Después del minucioso y detallado
artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el Silliman’s Journal, conjuntamente
con la prolija declaración del teniente Maury, que acaba de publicarse, no se
supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el
descubrimiento de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de
vista científico. Tan sólo deseo decir unas palabras sobre Von Kempelen
mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos años, si bien
superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos
gran interés; y, en segundo término, considerar de manera general y
especulativa los resultados de su descubrimiento.
No sería inútil, sin embargo,
preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación de algo que
parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de
los periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como
incuestionable, carece de precedentes.
Consultando el Diario de Sir
Humphrey Davy (Cottle and Munroe, Londres, 150 págs.) se verá, en las
páginas 53 y 82, que este ilustre químico no sólo había concebido la idea en
cuestión, sino que avanzó considerablemente, por la vía experimental, en el
mismo análisis tan triunfalmente llevado a su término por Von Kempelen,
quien, a pesar de no hacer la menor alusión a dicho Diario, le debe (lo
digo sin vacilar, y puedo probarlo en caso necesario) la primera noción, por lo
menos, de su propia empresa. Aunque ligeramente técnico, no puedo dejar de
citar dos pasajes del Diario que contienen una de las ecuaciones de Sir
Humphrey.
[Dado que carecemos de los signos
algebraicos necesarios, y el Diario puede consultarse en la biblioteca
del Ateneo, omitimos aquí una pequeña parte del manuscrito de Mr. Poe.-ED.]
El párrafo del Courier and
Enquirer, que tanto circula actualmente en la prensa, y que se propone
reivindicar la invención a favor de un tal Mr. Kissam, de Brunswick, Maine, me
da la impresión de ser apócrifo por varias razones, aunque no hay nada
imposible ni muy improbable en la declaración. No necesito entrar en detalles.
Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su modo. No se lo
siente como cierto. Las personas que describen hechos, pocas veces son
tan minuciosas como Mr. Kissam con respecto a fechas y localizaciones precisas.
Además, si Mr. Kissam efectuó realmente el descubrimiento que sostiene en la
época indicada -hace casi ocho años-, ¿cómo es posible que no tomara instantáneamente
medidas para cosechar los inmensos beneficios que para sí mismo, si no para
la humanidad, el más patán de los hombres hubiera sabido que podían derivarse
del descubrimiento? Me resulta increíble que un hombre sensato haya podido
descubrir lo que afirma Mr. Kissam y procedido, sin embargo, tan puerilmente -o
tan tontamente- como éste admite haber procedido. Dicho sea de paso:
¿quién es Mr. Kissam? Todo el pasaje del Courier and Enquirer, ¿no será
una superchería destinada solamente a «hablar por hablar»? Confesemos que tiene
un aire de burla muy marcado. En mi humilde opinión, poco puede confiarse en
él; y si no supiera muy bien por experiencia cuan fácilmente se dejan embarcar
los hombres de ciencia en cuestiones que exceden sus especialidades, me quedaría
asombradísimo al ver a un químico tan eminente como el profesor Draper
discutiendo con toda seriedad las pretensiones de Mr. Kissam sobre el
descubrimiento.
Pero volvamos al Diario de
Sir Humphrey Davy. Este folleto no estaba destinado al público, aun después del
fallecimiento del autor, como cualquier persona conocedora del oficio literario
puede comprobar con un sucinto análisis del estilo. En la página 1, por
ejemplo, hacia el medio, leemos lo siguiente acerca de las investigaciones de
Davy sobre el protóxido de ázoe: «En menos de medio minuto, continuando la
respiración, disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por análoga a
una suave presión en todos los músculos». Que la respiración no había
«disminuido», no sólo resulta claro del contexto siguiente, sino del uso del
plural «fueron». No hay duda de que la frase quería decir: «En menos de medio
minuto, continuando la respiración, (dichas sensaciones) disminuyeron
gradualmente y fueron sucedidas por (una sensación) análoga a una suave presión
en todos los músculos». Otros cien ejemplos parecidos demuestran que el
manuscrito tan desconsideradamente publicado no era más que un cuaderno de
apuntes destinado tan sólo a los ojos del autor; pero bastará la lectura del
folleto para convencer a toda persona razonante de que lo que sugiero es
verdad. Sir Humphrey Davy era el hombre menos indicado para comprometerse en
materia científica. No sólo le disgustaba extraordinariamente todo
charlatanismo, sino que tenía un temor casi mórbido a aparecer empírico;
es decir, que por más convencido que estuviera de haber encontrado el buen
camino sobre el tema en cuestión, jamás hubiera hablado de él hasta no tener
todo listo para una demostración práctica concluyente. Estoy convencido de que
sus últimos momentos hubieran sido muy amargos de haber sospechado que sus
deseos de que el Diario (lleno de especulaciones inmaduras) fuese
quemado no habrían de cumplirse, como, al parecer, ocurrió. Digo «sus deseos»,
pues no creo que pueda dudarse de que entre los diversos papeles que habrían de
ser quemados figuraba también esta libreta de apuntes. Si escapó de las llamas
para buena o mala suerte, aún está por verse. Que los pasajes citados más
arriba, juntamente con los otros aludidos, dieron a Von Kempelen la noción de
su descubrimiento, es cosa que no discuto; pero repito que está por verse si
este trascendental descubrimiento (trascendental bajo cualquier circunstancia)
servirá o perjudicará a la larga a la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos
más íntimos recogerán una rica cosecha sería locura dudarlo. Y no se mostrarán
tan poco inteligentes como para no comprar cantidad de propiedades y de
tierras, vale decir para realizar bienes de valor intrínseco.
En la breve explicación
proporcionada por Von Kempelen, que apareció en el Home Journal, y que
ha sido reproducida cantidad de veces desde entonces, el traductor ha cometido
varios errores al verter el original alemán, que, según afirma, proviene de un
reciente número del Schnellpost de Presburg. No hay duda de que Viele
ha sido mal interpretado, como ocurre frecuentemente, y que lo que el
traductor vierte como «tristezas» es probablemente leiden, que,
traducido correctamente como «sufrimientos», daría un carácter por completo
diferente al texto; de todos modos, mucho de esto no pasa de ser una conjetura
mía.
Von Kempelen está muy lejos de ser
un «misántropo», por lo menos en apariencia y al margen de lo que pueda
verdaderamente ser. Me vinculé con él de manera fortuita, y apenas tengo
derecho de afirmar que lo conozco; pero haber visto y hablado a un hombre de
tan prodigiosa notoriedad como la que ha alcanzado o alcanzará dentro de pocos
días no es poca cosa en los tiempos que corren.
El Literary World habla de
él con gran seguridad, afirmando que nació en Presburg (engañado quizá por el
artículo de The Home Journal), pero me agrada poder afirmar
positivamente -pues lo sé por él mismo- que es nativo de Utica, en el Estado de
Nueva York, aunque, según creo, sus padres eran originarios de Presburg. La
familia está emparentada de alguna manera con Mäelzel, célebre por su autómata
jugador de ajedrez. [Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del
autómata era Kempelen, Von Kempelen, o algo parecido. ED.]
Físicamente es un hombre robusto,
de baja estatura, con grandes y prominentes ojos azules, cabello y patillas de
un rubio arenoso, boca grande, pero agradable; hermosos dientes, y, según creo,
nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso. Se expresa francamente, y en su
actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su aspecto, su
lenguaje y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se
haya visto. Hace seis años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence,
Rhode Island, y calculo que en total conversé con él unas tres o cuatro horas.
Sus temas principales eran los del día, y ninguna de sus palabras me llevó a
sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo, a fin de
trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a
conocer primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde
primeramente se sospechó lo que había descubierto. He aquí lo que sé del ya
inmortal Von Kempelen, pero me ha parecido que estos pocos detalles
interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la
mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre este asunto son puras
invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de Aladino,
y, sin embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de
California, es evidente que la verdad puede ser más extraña que la
ficción. La siguiente anécdota, por lo menos, está tan bien confirmada que
podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de
recursos durante su residencia en Bremen; muchas veces, según era sabido, se
vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir míseras sumas de
dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa Gutsmuth
& Co., las sospechas recayeron sobre él, por cuanto había comprado una
propiedad importante en la calle Gasperitch, y al ser interrogado sobre la
forma en que se había procurado el dinero para la compra, no dio jamás una
explicación. Finalmente lo arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada
definitivo, fue puesto en libertad. La policía seguía, no obstante, vigilándolo
de cerca y descubrió que con frecuencia abandonaba su casa, siguiendo siempre
el mismo camino, hasta burlar invariablemente a sus seguidores en las
vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido por el
ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo
encontraron en la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una
callejuela llamada Flatzplatz, y al irrumpir bruscamente en la habitación
vieron a Von Kempelen entregado, según se imaginaron, a sus maniobras de
falsificación. Mostróse de tal manera agitado que los policías no tuvieron la
menor duda de que era culpable. Luego de colocarle las esposas, revisaron la
habitación o, mejor dicho, las habitaciones, pues parece que ocupaba toda la mansarde.
Contigua a la buhardilla donde lo
habían atrapado había una cámara de diez pies por ocho, equipada con algunos
aparatos químicos cuya naturaleza no ha sido aún precisada. En un rincón de la
cámara aparecía un pequeño horno donde ardía un intenso fuego; sobre éste se
hallaba una especie de doble crisol, es decir, dos crisoles comunicados por un
tubo. Uno de éstos aparecía lleno de plomo en fusión, que no alcanzaba a
la abertura del tubo, situada cerca del borde. El otro crisol contenía cierto
líquido que, al entrar los policías, se evaporaba a gran velocidad. Afirmaron
éstos que, al verse acorralado, Von Kempelen aferró los crisoles con ambas
manos (que tenía enguantadas, sabiéndose más tarde que los guantes eran de
amianto) y arrojó su contenido al piso de baldosas. Fue entonces cuando lo
esposaron, y antes de requisar las habitaciones examinaron sus ropas, sin
encontrar nada extraordinario, salvo un
paquete en el bolsillo de la chaqueta, el cual, según se verificó más tarde,
contenía una mezcla de antimonio y una sustancia desconocida en
proporciones casi iguales. Hasta ahora todos los esfuerzos por analizar la
mencionada sustancia han fracasado, pero no cabe duda de que se terminará por
averiguar su composición
Saliendo de la cámara con su
prisionero, los policías pasaron por una especie de antecámara donde no se
encontró nada de importancia, y entraron en el dormitorio del químico.
Inspeccionaron allí cajones y estantes, sin hallar más que algunos papeles, así
como una cantidad de monedas legítimas de plata y oro. Por fin, mirando debajo
de la cama descubrieron un gran baúl ordinario de fibras, sin bisagras,
cierre ni cerradura, cuya tapa había sido descuidadamente puesta a través
de la parte principal. Al tratar de extraer el baúl de debajo de la cama, los tres
policías, todos ellos robustos, descubrieron que sus fuerzas reunidas no eran
capaces de «moverlo ni una sola pulgada». Después de mucho asombrarse, uno de
ellos se metió debajo de la cama y, mirando dentro del baúl, exclamó:
-¡Con razón no podíamos moverlo!
¡Está lleno hasta el borde de pedazos de bronce viejo!
Luego de poner los pies en la pared
para contar con un buen punto de apoyo, y de empujar con todas sus fuerzas
mientras sus compañeros lo ayudaban, el policía logró al fin con mucha
dificultad que el baúl resbalara hasta asomar fuera de la cama, permitiendo el
examen de su contenido. El supuesto bronce que lo llenaba consistía en trozos
pequeños y regulares, cuyo tamaño iba desde el de un guisante hasta el de un
dólar; todos los trozos eran de forma irregular, más o menos chatos, y en
conjunto daban la impresión «del plomo cuando se lo arroja al suelo en estado
de fusión y se lo deja enfriar así».
Pues bien, ninguno de los oficiales
de policía sospechó en aquel momento que dicho metal podía ser otra cosa que
bronce. La idea de que fuera oro no les entró en la cabeza, naturalmente; ¿cómo
podría haber sido de otra manera? Y bien cabe suponer su estupefacción cuando
al día siguiente se supo en todo Bremen que aquel «montón de bronce» tan
desdeñosamente transportado a la comisaría, sin que nadie se tomara la molestia
de echarse al bolsillo un solo pedazo, no solamente era oro, oro de verdad,
sino un oro mucho más puro que el que se emplea para acuñar moneda; oro
absoluta-mente puro, virgen, sin la más insignificante aleación.
No necesito extenderme en detalles
sobre la confesión de Von Kempelen y su excarcelación, pues son bien conocidas
por el público. Nadie que se halle en su sano juicio puede dudar ya de que ha
realizado, en espíritu y de hecho, si no al pie de la letra, la vieja quimera
de la piedra filosofal. Las opiniones de Arago merecen, ni que decirlo, la
mayor consideración; pero Arago no es infalible, y lo que dice del bismuto en
su informe a la Academia
debe ser tomado cum grano salis. La sencilla verdad es que, hasta este
momento, todos los análisis han fracasado, y que mientras Von Kempelen no nos
proporcione la clave del enigma que él mismo ha hecho público lo más probable
es que la cosa siga durante años in statu quo. Todo lo que honestamente
cabe considerar como sabido es que el oro puro puede fabricarse a voluntad y
muy fácilmente, partiendo del plomo combinado con ciertas sustancias cuyas
clase y proporciones son desconocidas.
Abundan las conjeturas, como es
natural, sobre los resultados inmediatos y mediatos de este descubrimiento -el
cual no dejará de ser relacionado por las personas reflexivas con el creciente
interés que existe en general por el oro luego de los últimos episodios en
California-. Y esto nos lleva a otra cosa: lo excesivamente inoportuno del
hallazgo de Von Kempelen. Si muchos se abstuvieron de aventurarse en California
temerosos de que el oro perdiera de tal modo el valor por la cantidad de minas
descubiertas, y que ir a buscarlo tan lejos no proporcionara beneficio, ¿qué
impresión producirá ahora en la mente de los que se disponen a emigrar,
y especialmente en aquellos que ya se encuentran en las regiones auríferas, el
anuncio del asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Pues este descubrimiento
hará que, fuera de su valor intrínseco para los fines de la metalurgia, el oro
no valga (ya que es imposible suponer que Von Kempelen pueda guardar mucho
tiempo su secreto) más de lo que vale el plomo y muchísimo menos que la plata.
Muy difícil es, por cierto, especular anticipadamente sobre las consecuencias
del descubrimiento; pero hay algo que puede afirmarse, y es que, si el anuncio
del mismo se hubiese hecho seis meses atrás, hubiera tenido consecuencias muy
graves para las colonias californianas.
En Europa, hasta ahora, sus
resultados más notables han consistido en un aumento del dos por ciento en el
precio del plomo y casi veinticinco por ciento en el de la plata
1.011. Poe (Edgar Allan)
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