Durante el pavoroso reinado del cólera en Nueva York,
acepté la invitación
de un pariente para pasar quince días con él en el
retiro de su cottage orné, a orillas del Hudson. Teníamos allí
a nuestro alrededor todos
los medios corrientes de
esparcimiento veraniego, y
entre vagar por
los bosques, dibujar, pasear en bote, pescar, bañarnos,
oír música y leer habríamos pasado el tiempo bastante agradablemente, si no
fuera por las terribles noticias que nos llegaban todas las mañanas desde la
populosa ciudad. No
había día que no
nos trajese nuevas
del fallecimiento de algún
conocido. Luego, como
la mortandad fuera en aumento, nos hicimos a la idea de esperar a
diario la pérdida
de algún amigo. Terminamos por
temblar ante la
aproximación de cualquier
mensajero. El mismo
aire del mar parecía impregnado de olor a muerte. Aquel
pensamiento paralizante llegó
a apoderarse real y
completamente de mi alma.
No podía apartarlo de mi mente ni alejarlo
de mis sueños.
Mi anfitrión, de
temperamento menos excitable,
aunque tenía muy deprimido el ánimo, se esforzaba por
levantar el mío. Su
entendimiento acentuadamente
filosófico no se
dejaba afectar en ningún
momento por irrealidades. Se mostraba suficiente-mente sensible a los objetos
materiales del terror, pero sus sombras no le inspiraban la menor aprensión.
Sus esfuerzos por
sacarme del estado
de anormal abatimiento en
el que había
caído quedaron frustrados en gran medida por ciertos libros que encontré
en su biblioteca. Eran éstos de tal carácter que podían hacer germi-nar a la
fuerza cualquier semilla de superstición hereditaria que se hallase latente en
mi pecho. Había estado
leyendo aquellos libros sin su conoci-miento y, por ello, con
frecuencia no acertaba a explicarse las impresiones forzosamente impuestas a mi
imaginación por obras de sus textos. Mi tópico favorito era la creencia popular
en los presagios, una creencia que, en aquella época de mi vida, estaba casi
seriamente dispuesto a defender. Sobre este
tema sosteníamos largas
y animadas discusiones; él,
califi-cando de completa sinrazón la fe en tales cuestiones; yo, afirmando que
el sentimiento popular brotado con absoluta espontaneidad, es decir, sin trazas
visibles de sugestión, contenía los inconfundibles elementos de la verdad y era
merecedor de todo respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada al
cottage, me había
ocurrido un incidente
tan inexplicable y
tan portentoso que bien podría habérseme excusado por
considerarlo un presagio. Me espantó y me descon-certó tanto
a la vez
que transcurrieron muchos días antes de resolver-me a comunicar
la circunstancia a mi amigo.
Al caer la tarde de un día sumamente caluroso, estaba
yo sentado con un libro
en la mano junto a una ventana
abierta que, a través de una larga perspectiva de las orillas del río, daba
a una distante
colina, cuya cara mas próxima a mí había sido despojada de
la mayor parte de sus árboles por un corrimiento de tierras. Mis pensamientos
habían estado vagando hacía rato
desde el volumen
que tenía ante mí hasta la lobreguez y la desola-ción de la vecina
ciudad. Cuando levanté los ojos de las páginas, mi mirada cayó sobre la
desnuda superficie de
la colina y
sobre un raro objeto,
sobre un monstruo
viviente de horrorosa conformación,
que se abrió
paso muy rápidamente desde la cima hasta el pie, para desaparecer al fin
en el espeso bosque de abajo. Al principio cuando apareció aquel ser, dudé de
mi cordura o por lo menos del testimonio de mis propios ojos y pasaron muchos
minutos antes de que lograra convencerme a mí mismo de que yo no estaba loco, y
de que aquello no era un sueño. No obstante, cuando describa al monstruo (que
vi con claridad e inspeccioné con calma durante
todo el tiempo
de su avance),
me temo que mis lectores opondrán más dificultades que yo a dejarse
convencer.
Comparando el tamaño
de aquella criatura con el
diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasaba los pocos gigantes de
la foresta que
habían escapado a la
furia del corrimiento de tierras-, deduje que era mucho
mayor que cualquier
barco de línea existente. Digo
barco de línea porque la forma del monstruo sugería esa idea: el casco de uno
de nuestros setenta y cuatro podría dar
una idea muy aceptable
de su contorno general. La boca del animal estaba
situada en la extremidad de una probóscide de sesenta o setenta pies de largo y
aproximadamente tan gruesa como el
cuerpo de un
elefante corriente. Cerca del
nacimiento de esta trompa se veía una inmensa cantidad de pelo negro e hirsuto
-más del que hubiesen podido proporcionar las pieles de veinte búfalos- y,
proyec-tándose desde aquella pelambrera hacia abajo y
lateralmente, surgían dos
brillan-tes colmillos. no muy distintos de los de un jabalí, pero
de dimensiones infinitamente
mayores. Proyectadas hacia delante, paralelas a la probóscide, y
a ambos lados
de ella, había sendas varas gigantescas de treinta o
cuarenta pies de largura, constituidas al parecer de cristal puro y formando
dos prismas perfectos que reflejaban con magnífico fulgor los rayos del sol
poniente. El tronco estaba conformado como
una cuña con
el ápice hacia
tierra.
Desde él se
extendían dos pares
de alas -cada
una de cien
yardas de largura
aproximadamente-, un par encima del otro y ambos densa-mente cubiertos
de escamas metálicas de
unos diez o
doce pies de
diámetro cada una. Observé
que las hileras
superiores e inferiores de
las alas estaban
enlazadas por una potente cadena.
Pero la principal peculiaridad de aquella horrible criatura era la representación de
una calavera, que
cubría casi toda la superficie de
su pecho y que estaba trazada en un blanco deslumbrante sobre el oscuro campo del
cuerpo, como si
hubiese sido dibujado cuidadosamente por un artista. Mientras examinaba
aquel animal terrorífico y más
especialmente el aspecto
de su pecho con una sensación de horror y espanto,
con un sentimiento de desgracia próxima que no era capaz de reprimir con ningún
esfuerzo de la razón, advertí que los
enormes maxilares del extremo de la trompa se ensanchaban de repente. De
ellos brotó un sonido tan fuerte y tan
expresivo de dolor
que sobrecogió mis nervios como un toque de difuntos y, mientras
el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí al suelo desvanecido.
Cuando volví en mí, mi primer impulso fue, por supuesto, contar a mi amigo
lo que había visto y oído.
Pero no sabría
explicar bien el sentimiento de repugnancia que, al final,
me impidió hacerlo.
Al fin, un
atardecer, tres o
cuatro días después del suceso,
estába-mos sentados juntos en la estancia desde la que yo, había visto la
aparición -yo ocupando el mismo asiento junto
a la ventana
y él reclinado
indolente-mente en un sofá cerca de mí. La asociación de lugar y tiempo
me impulsó a darle cuenta del
fenómeno. Me escuchó
hasta el final.
Al principio se rió de buena gana para adoptar enseguida una
expresión extremadamente seria,
como si mi insania fuese algo fuera de toda sospecha. En aquel instante volví a
ver con toda claridad al monstruo, hacia
el cual atraje la atención de mi amigo con un alarido de terror. Miró él
ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le iba señalando con minuciosidad
el recorrido de
aquel ser mientras se
abría paso camino
abajo por la desnuda cara de la colina.
Yo entonces me
alarmé indeciblemente, pues
consideraba aquella visión como un presagio de mi muerte o, peor aún, como anuncio
de un ataque de locura. Me desplomé en la
silla y durante
unos instantes escondí
mi rostro con las
manos. Cuando descubrí
los ojos, la horrible visión había desaparecido.
Mi anfitrión, sin embargo, había recobrado en cierta medida su aire
calmoso y me preguntó sucintamente por
la conformación del ser imaginario. Cuando le hube satisfecho
por completo a este
respecto, suspiró profunda-mente, como si se sintiera liberado
de alguna carga intolerable y
comenzó a charlar,
con una calma que me pareció
cruel, de varios puntos
de filosofía especulativa
que hasta aquel momento
habían constituido tema
de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente,
entre otras cosas, en una idea. Decía
que la principal
fuente de error en
todas las investigaciones humanas reside en el riesgo que corre el
entendimiento al subestimar o sobrevalorar la importancia de un objeto, sólo
por la estimación errónea de su propincuidad.
Por ejemplo, para apreciar debidamente -dijo- la influencia que sobre
la humanidad ha debido de ejercer la difusión de la Democracia , podríamos
considerar que la distancia de la época en que tal difusión pudo efectuarse,
constituye un elemento
en la apreciación.
Y no obstante ¿puede
usted nombrarme un filósofo
que haya juzgado
alguna vez digno de discusión ese aspecto en particular?
En este punto
hizo una pausa
que duró unos instantes, se
dirigió luego a un estante de libros y sacó una sinopsis corriente de Historia
Natural. Rogándome entonces que cambiara de asiento con él para así ver mejor
los pequeños caracteres del
volumen, ocupó mi sillón junto a la ventana y, abriendo el
libro, reanudó su plática con el mismo tono de antes.
-Si no hubiera sido por su extrema minuciosidad al describir el
monstruo -dijo-, nunca habría estado en condiciones de demostrarle lo
que era. En
primer lugar permítame leerle una
descripción para escolares
de la esfinge perteneciente al
género Sphinx, familia de los crepusculares, orden de los lepidópteros, clase
de los insectos.
La descripción dice así:
«Cuatro alas membranosas
cubiertas de pequeñas y
coloreadas escamas de
aspecto metálico; boca que
forma una probóscide enrollada debida
a la prolongación
de los maxilares, sobre
cuyos lados se hallan rudimentos de mandíbulas y palpos pilosos; alas
inferiores adheridas a las superiores por pelos tiesos; antenas prismáticas en
forma de porra prolongada; abdomen puntiagudo. La esfinge de la calavera ha
causado a veces gran terror entre
el vulgo por
el tono melancólico
del grito que emite y por el distintivo de la muerte que lleva en su
coselete.»
Cerró el libro y se incorporó hacia adelante, colocándose
exactamente en la
misma postura que yo había adoptado cuando vi al "monstruo".
-¡Ah, aquí está! -exclamó luego. Está volviendo a ascender la cara de
la colina y admito que se
trata de un
ser de aspecto
muy notable. Con todo,
no es en absoluto tan grande ni tan distante como se lo
imaginaba usted. Lo cierto es que, ahora que lo veo reptar subiendo por ese
hilo que alguna araña ha tejido a lo
largo de la
hoja de la ventana, calculo que tendrá un dieciseisavo de
pulgada de longitud
como máximo y
distará otro dieciseisavo de
pulgada de la
pupila de mi ojo.
1.011. Poe (Edgar Allan)
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