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sábado, 21 de diciembre de 2013

Tu eres el hombre

Me propongo ahora hacer el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Me encargaré de exponer, como sólo yo puedo hacerlo, el secreto meca­nismo que se encargó de realizar el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero e indiscutible milagro, que terminó definitivamente con la infidelidad en los pobladores del lugar y volcó a la ortodoxia propia de las abuelas a todos los pecadores que antes se habían atrevido a mostrarse escepticos.
Este hecho, que no querría comentar con un inadecuado tono de ligereza, ocurrió en el verano de 18... El señor Barnabas Shuttle-worthy, uno de los habitantes más ricos y respetables del pueblo, había desapare­cido desde varios días atrás en circunstancias que hacían pensar en terri­bles conse-cuencias. Había salido a caballo desde el pueblo el sábado por la mañana, muy temprano, con la expresa intención de dirigirse a la ciu­dad de..., distante unos veinte kilómetros, y retornar esa misma noche. Sin embargo, dos horas después de la partida regresó el caballo sin él y sin las alforjas que llevaba atadas sobre las ancas en el momento de par­tir. Además venía herido y cubierto de barro. Tales circunstancias causa­ron, naturalmente, un gran desasosiego entre los amigos del ausente. El domingo por la mañana, en vista de que aún no había aparecido, el pue­blo entero se levantó en masse para ir en busca de su cadáver.
La persona que con más bríos abogó por la búsqueda fue un amigo íntimo del señor Shuttleworthy, un tal Charles Goodfellow, conocido por todos como "Charley Goodfellow" o "el viejo Charley Goodfellow". Pues bien, nunca he podido determinar si es por maravillosa coincidencia o porque el nombre mismo produce un efecto imperceptible sobre el per­sonaje, pero lo cierto es que todos los Charles que conozco han sido siempre hombres valerosos, honestos, amables y francos, de voz profun­da y clara, de esas que da gusto oír, y ojos que miran de frente, como diciendo: "Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie y sería inca­paz de cometer un acto deleznable." Así, en el teatro, todos los "actores de carácter", alegres y cordiales, siempre se llaman Charles.
Ahora bien, "el viejo Charley Goodfellow", aunque llevaba en Rattle-borough apenas seis meses, más o menos, y si bien nadie sabía nada sobre él antes de que fuera a radicarse en la zona, no tuvo la menor dificultad en hacerse amigo de todas las personas respetables del lugar. Ningún hombre habría desconfiado ni un instante de su palabra; en cuanto a las mujeres, habrían hecho cualquier cosa con tal de darle el gusto. Todo esto se debía a que llevaba el nombre Charles, y al hecho de poseer, en consecuencia, esa cara ingenua que es, proverbialmente, la "mejor carta de recomendación".
Como ya he dicho, el señor Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico de Rattleborough, mientras que el viejo Charley Goodfellow mantenía con él una amistad íntima, como si fuese su propio hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y si bien el señor Shuttleworthy rara vez -podría decirse que nunca- visitaba al viejo Charley y nunca se supo que hubiera comido en su casa, eso no impedía que los dos amigos fueran muy unidos, como acabo de afirmar, porque no había día en que el viejo Charley no pasara tres o cuatro veces para ver cómo estaba su vecino y a menudo se quedaba a desayu­nar o tomar el té y casi siempre a cenar. En tales ocasiones hubiera sido muy difícil determinar cuánto vino se tomaban ambos de una sola vez. El vino preferido del viejo Charley era el Chdteau Margaux, y al señor Shuttleworthy lo complacía sobremanera ver a su amigo beber como bebía, un litro tras otro. Así pues un día, cuando el'vino había entrado y la cordura, como es natural, podría decirse que había salido, palmeó a su amigo en la espalda y le dijo: "Te diré una cosa, viejo Charley: eres sin duda el mejor compañero que he conocido desde que nací, y dado que te gusta tanto beber vino, creo que tengo que regalarte un cajón grande de Château Margaux. Que me pudra si no lo hago." (El señor Shuttleworthy tenía la mala costumbre de lanzar juramentos, aunque por lo general no iba más allá de un "Que me pudra" o un "Por todos los santos".) "Que me pudra si esta misma tarde no mando un pedido a la ciudad para que te envíen un cajón doble del mejor que tengan. Te lo regalaré; no digas ni una palabra, porque te lo regalaré, y se acabó. ¡Así que prepárate, por­que te llegará uno de estos días, cuando menos lo esperes!" Menciono este rasgo de generosidad del señor Shuttleworthy sólo para demostrar lo estrecha que era la relación entre ambos.
La mañana del domingo en cuestión, cuando ya había quedado claro que al señor Shuttle-worthy le había pasado algo grave, no vi a nadie tan profundamente afectado como el viejo Charley Goodfellow. Apenas supo que había regresado el caballo sin su amo, sin las alforjas y todo sangriento a causa de un disparo de pistola que se le había incrus­tado en el pecho sin matarlo, ¡pobre animal!, cuando se enteró de todo esto, repito, se puso pálido como si el ausente hubiera sido su padre o un hermano muy querido y tembló entero como si lo hubiese atacado una fiebre palúdica.
Al principio estaba tan sobrecogido del dolor que no podía hacer nada ni elaborar un plan de acción; por eso trataba de convencer a los otros amigos del ausente de que no armaran revuelo, pensando que lo mejor era esperar un poco -una o dos semanas, incluso uno o dos meses- hasta ver si no surgía algo o si no aparecía muy campante el señor Shuttleworthy y explicaba por qué había enviado de vuelta su caballo solo. Debo decir que esta predisposición a contemporizar o a pos­tergar las cosas la he visto a menudo en las personas que padecen un dolor intenso. Es como si se les obnubilaran las facultades mentales, como si les causara horror todo lo que signifique ponerse en movimien­to y nada les gustara más que quedarse inmóviles en la cama "acunando su propia pena", como solían decir las viejas; o sea rumiando su dolor.
Los habitantes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensa­tez y discreción del viejo Charley que la mayor parte se mostró dispues­ta a coincidir con su idea y no hacer investigaciones mientras "no se sepa algo", según las propias palabras del noble caballero. Creo que esa deci­sión habría sido unánime si no hubiese sido por la sospechosa intromi­sión del sobrino del señor Shuttleworthy, un joven de costumbres disolutas y muy mala reputación. Se apellidaba Pennifeather y no quiso aceptar la idea de "quedarse quietos". Insistió en cambio en proceder de inmediato a la búsqueda del "cadáver del asesinado". Tal fue la expre­sión que usó, y en aquel momento el señor Goodfellow comentó con agudeza que se trataba de "una expresión singular, por no decir otra cosa". Estas palabras del viejo Charley también produjeron un gran efec­to en la multitud. A uno de los presentes se le oyó preguntar, de mane­ra muy vehemente, "cómo era que el joven Pennifeather estaba tan al tanto de las circunstancias vinculadas con la desaparición de su acauda­lado tío, como para sentirse autorizado a afirmar, clara y categórica-mente, que a su tío se lo había `asesinado"'. Se produjo entonces una discusión entre diversos integrantes del grupo, especialmente entre el viejo Charley y el señor Pennifeather, aunque eso no era ninguna novedad, pues muy pocos sentimientos amistosos había entre ambos desde hacía unos meses. La situación había empeorado tanto que el señor Pennifeather llegó incluso a derribar de una trompada al amigo de su tío, acusándolo de ciertas libertades que supuestamente se había tomado en casa del tío, donde también residía el sobrino. Se dice que en dicha ocasión, el viejo Charley se comportó con ejemplar moderación y caridad cristiana. Se levantó luego de recibir el golpe, se acomodó la ropa y no hizo el menor intento de devolver el golpe. Murmuró apenas unas palabras respecto de que iba "a tomarse alguna venganza no bien se le presentara la oportu­nidad", reacción natural y muy justificable producto del enojo, que sin embargo no significaba nada y había olvidado enseguida.
Como quiera que hayan sido estos hechos, que no guardan relación con el tema que nos atañe, lo cierto es que los pobladores de Rattleborough, principalmente a través del trabajo de persuasión del señor Pennifeather, decidieron por fin dispersarse por las inmediaciones en busca del de­saparecido. Creo que ésta fue la primera intención, pues, luego de deter­minar la necesidad de emprender la búsqueda, lo más natural era que se dividieran en grupos de modo de poder registrar más minuciosamente el paraje. Sin embargo, no recuerdo con qué ingenioso razonamiento el viejo Charley finalmente convenció a todos de que ese plan no era el más sen­sato. Convenció a todos, sí, salvo al señor Pennifeather. Al final se acor­dó que la búsqueda la realizarían con gran esmero los pobladores en masse, encabezados por el propio viejo Charley.
En cuanto a ese tema, no había duda de que el viejo Charley era el mejor, pues todo el mundo sabía que tenía una vista de lince. Sin embar­go, pese a que los condujo a todo tipo de rincones remotos, por senderos que nadie siquiera sospechaba que existiesen en la zona, y aunque el rastreo se mantuvo noche y día durante casi una semana, seguía sin encontrarse el menor rastro del señor Shuttleworthy. No obstante, cuan­do digo que no había ni el menor rastro no debe entendérseme literal­mente, porque rastros, hasta cierto punto, había. Al pobre hombre se le había seguido la huella -por las herraduras de su caballo, que eran raras- hasta un punto ubicado unos cinco kilómetros al este del pue­blo, sobre el camino principal que llevaba a la ciudad. Allí la pista desa­parecía en un sendero secundario que atravesaba un bosque. El sendero volvía a salir y se unía al camino principal, acortando en unos setecien­tos metros la distancia normal. Siguiendo por allí las pisadas del caballo, los pobladores llegaron al fin a un charco de agua estancada, medio oculto entre la maleza, a la derecha del camino; en ese lugar se perdía todo vestigio del sendero.
Sin embargo, daba la impresión de que había habido algún tipo de forcejeo y que un cuerpo grande y pesado, mucho más grande y pesado que un hombre, había sido arrastrado del sendero al charco. Se efectuó en este sitio un doble dragado, pero nada se encontró. Cuando ya los pobladores estaban a punto de marcharse presa de la desesperanza de obtener resultados, la Providencia le sugirió al señor Goodfellow la con­veniencia de hacer vaciar el charco. La idea fue recibida con manifesta­ciones de entusiasmo y grandes elogios al viejo Charley por su sagacidad. Como muchos habían llevado consigo palas suponiendo que podía ser necesario desenterrar un cadáver, el vaciado se efectuó fácilmente y con suma rapidez. Y apenas quedó visible el fondo, pudo observarse en el medio mismo del lecho un chaleco de terciopelo negro que casi todos los presentes reconocieron de inmediato como de propiedad del señor Pennifeather. Se hallaba muy rasgado y con manchas de sangre, y varios de los presentes recordaban perfectamente que el dueño lo tenía puesto la mañana misma en que el señor Shuttleworthy partió rumbo a la ciu­dad, mientras que había otros, también dispuestos a afirmar bajo jura­mento, de ser necesario, que el señor Pennifeather no había usado dicha prenda en momento alguno durante el resto de ese memorable día. Tam­poco hubo nadie que afirmara haberla visto sobre la persona del señor P. en ningún momento posterior a la desaparición del señor Shuttle-worthy.
El asunto se había puesto sumamente peligroso para el señor Penni­feather. Pudo verse, como confirmación inapelable de las sospechas con­tra su persona, que se ponía sumamente pálido, y, cuando se le preguntó qué podía aducir en su defensa, fue incapaz de articular ni una sola pala­bra. Acto seguido, los pocos amigos que le quedaban debido a su modo de vida libertino lo abandonaron sin excepción, y reclamaron, con voces más airadas que las de sus antiguos y declarados enemigos, su inmediata detención. Pero, por otra parte, la magnanimidad del señor Goodfellow adquirió más brillo aun por contraste cuando hizo una cálida y elocuen­te defensa del señor Pennifeather, en la cual aludió más de una vez al sin­cero perdón que le otorgaba a ese joven disoluto, "heredero del digno señor Shuttle-worthy", por la ofensa que, sin duda al calor de la pasión, había considerado oportuno infligirle (el joven al señor Goodfellow). "Lo perdonaba -dijo- de todo corazón, y en cuanto a él mismo, aun­que lejos estaba de querer llevar hasta un extremo tan sospechosas cir­cunstancias (que, lamentaba decirlo, realmente habían surgido contra el señor Pennifeather), él (Goodfellow) haría todo cuanto estuviera en su poder, y utilizaría su escasa elocuencia para... para atemperar lo más posible los peores aspectos de esa situación tan enigmática."
Siguió explayándose en esa vena durante media hora más, lo cual habla elogiosamente de su intelecto y de su corazón. Pero a veces las per­sonas generosas no son oportunas en sus observaciones: caen en todo tipo de desaciertos, contratiempos e incongruencias por la impetuosi­dad de su deseo de ayudar a un amigo. Así, a menudo con la mejor de las intenciones, más que ayudarlo le causan un daño infinitamente mayor.
Precisamente eso ocurrió en este caso con toda la labia del viejo Charley, pues, aunque se empeñaba en defender al sospechoso, sucedió que, de una u otra forma, cada palabra que pronunciaba -con la inten­ción deliberada o inconsciente de no exaltar al orador a los ojos de su público- producía el efecto de aumentar las sospechas que ya desper­taba el individuo por cuya causa abogaba y de hacer recaer sobre él la furia del populacho.
Uno de los errores más inexplicables del orador fue aludir al sospe­choso llamándolo "el heredero del digno caballero Shuttle-worthy". Los pobladores nunca habían pensado en eso. Sólo recordaban ciertas amena­zas de desheredar a su sobrino proferidas uno o dos años antes por el tío, que no tenía otro pariente, y daban por seguro que a éste en efecto se lo había desheredado, tan simples eran los habitantes de Rattleborough. Pero las palabras del viejo Charley en el acto les hicieron ver la posibili­dad de que las amenazas no hubieran sido nada más que eso; es decir, simples amenazas. Y a continuación surgió naturalmente la cuestión del cui bono?, que sirvió mucho más que el chaleco para imputarle al joven el terrible crimen. Para que no se me entienda mal, permítaseme una breve digresión. Quiero comentar que esta concisa y simple frase latina suele ser mal traducida y mal interpretada. Cui bono? en las mejores novelas y en otras que no lo son -por ejemplo, en las de Mrs. Gore, autora de Cecil, una mujer que cita todas las lenguas desde el caldeo hasta el chickasaw, cuya erudición se basa en un plan sistemático del señor Beckford-, en todas la buenas novelas, decía, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth, esas dos pala­britas en latín se traducen por "¿con qué objeto?" o, como si fuera quo bono?, "¿con qué utilidad?". Sin embargo, su verdadero significado es: "¿para beneficio de quién?". Cui, `para quién'; bono, `es el beneficio'. Se trata de una frase puramente legal, apropiada para casos como el des­cripto, en los que la probabilidad de que determinada persona haya cometido un acto depende del beneficio que recaiga sobre ella por la comisión del delito. Ahora bien, en el caso que nos ocupa, la pregunta cui bono? comprometía decidida-mente al señor Pennifeather. El tío, luego de testar a su favor, había amenazado con desheredarlo. Pero no se había cumplido la amenaza. El testamento original, si aparecía, no había sufrido modifica-ciones. Si las hubiera tenido, el único móvil de asesina­to por parte del sospechoso era lisa y llanamente el de venganza, y aun éste podía rebatirse por la esperanza de obtener nueva-mente los favores del tío. Pero puesto que el testamento no se modificó y puesto que seguía pendiendo sobre la cabeza del sobrino la amenaza, puede deducirse la firme posibilidad de un aliciente para cometer la atrocidad. Esa conclu­sión sacaron, con gran astucia, los nobles ciuda-danos de Rattleborough.
Por consiguiente, se procedió al arresto inmediato del señor Pennifeather. Los pobladores, luego de continuar un rato más el rastreo, se volvieron a sus casas dejándolo detenido. Sin embargo, en el camino ocurrió otra circunstancia que contribuyó a confirmar las sospechas existentes. El señor Goodfellow, cuyo celo lo llevaba a estar siempre un poco más ade­lante que los demás, de pronto corrió unos pasos, se agachó y al parecer recogió un objeto del pasto. La gente notó que, luego de examinarlo bre­vemente, intentaba guardárselo en el bolsillo del abrigo, pero al advertir el gesto, se lo impidieron cuando vieron que se trataba de un cortaplu­mas de tipo español que una decena de personas reconocieron en el acto como de propiedad del señor Pennifeather. Más aún, llevaba sus inicia­les grabadas en el mango. La hoja estaba abierta y ensangrentada.
No quedó entonces la menor duda sobre la culpa del sobrino. Al lle­gar a Rattleborough, fue llevado ante un juez para que se lo interrogara.
Allí el asunto tuvo un cariz muy desfavorable. Al preguntársele al prisionero dónde se hallaba la mañana de la desaparición del señor Shuttle-worthy, tuvo la audacia de reconocer que esa misma mañana había salido con un rifle a cazar ciervos en la zona próxima al charco donde se había descubierto el chaleco con manchas de sangre gracias a la astucia del señor Goodfellow.
Este último, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para ser interro­gado. Según dijo, un estricto sentido del deber para con su Hacedor y para con el prójimo le impedía seguir callando. Hasta ese momento, el sincero cariño que sentía por el joven, pese al maltrato recibido de él, lo habían inducido a elaborar todas las hipótesis imaginables con miras a explicar las circuns-tancias sospechosas que incriminaban tan gravemente al señor Pennifeather, pero ahora tales circunstancias eran demasiado con­vincentes, demasiado condena-torias. Por lo tanto, ya no dudaría más y contaría todo lo que sabía, aunque su corazón le estallara de dolor. Pasó luego a relatar que, la tarde anterior a la partida del señor Shuttleworthy rumbo a la ciudad, ese digno caballero le había mencionado a su sobrino -y él (Good-fellow) lo había oído- que el objetivo de su viaje era depo­sitar una suma desusadamente gruesa de dinero en el Banco de Granje­ros y Mecánicos, y que en esa misma oportunidad el señor Shuttleworthy le había comunicado inequívocamente al sobrino su decisión irrevo­cable de anular el testamento existente pues era su intención no dejar­le ni un centavo. Él (el testigo) exhortó solemnemente al acusado a que declarara si lo que acababa de afirmar (el testigo) era cierto en sus partes fundamentales. Para el asombro de todos los presentes, el señor Pennifeather reconoció sinceramente que sí.
El juez consideró su deber enviar a dos guardias a registrar el dormi­torio que ocupaba el acusado en casa del tío. Ambos regresaron casi de inmediato trayendo la conocida billetera de cuero marrón que el ancia­no usaba desde hacía años. Sin embargo, se le había extraído su valioso contenido. En vano trató el juez de que el detenido confesara qué uso le había dado o dónde lo había escondido. En realidad, el hombre negó con terquedad todo conoci-miento del tema. Asimismo los guardias descu­brieron, entre el colchón y el elástico de la cama, una camisa y un pañuelo de cuello, ambos con el monograma del acusado, horrenda­mente manchados con sangre de la víctima.
En esa coyuntura, se anunció que el caballo del occiso acababa de morir en el establo a causa de la herida recibida. El señor Goodfellow propuso que de inmediato se practicara la autopsia a la bestia con la intención de encontrar el proyectil, de ser posible. Eso se hizo. Y, como para que no quedaran dudas sobre la culpabilidad del reo, el señor Goodfellow, luego de un largo hurgar dentro de la cavidad torácica, pudo encontrar y extraer una bala de tamaño extra-ordinario. Hechas las pruebas de rigor, se determinó que coincidía exactamente con el calibre del rifle del señor Pennifeather, y que era tan grande que no podía per­tenecer a ninguna otra persona del pueblo o zonas aledañas. Sin embar­go, como para confirmar la certeza, se descubrió que la bala tenía una falla o reborde en ángulo recto con la habitual unión. Luego de revisár­sela, se determinó que dicha costura coincidía con la que tenían los mol­des, de los cuales el acusado reconoció ser propietario. Puesto que se había hallado esta bala, el magistrado se negó a escuchar más testimo­nios y en el acto remitió al prisionero al tribunal para que se lo sometie­ra a juicio. Se negó a dejarlo en libertad bajo fianza, aunque contra semejante severidad protestó acaloradamente el señor Goodfellow, ofreciendo salir él de garantía cualquiera fuese el monto requerido. Semejante generosidad por parte del viejo Charley concordaba con el tenor de su conducta amable y caballeresca durante toda su estancia en Rattleborough. En ese caso, el caballero se dejó llevar de tal manera por su excesiva conmiseración que, cuando ofreció dar la fianza para su amigo, pareció olvidar totalmente que no tenía ni un solo dólar en pro­piedades sobre la faz de la tierra.
El resultado de la detención puede adivinarse sin dificultad. En medio de manifestaciones adversas de todos los pobladores, el señor Pennifeather fue sometido a juicio en la siguiente reunión del tribunal de causas criminales. En esa oportunidad, se consideró que las pruebas cir­cunstanciales –robustecidas por algunos otros datos condenatorios que la rectitud y escrupulosidad del señor Goodfellow le impedían no hacer saber al tribunal- eran tan precisas y concluyentes que el jurado se expi­dió de inmediato con el veredicto de "culpable de homicidio intencio­nal". Poco después, el infor-tunado fue sentenciado a muerte y devuelto a la cárcel del condado para aguardar la inexorable venganza de la ley.
Entretanto, gracias a su noble conducta, el viejo Charley Good-fellow se había granjeado el doble de la estima que le profesaban los honrados ciudadanos. La gente le tomó diez veces más simpatía que antes. Como consecuencia natural de la hospitalidad que se le dispensaba distendió, por así decirlo, los excesivos hábitos frugales que la pobreza lo había obli­gado a adoptar hasta ese momento y muy a menudo organizaba en su casa pequeñas reuniones en las que imperaba el ingenio y el jolgorio, un tanto atemperado, desde luego, por algún recuerdo ocasional de la peno­sa y desafortunada suerte que se cernía sobre el sobrino del amigo ínti­mo del anfitrión.
Un hermoso día, el magnánimo caballero se sorprendió agradable­mente al recibir la siguiente carta:

Señor Charles Goodfellow, Esq., Rattle-borough.

Estimado señor:

En cumplimiento de un encargo que hace alrededor de dos meses nos hizo llegar nuestro estimado cliente, el señor Barnabas Shuttleworthy, tene­mos el agrado de remitir a su domicilio un cajón doble de Cháteau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica en el margen.
Sus seguros servidores,

HOGGS, FROGS, BOGS, & CO.

Ciudad de..., 21 de junio de 18...
PD.: El cajón le llegará el día posterior a la recepción de esta carta. Nuestros respetos al señor Shuttleworthy.

Sucede que, desde la muerte del señor Shuttleworthy, el señor Goodfellow había perdido las esperanzas de recibir alguna vez el Cháteau Margaux prometido, por lo cual recibirlo ahora le pareció un designio especial de la Providencia. Quedó encantado, desde luego, y, en la exu­berancia de su alegría, al día siguiente invitó a una pequeña cena a un grupo numeroso de amigos, con el fin de degustar el obsequio del buen señor Shuttleworthy. Por cierto no dijo nada sobre el "buen señor Shut­tleworthy" cuando envió las invitaciones. Lo cierto es que, tras mucho pensarlo, decidió no decir nada. No le mencionó a nadie -si mal no recuerdo- haber recibido el vino de regalo. Se limitó a invitar a los ami­gos para que lo ayudaran a beber un vino de excelente calidad y rico aroma que había encargado a la ciudad dos meses antes y que esperaba recibir al día siguiente. A menudo me he planteado por qué fue que el viejo Charley decidió no decir que el vino era un obsequio de su queri­do amigo, pero nunca pude entender bien el motivo de su silencio, aun­que creo que debía de tenerlos, y excelentes.
Llegó por fin el día siguiente, y, con él, un grupo nutrido y muy selec­to de invitados a la casa del señor Goodfellow. De hecho, estaba allí la mitad del pueblo -yo también era de la partida, pero, para gran fas­tidio del anfitrión, el Cháteau Margaux arribó a hora muy tardía, cuan­do los invitados ya habían dado cuenta del suculento banquete. Finalmente llegó -un cajón de monstruosas dimensiones- y, como los invitados se hallaban de muy buen humor, decidieron en forma unáni­me ponerlo sobre la mesa y a continuación extraer su contenido.
Dicho y hecho. Yo di una mano también. En un instante habíamos colocado el cajón sobre la mesa, en medio de todas las demás botellas y vasos, muchos de los cuales terminaron rotos en el forcejeo. El viejo Charley, que estaba muy ebrio y con la cara colorada, tomó asiento en la cabecera de la mesa con aire de fingida dignidad y golpeó enérgicamen­te con un botellón exhortando a los presentes a mantener el orden "durante la ceremonia de desentierro del tesoro".
Luego de ciertas reacciones estentóreas, por fin se restableció la calma, y, como sucede a menudo en casos similares, sobrevino un silen­cio profundo y notable. Cuando se me pidió que abriera la tapa por la fuerza, cumplí el cometido, desde luego, "con gran placer". Con ayuda de un formón y varios golpecitos de martillo, voló repentinamente la tapa del cajón y en el mismo instante saltó a la vista, justo frente al dueño de casa y en posición de sentado, el cuerpo magullado, ensan­grentado y casi putrefacto del señor Shuttleworthy. Durante unos ins­tantes miró tristemente, con ojos ya sin brillo, el rostro del señor Goodfellow; luego murmuró, en forma lenta pero clara y muy impresio­nante, las palabras: "Tú eres el hombre". Acto seguido cayó por el cos­tado del cajón como si se sintiera muy satisfecho y quedó con los brazos colgando sobre la mesa.
Imposible describir la escena que se produjo a continuación. Fue tre­menda la carrera hacia puertas y ventanas, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron de puro terror. Pero tras la primera reacción de miedo atroz, todos los ojos se posaron en el señor Goodfellow. Aunque viva mil años jamás podré olvidar la expresión de sufrimiento mortal de su rostro pálido, tan rubicundo de triunfo y de vino hasta momentos antes. Durante varios minutos permaneció rígido como una estatua de mármol; en el intenso vacío de su mirar, los ojos parecían vueltos hacia adentro, absortos en la contemplación de su propia alma miserable y ase­sina. Al final su expresión pareció volver de pronto al mundo exterior cuando, con una veloz reacción, el hombre cayó pesadamente con cabe­za y hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver. Luego, de mane­ra rápida y vehemente, confesó con lujo de detalles el deleznable crimen por el cual estaba preso y condenado a morir el señor Pennifeather.
Lo que relató fue, en esencia, lo siguiente: Que siguió a su víctima hasta la cercanía del charco. Allí le disparó al caballo con una pistola; mató al jinete a golpes de culata; se apoderó de la billetera y, suponien­do que el caballo estaba muerto, lo arrastró con gran esfuerzo hasta los arbustos cercanos al charco. Sobre su propio caballo cargó el cadáver del señor Shuttleworthy y lo llevó a un sitio lejano, en el bosque, donde podía ocultarlo. El chaleco, el cortaplumas, la billetera y la bala habían sido puestos por él en los lugares donde se los halló, con la intención de vengarse del señor Pennifeather. También tramó el descubrimiento del pañuelo y la camisa manchados de sangre.
Hacia el final de la electrizante narración, las palabras del canalla asesino se hicieron huecas y entrecortadas. Cuando hubo terminado, se levantó, se alejó tambaleante de la mesa y se cayó... muerto.
Los medios a través de los cuales pudo arrancársele esta oportuna confesión fueron efectivos pero muy sencillos. El exceso de franqueza del señor Goodfellow me había disgustado y despertado en mí sospechas desde el primer momento. Yo estaba presente cuando el señor Pennifeather lo había golpeado, y la expresión maligna que cruzó por su rostro, aunque fugaz, me dio la certeza de que su amenaza de venganza sería, en lo posi­ble, cumplida al pie de la letra. Por eso es que yo veía las maniobras del viejo Charley de manera muy distinta de como las veían los buenos ciu­dadanos de Rattleborough. En el acto me di cuenta de que todos los des­cubrimientos incriminatorios surgían, directa o indirectamente, de él mismo. Pero lo que terminó de abrirme los ojos fue el asunto de la bala, hallada por él en el cadáver del caballo. No me había olvidado, aunque los habitantes del lugar parecían no recordarlo, de que se había encon­trado el orificio de entrada de la bala en el caballo y también el de sali­da. Si después de haber salido del cuerpo del animal el proyectil estaba dentro, quiere decir que lo había deposi-tado allí la persona que lo había encontrado. La camisa y el pañuelo ensangren-tados confirmaban la idea que me daba la bala. Al hacerse analizar la sangre se comprobó que en realidad era vino clarete, nada más. Cuando me puse a pensar en todas estas cosas, como también en cómo había aumentado en los últimos tiempos el nivel de gastos del señor Goodfellow, me entraron fuertes sos­pechas, que no fueron menos profundas por el hecho de que me las haya guardado sin contárselas a nadie.
Entretanto emprendí en forma particular una búsqueda rigurosa del cadáver del señor Shuttleworthy. Tenía buenas razones para buscarlo en sitios totalmente opuestos a aquellos adonde el señor Goodfellow iba lle­vando a la gente. El resultado fue que, a los pocos días, encontré un viejo pozo seco cuya boca estaba casi oculta bajo unas ramas. Allí, en el fondo, descubrí lo que buscaba.
Sucede que en su momento, yo había oído el diálogo entre los dos amigos, aquel día en que el señor Goodfellow le arrancó a su anfitrión la promesa de un cajón de Cháteau Margaux. Sobre ese indicio actué. Conseguí un fleje rígido de ballena, se lo introduje al cadáver por la gar­ganta y luego metí a éste dentro de un antiguo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo de modo que el fleje de ballena se doblara junto con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa, que luego ase­guré con clavos. Sabía, por supuesto, que cuando éstos fueran retirados, volaría la tapa y se levantaría el cadáver.
Habiendo arreglado así el cajón, lo marqué y numeré como ya he dicho. Luego redacté una carta como si la enviaran los vendedores de vino que abastecían al señor Shuttleworthy. Le di instrucciones a mi sir­viente que transportara el cajón en una carretilla hasta la puerta del señor Goodfellow cuando recibiera una señal de mi parte. En cuanto a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba en mis habilidades de ventrílocuo; con respecto al efecto que causarían, conta­ba con los remordimientos del vil asesino.
Creo que no hay nada más que explicar. El señor Pennifeather fue puesto inmediatamente en libertad, heredó la fortuna de su tío y, apro­vechando las lecciones de la experiencia, dio vuelta la página y a partir de ese momento llevó una nueva vida, plena de felicidad.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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