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viernes, 20 de diciembre de 2013

La esfinge

Durante el pavoroso reinado del cólera en Nueva  York,  acepté  la  invitación  de  un  pariente para pasar quince días con él en el retiro de su cottage orné, a orillas del Hudson. Teníamos  allí  a  nuestro  alrededor  todos  los medios  corrientes  de  esparcimiento  veraniego,  y  entre  vagar  por  los  bosques,  dibujar, pasear en bote, pescar, bañarnos, oír música y leer habríamos pasado el tiempo bastante agradablemente, si no fuera por las terribles noticias que nos llegaban todas las mañanas desde  la  populosa  ciudad.  No  había  día  que no  nos  trajese  nuevas  del  fallecimiento  de algún  conocido.  Luego,  como  la  mortandad fuera  en aumento, nos hicimos a la idea de esperar  a  diario  la  pérdida  de  algún  amigo. Terminamos  por  temblar  ante  la  aproximación  de  cualquier  mensajero.  El  mismo  aire del mar parecía impregnado de olor a muerte.  Aquel  pensamiento  paralizante  llegó  a apoderarse  real  y  completamente  de  mi  alma. No podía apartarlo de mi mente ni alejarlo  de  mis  sueños.  Mi  anfitrión,  de  temperamento  menos  excitable,  aunque  tenía  muy deprimido el ánimo, se esforzaba por levantar el  mío.  Su  entendimiento  acentuadamente filosófico  no  se  dejaba  afectar  en  ningún momento por irrealidades. Se mostraba suficiente-mente sensible a los objetos materiales del terror, pero sus sombras no le inspiraban la menor aprensión.
Sus  esfuerzos  por  sacarme  del  estado  de anormal  abatimiento  en  el  que  había  caído quedaron frustrados en gran medida por ciertos libros que encontré en su biblioteca. Eran éstos de tal carácter que podían hacer germi-nar a la fuerza cualquier semilla de superstición hereditaria que se hallase latente en mi pecho.  Había  estado  leyendo  aquellos  libros sin su conoci-miento y, por ello, con frecuencia no acertaba a explicarse las impresiones forzosamente impuestas a mi imaginación por obras de sus textos. Mi tópico favorito era la creencia popular en los presagios, una creencia que, en aquella época de mi vida, estaba casi seriamente dispuesto a defender. Sobre este  tema  sosteníamos  largas  y  animadas discusiones; él, califi-cando de completa sinrazón la fe en tales cuestiones; yo, afirmando que el sentimiento popular brotado con absoluta espontaneidad, es decir, sin trazas visibles de sugestión, contenía los inconfundibles elementos de la verdad y era merecedor de todo respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada  al  cottage,  me  había  ocurrido  un  incidente  tan  inexplicable  y  tan  portentoso  que bien podría habérseme excusado por considerarlo un presagio. Me espantó y me descon-certó  tanto  a  la  vez  que  transcurrieron  muchos días antes de resolver-me a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Al caer la tarde de un día sumamente caluroso,  estaba  yo  sentado  con  un  libro  en  la mano junto a una ventana abierta que, a través de una larga perspectiva de las orillas del río,  daba  a  una  distante  colina,  cuya  cara mas próxima a mí había sido despojada de la mayor parte de sus árboles por un corrimiento de tierras. Mis pensamientos habían estado vagando  hacía  rato  desde  el  volumen  que tenía ante mí hasta la lobreguez y la desola-ción de la vecina ciudad. Cuando levanté los ojos de las páginas, mi mirada cayó sobre la desnuda  superficie  de  la  colina  y  sobre  un raro  objeto,  sobre  un  monstruo  viviente  de horrorosa  conformación,  que  se  abrió  paso muy rápidamente desde la cima hasta el pie, para desaparecer al fin en el espeso bosque de abajo. Al principio cuando apareció aquel ser, dudé de mi cordura o por lo menos del testimonio de mis propios ojos y pasaron muchos minutos antes de que lograra convencerme a mí mismo de que yo no estaba loco, y de que aquello no era un sueño. No obstante, cuando describa al monstruo (que vi con claridad e inspeccioné con calma durante  todo  el  tiempo  de  su  avance),  me temo que mis lectores opondrán más dificultades que yo a dejarse convencer.
Comparando  el  tamaño  de  aquella criatura con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasaba los pocos gigantes  de  la  foresta  que  habían  escapado  a  la furia del corrimiento de tierras-, deduje que era  mucho  mayor  que  cualquier  barco  de línea existente. Digo barco de línea porque la forma del monstruo sugería esa idea: el casco de uno de nuestros setenta y cuatro podría dar  una idea  muy  aceptable  de  su  contorno general. La boca del animal estaba situada en la extremidad de una probóscide de sesenta o setenta pies de largo y aproximadamente tan gruesa  como  el  cuerpo  de  un  elefante  corriente. Cerca del nacimiento de esta trompa se veía una inmensa cantidad de pelo negro e hirsuto -más del que hubiesen podido proporcionar las pieles de veinte búfalos- y, proyec-tándose desde aquella pelambrera hacia abajo  y  lateralmente,  surgían  dos  brillan-tes colmillos. no muy distintos de los de un jabalí,  pero  de  dimensiones  infinitamente  mayores. Proyectadas hacia delante, paralelas a la probóscide,  y  a  ambos  lados  de  ella,  había sendas varas gigantescas de treinta o cuarenta pies de largura, constituidas al parecer de cristal puro y formando dos prismas perfectos que reflejaban con magnífico fulgor los rayos del sol poniente. El tronco estaba conformado como  una  cuña  con  el  ápice  hacia  tierra.
Desde  él  se  extendían  dos  pares  de  alas  -cada  una  de  cien  yardas  de  largura  aproximadamente-, un par encima del otro y ambos densa-mente  cubiertos  de  escamas  metálicas de  unos  diez  o  doce  pies  de  diámetro  cada una.  Observé  que  las  hileras  superiores  e inferiores  de  las  alas  estaban  enlazadas  por una potente cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella horrible criatura era la representación  de  una  calavera,  que  cubría  casi toda la superficie de su pecho y que estaba trazada en un blanco deslumbrante sobre  el oscuro campo  del  cuerpo,  como  si  hubiese sido dibujado cuidadosamente por un artista. Mientras examinaba aquel animal terrorífico y más  especialmente  el  aspecto  de  su  pecho con una sensación de horror y espanto, con un sentimiento de desgracia próxima que no era capaz de reprimir con ningún esfuerzo de la razón, advertí que los  enormes maxilares del extremo de la trompa se ensanchaban de repente. De ellos brotó un sonido tan fuerte y tan  expresivo  de  dolor  que  sobrecogió  mis nervios como un toque de difuntos y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí al suelo desvanecido.
Cuando volví en mí, mi primer impulso fue, por supuesto, contar a mi amigo lo que había visto  y  oído.  Pero  no  sabría  explicar  bien  el sentimiento de repugnancia que, al final, me impidió hacerlo.
Al  fin,  un  atardecer,  tres  o  cuatro  días después del suceso, estába-mos sentados juntos en la estancia desde la que yo, había visto la aparición -yo ocupando el mismo asiento junto  a  la  ventana  y  él  reclinado  indolente-mente en un sofá cerca de mí. La asociación de lugar y tiempo me impulsó a darle cuenta del  fenómeno.  Me  escuchó  hasta  el  final.  Al principio se rió de buena gana para adoptar enseguida  una  expresión  extremadamente seria, como si mi insania fuese algo fuera de toda sospecha. En aquel instante volví a ver con toda  claridad al monstruo, hacia el cual atraje la atención de mi amigo con un alarido de terror. Miró él ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le iba señalando con  minuciosidad  el  recorrido  de  aquel  ser mientras  se  abría  paso  camino  abajo  por  la desnuda cara de la colina.
Yo  entonces  me  alarmé  indeciblemente, pues consideraba aquella visión como un presagio de mi muerte o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me desplomé en la  silla  y  durante  unos  instantes  escondí  mi rostro  con  las  manos.  Cuando  descubrí  los ojos, la horrible visión había desaparecido.
Mi anfitrión, sin embargo, había recobrado en cierta medida su aire calmoso y me preguntó  sucintamente  por  la  conformación  del ser imaginario. Cuando le hube satisfecho por completo  a  este  respecto,  suspiró  profunda-mente, como si se sintiera liberado de alguna carga  intolerable  y  comenzó  a  charlar,  con una  calma  que  me  pareció  cruel,  de  varios puntos  de  filosofía  especulativa  que  hasta aquel  momento  habían  constituido  tema  de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente, entre otras cosas, en una  idea.  Decía  que  la  principal  fuente  de error  en  todas  las  investigaciones  humanas reside en el riesgo que corre el entendimiento al subestimar o sobrevalorar la importancia de un objeto, sólo por la estimación errónea de su propincuidad.
Por ejemplo, para apreciar debidamente -dijo- la influencia que sobre la humanidad ha debido de ejercer la difusión de la Democracia, podríamos considerar que la distancia de la época en que tal difusión pudo efectuarse, constituye  un  elemento  en  la  apreciación.  Y no  obstante  ¿puede  usted  nombrarme  un filósofo  que  haya  juzgado  alguna  vez  digno de discusión ese aspecto en particular?
En  este  punto  hizo  una  pausa  que  duró unos instantes, se dirigió luego a un estante de libros y sacó una sinopsis corriente de Historia Natural. Rogándome entonces que cambiara de asiento con él para así ver mejor los pequeños  caracteres  del  volumen,  ocupó  mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, reanudó su plática con el mismo tono de antes.
-Si no hubiera sido por su extrema minuciosidad al describir el monstruo -dijo-, nunca habría estado en condiciones de demostrarle  lo  que  era.  En  primer  lugar  permítame leerle  una  descripción  para  escolares  de  la esfinge perteneciente al género Sphinx, familia de los crepusculares, orden de los lepidópteros,  clase  de  los  insectos.  La  descripción dice así:
«Cuatro  alas  membranosas  cubiertas  de pequeñas  y  coloreadas  escamas  de  aspecto metálico;  boca  que  forma  una  probóscide enrollada  debida  a  la  prolongación  de  los maxilares,  sobre  cuyos lados se hallan rudimentos de mandíbulas y palpos pilosos; alas inferiores adheridas a las superiores por pelos tiesos; antenas prismáticas en forma de porra prolongada; abdomen puntiagudo. La esfinge de la calavera ha causado a veces gran terror entre  el  vulgo  por  el  tono  melancólico  del grito que emite y por el distintivo de la muerte que lleva en su coselete.»
Cerró el libro y se incorporó hacia adelante,  colocándose  exactamente  en  la  misma postura que yo había adoptado cuando vi al "monstruo".
-¡Ah, aquí está! -exclamó luego. Está volviendo a ascender la cara de la colina y admito  que  se  trata  de  un  ser  de  aspecto  muy notable.  Con  todo,  no  es  en  absoluto  tan grande ni tan distante como se lo imaginaba usted. Lo cierto es que, ahora que lo veo reptar subiendo por ese hilo que alguna araña ha tejido  a  lo  largo  de  la  hoja  de  la  ventana, calculo que tendrá un dieciseisavo de pulgada  de  longitud  como  máximo  y  distará  otro dieciseisavo  de  pulgada  de  la  pupila  de  mi ojo.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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