Como es sabido que los «sabios»
vienen «del Oriente»[1] y el señor Veleta Cabezudo vino también
del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una
prueba accesoria, hela aquí: el señor C. era director de periódico. La
irascibilidad constituía su solo lado flaco, pues la obstinación de la cual se
lo acusaba no era en absoluto una debilidad, ya que él la consideraba
justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su virtud, y hubiera hecho
falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.
He demostrado que Veleta Cabezudo
era un sabio; la única ocasión en que no se mostró irascible fue cuando hizo
abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el este, y emigró a la
ciudad de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el
oeste.
Debo, sin embargo, declarar en su
favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse en dicha ciudad hallábase
convencido de que en esta parte del país no existía ningún periódico y, por
tanto, ningún director. Al fundar La
Tetera , esperaba ser el único dueño del campo.
Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en
Alejandromagnópolis si hubiera sabido que en Alejandromagnópolis vivía un
caballero llamado John Smith (si recuerdo bien), quien, durante muchos años,
había engordado tranquila-mente dirigiendo y publicando la Gaceta de
Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal informado, el
señor Cabezudo vino a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, para abreviar.
Pero, una vez que estuvo en ella, decidió mantener su reputación de obsti... de
firmeza, y quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más: desempaquetó su
prensa, su tipo, etcétera, etc., alquiló un local situado exactamente enfrente
de la Gaceta
y, a la tercera mañana de su arribo, lanzó el primer número de La Tetera de
Alejan..., vale decir La
Tetera de Nópolis, que así, si mis recuerdos no me
engañan, se titulaba el nuevo periódico.
El editorial, debo admitirlo, era
brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente duro con todas las
cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta , quien
quedaba reducido a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan terribles,
que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith -quien
todavía vive- como una especie de salamandra. No pretendo reproducir verbatim
todas las frases de Cabezudo, pero una de ellas era como sigue:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh,
indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses! ¡Oh,
cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O mores!»
Semejante filípica, a la vez tan
cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta entonces
pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las
esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso
Smith, la cual apareció al día siguiente en esta forma:
«Extraemos de La Tetera de
ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente!
¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! O, témpora! O, mores!” ¡Vamos! ¡Pero
este hombre es todo O! Esto explica que razone en círculo, y que por eso no
haya ni pies ni cabeza en lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el
pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O.
¿Será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con
gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas
deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación
del señor Cabezudo ante estas escandalosas insinuaciones. Contra lo imaginable,
sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre las
cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía.
Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo!
¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O!
Bien pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le
mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo,
procedente de Ranápolis, demostraría al señor John Smith que él, Cabezudo, era
capaz de redactar, si así le parecía, un suelto completo... ¡sí, señor, un
artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una sola, lo
que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el
susodicho John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y
menos para satisfacer los caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento
cayera en la nada! ¡Viva la O !
Persistiría en la O. Sería
todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco
de tal determinación, el gran Veleta se limitó a insertar en La Tetera el
siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el
honor de informar al director de La Gaceta que (La Tetera ) aprovechará su
edición de mañana para convencer (a La Gaceta ) de que (La Tetera ) puede y ha de
ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera ), con objeto de
mostrar (a La Gaceta )
el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta ) provocan
en el seno independiente (de La
Tetera ), compondrá para especial satisfacción (?)
(de La Gaceta )
un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal -emblema
de la Eternidad-,
tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta ) no ha
de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La Gaceta ). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta
amenaza, antes nebulosamente insinuada que claramente enunciada, el gran
Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a
decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que éste (el
regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara
en prensa, el gran Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la
noche quemándose las pestañas hasta el alba, absorto en la composición del
incomparable suelto que sigue:
«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te
tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord, John, antes de todo! ¡Vuelve pronto,
gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo, un lobo, un pollo! ¡No un
mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John! ¡Ya oigo tu coro,
loco! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a Concord en otoño,
con los colonos!», etc.
Exhausto, como es natural, por tan
estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de ocuparse aquella noche de
otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad vigilante,
alargó su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a
casa, acogióse a su lecho con inefable dignidad.
Entretanto, el aprendiz a quien
había sido confiado el suelto voló sin perder un instante a su caja y dispúsose
a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló
la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró
triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito, lanzóse
de inmediato y con gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién
describirá su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra
entre los mismos? ¿Quién pintará su
estupefacción y su rabia al
advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra
cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el
compartimento de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y,
lanzando una ojeada temerosa al de las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó
para su indescriptible espanto que tampoco había allí ninguna letra. Despavorido,
su primer impulso fue correr en busca del regente.
-¡Oh, señor! -jadeó, tratando de
recobrar el aliento-. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!
-¿Qué diablos quieres decir? -gruñó
el regente, malhumorado por el retardo de la edición.
-¡Señor... no queda ni una o en
la caja... ni grande ni chica!
-¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a
parar todas las que había?
-Yo no sé, señor -dijo el chico,
pero uno de los aprendices de La
Gaceta anduvo dando vueltas por aquí toda la
noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
-¡Que el infierno se lo trague!
¡Claro que sí! -gritó el regente, rojo de rabia-. No importa, Bob, yo te diré
lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas
todas las «íes» que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!
-De acuerdo -dijo Bob, guiñando el
ojo-. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré una buena. Pero... ¿y este
suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
-Ya veo -dijo el regente,
suspirando profundamente-. ¿Es un suelto muy largo, Bob?
-Yo no diría que es muy largo -opinó
Bob.
-¡Ah, bueno, entonces arréglate
como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por todas en prensa -agregó
distraídamente el regente, sumergido hasta los codos en su trabajo. En vez de
«o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo
escribe.
-Muy bien -dijo Bob, y se volvió
corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Con que tengo que ir a
sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!»
La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura,
estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.
La orden que acababa de darle el
regente no era demasiado insólita, pues cosas así suelen ocurrir en las
imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede se acude
siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón
resida en que la x tiende a sobreabundar en las cajas de composición (o,
por lo menos, así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han
ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob,
frente a un caso como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra
letra que la x, pues tal era su costumbre.
-Tendré que ponerle x a este
suelto -se dijo, mientras lo leía lleno de estupefacción-, pero que me cuelguen
si no es el suelto con más oes que he visto en mi vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a
componer usando la x, y así entró el suelto en prensa.
A la mañana siguiente la población
de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el
siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te
txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd, Jxhn, antes de txdx! ¡Vuelve prxntx,
gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx, un lxbx, un pxllx!
¡Nx un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn!
¡Ya xigx tu
cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a Cxncxrd en
xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.
Difícil es concebir la agitación
ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La primera idea concreta
que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna
traición diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al
domicilio de Cabezudo, a efectos de lincharlo. Pero dicho caballero no se
encontraba allí. Habíase evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde
entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.
Incapaz de descubrir al legítimo
objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose poco a poco, dejando a
manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado asunto.
Un caballero opinaba que todo había
sido una excelente broma.
Otro sostuvo que, de todas maneras,
Cabezudo había demostrado poseer una fantasía exuberante.
Un tercero lo declaró excéntrico,
pero no más que eso.
Un cuarto sólo alcanzaba a suponer,
en el plan de Cabezudo, el deseo de expresar su exasperación de manera general.
«Digamos -completó un quinto- que
quería exponer un ejemplo para la posteridad.»
Para todo el mundo resultaba claro
que Cabezudo había sido arrastrado a tales extremos y, puesto que dicho
director había desaparecido, hablóse en cierto momento de linchar al que
quedaba.
La conclusión más compartida, sin
embargo, fue que el asunto era sencillamente extraordinario e inexplicable.
Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución del
problema. Como todo el mundo sabía, x representaba una cantidad
desconocida, una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente)
había además una cantidad desconocida de x.
La opinión de Bob (que mantuvo en
secreto su intervención en las x del suelto) no encontró la atención que
a mi juicio merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin ningún temor. Bob
manifestó que, por su parte, no le cabían dudas sobre el asunto, pues era muy
sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabezudo de que bebiera lo que
bebían los otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa
condenada cerveza marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la
bilis y lo hizo volverse extremadamente extravagante.»
1.011. Poe (Edgar Allan)
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