“¿Qué mala fortuna, buena
dama,
la ha dejado así de
desamparada?”
Comus.
Era una tarde quieta y tranquila
cuando salí a las calles de la hermosa ciudad de Edina.[1]
La agitación y la confusión que reinaban en las calles eran terribles. Los
hombres hablaban. Las mujeres, chillaban. Los niños se asfixiaban. Los cerdos
gruñían. Los carros traqueteaban. Los toros bramaban. Los caballos relinchaban.
Las vacas mugían. Los gatos maullaban a coro. Los perros bailaban. ¡Bailaban!
¿Sería posible? ¡Bailaban! Lástima, pensé yo, ¡mis días de bailarina
acabaron ya! Así pasa siempre. Qué multitud de tristes recuerdos se agolpan de
cuando en cuando en la mente del genio y de la imag inación
contemplativa, especialmente en la del genio condenado a la incesante, y
eterna, y continúa, y podríamos decir, la continuada, sí, la
continua y continuada, amarga, molesta, preocupante, y si se me permite
decirlo, la muy atormentadora presencia de la serena, y divina, y celestial, y
exaltante, y elevada, y el purificador efecto de lo que podríamos llamar
correctamente la más envidiable, la más verdaderamente envidiable, ¡qué digo!,
la más benignamente hermosa, la más delicadamente etérea, y como aquel que dice
la más bonita (si se me permite utilizar un término tan atrevido) cosa (pido
excusas a mis comprensivos lectores) del mundo, pero siempre me dejo llevar por
mis emociones. En tal estado de ánimo, repito, ¡qué multitud de recuerdos se
agolpan en nuestra mente bajo la influencia de cualquier bagatela! ¡Los perros
bailaban! Yo... ¡yo no podía! Ellos retozaban... yo lloraba. Ellos hacían
cabriolas... yo gemía en voz alta. ¡Conmovedora circunstancia! Que no pueden
dejar de traer a la memoria del lector de clásicos aquel exquisito pasaje en
relación con la adecuación de las cosas, que aparece al comienzo del tercer
volumen de aquella admirable y venerable novela china, el Jo-Go-Slow.[2]
En mi solitario caminar a través de la ciudad tuve dos
humildes pero fíeles compañeros. Diana, mi perrita, ¡la más dulce de las
criaturas! El pelo le caía sobre uno de los ojos, y llevaba una cinta azul
elegantemente atada alrededor de su cuello. Diana no medía más de cinco
pulgadas de altura, pero su cabeza era ligeramente mayor que su cuerpo, y como
tenía la cola cortada muy al ras, daba un aspecto de inocencia ofendida que la
hacía ser la favorita de todo el mundo.
Y Pompey, ¡mi negro! ¡El dulce Pompey! ¡Cómo podría
olvidarle jamás! Yo me había cogido del brazo de Pompey. Medía tres pies de
altura (me gusta ser distinta de los demás) y tenía setenta, o tal vez ochenta
años de edad. Tenía las piernas arqueadas y era corpulento. Su boca no era lo
que podríamos decir pequeña, ni tampoco sus orejas. No obstante, sus dientes
eran como perlas, y sus enormes ojos claros eran deliciosamente blancos. La
naturaleza había olvidado dotarle de cuello, y había dispuesto sus talones (lo
que es corriente entre los de su raza) en la mitad de la parte superior de sus
pies. Se vestía con llamativa simplicidad. Su única vestimenta consistía en un
bastón de unas nueve pulgadas de altura y un abrigo raído casi nuevo que había
pertenecido previamente al alto, elegante e ilustre doctor Moneypenny. Era un
buen abrigo. Estaba bien cortado. Estaba bien hecho. El abrigo era casi nuevo.
Pompey evitaba que tocara el suelo, sujetándolo con ambas manos.
Había tres personas en nuestro grupo, y dos de ellas han
sido ya citadas. Había una tercera; esa tercera persona era yo. Yo soy la
signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la
memorable ocasión a la que me refiero llevaba puesto un traje de satén carmesí,
con un mantelet árabe azul cielo. Y el traje tenía adornos de agraffas, y siete elegantes faralaes de aurículas color naranja. Por lo
tanto yo era la tercera persona del grupo. Estaba la perrita. Estaba Pompey.
Estaba yo. Éramos tres. De la
misma forma que se dice que había originalmente sólo tres Furias, Melty, Nimmy
y Hetty,[3]
es decir, meditación, Memoria e interpre-tación del violín.
Apoyándome en el brazo del galante Pompey y seguida a
respetable distancia por Diana, eché a andar por una de las populosas y muy
agradables calles de la ahora desierta ciudad de Edina. De repente vimos ante
nosotros una iglesia, una catedral gótica enorme, venerable, y con una gran torre
que apuntaba hacia el cielo. ¿Qué locura fue la que entonces me poseyó? ¿Por
qué fui a toda prisa a encontrarme
con mi destino? Me vi inundada por el incontrolable deseo de subir a aquel
altísimo pináculo para ver desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La
puerta de la catedral parecía invitarme a entrar. Prevaleció mi destino.
Atravesé aquel ominoso umbral. ¿Dónde estaba entonces mi ángel guardián? Si es
que de hecho existe esa clase de ángeles. ¡Sí! ¡Qué inquietante monosílabo!
¡Qué mundo de misterio, de significados y de duda, de incertidumbre, está escondido
tras esas dos letras! ¡A través del ominoso umbral! Entré, y sin que mis
aurículas naranjas sufrieran ningún daño, pasé por debajo del portal,
emergiendo en el interior del vestíbulo. De igual forma que se dice que el
inmenso río Alfred[4]
pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.
Pensé que la escalera no acabaría nunca. ¡Vueltas! Sí, daba
vueltas y vueltas, y vueltas y vueltas, y vueltas y vueltas, hasta que no pude
por menos que suponer, junto con el sagaz Pompey, sobre cuyo brazo me apoyaba
con toda la confianza que me daba mi antiguo afecto por él..., no pude por
menos de suponer que la parte superior de aquella escalera espiral había sido
accidentalmente, o tal vez voluntariamente, arrancada. Hice una pausa para
recuperar el aliento; y en ese momento ocurrió un accidente de una naturaleza
excesivamente trascendente desde un punto de vista moral, así como metafísico,
como para ser pasado por alto sin más ni más. Me pareció -de hecho estaba casi
totalmente segura de ello- que no podía haberme equivocado, ¡no! Llevaba un
rato observando atentamente y con gran angustia los movimientos de Diana -insisto
en que no podía haberme
equivocado-. ¡Diana había olido una rata! Inmediatamente puse a Pompey al corriente del asunto, y
él..., él estuvo de acuerdo conmigo. Entonces ya no había lugar a dudas. La
rata había sido olida, y había sido Diana la que lo había hecho. ¡Cielos!
¿Podré olvidar alguna vez la tensa excitación de aquel momento? ¡La rata! -allí
estaba-, es decir, estaba por allí en alguna parte. Diana la olía. Yo... ¡yo no podía! De la misma manera que se
dice que la Isis
prusiana[5]
tiene para algunas personas un olor dulce y penetrante, mientras que para otras
resulta totalmente carente de olor.
Habíamos remontado la escalera y ya no quedaban entre
nosotros y la cumbre más de tres o cuatro escalones. Seguimos ascendiendo y
pronto no nos quedó más que un escalón. ¡Un escalón! ¡Un pequeño, un diminuto
escalón! ¡Hasta qué punto puede llegar a depender la totalidad de la felicidad
o de la miseria humana de un pequeño escalón como ése en la gran escalera de la
vida! Pensé en mí misma, después en Pompey,, y después en el misterioso e
inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompey!... ¡Ay de mí, pensé en
el amor! Pensé en los pasos[6] que había dado en falso, y que
podría volver a dar. Resolví ser más cautelosa, más reservada. Abandoné el
brazo de Pompey, y aún sin su ayuda remonté el escalón que faltaba, llegando al
campanario. Inmediatamente detrás de mí entró mi perrita. Tan sólo Pompey quedó
atrás. Me quedé en la cumbre de la escalera, dándole ánimos para que se
reuniera conmigo. Me alargó la mano, y desa-fortunadamente, al hacerlo se vio
obligado a soltar su presa sobre el abrigo. ¿Acaso jamás abandonarán los dioses
esta persecución? El abrigo cayó al suelo, y, con uno de sus pies, Pompey pisó
los largos faldo nes de éste. Tropezó
y cayó. Fue una consecuencia inevitable. Cayó hacia adelante y me golpeó con su
maldita cabeza en medio del... en el pecho, precipitándome, junto con él, al
duro, mugriento y detestable suelo del campanario. Pero mi venganza fue firme,
repentina y completa. Agarrándole furiosamente por el pelo con ambas manos le
arranqué una enorme cantidad de material negro, rígido y rizado, arrojándolo al
suelo con el mayor desdén imag inable.
Cayó entre las cuerdas que había en el campanario y allí se quedó. Pompey se
levantó sin decir una palabra, pero me miró con pena con aquellos grandes ojos
y... suspiró... ¡Oh, dioses!... ¡Qué suspiro! Se clavó en mi corazón. Y aquel
pelo... ¡Aquella lana! Si hubiera podido la hubiera bañado con mis lágrimas,
como testimonio de mi arrepentimiento. Pero, pobre de mí, estaba totalmente
fuera de mi alcance el hacerlo. Al verlo colgar de las cuerdas de la campana me
pareció como si estuviera vivo. Me pareció que se ponía erecto de indignación.
Al igual que la happy-dandy Flos
Aeris[7]
de Java, produce una hermosísima flor que vive aunque la planta haya sido arrancada.
Los nativos, la cuelgan del techo y disfrutan de su fragancia durante años.
Nuestra disputa había llegado a su fin, y miramos a nuestro
alrededor en busca de alguna abertura a través de la cual pudiéramos ver la
ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz que conseguía penetrar
en aquella cámara tenebrosa procedía de una abertura cuadrada, de aproximadamente
un pie de diámetro, que estaba como a unos siete pies del suelo. Pero ¿qué hay
que no pueda llevar a cabo la energía del genio verdadero? Decidí trepar hasta
aquel agujero. Cerca del agujero, en el lado opuesto, había una gran cantidad
de ruedas, piñones y demás maquinaria de aspecto cabalístico; y a través del
agujero pasaba una barra de hierro procedente de ésta. Entre las ruedas y la
pared donde estaba el agujero no quedaba prácticamente sitio para pasar, pero
yo estaba desesperada y decidida a seguir adelante. Llamé a Pompey.
-Te habrás fijado en esa abertura, Pompey. Quiero ver lo
que hay al otro lado. Ponte aquí, debajo del agujero..., así. Ahora pon una
mano, Pompey, y permíteme que me suba encima..., así. Ahora, la otra mano,
Pompey, y con su ayuda podré subirme sobre tus hombros.
Él hizo todo lo que yo deseaba, y descubrí, una vez
arriba, que podía pasar fácilmente la cabeza y el cuello a través de la
abertura. La vista era sublime. Nada podría haber sido más mag nífico. Me entretuve un momento pidiéndole a
Diana que se portara bien, y asegu rando
a Pompey que actuaría con consideración y procuraría no pesarle demasiado. Le
dije que sería tierna con sus sentimientos, ossi tender que beef-steak.[8]
Habiendo cumplido este acto de justicia para con mi fiel amigo, me lancé con
gran ímpetu y entusiasmo al disfrute de la escena que tan generosamente se
extendía ante mis ojos.
Sobre este tema, no obstante, no voy a extenderme. No voy
a describir Edimburgo. Todo el mundo ha estado en Edimburgo, la Edina clásica. Me limitaré a
describir los angustiosos detalles de mi propia y lamentable aventura. Habiendo
satisfecho en cierta medida mi curiosidad acerca de la extensión, situación y
el aspecto general de la ciudad, tuve tiempo suficiente para examinar la
iglesia en la que estaba, y la delicada arquitectura de la torre. Observé que
la abertura a través de la cual había sacado la cabeza era la abertura de la
esfera de un reloj gigante, que desde la calle debía parecer un enorme agujero
para meter una llave, como los que vemos en las esferas de los relojes
franceses. Sin duda, su función verdadera era la de permitir el paso del brazo
del encargado cuando hiciera falta ajustar las agujas del reloj desde dentro.
Observé también con gran sorpresa las inmensas dimensiones de las citadas
agujas, la más larga de las cuales debía medir no menos de diez pies de largo y
ocho o nueve pulgadas de ancho en la parte más gruesa. Parecían ser de acero
macizo, y sus bordes, afilados. Habiendo observado estos detalles, y algunos
otros, volví de nuevo la vista hacia la gloriosa perspectiva que se extendía
ante mí, quedándome absorta en su contemplación.
Al cabo de algunos minutos me vi arrancada de mi arrobamiento
por la voz de Pompey, que declaraba que no podía aguantar más, y que me pedía
que hiciera el favor de bajarme. Aquello me pareció poco razonable, y así se lo
dije con un discurso relativamente extenso. El me replicó, demostrando una
clara falta de comprensión de mis ideas acerca del tema. En consecuencia, me
irrité y le dije en pocas palabras que era un idiota, que acababa de cometer un
ignoramus e-clench-eye,[9]
que sus ideas no eran más que insommary Bovis,[10]
y que sus palabras eran poco más que an ennemywerry-bor’em.[11]
Con esto pareció quedar satisfecho, y yo continué con mis contemplaciones.
Debió ser como media hora después de este altercado, estando
yo profundamente absorta en el celestial paisa je
que se extendía a mis pies, cuando fui sorprendida por la suave presión en mi
cogote de algo muy frío. No hace falta decir que me sentí extraordinariamente
alarmada. Yo sabía que Pompey estaba bajo mis pies, y que Diana, siguiendo mis
muy explícitas instrucciones, estaba sentada sobre sus patas traseras, en el
rincón más alejado de la habitación. ¿Qué podría ser? ¡Ay de mí! Rápidamente
descubrí lo que era. Volviendo cuidadosamente la cabeza hacia un lado percibí,
horrorizada, que la inmensa, brillante y acerada aguja del minutero del reloj
había, al cabo de su vuelta, descendido sobre mí cuello. Yo sabía que no había un
instante que perder. Intenté retirar la cabeza, pero era demasiado tarde. No
había posibilidad de pasar la cabeza a través de la boca de aquella terrible
trampa en la que había caído, que se hacía progresivamente más estrecha con una
más horrible rapidez de lo que concebirse pueda. La agonía de aquel momento es
inimag inable. Eché mis brazos hacia
arriba e intenté con todas mis fuerzas empujar hacia arriba aquella pesada
barra de hierro. Igual hubiera sido intentar levantar la catedral. Y bajaba, y
bajaba, y seguía bajando, cerca, más cerca y cada vez más cerca. Le grité a
Pompey que me ayudara, pero él dijo que yo había herido sus sentimientos
llamándole “tocino ignorante”. Le grité a Diana, pero ella se limitó a decir:
“¡Guau, guau, guau!”, ya que yo le había dicho: “Bajo ningún concepto se te
ocurra moverte de ese rincón”. Así, pues, no podía esperar ayuda alguna de mis
compañeros.
Mientras tanto, la pesada y terrorífica Guadaña del Tiempo (y sólo
entonces pude comprender literalmente el contenido de aquella frase clásica) no
se había t detenido, ni parecía probable que lo hiciera, en su recorrido.
Bajaba y seguía bajando. Ya se había enterrado su afilado borde una pulgada en
mi carne, y mis sensaciones empezaron a ser confusas e indistintas. Por un
momento me parecía estar en Filadelfia, con el arrogante doctor Moneypenny, e
inmediatamente después me parecía estar en el salón trasero del señor
Blackwood, recibiendo sus inapreciables consejos. Y de nuevo se presentaba ante
mí el dulce recuerdo de antiguos y mejores tiempos, y pensaba en aquella feliz
época en la que el mundo no era un desierto y Pompey no era totalmente cruel.
El tic tac de la maquinaria me divertía. Me divertía, digo, dado que mis sensaciones bordeaban ya la perfecta
felicidad e incluso las más mínimas bagatelas me procuraban placer. El eterno click-clack, click-clack, click-clack,
resultaba una dulce música para mis oídos, e incluso ocasionalmente me
recordaba los elegantes sermones-arenga del doctor Ollapod. Después estaban los
enormes números de la esfera, ¡qué inteligentes, qué intelectuales parecían
todos! Y finalmente todos se pusieron a bailar la mazurca, y me parece recordar
que era el número 5 el que lo hizo más a mi gusto. Era, evidentemente, una dama
de alta cuna. Nada de vacilaciones y nada que no fuera delicadeza había en sus
movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando alrededor de su vértice.
Intenté acercarle una silla, ya que parecía fatigada por sus esfuerzos, y tan
sólo en aquel momento percibí totalmente lo lamentable de mi situación. ¡A fe
mía que era lamentable! La barra se había enterrado ya dos pulgadas en mi
cuello. Me sentí invadida por una sensación de exquisito dolor.
Recé pidiendo la muerte, y, sumida en la agonía del momento,
no pude evitar el repetir aquellos exquisitos versos del poeta Miguel de
Cervantes:
Vanny Buren, tan escondida
Quey no te senty venny
Pork and pleasure, delly morry
Nommy, torny, darry, widdy![12]
Pero entonces se presentó ante mí
un nuevo horror, y en verdad que era un horror como para destrozar los nervios
al más templado. Mis ojos/ debido a la cruel presión ejercida por la máquina,
estaban empezando a salírseme de las órbitas. Mientras estaba pensando cómo me
las iba a poder apañar sin ellos, uno se me salió de hecho y, rodando por el
lado inclinado de la torre, fue a alojarse en el canalón que recorría los
aleros del edificio principal. La pérdida de un ojo no me afectó tanto como el
aire de insolencia, independencia y desprecio con el que me miraba una vez que
estuvo fuera. Yacía ahí en el canalón, justo debajo de mis narices, y los aires
que se daba hubieran sido ridículos de no haber sido tan repugnantes. Jamás se
había visto tanto guiño y tanto parpadeo. Aquel comportamiento por parte de mi
ojo en el canalón no resultaba irritante tan sólo debido a su manifiesta
insolencia y su vergonzosa ingratitud, sino que resultaba también
extraordinariamente inconveniente debido a la simpatía que siempre existe entre
dos ojos de una misma cabeza, por separados que estén. Me vi obligada, en
cierto modo, a guiñar y parpadear con el otro ojo en exacta correspondencia con
aquella cosa descarada que yacía justo bajo mi nariz. No obstante, finalmente
me vi libre de esta situación, al caérseme el otro ojo. En su caída siguió el
mismo recorrido (posiblemente lo habrían concertado de antemano) que su
compañero. Los dos salieron rodando del canalón juntos y, la verdad sea dicha,
me alegré mucho de perderlos de vista.
La barra había penetrado ya en mi cuello cuatro pulgadas y
media, y no quedaba más que un hilillo de piel por cortar. Mi reacción fue de
total alegría, ya que sentía que como mucho, en unos pocos minutos, me vería
libre de aquella desagradable situación. Y mi esperanza no se vio defraudada.
Precisa mente a las cinco y
veinticinco de la tarde, el inmenso minutero había avanzado lo suficiente como
para cortar el escaso remanente que quedaba de mi cuello. No sentí ninguna
tristeza al ver separarse de mí definitivamente aquella cabeza que tanta
vergüenza me había producido. Primero rodó por el costado del campanario,
después se alojó durante algunos segundos en el canalón, y después cayó
violentamente en medio de la calle.
Confesaré con toda candidez que en aquel momento mis
sensaciones eran de lo más singular, es más, de lo más misteriosas, de un
carácter de lo más desconcertante e incomprensible. Mis sentidos estaban
simultánea-mente aquí y allá. Con mi cabeza imag inaba
un momento que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche Zenobia; al
momento siguiente estaba plenamente convencida de que yo, mi cuerpo, era la
verdadera identidad. Para aclarar mis ideas busqué en mi bolsillo la capita de
rapé, pero al encontrarla, intentando llevarme un pellizco de su delicioso
contenido a la nariz, como es habitual, me di rápidamente cuenta de mi
particular deficiencia, lanzando inmediatamente la caja a mi cabeza. Esta cogió
un pellizco con gran satisfacción, y me dirigió a cambio una sonrisa de agradecimiento. Poco después me lanzó un
discurso que pude oír tan sólo indistintamente al carecer de orejas. No
obstante, capté lo suficiente como para saber que estaba asombrada de que yo
deseara seguir viviendo en semejantes circunstancias. En sus frases finales
citó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy
che non sera corty
And have a combat tenty erry
morty.[13]
comparándome así a aquel que en el
calor del combate, no dándose cuenta de que estaba muerto, siguió adelante luchando
con inextinguible valor. Ya no había nada que me impidiera bajarme de donde estaba,
y así lo hice. Todavía no he sido capaz de averiguar qué fue lo que vio de raro
Pompey en mi aspecto. El pobre individuo abrió la boca de oreja a oreja y cerró
los ojos como si estuviera intentando cascar nueces con los párpados.
Finalmente, lanzando lejos de sí el abrigo, echó a correr hacía la escalera y
desapareció. Lancé tras él estas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O’Phlegethon, you really
make haste to fly.[14]
y después me volví hacia el amor de
mi vida, ¡a mi tuertecita! A mi lanuda Diana. ¡Ay de mí! ¿Qué horrible visión
se presentó ante mis ojos? ¿Acaso fue una
rata lo que vi arrastrarse hasta su agujero? ¿Son éstos acaso los roídos huesos de mi pequeño ángel, cruelmente
devorado por el monstruo? ¡Oh, dioses! ¿Y qué es lo que veo?... ¿£5 eso acaso
el espíritu, la sombra, el fantasma de mi adorada perrita, que tan
melancólicamente está sentado en aquel rincón? ¡Escuchad! ¡Habla! Y, ¡cielos!,
habla en el alemán de Schiller:
Unt stubby
duk, so stubby dun
Duck she! duck she!
¡Ay de mí! Demasiada verdad son sus
palabras:
Y si morí al menos fue
¡por ti!... ¡por ti!
¡Dulce
criatura! También
ella se ha sacrificado por mí. Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ya para la infeliz Signora Psyche
Zenobia? ¡Ay de mí! ¡Nada! He terminado.
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] Edina = es una
simplificación de la pronunciación de Edinburgh.
[2] Hace referencia al relato
«Como escribir un artículo de Blackwood», en que se cita, como nombre real,
Ju-Kiao-Li, que es fonéticamente semejante a Jo-Go-Slou, que significa,
literalmente, “Joe, vete despacio”.
[3] Nuevamente hace referencia
al relato «Como escribir un artículo de Blackwood»: las furias son en realidad
musas, y son Metete, Mneme y Aoedé, nombres que son también fonéticamente semejantes
a los citados arriba en idioma inglés.
[4] Se refiere al río Alpheus
citado en el relato «Como escribir un artículo de Blackwood».
[5] Se refiere a la Iris Persa , citada en
el relato «Como escribir un artículo de Blackwood».
[6] Pasos en inglés es
“steps”, que significa también escalón.
[7] Se refiere a la Epidendorum Flos
Aeris, citada en el relato «Como escribir un artículo de Blackwood»
[8] Se refiere a la frase aussi
tendré que Zaire, citada en el relato «Como escribir un artículo de
Blackwood»
[9] Ignoratio elenchi, ver el
relato «Como escribir un artículo de Blackwood».
[10] Insomnia Jovis, ver el
relato «Como escribir un artículo de Blackwood».
[11]Anemonae Verborum, ver el
relato «Como escribir un artículo de Blackwood».
[12] Ver el relato «Como
escribir un artículo de Blackwood».
[13] Ver el relato «Como
escribir un artículo de Blackwood».
[14] Ver el relato «Como
escribir un artículo de Blackwood».
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