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sábado, 21 de diciembre de 2013

Morella

Él mismo, sólo por sí mismo, eternamente Uno y único.

Platón, El banquete.

Un profundo aunque singular afecto me unía a mi amiga Morella. Desde el momento en que accidentalmente trabé conocimiento con ella hace ya muchos años, mi alma ardió con un fuego hasta entonces desconoci­do, pero no era el fuego de Eros. Amarga y punzante para mi espíritu fue la convicción gradual de que no podía, de manera alguna, definir su carácter insólito ni regular su imprecisa intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió en el altar. Pero nunca hablé de pasión ni pensé en el amor. No obstante, ella huyó del contacto social, y por el hecho de desear sólo mi compañía, me hacía feliz. Es una felicidad mara­villarse, es una felicidad soñar.
Morella tenía una gran erudición. Juro que sus talentos no eran de índole común; las facultades de su mente eran enormes. Me daba cuen­ta de ello y en muchas cuestiones me convertí en discípulo suyo. Sin embargo, muy pronto vi que, quizá por haber estudiado en Presburgo,
exponía a mi consideración cantidad de esos escritos místicos que suelen considerarse la escoria de la antigua literatura alemana. Por razones que desconozco, estos escritos const-ituían su tema de estudio preferido y constante. El hecho de que, con el tiempo, hayan llegado a serlo para mí debe atribuirse a la sencilla pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.
Poco tuvo que ver la razón en todo esto, si no me equivoco. Mis con­vicciones, si no recuerdo mal, no estaban influidas por el ideal y, a no ser que esté muy equivocado, tampoco podía adivinarse en mis actos y pen­samientos el menor tinte del misticismo de mis lecturas. Convencido de ello, me dejé guiar totalmente por mi mujer e ingresé con ánimo decidi­do en el laberinto de sus estudios. Así pues, cuando, estudiando esas páginas prohibidas, sentía que se encendía dentro de mí un espíritu pro­hibido, Morella posaba su mano fría sobre la mía y revolvía de entre las cenizas de alguna filosofía muerta palabras hondas y singulares cuyo extraño significado se grababa a fuego en mi memoria. Después me que­daba a su lado hora tras hora, inmerso en la música de su voz, hasta que, a la larga, su melodía se presentaba teñida de terror y caía una sombra sobre mi alma. Entonces me ponía pálido e interiormente me estremecía ante esos tonos sobrenaturales. Y así la felicidad se trocaba imprevista­mente en horror, y lo más bello se convertía en lo más horroroso, como el Hinnóm se transformó en la Gehenna.
No hace falta describir el carácter exacto de esas disquisiciones, que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los eruditos en lo que podría denominarse moral teológica lo comprenderán de inmediato; los profanos poco entenderán. El feroz panteísmo de Fichte, la лαλίγγενεσα modificada de los pitagóricos y, fundamental­mente, las doctrinas de la identidad propugnadas por Schelling solían ser los temas de discusión de mayor belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad considerada personal creo que Locke la define acertada­mente como la cordura del ser racional. Y puesto que entedemos por persona una esencia inteligente dotada de razón y puesto que el pensa­miento siempre va acompañado de una conciencia, ella es la que nos hace ser lo que definimos como nosotros mismos, lo que nos distingue de otros seres que piensan y nos confiere nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis -la noción de esa identidad que en la muer­te se pierde o no para siempre- me resultaba, en todo momento, un con­cepto de un profundo interés, no tanto por la naturaleza des-concertante y emocionante de sus consecuencias, como por la forma agitada e insis­tente con que Morella lo mencionaba.
Sin embargo, llegó un momento en que el misterio sobre la perso­nalidad de mi mujer me agobiaba como un hechizo. Ya no soportaba que me rozaran sus leves dedos; tampoco soportaba el tono profundo de su lenguaje musical ni el brillo de sus ojos melancólicos. Ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía captar mi debilidad o mi locura y, sonrien­do, la denominaba Destino. También parecía saber la causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi proceder, pero no me dio el más leve indicio de su naturaleza. Sin embargo, era mujer y languidecía. Con el tiempo, la mancha carmesí se asentó definitivamente en sus mejillas y empezaron a notársele las venas azules sobre la clara frente. Por un momento me ablandaba con compasión, pero al instante siguiente me enfrentaba con sus ojos expresivos, y mi alma se enfermaba y sentía el vértigo de la persona que mira hacia el fondo de un abismo deprimente e insondable.
¿Debo decir, pues, que esperaba con ansias devoradoras el momen­to de la muerte de Morella? En efecto, lo esperaba. Pero el frágil espíri­tu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, muchas semanas y tediosos meses, hasta que mis torturados nervios se adueña­ron de mi mente. Me puse furioso por la demora y, con corazón malva­do, maldecía los días, las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse cada vez más, mientras su mansa vida declinaba como las sombras al morir el día.
Pero una noche de otoño, cuando los vientos yacían inmóviles en el cielo, Morella me llamó junto a su lecho. Había una bruma densa sobre todo el orbe y un cálido resplandor sobre las aguas. Y en medio del mag­nífico follaje del bosque había caído del firmamento un arco iris.
-Éste es el día entre los días -dijo, al verme llegar, un día único para vivir o para morir. Un buen día para los hijos de la tierra y de la vida..., ¡pero mejor aún para las hijas del cielo y de la muerte!
Le di un beso en la frente y continuó.
-Me estoy muriendo, pero sin embargo he de vivir.
-iMorella!
-Nunca llegó el día en que me amaras, pero la mujer a quien en vida odiaste, en la muerte habrás de adorar.
-iMorella!
-Repito que me muero. Pero dentro de mí hay una prenda del cari­ño... ¡ay, qué poco!... que sentiste por mí. Y cuando mi espíritu se mar­che, vivirá el niño, el hijo tuyo y mío. Pero tus días serán de dolor, ese dolor que es la impresión más duradera, así como el ciprés es el árbol más perdurable. Porque tus horas de felicidad han concluido, y no se cosecha dos veces la felicidad en la vida, como las rosas de Pestum dos veces al año. Ya no jugarás con el tiempo como en Teos, sino que, ignorante del arrayán y de las vides, irás envuelto en tu mortaja sobre la tierra como el musulmán en la Meca.
-iMorella! i Morella! ¿Cómo lo sabes? -exclamé, pero dio vuelta la cara sobre la almohada. Un leve temblor recorrió sus miembros y murió, y no volví a oír más su voz.
Sin embargo, tal como me lo había anticipado, su hija -a la que dio a luz en el momento de morir y que no respiró hasta que su madre dejó de hacerlo-, su hija, digo, vivió. Y creció extraña-mente en estatura y en intelecto, y era de una semejanza perfecta con la muerta. La amé con un amor más intenso del que jamás creí posible sentir por habitante alguno de la Tierra.
Pero poco después, el cielo de ese amor puro se oscureció, cubierto por nubes de abatimiento, horror y pena. Dije que la niña creció extra­ñamente en altura e inteligencia. De hecho, era raro su rápido aumento de tamaño, pero ¡muy terribles fueron los tumultuosos pensamientos que me asaltaban mientras observaba el desarrollo de su mente! ¿Acaso podían ser distintos, si a diario descubría en las ideas de la niña las facul­tades y poderes adultos de la mujer, si de sus labios infantiles brotaban lecciones de experiencia, si en sus ojos brillantes y pensativos encontra­ba diariamente la sabiduría o las pasiones de la madurez? Cuando todo esto llegó a ser evidente para mis desconcertados sentidos, cuando ya no pude ocultárselo más a mi corazón ni apartarlo de esas percepciones que temblaban al recibirlo, ¿acaso sorprende que sospechas de carácter ate­rrador se hayan adueñado de mi espíritu, o que mis pensamientos hayan vuelto, horrorizados, a las estrafalarias historias y las atroces teorías de Morella, que yacía en la tumba? Le robé a la curiosidad del mundo un ser a quien el destino me obligó a adorar y en la rigurosa reclusión de mi hogar vigilé con atormentadora ansiedad todo lo que tenía que ver con la amada.
Y a medida que pasaban los años, mientras todos los días yo obser­vaba su rostro sagrado, apacible y elocuente, mientras veía también madurar sus formas, día a día iba encontrando más puntos de semejan­za entre la hija y la madre, la melancólica, la muerta. Hora a hora se vol­vían más lúgubres las sombras del parecido, y a la vez, de un aspecto más definido, más intrigante y horrible. Yo podía tolerar que su sonrisa fuera como la de la madre, pero me estremecía ante una identidad demasiado perfecta. Podía soportar que sus ojos fueran como los de Morella, pero muy a menudo penetraban en las profundidades de mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y el contorno de su alta frente, los rizos de su sedoso pelo, los lánguidos dedos que allí se hundían, los apagados tonos musicales de su hablar y, sobre todo -¡ah, sobre todo!, las frases y expresiones de la muerta en labios del ser vivo y amado alimentaban dentro de mí un horror y un pensamiento que me carcomían, un gusano que se negaba a morir.
Así transcurrieron dos lustros de su vida y mi hija todavía carecía de nombre sobre la tierra. "Mi pequeña", "mi amor" eran los apelativos ori­ginados en mi cariño de padre. La rígida reclusión que ella soportaba impedía toda otra relación. El nombre de Morella había desaparecido con ella en su lecho de muerte. Nunca le hablé de la madre a la hija; imposible hablar. De hecho, durante su breve existencia, esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que pudiera haberle brindado el estrecho margen de su intimidad. Pero al fin, la cere­monia de bautismo, con sus circunstancias perturbadoras y desconcer­tantes, significó para mi mente una liberación de los terrores de mi destino. Junto a la pila bautismal titubeé en busca de un nombre. Acu­dieron en tropel hasta mis labios muchos nombres de la belleza y la sabi­duría, de tiempos antiguos y modernos, de mi tierra y de tierras extrañas, y muchos, muchos títulos de la gracia, la alegría y la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a perturbar el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me instó a musitar ese sonido que, con sólo evocarlo, hacía fluir en torren­tes la sangre roja desde mis sienes al corazón? ¿Qué espíritu malévolo se manifestó desde lo profundo de mi alma cuando, en aquel recinto mor­tecino, en el silencio de la noche, murmuré al oído del religioso el nombre de Morella? ¿Qué espíritu maligno crispó los rasgos de mi hija y los tiñó con los colores de la muerte cuando, al pronunciar yo ese sonido apenas audible, volvió hacia el cielo sus ojos límpidos y, postrándose sobre las losas negras de nuestra ancestral cripta respondió: "¡Aquí estoy!"?
Nítidos, fríos y precisos cayeron esos pocos y sencillos sonidos en mi oído. Desde allí, como plomo derretido, rodaron siseantes hasta mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero nunca el recuerdo de aquel momento! No ignoraba yo las flores y las vides, pero la cicuta y el ciprés me cubrieron noche y día con su sombra. Perdí la noción del tiempo y el espacio. Las estrellas de mi destino se apagaron en los cielos; por ende, la tierra se ensombreció y sus siluetas pasaban a mi lado como sombras fugaces. Entre ellas, sólo veía... a Morella. Los vientos del cielo pronun­ciaban un único son en mis oídos y las ondas del mar murmuraban eter­namente: "Morella". Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba. Lancé una risa prolongada y amarga cuando no hallé rastros de la primera Morella en el sepulcro donde puse a descansar a la segunda.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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