Con tal que las costumbres de un
autor sean puras y castas -dice don Tomás de las Torres en el prefacio a
sus Poemas amatorios-, importa muy poco que no sean igualmente
severas sus obras[1].
Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa de su
afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia
poética, hasta que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a juntar
polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería tener
una consecuencia moral; y, lo que es más, los críticos han descubierto que no
hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un
comentario de la Batracomiomaquia ,
probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones.
Pierre La Seíne ,
dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en
recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo,
por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la
persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los Lotófagos, los
protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas
modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido
oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de
nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito.
En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse
a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran
muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de
las consecuencias morales, pues allí están -vale decir, están en alguna parte
de su libro-, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando
llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo
que no se proponía asomará a la luz, sea en el Dial o en el Down
Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello
que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al
final.
No hay ninguna justificación, pues,
en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra mí; a saber: que
jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con
moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a
ponerme de manifiesto y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto.
Poco a poco, la North
American Quarterly Humdrum los hará sentir
avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la
ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el
siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de
ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas que forman el
título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho
más sabia que la de La
Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la
impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur,
decía una
ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente
corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas difuntas.
Lejos de mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era
un pobre perro, la verdad sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay
que reprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre.
Aquella señora hacía todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño,
ya que para su bien ordenada mente los deberes eran siempre placeres, y los
niños, al igual que las chuletas duras o los olivos griegos, mejoran si se los
golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser zurda, y mejor es no
azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha
a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de
nada. Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión
maligna, se sigue que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún
más la maldad. Muchas veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y,
aunque sólo fuera por la forma en que pateaba, podía percatarme de que cada día
se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a través de las lágrimas que
velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el pequeño miserable, y
cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara completamente
negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro efecto
visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible
soportar aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para
profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio
era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban tales ataques de rabia que no
podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un mazo de
barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los bebés del sexo
opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial en
pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta
que, al cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino
que había adquirido una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como
a sostener sus afirmaciones mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a
Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco caballeresca práctica
mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su crecimiento y se
esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre, apenas
podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no
apostaba en firme... nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes
hubiera preferido hacerse monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y
nada más. Sus expresiones no tenían el menor sentido positivo. Eran desahogos,
simplemente -ya que no puedo decir que lo fueran inocentemente; frases
imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones. Cuando decía: «Le
apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero de
todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo.
Aquella costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que
me creyera. Era desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por
decirlo. Estaba prohibida por una ley del Congreso, y afirmándolo así no
incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin resultado; aducía pruebas,
vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía en
carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba...
se ponía a jurar. Si le daba de puntapiés... llamaba a la policía. Si le
tironeaba de la nariz, se sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me
atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la
deficiencia física de la madre de Dammit había acumulado sobre su hijo. Era
detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus expresiones coléricas
acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie me hará
decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales
como: «Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que
quiera», o «Le apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le
apuesto mi cabeza al diablo».
Esta última fórmula era la que
parecía agradarle más, quizá porque envolvía menos riesgo, pues Dammit se había
vuelto muy parsimonioso. Si alguien le hubiera aceptado la apuesta, poco habría
perdido, dado que tenía la cabeza muy pequeña; pero ésta es una observación
personal y no estoy nada seguro de poder atribuírsela con justicia. De todos
modos, la frase en cuestión se le pegaba más y más, a pesar de lo impropio que
resultaba que un hombre apostara todo el tiempo su cerebro como si fuese un
billete de banco; empero, la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía
darse cuenta de ello. Terminó por abandonar todas las restantes fórmulas,
entregán-dose de lleno a: Le apuesto mi cabeza al diablo, con una
pertinacia y una exclusividad que me desagradaban tanto como me sorprendían. Siempre
me repelen aquellas circunstancias que no puedo explicarme. Los misterios
obligan a un hombre a pensar, con lo cual su salud se perjudica. A decir
verdad, había algo en el aire con que Mr. Dammit pronunciaba aquella
ofensiva expresión, algo en su modo de enunciarla, que primero me
interesó y luego me hizo sentirme muy preocupado; algo que, a falta de un
término más preciso, se me permitirá calificar de raro -pero que Mr.
Coleridge hubiese llamado místico, Mr. Kant panteístico, Mr. Carlyle retorcido
y Mr. Emerson hiperenigmático-. Aquello empezó a no gustarme nada. El alma de
Mr. Dammit estaba en peligro. Resolví emplear toda mi elocuencia a fin de
salvarla. Prometí consagrarme a él como San Patricio, en la crónica irlandesa,
se consagró al sapo, vale decir «despertándolo a su verdadera situación». Me
puse a la tarea de inmediato. Una vez más me preparé para reprochar su lenguaje
a mi amigo. Una vez más reuní mis energías para una tentativa final de
reconvención.
Cuando hube terminado mi
conferencia, Mr. Dammit se permitió algunas actitudes sumamente equívocas.
Durante unos instantes guardó silencio, limitándose a mirarme
interrogativamente a la cara. Luego ladeó la cabeza, mientras alzaba muchísimo
las cejas. Tendiendo las palmas de sus manos, se encogió de hombros. Guiñó a
continuación el ojo derecho, repitiendo la operación con el izquierdo.
Inmediatamente cerró los dos ojos, apretando mucho los párpados. Los abrió a
continuación de tal manera que me alarmé seriamente por las consecuencias.
Aplicándose el pulgar a la nariz, consideró oportuno efectuar un indescriptible
movimiento con el resto de los dedos. Por fin, colocando los brazos en jarras,
condescendió a contestarme.
Sólo recuerdo los titulares de su
discurso. Me estaría muy agradecido si me callaba la boca. No tenía ninguna
necesidad de mis consejos. Desprecia-ba mis insinuaciones. Era lo bastante
crecido como para cuidarse a sí mismo. ¿Lo creía todavía el bebé Dammit?
¿Pretendía insinuar alguna cosa sobre su carácter? ¿Me proponía insultarlo? ¿Estaba
loco? ¿Estaba mi madre enterada, en una palabra, de que yo había salido de casa
sin permiso? Me hacía esta última pregunta considerándome capaz de responder la
verdad, y se declaraba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me
preguntaba explícitamente si mi madre estaba enterada de que yo había salido
solo de casa. Mi confusión -agregó- me traicionaba y, por tanto, estaba
dispuesto a apostarle la cabeza al diablo a que mi buena madre no estaba
enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar
mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con precipitación muy poco
digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta colérico.
Hubiera querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para
el Archienemigo la mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba
perfectamente enterada de mi momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed -el
cielo trae alivio-, como dicen los musulmanes cuando alguien les pisa los pies.
Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como
un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía pedir
en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis
consejos, abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no
volví a hablarle del asunto, no pude privarme por completo de su compañía.
Llegué incluso a tolerar algunas de sus tendencias menos reprobables y en
ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas bromas (aunque con lágrimas en los
ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal punto me dolía oír su
profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos
salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino nos condujo hasta un río.
Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado, que protegía del
mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba desagrada-blemente
oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la penumbra
influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien apostó
en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte
parecía de excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué
rara sospecha. No me parecía imposible que fuera víctima de algún
trascendentalismo. Pero no soy tan versado en el diagnóstico de esta enfermedad
como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis amigos del Dial se
hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta austera
bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a
comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por
encima o por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto
gritando o susurrando palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba
una profunda gravedad. Realmente yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a
puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos atravesado casi todo el puente y nos
acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida por un molinete. Pasé como
corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete. Pero esto no
convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete,
afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.
Pues bien, hablando seriamente, no
me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores piruetas, en cualquier estilo, las
ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así como no sería capaz de
hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije, agregando que
era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones para
lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza
al diablo a que lo hacía.
Disponíame a replicarle, no
obstante mi anterior resolución, con algunos reproches sobre su impiedad,
cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la exclamación
«¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin
mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y
vieron a un anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía
ser más venerable que su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de
negro sino que usaba una camisa muy limpia, cuyo cuello se plegaba
esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus cabellos aparecían partidos al medio,
como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente las manos en el estómago y
tenía los ojos en blanco.
Al observarlo más de cerca percibí
que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre sus ropas, y la cosa me
pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad de hacer la
menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un
segundo «¡hola!».
No me hallaba preparado para
contestarle de inmediato. A decir verdad, las observaciones tan lacónicas como
aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta
revista trimestral que se quedó
estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se comprenderá, pues, que
no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
En
español en el original. (N. del T.) Dammit -dije, ¿qué estás haciendo?
¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que
le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me sentía especialmente perplejo,
y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir el ceño y tomar un
aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
-Dammit -continué, aunque esta
repetición del nombre empezaba a parecerse a un juramento, cosa que estaba muy
lejos de mis intenciones[2]. Dammit -agregué,
este caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que
mi observación era profunda, pero he notado que el efecto de nuestras palabras
no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para nosotros. Si
hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese
golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo
hubiera visto tan trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples
palabras: «¡Dammit! ¿Qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
-¡No me digas! -jadeó por fin,
después de pasar por más colores que los que enarbola sucesivamente un barco
pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra-. ¿Estás seguro de que dijo eso?
En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es poner al mal tiempo
buena cara. Ahí va, pues... ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero
pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo del hueco que había ocupado
hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y estrechó la mano de
Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de bondad que
pueda imaginar un ser humano.
-Estoy absolutamente seguro de que
usted ganará, Dammit -dijo con una sonrisa llena de franqueza. Pero, de todos
modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea más que por mera formalidad.
-¡Hola! -repitió mi amigo,
quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo
a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al revolver los
ojos y dejar caer las comisuras de la boca. ¡Hola! -agregó, repitiendo la
palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna
otra que no fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien -me dije, he aquí un
silencio bastante notable por parte de Toby Dammit, y sin duda es consecuencia
de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se
habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta fluidez el día
en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha
curado del tras-cendentalismo.»
-¡Hola! -prorrumpió Toby, como si
hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con la cara de una
oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del
brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta distancia
del molinete.
-Estimado amigo -dijo, considero
mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso. Espere aquí, mientras
me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y
trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta.
Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres... ¡vamos!». Tenga buen
cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
Colocóse al lado del molinete, hizo
una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego miró hacia arriba y,
según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del
delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
-¡Una... dos... tres... y... vamos!
Exactamente al oírse la última
palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan excelente
como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord;
de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo,
si no lo saltaba... ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
-¿Qué derecho tiene este caballero
de obligar a otro a dar un salto? -dije en alta voz-. ¿Quién es este personaje
achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me
importa en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel
estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras producían
un eco desagradable... aunque nunca había reparado en él tan claramente como al
pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o
escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco segundos
después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo
ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más
extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire,
haciendo una admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como
es natural, me pareció insólitamente singular que no siguiera su
recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de
que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se
desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se había elevado.
Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda velocidad,
tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde
la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto
ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba
curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que
necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había
recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado
de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo
a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego
de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí
instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el nivel del
molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra
de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de
soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que
el cuello de mi infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de
aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su
terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante poca medicina, y
la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose,
dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su
tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su
familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta
sumamente moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a
pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como
alimento para perros.
Cuento con moraleja
1.011. Poe (Edgar Allan)
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