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viernes, 20 de diciembre de 2013

Metzengerstein

Pestis eram vivus, -moriens tua mors ero.
Martín Lutero.

El horror y la fatalidad han imperado en todos los siglos. ¿A qué poner una fecha a la historia que voy a referiros? Baste decir que en la época de que hablo se conservaba en el centro de Hungría una creencia secreta, aunque bien sentada, sobre las doctrinas de la metempsícosis. No diré nada de ellas en sí, sobre si son falsas o probables, pero sí afirmo que una buena parte de nuestra incredulidad "proviene -como dice La Bruyére, que atribuye toda nuestra desgracia a esta causa única- de no poder estar solos.[1]
Pero había algunos puntos en la superstición húngara que tendían marcadamente a lo absurdo, pues los húngaros diferían de una manera muy esencial de sus autoridades de Oriente. Así, por ejemplo, el alma, como ellos creían -cito los términos de un sutil e inteligente parisien­se-, "no reside más que una vez en un cuerpo sensible; de modo que un caballo, un perro, y hasta el hombre, no son sino la semejanza ilusoria de esos seres".
Las familias Berlifitzing y Metzengerstein habían vivido enemis-tadas durante varios siglos y jamás se habían conocido dos casas tan ilustres que se odiaran tan mortalmente. Esta aversión podía tener origen en las palabras de cierta antigua profecía: "Una gran familia caerá de un modo terrible cuando, así como el caballero en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe de la inmortalidad de Berlifitzing."
A decir verdad, los términos tenían poco o ningún sentido, pero causas más vulgares han dado nacimiento, y esto sin remontarnos mucho, a consecuencias igualmente preñadas de acontecimientos. Ade­más las dos casas, que eran vecinas, habían rivalizado por su influencia largo tiempo en los asuntos de un gobierno tumultuoso, y por otra parte, vecinos tan próximos, rara vez son amigos: desde lo alto de sus sólidos terrados, los habitantes del castillo de Berlifitzing podían ver muy bien las ventanas mismas del palacio de Metzenger-stein. En fin, la ostenta­ción de una magnificencia más que feudal era poco propia para mitigar los sentimientos irritables de los Berlifitzing, no tan antiguos y menos ricos. ¿Hay motivo pues para extrañar que los términos de aquella pre­dicción, aunque muy extravagantes, crearan y mantuvieran la discordia entre dos familias ya predis-puestas a la hostilidad por todas las instiga­ciones de una envidia hereditaria? La profecía parecía implicar, si algo implicaba, el triunfo de la casa más poderosa, y naturalmente, esto pre­ocupaba a la más débil, acrecentando su animosidad.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de antigua nobleza, no era en la época de que hablo más que un viejo achacoso, y no tenía nada notable, como no fuese su antipatía inveterada y loca contra la familia de su rival; distinguíase además por su afición a los caballos y a la caza, de la cual no lo retraían sus achaques físicos ni su avanzada edad ni la debilidad de su espíritu, tanto que diariamente se exponía a los peligros de semejante ejercicio.
Frederick, barón de Metzengerstein, no era todavía mayor de edad; su padre, el ministro G., había muerto joven, y su madre, lady Mary, no tardó en seguirlo a la tumba. Frederick contaba en aquella época die­ciocho años, que en la ciudad no son un largo período, pero en una sole­dad tan magnífica como aquel antiguo señorío, el péndulo vibra con más profunda significación.
A causa de ciertas circunstancias resultantes de la administración del padre, el joven barón entró en posesión de sus vastos dominios ape­nas murió aquél. Rara vez se había visto un noble de Hungría poseedor de semejante patrimonio; sus castillos eran innumerables, pero el de Metzengerstein se consideraba como el más vasto y magnífico. La línea fronteriza de sus dominios no se había determinado nunca claramente, pero el parque principal abarcaba un circuito de cincuenta millas.
Tratándose de un propietario tan joven, de carácter tan bien cono­cido y de tan incomparable riqueza, no era necesario hacer muchas con­jeturas sobre cuál sería probablemente su línea de conducta, y, en efecto, a los tres días, el proceder del heredero dejó muy atrás la nombradía de Herodes, excediendo en mucho las esperanzas de los más entusiastas admiradores.
Vergonzosas orgías, flagrantes infamias y atrocidades sin nombre hicieron comprender muy pronto a sus atemorizados vasallos que nada, ni la sumisión servil por su parte ni los escrúpulos de conciencia por la del castellano, sería para ellos en lo futuro garantía de seguridad contra las crueldades de aquel pequeño Calígula. Hacia la medianoche del cuarto día, se observó que se había prendido fuego en las cuadras del castillo de Berlifitzing, y la opinión pública estuvo unánime en agregar un crimen más a la lista, ya horrible, de los delitos y atrocidades del Barón.
En cuanto al joven caballero, durante el tumulto ocasionado por aquel incidente, se hallaba sumido al parecer en profunda meditación en una vasta cámara solitaria del piso superior del palacio de familia de los Metzengerstein.
Los tapices, aunque gastados, que pendían melancólicamente de las paredes, representaban las figuras fantásticas y majestuosas de mil ante­cesores ilustres; en uno se veían prelados vistiendo ricos trajes de armi­ño; grandes dignatarios estaban reunidos con el autócrata y el soberano, y oponían su veto a los caprichos de un rey, o contenían con el fiat del poderío papal el cetro rebelde del Gran Enemigo, príncipe de las tinie­blas. En otro se representaban las sombrías y grandes figuras de los prín­cipes de Metzengerstein, con sus robustos caballos de guerra, que caracoleaban sobre los enemigos caídos, y más allá se veían, voluptuosas y blancas como cisnes, las imágenes de las damas de antiguas épocas flo­tando a lo lejos en fantástica danza, en medio de una melodía imaginaria.
Pero, mientras el Barón prestaba oído o aparentaba escuchar el estrépito creciente de las cuadras de Berlifitzing, meditando tal vez algu­na nueva crueldad o un rasgo de audacia, sus ojos se fijaron maquinal­mente en la imagen de un caballo enorme, de color extraño, representado en el tapiz como perteneciente a un antecesor sarraceno de la familia de su rival. El cuadrúpedo estaba en primer término inmóvil como una estatua, y un poco más allá, el jinete desmontado moría bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick surgió una expresión diabólica, como si echase de ver la dirección que su mirada había tomado involuntaria­mente, pero no apartó la vista. Muy lejos de ello, no podía haber moti­vo para que experimentase la ansiedad que al parecer lo sobrecogió, envolviéndolo como con un paño mortuorio; le era difícil conciliar sus sensaciones incoherentes como las de los sueños con la certidumbre de estar despierto; cuanto más contemplaba, más absorbente era el encan­to y más imposible le parecía arrancar su mirada de aquel tapiz fascina­dor. Sin embargo el tumulto que se oía afuera era cada vez más ruidoso; el Barón hizo un esfuerzo como a pesar suyo y fijó su atención en una luz rojiza proyectada desde las cuadras que ardían, sobre las ventanas de la habitación.
Pero este movimiento sólo fue momentáneo, pues las miradas del heredero volvieron a fijarse maquinalmente en el tapiz. Con grande asombro suyo observó entonces -¡cosa horrible!- que la cabeza del gigante corcel había cambiado de posición; el cuello del animal, antes inclinado compasivamente hacia el cuerpo de su jinete, estaba ahora tendido rígidamente y en toda su longitud hacia el Barón; los ojos, un momento antes invisibles, tenían una expresión enérgica y humana, con un brillo rojizo extraordinario, y los labios caídos dejaban ver sus gran­des dientes repugnantes.
Poseído de terror, el joven Barón se acercó a la puerta con paso vaci­lante; al abrirla, un resplandor rojizo, iluminando a lo lejos la sala, se reflejó en la tapicería, y, como el heredero vacilara un instante en el umbral, se estremeció al ver que aquel reflejo tomaba la posición exacta y llenaba precisamente el contorno del implacable y triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para aliviar su espíritu atemorizado, el Barón Frederick salió rápida­mente para respirar el aire. En la puerta principal del palacio halló tres de sus escuderos, que con mucha dificultad y gran peligro de su vida, refre­naban los botes convulsivos de un caballo gigantesco, de color de fuego.
-¿De quién es ese caballo? ¿Dónde lo habéis encontrado? -pre­
guntó el Barón con acento de enojo, reconociendo al punto que el misterioso corcel de la tapicería era del todo semejante al furioso animal que estaba viendo.
-Es suyo, señor -replicó uno de los escuderos, o por lo menos nadie lo ha reclamado. Lo hemos atrapado cuando se escapaba, hume­ante y cubierto de espuma, de las cuadras abrasadas del castillo de Ber­lifitzing. Suponiendo que pertenecería a alguna yeguada del anciano Conde, lo hemos traído aquí, pero los criados no reconocen el animal, lo cual es muy extraño, puesto que lleva señales evidentes del fuego.
-Además -añadió otro escudero- las letras W V B. están mar­cadas en la frente con mucha claridad; yo supuse que eran las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing, pero toda la gente del castillo afirma posi­tivamente no conocer el caballo.
-¡Es muy singular! -dijo el Barón con aire pensativo, sin fijarse al parecer en el sentido de sus palabras-. En efecto, es un caballo nota­ble, prodigioso, aunque, como decís muy bien, sombrío e intratable. ¡Vamos! Quede para mí, consiento en ello -añadió el Barón después de una pausa. Tal vez un jinete como Frederick de Metzengerstein podrá domar al diablo mismo de las cuadras de Berlifitzing.
-Se engaña usted, monseñor; el caballo, como hemos dicho, no pertenece a las cuadras del Conde; si hubiese sido así, conocemos dema­siado nuestro deber para haberlo conducido a presencia de una noble persona de la familia de usted.
-Es verdad -repuso el Barón secamente.
En aquel momento llegó un paje apresurado del palacio y dijo a su señor, en voz baja, que había desaparecido un tapiz de una determinada habitación; después se extendió en detalles minuciosos, pero como lo decía todo casi al oído de su señor, los escuderos no pudieron satisfacer su excitada curiosidad.
Durante esta conversación, el joven Frederick parecía agitado por diversas emociones, pero muy pronto recobró su sangre fría y se pintó en su semblante una expresión de malignidad al dar órdenes para que se cerrase al punto la citada cámara y se le entregaran las llaves.
-¿Ha sabido la deplorable muerte de Berlifitzing, el viejo cazador? -preguntó al Barón uno de sus vasallos cuando se hubo alejado el paje, mientras que el enorme corcel adoptado como suyo se precipitaba, saltando con redoblada furia, por la avenida que conducía desde el palacio a las cuadras de Metzengerstein.
-No -contestó el Barón, volviéndose bruscamente hacia el que hablaba-. ¿Dices que ha muerto?
-Es la pura verdad, señor, y presumo que no le desagradará mucho la noticia.
Una sonrisa entreabrió los labios del Barón. 
-¿Cómo ha muerto? -preguntó.
-En sus imprudentes esfuerzos para salvar la parte preferida de su equipo de caza, ha perecido miserablemente entre las llamas.
-¿Ver.. da... de... ramente ha sido así? -exclamó el Barón silabe­ando y como impresionado por algún sentimiento misterioso.
-Así es -repuso el vasallo.
-¡Eso es horrible! -dijo el joven con mucha calma y volvió tran­quilamente al palacio.
A partir de aquella época se observó un notable cambio en la con­ducta del joven libertino, el barón Frederick von Metzengerstein, con­ducta que burlaba todas las esperanzas y daba al traste con las intrigas de más de una madre.
Sus costumbres y manera de obrar difirieron cada vez más de las de la aristocracia de los alrededores. No se lo veía nunca fuera de los lími­tes de su propio dominio, y en el mundo sociable no se le conocía com­pañero alguno, a menos que se considerase que el enorme caballo impetuoso, de color de fuego, que montaba siempre desde aquella época, tenía en realidad algún derecho misterioso al título de amigo.
Sin embargo, el Barón recibía periódicamente invitaciones de sus veci­nos para asistir a alguna fiesta, a una cacería, a un baile o a otra reunión cualquiera, pero se limitaba a contestar lacónicamente: "Metzengerstein no irá".
Una nobleza imperiosa no podía soportar estos repetidos desaires; las invitaciones comenzaron a ser menos cordiales y frecuentes y al fin cesaron del todo.
Habíase oído decir a la viuda del desgraciado Conde de Berlifitzing que su más ardiente deseo era "que el Barón se quedase en casa cuando no deseara estar en ella, puesto que despreciaba la compañía de sus iguales, y que se viera a caballo cuando no quisiera montar, puesto que pre­fería a la de sus semejantes la sociedad de un cuadrúpedo". Esto no era seguramente más que la simple explosión de un pique hereditario y pro­baba que nuestras palabras llegan a ser singularmente absurdas cuando queremos darles una forma extra-ordinariamente enérgica.
Las personas caritativas, sin embargo, atribuían el cambio de con­ducta del joven caballero al pesar natural de un hijo privado prematura­mente de sus padres, pero olvidaban, sin duda, su inicuo proceder durante los días que siguieron a la irreparable pérdida. Hubo algunos que supusieron en el Barón un sentimiento exagerado de su importancia y de su dignidad, mientras que otros (y entre ellos tal vez el médico de la familia) hablaban siempre de una melancolía morbosa, de un mal here­ditario, pero entre la multitud se hacían insinuaciones más tenebrosas, de carácter equívoco.
A decir verdad, el perverso cariño del Barón al caballo reciente­mente adquirido, cariño que parecía tomar más incremento cuando el animal manifestaba sus feroces y diabólicas inclinaciones, llegó a ser a los ojos de todas las personas razonables una ternura horrible, contraria a la naturaleza. En medio del día, en las horas silenciosas de la noche, enfer­mo o sano, en la calma o en la tempestad, el Barón de Metzengerstein parecía clavado en ta silla del colosal caballo, cuyo carácter intratable se avenía tan bien con el suyo.
Había, además, circunstancias que, relacionadas con los recientes acontecimientos, comunicaban un carácter sobrenatural y monstruoso a la manía del caballero y a las capacidades del animal. El espacio que franqueaba de un solo salto, medido cuidadosamente, resultaba exceder de una manera asombrosa los cálculos más exagerados. El Barón, por otra parte, no había puesto ningún "nombre" particular al cuadrúpedo, aunque todos los demás poseían el suyo, y aquel caballo tenía su cuadra particular, separada de las otras.
Sólo su amo lo cuidaba, porque nadie se atrevía a tocarlo, ni siquie­ra entrar en el sitio donde estaba.
Algunas pruebas de inteligencia particular en la conducta de un noble corcel, lleno de ardimiento, no bastarían para llamar la atención de un modo exagerado, pero ciertas circunstancias hubieran hecho impresión en los espíritus más escépticos y flemáticos; se decía que algunas veces el animal había hecho retroceder de espanto a la multitud curiosa ante su singular apariencia, a lo que se añadía que el joven Metzengerstein había palidecido ante la mirada del ojo casi humano del caballo.
Entre toda la servidumbre del Barón no se contaba un solo indivi­duo que dudara del afecto extraordinario que inspiraban al joven here­dero las brillantes cualidades de su corcel, excepto, sin embargo, un insignificante pajecillo muy feo y antipático, de cuya opinión no se hacía aprecio. Tenía el descaro de asegurar que su amo no montaba nunca sin experimentar un inexplicable y casi imperceptible estremecimiento, y que al volver de sus largos y acostumbrados paseos se observaba en las facciones del heredero una expresión de triunfante malignidad.
Durante una noche de borrasca, Metzengerstein, despertando de un profundo sueño, bajó como un sonámbulo de su habitación y, montando apresuradamente a caballo, se precipitó a través del laberinto del bosque.
Un acontecimiento tan habitual no podía llamar particularmente la atención, pero se esperó la vuelta del Barón con mucha ansiedad. Des­pués de algunas horas de ausencia, las magníficas construcciones del palacio de Metzenger-stein comenzaron a crujir y a retemblar hasta en sus cimientos, bajo la acción de un fuego devorador e irresistible, y, como cuando se vieron las llamas los progresos del elemento devorador hubie­ran hecho inútiles todos los esfuerzos para salvar una parte cualquiera de los edificios, la población de las inmediaciones contemplaba perezosa­mente, con silencioso asombro, si no apatía, aquella triste escena.
Pero un objeto terrible llamó muy pronto la atención de la multitud, demostrando hasta qué punto es más intenso el interés excitado por una agonía humana que por el más espantoso espectáculo de la materia inanimada.
En la larga avenida de añosas encinas que comenzaba en el bosque y terminaba en la entrada principal del palacio Metzengerstein, un cor­cel, cuyo jinete llevaba la cabeza descubierta y el traje en desorden, salta­ba con una violencia sólo comparable con el Demonio de la Tempestad mismo.
El caballero no podía, evidentemente, reprimir aquella desenfre-na­da carrera; la expresión angustiosa de su rostro, los esfuerzos convulsivos de todo su ser daban testimonio de aquella lucha sobrehumana, pero de los labios del jinete, lacerados a fuerza de oprimirse, sólo se escapaba un grito ronco. Un momento después, el choque de los cascos resonó con un ruido agudo y penetrante que dominó el estrépito del incendio y el mugido del viento; después, franqueando de un solo salto la gran puer­ta y el foso, el corcel se lanzó por las escaleras abrasadas del palacio y desapareció con su jinete entre un torbellino de llamas.
Entonces se calmó de repente la furia de la tempestad y volvió a rei­nar una serena calma. Una llama blanca envolvía aún el edificio como un sudario y, prolongándose a lo lejos en la atmósfera tranquila, proyectaba una luz de brillo sobrenatural, mientras que una nube de humo, en forma de un gigantesco "caballo", descendía pesadamente sobre los edificios.

1.011. Poe (Edgar Allan)



[1] Mercier, en su Año dos mil cuatrocientos cuarenta, sostenía seriamente las doctrinas de la metempsícosis, y J. de Israel¡ dice que no hay sistema tan sencillo ni que desagrade menos a la inte­ligencia. El coronel Etham Allen pasa también por ser un metempsicosista muy formal. (E.P)

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