Translate

sábado, 21 de diciembre de 2013

Una cuenta de las ragged mountains

En el otoño de 1827, encontrándome en Charlottesville, Virginia, enta­blé por casualidad relación con el señor Augustus Bedloe. Este joven caballero era muy notable en todo sentido y desde un principio sentí por él gran interés y curiosidad. Me resultaba imposible comprenderlo en sus relaciones físicas o morales; no pude obtener referencias satisfactorias sobre su familia. Nunca supe de dónde procedía. Hasta en su edad -a pesar de haberlo llamado joven- había algo que me confundía; en rea­lidad daba la impresión de ser joven y acostumbraba a hablar de su juventud, mas en ciertos momentos bien podía haberle calculado cien años. Sobre todo resultaba muy peculiar su aspecto físico: era extrema­damente alto y delgado y se encorvaba mucho al caminar; sus extremi­dades eran largas y finas. Tenía una frente muy amplia, tez pálida, boca grande y flexible y dientes sanos, pero los más desparejos que había visto en mi vida. Sin embargo, la expresión de su sonrisa no era desagradable, como podría suponerse, pero nunca variaba; era melancólica y manifes­taba una tristeza constante. Tenía ojos exageradamente grandes y tan redondos como los de los gatos; hasta sus pupilas, que se contraían o dilataban ante un aumento o disminución de luz, eran similares a las de los felinos. En momentos de gran excitación, los ojos se hacían tan bri­llantes que parecían emitir rayos luminosos, no reflejados sino provenien­tes del interior, como los del sol o los de una bujía. Pero por lo general eran tan poco expresivos y vidriosos que más parecían los ojos de un cadáver.
Estas características de su persona parecían causarle muchas moles­tias, pues continuamente se refería a ellas como disculpándose y expli­cándolas, cosa que, cuando lo oí por primera vez, me impresionó dolo­rosamente. Pero pronto me acostumbré y desa-pareció mi inquietud; a juzgar por lo que decía, era su propósito insinuar que, físicamente, no siempre había sido así, y que una serie de ataques neurálgicos habían reducido su belleza personal al aspecto que yo veía. Desde hacía muchos años lo atendía un médico llamado Templeton, hombre de unos setenta años de edad, a quien él había conocido en Saratoga y cuya atención en ese lugar le había sido muy beneficiosa según mi amigo. El resultado de esto fue que Bedloe, siendo muy rico, le propusiese al doctor Templeton un acuerdo según el cual éste, en consideración de una gran suma anual, dedicaría todo su tiempo al cuidado del enfermo.
El doctor Templeton, que había viajado mucho cuando joven, se hizo en París defensor de las doctrinas de Mesmer. Fue gracias a reme­dios magnéticos como consiguió aliviar en gran parte los agudos dolores del paciente y ese buen éxito creó en el último cierta fe en las opiniones que formaban la base de dichos remedios. El médico, como todos los entusiastas, había luchado mucho para convertir a su discípulo en otro fanático, y tanto hizo que consiguió que el paciente se sometiese a numerosos experimentos. Por la repetición de éstos obtuvo un resultado que ahora se ha hecho tan común como para no llamar la atención, pero que en la época de mi historia era casi desconocido en Estados Unidos. Entre el doctor Templeton y Bedloe había surgido gradualmente una concordancia o relación magnética. No diré que esa relación se haya extendido más allá de los límites del poder de hacerlo dormir, pero este poder había alcanzado gran intensidad. A la primera tentativa de pro­ducir el sueño magnético, el mesmerista fracasó; a la quinta y a la sexta tuvo, parcialmente, mejores resultados después de largos esfuerzos. Sólo cuando trató de hacerlo por duodécima vez tuvo un triunfo completo. Después de esto, la voluntad del paciente fue esclava de la del médico; cuando conocí a ambos, por voluntad del operador el enfermo cayó ins­tántáneamente en un profundo sueño, a pesar de que ignoraba la pre­sencia de aquél. Sólo ahora, en el año 1845, cuando milagros similares son observados por miles de personas, me atrevo a referir este asunto, aparentemente increíble, como un hecho. Bedloe tenía un carácter sen­sible, excitable y excesivamente entusiasta. Su imaginación era vigorosa y de gran poder creador, y, sin duda, ganaba fuerzas a causa del uso habi­tual de la morfina, que mi amigo consumía en gran cantidad, pues de lo contrario le hubiera sido imposible la existencia. Era su costumbre tomar una gran dosis de esa sustancia cada mañana después del desayuno o, mejor dicho, después de beber una taza de café, pues no comía nada a esa hora, y luego salir solo o acompañado por un perro a dar un paseo por entre las salvajes colinas que hay al oeste y al sur de Charlottesville y que se hallan dignificadas con el nombre de Ragged Mountains[i].
Un día caluroso y nublado de fines de noviembre, durante ese extra­ño lapso entre dos estaciones que se llama en Norteamérica "verano indio", el señor Bedloe partió, como de costumbre, hacia las montañas. Pasó el día y aún no había vuelto.
A eso de las ocho de la noche, como estuviésemos alarmados por su prolongada ausencia, nos dispusimos a salir en su busca, cuando apare­ció en nuestra casa repentinamente, con mejor humor que el habitual. El relato que hizo de su expedición y de las causas que lo habían retar­dado era en verdad muy singular.
"¿Recuerdan ustedes -dijo- que eran las nueve de la mañana cuando salí de Charlottesville? Dirigí mis pasos hacia las montañas y a eso de las diez entré en un desfiladero nuevo para mí. Seguí las vueltas de este camino con gran interés. El paisaje que se veía por todas partes, a pesar de no merecer ser llamado espléndido, tenía un aspecto desola­do y para mí delicioso. La soledad aquella parecía ser virgen; no pude dejar de suponer que nadie había pisado el verde césped y las rocas gri­ses que yo pisaba. Tan aislada e inaccesible a la vista es esa quebrada que era muy posible que yo fuese el primer aventurero, el primero y el único, que penetrara en sus recintos.
"La densa niebla, característica del verano indio, que envolvía todo, servía para aumentar las impresiones que creaban en mi ánimo los dis­tintos objetos del lugar; tan espesa era que no podía ver a más de doce pasos al frente. El camino era muy sinuoso y, como no podía verse el sol, pronto perdí todo sentido de la dirección que seguía. Mientras tanto, la morfina iba produciendo el efecto acostumbrado: el de dotar a todo el mundo externo de un interés enorme para mí. El temblor de una hoja, el color de una brizna de pasto, la forma del trébol, el zumbido de una abeja, el brillo de una gota de rocío, el soplo del viento, las fragancias suaves que provenían del bosque, todo producía en mí un sinnúmero de sugerencias, un alegre cortejo de pensamientos.
"Ocupado en tales meditaciones, caminé varias horas, durante las cuales la niebla se hizo tan densa que me vi obligado a tantear el cami­no. De pronto me sentí poseído por una indescriptible inquietud, una especie de vacilación nerviosa acompañada de un estremecimiento. No quería dar otro paso por temor a precipitarme en un abismo. Recordaba, además, algunas extrañas historias sobre las Ragged Mountains y sobre las desconocidas razas humanas que habitaban en sus cavernas. Mil fan­tasías me oprimían y desconcer-taban. Repentinamente sentí el redoblar de un tambor.
"Mi sorpresa fue extrema, como es de imaginar. Un tambor en estas montañas es algo desconocido. No me hubiera sorprendido más oír el sonido del clarín del Arcángel. Pero a ésta siguió otra causa para intere­sarme y sorpren-derme. Llegó a mis oídos un sonido similar al que pro­duciría un montón de llaves, y al instante pasó delante de mí un hombre semidesnudo, de rostro muy oscuro. Tan cerca lo hizo que sentí su alien­to cálido en la cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto por una colección de anillos de acero que sacudía violentamente al correr. No bien desapareció en la niebla, vi que detrás de él corría un animal con la boca abierta y ojos relucientes. No me equivocaba: era una hiena.
"La vista de la bestia, en vez de aumentar mis temores, me tranqui­lizó, pues estaba seguro de que soñaba y traté de despertar de mi semi­consciencia. Me adelanté con paso firme, froté mis ojos, grité, me pellizqué los brazos. Apareció ante mi vista una pequeña fuente donde humedecí mis manos, cabeza y cuello. Esto pareció disipar las sensacio­nes erróneas que me habían atemori-zado. Me levanté, sintiéndome como nuevo, y seguí mi desconocido camino.
"Por último, abrumado por el cansancio y por cierta pesadez de la atmósfera, me senté bajo un árbol. Brilló débilmente el sol y la sombra del follaje del árbol se recortó con nitidez sobre el césped. Observé esa sombra durante varios minutos con creciente admiración; miré hacia arriba: el árbol era una palmera.
"Entonces me levanté apurado, presa de una nerviosa agitación, pues estaba seguro de que ya no soñaba. Sentía que estaba en plena posesión de mis sentidos, y esos sentidos producían en mi alma una sensación nueva, singular. El calor se hizo de pronto insoportable; la atmósfera estaba car­gada de una extraña fragancia y llegó a mis oídos el murmullo suave y continuado de un río cercano mezclado con el sonido de voces humanas.
"Mientras escuchaba lleno de sorpresa, un viento fuerte y repentino se llevó la niebla como por arte de magia. Me encontré al pie de una ele­vada montaña, frente a una extensa llanura por la que serpenteaba un río caudaloso. En una de sus márgenes se levantaba una ciudad de aspecto oriental, como las que se describen en las Mil y una noches, pero aún más extraña. Desde mi posición en un nivel superior al de la ciudad podía ver todos sus rincones, como si contemplara un mapa. Las calles eran muy numerosas y se cruzaban irregularmente en todas direcciones; en realidad, eran más bien pasajes sinuosos que calles y se hallaban repletos de gente. Las casas eran muy pintorescas. Por todas partes se veían balcones, galerías, alminares, altares y miradores magníficamente esculpidos. Abun-daban los bazares, en los que se exponían ricas mer­cancías en profusión: sedas, alhajas, piedras, etcétera. Se veían, además, estandartes, palanquines, sillas de manos ocupadas por damas de rostros cubiertos, elefantes adornados lujosamente, ídolos de marfil, tambores, lanzas, gongs, clarines. Y en medio de la muchedumbre, del ruido y de la confusión, entre millares de hombres de raza amarilla y negra, con tur­bantes y luengas barbas, erraban toros adornados, mientras legiones de monos inmundos, pero sagrados, trepaban gritando por las cornisas de las mezquitas o por los minaretes y miradores. De las calles descendían al río escaleras que llevaban a los baños; había anclados en aquellas aguas numerosos barcos cargados. Más allá de los límites de la ciudad se erguían en grupos frecuentes palmeras y cocoteros, con otros añosos árboles gigantescos y extraños, y aquí y allá se veía un campo de arroz, la choza de un paisano, un aljibe, un templo aislado, un campamento de gitanos, o una doncella que se dirigía, con un cántaro sobre su cabeza, hacia la orilla del río.
"Usted dirá, claro está, que yo soñaba. Pero no era así. Lo que veía, lo que oía, lo que sentía, lo que pensaba, nada tenían de similar a las sen-saciones que caracterizan los sueños. Todo era real; al principio, dudando que estuviera despierto, comencé a hacer algunos experimentos que pron­to me convencieron de que lo estaba. Ahora bien, cuando uno sueña, y en el sueño sospecha que sueña, la sospecha nunca deja de confirmarse, y el que duerme despierta casi de inmediato. Por eso Novalis no se equivoca al decir que `estamos a punto de despertar cuando soñamos que soñamos'. Si yo hubiera tenido esa visión como la describo, sin sospechar que era un sueño, podría haber sido realmente un sueño, pero, dadas las condiciones en que ocurrió y teniendo en cuenta mis sospechas y las pruebas a que la sometí, estoy obligado a clasificarla entre otros fenómenos."
-No estoy seguro de que se equivoque en esto -observó el doctor Templeton-. Pero continúe.
"Me levanté -dijo Bedloe mirando sorprendido al médico-. Me levanté, sí, y, como lo he dicho, me dirigí a la ciudad. En el camino me hallé entre una multitud de seres que llevaban la misma dirección y que demostraban gran excitación en sus movimientos. De pronto me intere­sé por saber lo que allí pasaba. Me pareció que debía desempeñar un papel importante, sin comprender con exactitud qué era lo que tenía que hacer. Pero experimen-taba una profunda animosidad contra la mul­titud que me rodeaba. Los abandoné y rápidamente, por un camino dis­tinto, llegué y entré en la ciudad. Aquí, todo era confusión y tumulto. Un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas entre hindúes y euro­peas estaba ocupado, dirigido por oficiales uniformados como los britá­nicos, en luchar, en forma muy desventajosa por cierto, contra el enjambre que llenaba las calles. Yo me uní al lado más débil, después de armarme con el fusil de un oficial muerto, y comencé a luchar con toda ferocidad. Pronto nos venció el número del enemigo y nos vimos obliga­dos a buscar refugio en una especie de quiosco. En ese lugar construimos una empalizada y permanecimos seguros por algún tiempo. Desde un mirador que había en la parte superior del quiosco vi el gentío que en furiosa agitación rodeaba y asaltaba un hermoso palacio situado sobre la orilla del río. De pronto, de una de las ventanas superiores del palacio, salió una persona de aspecto afeminado y descendió por medio de una cuerda hecha con los turbantes de sus servidores. Había un bote cerca y en él escapó a la otra orilla.
"Y entonces tuve otro plan. Lo describí apresuradamente a mis com­pañeros y, como algunos lo aceptasen, salí con ímpetu del quiosco. Nos lanzamos sobre el gentío; los hombres retrocedieron al principio; luego se arrojaron al ataque, lucharon como locos y retrocedieron otra vez. Mientras tanto nos habíamos alejado del quiosco y nos hallábamos en calles estrechas, bordeadas de casas muy altas, en cuyos rincones nunca había brillado el sol. La gentuza nos vencía, nos abrumaba con sus fle­chas y sus lanzas. Sus arcos eran notables, muy similares al cris de los malayos. Imitaban el cuerpo de una serpiente y eran largos, negros, y las púas de las flechas estaban envenenadas. Una me llegó a la sien derecha. Tambaleé y caí. Una extraña sensación se apoderó de todo mi ser; hice esfuerzos, traté de respirar, pero morí."
-No insistirá ahora en decir que esa aventura no fue un sueño -dije yo, sonriendo. Supongo que no pretenderá hacer creer que está muerto.
Al decir estas palabras, esperé lógicamente que Bedloe me contes­tara, pero, para mi sorpresa, lo vi temblar, palidecer y permanecer silen­cioso. Miré a Templeton, que se hallaba sentado muy tieso en su silla, con los ojos fuera de las órbitas.
-¡Siga! -dijo por fin, bruscamente, a Bedloe.
"Durante varios minutos -continuó éste, mi única sensación fue la de la oscuridad y de la nada, la de la conciencia de la muerte. Por últi­mo sentí un golpe violento, como causado por electricidad, que pareció atravesarme el alma. Con él vino una sensación de elasticidad y de luz; a esta última la sentí, no la vi. En un instante me levanté del suelo; el tumulto había cesado, la ciudad descansaba tranquila. Debajo de mí yacía mi cadáver con la flecha en la sien y con la cabeza hinchada, des­figurada. Pero todas estas cosas las sentía y no las oía. Me pareció que el cadáver aquel no tenía nada que ver con mi persona. Carecía de volun­tad, pero algo me incitaba al movimiento y salí de la ciudad por el cami­no por el que había llegado a ella. Cuando llegué al punto del desfiladero en que había encontrado la hiena, experimenté de nuevo el golpe eléc­trico; volví a sentir en mí la sensación de peso, de materia, de voluntad. Me convertí en lo que era antes y me dirigí hacia acá, pero el pasado no había perdido la claridad de lo real y ni siquiera ahora podría considerar­lo un sueño."
-Tampoco fue un sueño -repuso Templeton con aire solemne-. Pero sería difícil decidir qué nombre le conviene más. Supongamos sólo que el alma del hombre actual está a punto de realizar estupendos des­cubrimientos psíquicos. Nos basta esa suposición; en cuanto a lo demás, debo hacer una aclaración. Aquí hay una pintura a la acuarela que debí mostrarle antes, pero que cierto injustificado terror me ha impedido hacer.
Miramos el cuadro que mostraba. Nada vi en él de extraordinario; su efecto en Bedloe fue, empero, notable. Al mirarlo, estuvo a punto de desmayarse. No era más que un retrato suyo muy bien hecho; al menos así creí al verlo.
"Fíjese -dijo Templeton- en la fecha de esta pintura; está aquí, en una esquina: 1780; tal es el año en que se hizo el cuadro. El rostro es igual al de un amigo mío, muerto ya, que conocí en Calcuta durante la administración de Warren Hastings[ii]''. Yo tenía entonces veinte años. Cuando vi a usted, señor Bedloe, en Saratoga, fue el prodigioso pareci­do suyo y la imagen de este retrato lo que me indujo a buscar su amistad y a tratar por algún medio de acompañarlo constantemente. Al hacerlo, obré impulsado en parte y quizá principalmente por el recuerdo triste del difunto, pero también por una curiosidad extraña en su persona.
"En su relato sobre la visión que se le apareció en las montañas, ha descripto a la perfección la ciudad de Benarés, situada en la India, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, los combates, la masacre, todo ha sucedi­do en la realidad durante la insurrección de Cheyte Sing, ocurrida en 1780, cuando Hastings corrió peligro de muerte. El hombre que escapó del palacio era Cheyte Sing en persona. Los hombres del quiosco eran cipayos y soldados ingleses a las órdenes de Hastings. Yo formé parte de ese grupo e hice todo lo posible por impedir la salida apresurada del ofi­cial que cayó, muerto por la flecha envenenada de un bengalés, en las calles repletas. El oficial era mi mejor amigo, Oldeb. Se enterará usted, si lee estos papeles, que al mismo tiempo que se imaginaba todas esas cosas entre las montañas, yo me hallaba ocupado en escribir los detalles de esas visiones aquí mismo."
Y al decir esto extrajo de su bolsillo una libreta en la cual se habían escrito varias páginas recientemente.
Una semana después de tener lugar esta conversación, leí en un dia­rio de Charlottesville las siguientes líneas:
"Lamentamos tener que anunciar el fallecimiento del señor Augus­tus Bedlo, caballero que por su amabilidad y múltiples virtudes se había hecho admirar de todos los habitantes de Charlottesville.
"Desde hace unos años el señor Bedlo sufría de neuralgias tan fuer­tes que a menudo amenazaron un desenlace fatal, pero ésta es sólo una causa mediata del mal. La causa primordial es en extremo extraordina­ria. En una excursión a las Ragged Mountains que realizó hace unos días, tomó un resfrío y la fiebre hizo subir la sangre a la cabeza. Para remediar esto, el doctor Templeton recurrió a la sangría local: se aplica­ron sanguijuelas en sus sienes. En un período brevísimo el paciente murió; se descubrió luego que en el frasco que contenía las sanguijuelas se había colocado accidentalmente un anélido venenoso, de esos que a veces se encuentran en los estanques de las cercanías. Este animal se adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha; su parecido con la san­guijuela medicinal fue la causa de la confusión. Sólo se descubrió el error demasiado tarde.
"N. B. -La sanguijuela venenosa de Charlottesville puede distin­guirse de la medicinal por su color negro y especialmente por sus movi­mientos vermiculares parecidos a los de una serpiente."
Yo me hallaba hablando con el director del diario en cuestión, cuan­do se me ocurrió preguntarle por qué se había escrito en esa forma el nombre del difunto.
-Supongo que ustedes tienen autoridad para escribirlo así -dije. Pero siémpre creí que el nombre terminaba en e.
-¿Autoridad? -repuso. ¡Qué ilusión! Se trata solamente de un error de imprenta. El nombre es Bedloe, con una e al final; nunca se me ocurrió que pudiera escribirse en otra forma.
"Entonces -me dije mientras abandonaba la oficina- en realidad a veces la verdad es más extraña que la ficción literaria. Pues ¿qué es Bedlo, sin la e, sino Oldeb al revés? Yeae hombre me dice que es un error de imprenta."

1.011. Poe (Edgar Allan)



[i] Montañas Escabrosas, pequeña cadena del Estado norteamericano de Virginia. (N. del T)
[ii] Hastings, político inglés gobernador de Bengala y de la India en el siglo XVIII. (N. del T)

No hay comentarios:

Publicar un comentario