodos de tamaña
sintaxis, que ni con la mejor buena fe del
mundo se pueden entender, ni aun ayudada la buena fe con mucha perspicacia.
Pues bien; si en prosa es Cánovas a menudo laberíntico, en el verso se crece y
cultiva un dieciseisismo, como
él diría (que otros barbarismos ha dicho), un gongorismo de su invención, que
consiste en no poner un solo vocablo en su sitio y hacer que las palabras
quieran significar lo que no pueden. Añádase a esto un arte exquisito para
llenar de flato los versos mediante hiatos sin cuento, y la habilidad de
convertir en granito los endecasílabos, haciendo brotar en ellos, por milagro
de la musa, una vegetación tropical de cacofonías, y se tendrá una idea de lo
que es la manera moderna de este demonio de parnasiano español, que a lo mejor
es el que manda en todos los españoles que no somos parnasianos.
Por lo que respecta al fondo, el Sr.
Cánovas, en poesía, es un cubo de las Danaides, como diría el difunto D. Pedro
Mata. El Sr. Cánovas no tiene fondo poético.
Y esto es ya más serio. Sí; el Sr. Cánovas
es el hombre más prosaico del
mundo. Ha ido a la poesía, como
a todo, por vanidad. Leyendo sus versos, lo primero que se advierte es el fuelle
del orgullo.
Versifica con soplete. Él cree que ha llenado hojas y más hojas con delirios
poéticos, con pensamientos, confesiones del alma, sueños de la fantasía... y
nunca ha podido más que hincharse con aire de vanidad, pompas de jabón... de
cocina. Su alma da de sí lo que tiene: un viento desencadenado de satisfacción
interior, como
diría la Ordenanza. El
espíritu de este poeta es el simoun del
orgullo, soplando eternamente sobre la aridez sentimental de las entrañas.
Sin saber de pronto por qué, muchas veces,
al leer poesías de Cánovas, me he acordado de Otero y de Oliva, que murieron en
garrote.
Cánovas ripia la vida como los versos. El ripio es, a su modo, una
falsedad. Es lo opaco pasando plaza de transparente; es la piedra haciendo
veces de pensamiento, la nada dándose
aires de Creador. Ripiar la vida es llenar el alma de cascajo para
hacerse hombre de peso; es llegar a cierta estatura añadiéndose un suplemento
de cal y canto; es ser un lisiado y convertirse en un hombre completo de palo.
Cánovas, a pesar de su egoísmo, está lleno de cuerpos extraños. El estilo es el
hombre; pero cuando el hombre es un barro cocido, el estilo es terroso.
Todo esto es importante para mi asunto,
porque he llegado ahora al quicio de este folleto, tratando, como
de paso, esta cuestión de las entrañas poéticas del cantor de Luisa
o de Elisa.
Difícilmente se podría idear ironía más
triste que el empeño de Cánovas de ser poeta. Es el peñasco que hace alarde de
resistir el empuje de las olas y tiene la pretensión de criar en su ruda
superficie las flores más delicadas.
En prólogos, en brindis, siempre que ha
tenido que hablar en público de alguien que no fuera él, ha sabido aprovechar
la ocasión para olvidarse del
otro y contarnos algo de lo que al jefe de los conservadores le pasa por dentro
o le ha pasado por fuera. Nunca habla ni escribe D. Antonio, que no nos diga
que es presidente de cien cosas, o que hizo tal o cual maravilla política; y si
no esto, si olvida sus grandezas terrenales, vuelve con nostalgia los ojos al
limbo de los recuerdos y de las ilusiones muertas; y maldiciendo su suerte,
aunque sin la espontaneidad de D. Felipe Ducazcal, se queja del hado, fatum,
ananke, en griego, que le condena a tener que salvar al país un día sí y otro
no, y que no le permite consagrarse, con todo el ardor que le pide el cuerpo, a
sus aficiones favoritas, al servicio de las Musas en uno u otro ramo del furor
pimpleo.
Así como D. Quijote decía que, si se lo
permitieran sus caballerías, capaz sería de hacer, no sólo versos, sino jaulas
y palillos de dientes, D. Antonio, que también sabe hacer jaulas y hasta criar
pájaros (que a lo mejor le sacan los ojos); D. Antonio viene a indicar que él
sería un Dante o un Homero si no le llamasen a cada momento para salvar la
nación. No hay más remedio, pues, que tomarle en serio lo de la poesía.
Su alma, a lo menos lo más recóndito y
exquisito de ella, está en sus versos. Sea.
Pero yo entrego al brazo secular de Venancio
González la poesía canovística por lo que toca a la retórica y a la poética, y
para estudiar su alma
de poeta, no tengo más remedio que remitirme a los capítulos en que trato de
Cánovas en prosa. Y entonces iremos viendo cómo ripia la vida, cuáles son los
grandes ripios de la prosa de su existencia, digna de ser estudiada por una
comisión de la Academia
de Ciencias morales y políticas. ¡Ay, sí! El espíritu de Cánovas es tan
árido como el concepto del Estado de Colmeiro, ¡qué tiene que ver!
o las lucubraciones de D. José Barzanallana acerca del impuesto indirecto sobre los consumos.
Entremos en ese espartal por cualquier lado.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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