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jueves, 15 de mayo de 2014

Canovas - Cap III. Canovas poeta

Aquí es donde yo, si tuviera mala intención, podría cargar la mano. Pero decidido a proceder con la nobleza a que dejo hecha referencia, prescindiré de todo, o de casi todo lo que pudiera ser desfavorable al Sr. Cánovas, y me limitaré a considerar su vida poética sólo en cuanto nos sirva de documento, como hoy se dice, para el estudio psicológico de nuestro personaje. Porque dejo advertir que es un estudio psicológico principalmente lo que estoy haciendo, aunque hasta ahora no se haya conocido.
Si Cánovas se hubiera contentado con ser poeta allá en sus mocedades, hablar hoy de sus versos hubiese sido una imperti-nencia. Muchos hombres que después han figurado como lumbreras en la Administración, llegando a cobrar sueldos episcopales, han comenzado por ahí, por la poesía, general-mente la erótica y la heroica; de veinte consejeros de Estado o magistrados del Supremo, diez por lo menos han comenzado su carrera escribiendo odas patrióticas y poniendo en relación al Moncayo con el mes de las flores, por razón de lo que llamaban antiguas retóricas el similiter desinens y el similiter cadens. El furor pimpleo y aquellos arrestos pindáricos de la desordenada fantasía eran un modo inconsciente y disfrazado de anhelar los más altos puestos que puede ofrecer una burocracia bien servida.
Con un poco de experiencia en el arte espinoso de la crítica al pormenor, se puede adivinar en la más fantástica y aun vaga poesía, si todas aquellas

aguas corrientes, puras, cristalinas

de Castalia irán a desembocar en una oficina. Yo conozco muchos jefes de negociado, o cosa así, que hace apenas diez años estaban empeñados  en restaurar el teatro de Lope y de Tirso, o la égloga de Garci-Lasso. ¡Qué Lasso ni qué Garci! Todo aquello era una secreta comezón de nómina.
Pues bien; en los versos antiguos de Cánovas se ve eso mismo: aquel suspirar por todo, aquel adorar al universo en una mujer (creo que llamada Elisa o Luisa, de esto no estoy seguro),2 y aquel respeto a las creencias de nuestros mayores, en medio de tanto arrebato lírico, parecían anuncio seguro de la brillante carrera política y administrativa de nuestro AUTOR (como escribe Sedano, el del Parnaso Español). En no sé qué libro viejo, tal vez una colección de alguna Revista trasnochada, vi, ya hace años, versos de Cánovas, versos auténticos. Recuerdo que la impresión era mala; el papel, delgado y amarillento, daba a aquel romanticismo manido un aspecto repugnante. Pues a pesar de tan desfavorable catadura, yo adivinaba al leer aquello -verdad es que adivinar a posteriori es fácil- el porvenir glorioso y lucrativo que aguardaba al poeta. Daba gana de gritarle: Macte animo, generose puer! ¡Sus y a ellos! deja a esa melindrosa y empréndela con los expedientes; agárrate a un periódico, después a un ministro,  más tarde a una bandera política, enseguida a una poltrona... medra, sube, crece... y olvida a la Elisa de tus pecados, y esos otros tormentos de que hablas, que son puro flato; ya llegará el día en que todas las Elisas de este mundo se mueran por tus pedazos y sus consecuencias; y en que esa desdeñosa, esa Marcela relamida cifre todo su orgullo, como la Federica Brion de Goëthe, en haber sido amada, si no por el Gran Pagano de Weimar, por el Gran Cobrador de Málaga.
En suma, aquellos versos de Cánovas no eran mejores ni peores que los que habrán escrito en igual caso Retes, Rodríguez Rubí, Catalina, Casa Valencia, Casa Sedano, y tantos y tantos otros ilustrados oficinistas y hombres políticos que han escrito o deben de haber escrito versos.
Sin embargo, advertiré que ya en aquellos primeros ensayos se nota la tendencia que más tarde ha de caracterizar poderosamente el estilo de Cánovas; ya allí se nota, digo, el prurito de decir las cosas de modo que el diablo que las entienda. Más adelante alambicó su manera nuestro Autor, hasta tal punto, que lo corriente en él ya no fue ser oscuro, sino decir lo contrario de lo que se había propuesto.
De todas suertes, de la primera época poética de Cánovas, de los años de aprendizaje, como si dijéramos, no hay para qué hablar; todos aquellos delitos han prescrito, le han sido perdonados, porque ha ascendido mucho, y el sacarlos a plaza es digna hazaña de algún gacetillero despechado a quien D. Antonio no haya querido dar un destino.
Creí yo largo tiempo que no había más versos de mi Autor que aquellos, los antiguos; y ¡cuál fue mi sorpresa cuando supe que el Sr. Cánovas insistía en que él tenía algo allí (donde lo tenía Chenier), y algo que debía brotar, no en forma de vegetación cutánea, sino en forma métrica, más o menos decimal.
Esto era ya poca formalidad. ¿Hace versos Sagasta? ¿Los hace López Domínguez? ¿Los hacía Posada Herrera? ¿Los hicieron Mon, Arrazola, Negrete? No, no los hicieron.
Mucho tiempo estuve creyendo que las poesías canovísticas que sacaba a relucir, para sacudirles el polvo, Venancio González, o sea un saladísimo escritor carlista, eran invenciones del crítico o antiguallas de que D. Antonio renegaría. No, no era así. Los versos eran recientes, acababan de salir del horno; de modo que el mal genio de Cánovas todavía podía explicarse por aquello de la naturaleza irascible de los poetas, por el manoseado genus irritabile vatum.
¡Quién había de decir que cuando D. Antonio vociferaba su constitución interna, como si la estuviera pariendo con dolores, allá en el banco  azul, y daba puñetazos a diestro y siniestro, y perdía el hilo, y echaba espuma por la boca, había que ver en él al mantés, al profeta, al vate inspirado, en sus horas de calentura!
Pero ¿qué clase de versos salían de aquellas irritaciones?... ¡Horror causa recordarlo! Los versos peores que se han escrito en España en todo el siglo.
Sí, es preciso decirlo muy bajo: los versos de Cánovas son hoy peores que ayer, mañana peores que hoy.
El Sr. Cánovas, en muchos de sus escritos, ha dejado y sigue dejando a la posteridad períodos y más períodos de tamaña sintaxis, que ni con la mejor buena fe del mundo se pueden entender, ni aun ayudada la buena fe con mucha perspicacia. Pues bien; si en prosa es Cánovas a menudo laberíntico, en el verso se crece y cultiva un dieciseisismo, como él diría (que otros barbarismos ha dicho), un gongorismo de su invención, que consiste en no poner un solo vocablo en su sitio y hacer que las palabras quieran significar lo que no pueden. Añádase a esto un arte exquisito para llenar de flato los versos mediante hiatos sin cuento, y la habilidad de convertir en granito los endecasílabos, haciendo brotar en ellos, por milagro de la musa, una vegetación tropical de cacofonías, y se tendrá una idea de lo que es la manera moderna de este demonio de parnasiano español, que a lo mejor es el que manda en todos los españoles que no somos parnasianos.
Por lo que respecta al fondo, el Sr. Cánovas, en poesía, es un cubo de las Danaides, como diría el difunto D. Pedro Mata. El Sr. Cánovas no tiene fondo poético.
Y esto es ya más serio. Sí; el Sr. Cánovas es el hombre más prosaico del mundo. Ha ido a la poesía, como a todo, por vanidad. Leyendo sus versos, lo primero que se advierte es el fuelle del orgullo. Versifica con soplete. Él cree que ha llenado hojas y más hojas con delirios poéticos, con pensamientos, confesiones del alma, sueños de la fantasía... y nunca ha podido más que hincharse con aire de vanidad, pompas de jabón... de cocina. Su alma da de sí lo que tiene: un viento desencadenado de satisfacción interior, como diría la Ordenanza. El espíritu de este poeta es el simoun del orgullo, soplando eternamente sobre la aridez sentimental de las entrañas.
Sin saber de pronto por qué, muchas veces, al leer poesías de Cánovas, me he acordado de Otero y de Oliva, que murieron en garrote.
Cánovas ripia la vida como los versos. El ripio es, a su modo, una falsedad. Es lo opaco pasando plaza de transparente; es la piedra haciendo veces de pensamiento, la nada dándose  aires de Creador. Ripiar la vida es llenar el alma de cascajo para hacerse hombre de peso; es llegar a cierta estatura añadiéndose un suplemento de cal y canto; es ser un lisiado y convertirse en un hombre completo de palo. Cánovas, a pesar de su egoísmo, está lleno de cuerpos extraños. El estilo es el hombre; pero cuando el hombre es un barro cocido, el estilo es terroso.
Todo esto es importante para mi asunto, porque he llegado ahora al quicio de este folleto, tratando, como de paso, esta cuestión de las entrañas poéticas del cantor de Luisa o de Elisa.
Difícilmente se podría idear ironía más triste que el empeño de Cánovas de ser poeta. Es el peñasco que hace alarde de resistir el empuje de las olas y tiene la pretensión de criar en su ruda superficie las flores más delicadas.
En prólogos, en brindis, siempre que ha tenido que hablar en público de alguien que no fuera él, ha sabido aprovechar la ocasión para olvidarse del otro y contarnos algo de lo que al jefe de los conservadores le pasa por dentro o le ha pasado por fuera. Nunca habla ni escribe D. Antonio, que no nos diga que es presidente de cien cosas, o que hizo tal o cual maravilla política; y si no esto, si olvida sus grandezas terrenales, vuelve con nostalgia los ojos al limbo de los recuerdos y de las ilusiones muertas; y maldiciendo su suerte, aunque sin la espontaneidad de D. Felipe Ducazcal, se queja del hado, fatum, ananke, en griego, que le condena a tener que salvar al país un día sí y otro no, y que no le permite consagrarse, con todo el ardor que le pide el cuerpo, a sus aficiones favoritas, al servicio de las Musas en uno u otro ramo del furor pimpleo.
Así como D. Quijote decía que, si se lo permitieran sus caballerías, capaz sería de hacer, no sólo versos, sino jaulas y palillos de dientes, D. Antonio, que también sabe hacer jaulas y hasta criar pájaros (que a lo mejor le sacan los ojos); D. Antonio viene a indicar que él sería un Dante o un Homero si no le llamasen a cada momento para salvar la nación. No hay más remedio, pues, que tomarle en serio lo de la poesía.
Su alma, a lo menos lo más recóndito y exquisito de ella, está en sus versos. Sea.
Pero yo entrego al brazo secular de Venancio González la poesía canovística por lo que toca a la retórica y a la poética, y para estudiar su alma de poeta, no tengo más remedio que remitirme a los capítulos en que trato de Cánovas en prosa. Y entonces iremos viendo cómo ripia la vida, cuáles son los grandes ripios de la prosa de su existencia, digna de ser estudiada por una comisión de la Academia de Ciencias morales y políticas. ¡Ay, sí! El espíritu de Cánovas  es tan árido como el concepto del Estado de Colmeiro, ¡qué tiene que ver! o las lucubraciones de D. José Barzanallana acerca del impuesto indirecto sobre los consumos.
Entremos en ese espartal por cualquier lado.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

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