En el otoño de 1827,
encontrándome en Charlottesville, Virginia, entablé por casualidad relación
con el señor Augustus Bedloe. Este joven caballero era muy notable en todo
sentido y desde un principio sentí por él gran interés y curiosidad. Me
resultaba imposible comprenderlo en sus relaciones físicas o morales; no pude
obtener referencias satisfactorias sobre su familia. Nunca supe de dónde
procedía. Hasta en su edad -a pesar de haberlo llamado joven- había algo que me
confundía; en realidad daba la impresión de ser joven y acostumbraba a hablar
de su juventud, mas en ciertos momentos bien podía haberle calculado cien años.
Sobre todo resultaba muy peculiar su aspecto físico: era extremadamente alto y
delgado y se encorvaba mucho al caminar; sus extremidades eran largas y finas.
Tenía una frente muy amplia, tez pálida, boca grande y flexible y dientes
sanos, pero los más desparejos que había visto en mi vida. Sin embargo, la
expresión de su sonrisa no era desagradable, como podría suponerse, pero nunca
variaba; era melancólica y manifestaba una tristeza constante. Tenía ojos
exageradamente grandes y tan redondos como los de los gatos; hasta sus pupilas,
que se contraían o dilataban ante un aumento o disminución de luz, eran
similares a las de los felinos. En momentos de gran excitación, los ojos se
hacían tan brillantes que parecían emitir rayos luminosos, no reflejados sino
provenientes del interior, como los del sol o los de una bujía. Pero por lo
general eran tan poco expresivos y vidriosos que más parecían los ojos de un
cadáver.
Estas características de
su persona parecían causarle muchas molestias, pues continuamente se refería a
ellas como disculpándose y explicándolas, cosa que, cuando lo oí por primera
vez, me impresionó dolorosamente. Pero pronto me acostumbré y desa-pareció mi
inquietud; a juzgar por lo que decía, era su propósito insinuar que,
físicamente, no siempre había sido así, y que una serie de ataques neurálgicos
habían reducido su belleza personal al aspecto que yo veía. Desde hacía muchos
años lo atendía un médico llamado Templeton, hombre de unos setenta años de
edad, a quien él había conocido en Saratoga y cuya atención en ese lugar le
había sido muy beneficiosa según mi amigo. El resultado de esto fue que Bedloe,
siendo muy rico, le propusiese al doctor Templeton un acuerdo según el cual
éste, en consideración de una gran suma anual, dedicaría todo su tiempo al
cuidado del enfermo.
El doctor Templeton, que
había viajado mucho cuando joven, se hizo en París defensor de las doctrinas de
Mesmer. Fue gracias a remedios magnéticos como consiguió aliviar en gran parte
los agudos dolores del paciente y ese buen éxito creó en el último cierta fe en
las opiniones que formaban la base de dichos remedios. El médico, como todos
los entusiastas, había luchado mucho para convertir a su discípulo en otro
fanático, y tanto hizo que consiguió que el paciente se sometiese a numerosos
experimentos. Por la repetición de éstos obtuvo un resultado que ahora se ha
hecho tan común como para no llamar la atención, pero que en la época de mi
historia era casi desconocido en Estados Unidos. Entre el doctor Templeton y
Bedloe había surgido gradualmente una concordancia o relación magnética. No
diré que esa relación se haya extendido más allá de los límites del poder de
hacerlo dormir, pero este poder había alcanzado gran intensidad. A la primera
tentativa de producir el sueño magnético, el mesmerista fracasó; a la quinta y
a la sexta tuvo, parcialmente, mejores resultados después de largos esfuerzos.
Sólo cuando trató de hacerlo por duodécima vez tuvo un triunfo completo.
Después de esto, la voluntad del paciente fue esclava de la del médico; cuando
conocí a ambos, por voluntad del operador el enfermo cayó instántáneamente en
un profundo sueño, a pesar de que ignoraba la presencia de aquél. Sólo ahora,
en el año 1845, cuando milagros similares son observados por miles de personas,
me atrevo a referir este asunto, aparentemente increíble, como un hecho. Bedloe
tenía un carácter sensible, excitable y excesivamente entusiasta. Su
imaginación era vigorosa y de gran poder creador, y, sin duda, ganaba fuerzas a
causa del uso habitual de la morfina, que mi amigo consumía en gran cantidad,
pues de lo contrario le hubiera sido imposible la existencia. Era su costumbre
tomar una gran dosis de esa sustancia cada mañana después del desayuno o, mejor
dicho, después de beber una taza de café, pues no comía nada a esa hora, y
luego salir solo o acompañado por un perro a dar un paseo por entre las
salvajes colinas que hay al oeste y al sur de Charlottesville y que se hallan
dignificadas con el nombre de Ragged Mountains[i].
Un día caluroso y nublado
de fines de noviembre, durante ese extraño lapso entre dos estaciones que se
llama en Norteamérica "verano indio", el señor Bedloe partió, como de
costumbre, hacia las montañas. Pasó el día y aún no había vuelto.
A eso de las ocho de la
noche, como estuviésemos alarmados por su prolongada ausencia, nos dispusimos a
salir en su busca, cuando apareció en nuestra casa repentinamente, con mejor
humor que el habitual. El relato que hizo de su expedición y de las causas que
lo habían retardado era en verdad muy singular.
"¿Recuerdan ustedes
-dijo- que eran las nueve de la mañana cuando salí de Charlottesville? Dirigí
mis pasos hacia las montañas y a eso de las diez entré en un desfiladero nuevo
para mí. Seguí las vueltas de este camino con gran interés. El paisaje que se
veía por todas partes, a pesar de no merecer ser llamado espléndido, tenía un
aspecto desolado y para mí delicioso. La soledad aquella parecía ser virgen;
no pude dejar de suponer que nadie había pisado el verde césped y las rocas grises
que yo pisaba. Tan aislada e inaccesible a la vista es esa quebrada que era muy
posible que yo fuese el primer aventurero, el primero y el único, que penetrara
en sus recintos.
"La densa niebla,
característica del verano indio, que envolvía todo, servía para aumentar las
impresiones que creaban en mi ánimo los distintos objetos del lugar; tan
espesa era que no podía ver a más de doce pasos al frente. El camino era muy
sinuoso y, como no podía verse el sol, pronto perdí todo sentido de la
dirección que seguía. Mientras tanto, la morfina iba produciendo el efecto
acostumbrado: el de dotar a todo el mundo externo de un interés enorme para mí.
El temblor de una hoja, el color de una brizna de pasto, la forma del trébol,
el zumbido de una abeja, el brillo de una gota de rocío, el soplo del viento,
las fragancias suaves que provenían del bosque, todo producía en mí un
sinnúmero de sugerencias, un alegre cortejo de pensamientos.
"Ocupado en tales
meditaciones, caminé varias horas, durante las cuales la niebla se hizo tan
densa que me vi obligado a tantear el camino. De pronto me sentí poseído por
una indescriptible inquietud, una especie de vacilación nerviosa acompañada de
un estremecimiento. No quería dar otro paso por temor a precipitarme en un
abismo. Recordaba, además, algunas extrañas historias sobre las Ragged
Mountains y sobre las desconocidas razas humanas que habitaban en sus cavernas.
Mil fantasías me oprimían y desconcer-taban. Repentinamente sentí el redoblar
de un tambor.
"Mi sorpresa fue
extrema, como es de imaginar. Un tambor en estas montañas es algo desconocido.
No me hubiera sorprendido más oír el sonido del clarín del Arcángel. Pero a
ésta siguió otra causa para interesarme y sorpren-derme. Llegó a mis oídos un
sonido similar al que produciría un montón de llaves, y al instante pasó
delante de mí un hombre semidesnudo, de rostro muy oscuro. Tan cerca lo hizo
que sentí su aliento cálido en la cara. Llevaba en una mano un instrumento
compuesto por una colección de anillos de acero que sacudía violentamente al
correr. No bien desapareció en la niebla, vi que detrás de él corría un animal
con la boca abierta y ojos relucientes. No me equivocaba: era una hiena.
"La vista de la
bestia, en vez de aumentar mis temores, me tranquilizó, pues estaba seguro de
que soñaba y traté de despertar de mi semiconsciencia. Me adelanté con paso
firme, froté mis ojos, grité, me pellizqué los brazos. Apareció ante mi vista
una pequeña fuente donde humedecí mis manos, cabeza y cuello. Esto pareció
disipar las sensaciones erróneas que me habían atemori-zado. Me levanté,
sintiéndome como nuevo, y seguí mi desconocido camino.
"Por último,
abrumado por el cansancio y por cierta pesadez de la atmósfera, me senté bajo
un árbol. Brilló débilmente el sol y la sombra del follaje del árbol se recortó
con nitidez sobre el césped. Observé esa sombra durante varios minutos con
creciente admiración; miré hacia arriba: el árbol era una palmera.
"Entonces me levanté
apurado, presa de una nerviosa agitación, pues estaba seguro de que ya no
soñaba. Sentía que estaba en plena posesión de mis sentidos, y esos sentidos
producían en mi alma una sensación nueva, singular. El calor se hizo de pronto
insoportable; la atmósfera estaba cargada de una extraña fragancia y llegó a
mis oídos el murmullo suave y continuado de un río cercano mezclado con el
sonido de voces humanas.
"Mientras escuchaba
lleno de sorpresa, un viento fuerte y repentino se llevó la niebla como por
arte de magia. Me encontré al pie de una elevada montaña, frente a una extensa
llanura por la que serpenteaba un río caudaloso. En una de sus márgenes se
levantaba una ciudad de aspecto oriental, como las que se describen en las Mil
y una noches, pero aún más extraña. Desde mi posición en un nivel superior al
de la ciudad podía ver todos sus rincones, como si contemplara un mapa. Las
calles eran muy numerosas y se cruzaban irregularmente en todas direcciones; en
realidad, eran más bien pasajes sinuosos que calles y se hallaban repletos de
gente. Las casas eran muy pintorescas. Por todas partes se veían balcones,
galerías, alminares, altares y miradores magníficamente esculpidos. Abun-daban
los bazares, en los que se exponían ricas mercancías en profusión: sedas,
alhajas, piedras, etcétera. Se veían, además, estandartes, palanquines, sillas
de manos ocupadas por damas de rostros cubiertos, elefantes adornados
lujosamente, ídolos de marfil, tambores, lanzas, gongs, clarines. Y en medio de
la muchedumbre, del ruido y de la confusión, entre millares de hombres de raza
amarilla y negra, con turbantes y luengas barbas, erraban toros adornados,
mientras legiones de monos inmundos, pero sagrados, trepaban gritando por las
cornisas de las mezquitas o por los minaretes y miradores. De las calles
descendían al río escaleras que llevaban a los baños; había anclados en
aquellas aguas numerosos barcos cargados. Más allá de los límites de la ciudad
se erguían en grupos frecuentes palmeras y cocoteros, con otros añosos árboles
gigantescos y extraños, y aquí y allá se veía un campo de arroz, la choza de un
paisano, un aljibe, un templo aislado, un campamento de gitanos, o una doncella
que se dirigía, con un cántaro sobre su cabeza, hacia la orilla del río.
"Usted dirá, claro
está, que yo soñaba. Pero no era así. Lo que veía, lo que oía, lo que sentía,
lo que pensaba, nada tenían de similar a las sen-saciones que caracterizan los
sueños. Todo era real; al principio, dudando que estuviera despierto, comencé a
hacer algunos experimentos que pronto me convencieron de que lo estaba. Ahora
bien, cuando uno sueña, y en el sueño sospecha que sueña, la sospecha nunca
deja de confirmarse, y el que duerme despierta casi de inmediato. Por eso
Novalis no se equivoca al decir que `estamos a punto de despertar cuando
soñamos que soñamos'. Si yo hubiera tenido esa visión como la describo, sin
sospechar que era un sueño, podría haber sido realmente un sueño, pero, dadas
las condiciones en que ocurrió y teniendo en cuenta mis sospechas y las pruebas
a que la sometí, estoy obligado a clasificarla entre otros fenómenos."
-No estoy seguro de que
se equivoque en esto -observó el doctor Templeton-. Pero continúe.
"Me levanté -dijo
Bedloe mirando sorprendido al médico-. Me levanté, sí, y, como lo he dicho, me
dirigí a la ciudad. En el camino me hallé entre una multitud de seres que
llevaban la misma dirección y que demostraban gran excitación en sus movimientos.
De pronto me interesé por saber lo que allí pasaba. Me pareció que debía
desempeñar un papel importante, sin comprender con exactitud qué era lo que
tenía que hacer. Pero experimen-taba una profunda animosidad contra la multitud
que me rodeaba. Los abandoné y rápidamente, por un camino distinto, llegué y
entré en la ciudad. Aquí, todo era confusión y tumulto. Un pequeño grupo de
hombres vestidos con ropas entre hindúes y europeas estaba ocupado, dirigido
por oficiales uniformados como los británicos, en luchar, en forma muy
desventajosa por cierto, contra el enjambre que llenaba las calles. Yo me uní
al lado más débil, después de armarme con el fusil de un oficial muerto, y
comencé a luchar con toda ferocidad. Pronto nos venció el número del enemigo y
nos vimos obligados a buscar refugio en una especie de quiosco. En ese lugar
construimos una empalizada y permanecimos seguros por algún tiempo. Desde un
mirador que había en la parte superior del quiosco vi el gentío que en furiosa
agitación rodeaba y asaltaba un hermoso palacio situado sobre la orilla del
río. De pronto, de una de las ventanas superiores del palacio, salió una
persona de aspecto afeminado y descendió por medio de una cuerda hecha con los
turbantes de sus servidores. Había un bote cerca y en él escapó a la otra
orilla.
"Y entonces tuve
otro plan. Lo describí apresuradamente a mis compañeros y, como algunos lo
aceptasen, salí con ímpetu del quiosco. Nos lanzamos sobre el gentío; los
hombres retrocedieron al principio; luego se arrojaron al ataque, lucharon como
locos y retrocedieron otra vez. Mientras tanto nos habíamos alejado del quiosco
y nos hallábamos en calles estrechas, bordeadas de casas muy altas, en cuyos
rincones nunca había brillado el sol. La gentuza nos vencía, nos abrumaba con
sus flechas y sus lanzas. Sus arcos eran notables, muy similares al cris de
los malayos. Imitaban el cuerpo de una serpiente y eran largos, negros, y las
púas de las flechas estaban envenenadas. Una me llegó a la sien derecha.
Tambaleé y caí. Una extraña sensación se apoderó de todo mi ser; hice
esfuerzos, traté de respirar, pero morí."
-No insistirá ahora en
decir que esa aventura no fue un sueño -dije yo, sonriendo. Supongo que no
pretenderá hacer creer que está muerto.
Al decir estas palabras,
esperé lógicamente que Bedloe me contestara, pero, para mi sorpresa, lo vi
temblar, palidecer y permanecer silencioso. Miré a Templeton, que se hallaba
sentado muy tieso en su silla, con los ojos fuera de las órbitas.
-¡Siga! -dijo por fin,
bruscamente, a Bedloe.
"Durante varios
minutos -continuó éste, mi única sensación fue la de la oscuridad y de la
nada, la de la conciencia de la muerte. Por último sentí un golpe violento,
como causado por electricidad, que pareció atravesarme el alma. Con él vino una
sensación de elasticidad y de luz; a esta última la sentí, no la vi. En un
instante me levanté del suelo; el tumulto había cesado, la ciudad descansaba
tranquila. Debajo de mí yacía mi cadáver con la flecha en la sien y con la
cabeza hinchada, desfigurada. Pero todas estas cosas las sentía y no las oía.
Me pareció que el cadáver aquel no tenía nada que ver con mi persona. Carecía
de voluntad, pero algo me incitaba al movimiento y salí de la ciudad por el
camino por el que había llegado a ella. Cuando llegué al punto del desfiladero
en que había encontrado la hiena, experimenté de nuevo el golpe eléctrico;
volví a sentir en mí la sensación de peso, de materia, de voluntad. Me convertí
en lo que era antes y me dirigí hacia acá, pero el pasado no había perdido la
claridad de lo real y ni siquiera ahora podría considerarlo un sueño."
-Tampoco fue un sueño
-repuso Templeton con aire solemne-. Pero sería difícil decidir qué nombre le
conviene más. Supongamos sólo que el alma del hombre actual está a punto de
realizar estupendos descubrimientos psíquicos. Nos basta esa suposición; en
cuanto a lo demás, debo hacer una aclaración. Aquí hay una pintura a la
acuarela que debí mostrarle antes, pero que cierto injustificado terror me ha
impedido hacer.
Miramos el cuadro que
mostraba. Nada vi en él de extraordinario; su efecto en Bedloe fue, empero,
notable. Al mirarlo, estuvo a punto de desmayarse. No era más que un retrato
suyo muy bien hecho; al menos así creí al verlo.
"Fíjese -dijo
Templeton- en la fecha de esta pintura; está aquí, en una esquina: 1780; tal es
el año en que se hizo el cuadro. El rostro es igual al de un amigo mío, muerto
ya, que conocí en Calcuta durante la administración de Warren Hastings[ii]''. Yo tenía
entonces veinte años. Cuando vi a usted, señor Bedloe, en Saratoga, fue el
prodigioso parecido suyo y la imagen de este retrato lo que me indujo a buscar
su amistad y a tratar por algún medio de acompañarlo constantemente. Al
hacerlo, obré impulsado en parte y quizá principalmente por el recuerdo triste
del difunto, pero también por una curiosidad extraña en su persona.
"En su relato sobre
la visión que se le apareció en las montañas, ha descripto a la perfección la
ciudad de Benarés, situada en la
India , sobre el Río Sagrado. Los tumultos, los combates, la
masacre, todo ha sucedido en la realidad durante la insurrección de Cheyte
Sing, ocurrida en 1780, cuando Hastings corrió peligro de muerte. El hombre que
escapó del palacio era Cheyte Sing en persona. Los hombres del quiosco eran
cipayos y soldados ingleses a las órdenes de Hastings. Yo formé parte de ese
grupo e hice todo lo posible por impedir la salida apresurada del oficial que
cayó, muerto por la flecha envenenada de un bengalés, en las calles repletas.
El oficial era mi mejor amigo, Oldeb. Se enterará usted, si lee estos papeles,
que al mismo tiempo que se imaginaba todas esas cosas entre las montañas, yo me
hallaba ocupado en escribir los detalles de esas visiones aquí mismo."
Y al decir esto extrajo
de su bolsillo una libreta en la cual se habían escrito varias páginas
recientemente.
Una semana después de
tener lugar esta conversación, leí en un diario de Charlottesville las
siguientes líneas:
"Lamentamos tener
que anunciar el fallecimiento del señor Augustus Bedlo, caballero que por su
amabilidad y múltiples virtudes se había hecho admirar de todos los habitantes
de Charlottesville.
"Desde hace unos
años el señor Bedlo sufría de neuralgias tan fuertes que a menudo amenazaron
un desenlace fatal, pero ésta es sólo una causa mediata del mal. La causa
primordial es en extremo extraordinaria. En una excursión a las Ragged
Mountains que realizó hace unos días, tomó un resfrío y la fiebre hizo subir la
sangre a la cabeza. Para remediar esto, el doctor Templeton recurrió a la
sangría local: se aplicaron sanguijuelas en sus sienes. En un período
brevísimo el paciente murió; se descubrió luego que en el frasco que contenía
las sanguijuelas se había colocado accidentalmente un anélido venenoso, de esos
que a veces se encuentran en los estanques de las cercanías. Este animal se
adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha; su parecido con la sanguijuela
medicinal fue la causa de la confusión. Sólo se descubrió el error demasiado
tarde.
"N. B. -La sanguijuela venenosa de
Charlottesville puede distinguirse de la medicinal por su color negro y
especialmente por sus movimientos vermiculares parecidos a los de una
serpiente."
Yo me hallaba hablando
con el director del diario en cuestión, cuando se me ocurrió preguntarle por
qué se había escrito en esa forma el nombre del difunto.
-Supongo que ustedes
tienen autoridad para escribirlo así -dije. Pero siémpre creí que el nombre
terminaba en e.
-¿Autoridad? -repuso.
¡Qué ilusión! Se trata solamente de un error de imprenta. El nombre es Bedloe,
con una e al final; nunca se me ocurrió que pudiera escribirse en otra forma.
"Entonces -me dije
mientras abandonaba la oficina- en realidad a veces la verdad es más extraña
que la ficción literaria. Pues ¿qué es Bedlo, sin la e, sino Oldeb al revés?
Yeae hombre me dice que es un error de imprenta."
1.011. Poe (Edgar Allan)
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