Marmontel, en
esos "Contes Moraux" (cuentos de costumbres) que
nuestros traductores se obstinan
en llamar "Moral Tales" (cuentos
morales), como si nos burlásemos de
su verdadero espíritu,
dice: "La musique est le
seul des talents
qui jouissent de lui
meme;
tous les autres, veulent des témoins". ("La música es la única
habilidad que se disfruta por sí misma; les demás necesitan testigos").
Marmontel confunde
aquí el placer que se deriva de oír sonidos agradables con la capacidad de
crearlos. La música,
como ningún otro talento, no es
capaz de producir un goce completo si no existe otra persona para apreciar su
ejecución. Este arte sólo tiene de común
con los demás
artes la propiedad
de producir
"efectos", que pueden
ser gozados plenamente en la
soledad. La idea que el "raconteur" no ha podido concebir claramente
o que ha
sacrificado su expresión
a la afición nacional del rasgo de ingenio, es,
sin duda, la muy sostenible de que el orden más alto de la música es el que de
modo más absoluto se siente cuando estamos completamente solos.
La proposición,
formulada de esta forma, será inmediatamente
admitida por aquellos
que aman la lira por sí misma y por sus valores espirituales. Pero
existe todavía un placer al alcance
de la humanidad
doliente (y quizá sea éste el único) que debe aún más que
la música al disfrute paralelo de la sensación de soledad. Quiero decir la
felicidad que proporciona la contemplación de un paisaje natural.
En verdad, el
hombre que desea contemplar cara a cara la gloria de Dios sobre la Tierra debe contemplar en
soledad esta gloria. A mí, al menos, la presencia no de la vida humana
únicamente, sino de la vida en cualquier otra forma que no sea la de los
elementos vegetales que crecen sobre el suelo y no tienen voz, es un borrón
para el paisaje y está en contraposición con el genio del mismo. Me gusta, en
efecto, contemplar los oscuros valles y las rocas grises, y las aguas que
silenciosamente sonríen, y los
bosques que suspiran
en intranquilos ensueños,
y las orgullosas
y vigilantes monta-ñas que nos
miran desde lo alto.
Me gusta contemplar
estas cosas por sí mismas, pero no aisladamente, sino como colosales miembros
de un vasto conjunto animado y consciente,
como un todo,
cuya forma (la de la
esfera) es la
más perfecta y comprensiva
de todas las estructuras; cuya ruta transcurre
entre otros planetas;
cuya dócil servidora es la Luna ; cuyo soberano inmediato
es el Sol; cuya vida es la eternidad; cuyo pensamiento es Dios; cuyo placer es
el conocimiento; cuyos destinos
se pierden en la
inmensidad, y cuyo conocimiento de nosotros mismos es
semejante al que
nosotros tene-mos de los animálculos
que infectan el cerebro...; un conjunto
que, en consecuencia, consideramos tan
animado y material
como estos animál-culos deben consideramos a nosotros.
Nuestros telescopios
e investigaciones matemáticas
aseguran en todos
sentidos, y a pesar del confusionismo de la más ignorante
clerecía, que el espacio, y, por consiguiente, el volumen, constituye una
importante consi-deración a los
ojos del Todopoderoso.
Las órbitas por las que se mueven los astros son las más adaptadas para
la evolución sin choque del mayor
número posible de
cuerpos.
Las formas
de estos cuerpos
están exactamente dispuestas de
manera que una superficie
determinada pueda contener
la mayor cantidad de materia, y
están dispuestas para acomodar una población más densa de la que hubiesen
podido acomodar si hubiesen estado dispuestas de otro modo. No existe argumento
contra la idea, aunque el espacio sea infini-to, de que el volumen tiene valor
a los ojos de Dios, porque puede haber una infinita materia para llenarlo. Y
puesto que vemos claramente que el dotar a la materia de vitalidad es un
principio y, por lo que podemos juzgar, el principal de todos en las
operaciones de la Divinidad ,
carecería de toda lógica el imaginar
a Dios confinado
en las regiones
de lo minúsculo, donde
diariamente se nos revela, y no extenderse a las regiones de lo augusto.
Cuando describimos
círculos dentro de círculos sin fin, evolucionando todos alrededor de uno, único
y distante, que
es la cabeza
de Dios, ¿no podemos
suponer analógicamente que del
mismo modo, hay una vida dentro de otra,
la menor dentro
de la mayor,
y todo dentro del Espíritu
Divino? En resumen: que erramos fatalmente por un efecto de autoes-timación,
cuando creemos que el hombre, en sus destinos temporales
o futuros, es más
importante que el Universo, que aquel enorme "légamo del valle" que
cultiva y desprecia y al que niega la existencia de un alma por la sola razón,
y sin que tenga otra más profunda, que la de no verla en acción.
Estas fantasías,
y otras del
mismo estilo, siempre han
dado a mis
meditaciones entre las montañas
y las selvas,
por los ríos
y el océano, un tinte de lo que
la gente corriente no dejaría de considerar fantástico. Mis vagabundeos por tales escenarios
naturales han sido muchos, de
largo alcance y de ordinario solitarios. Y el interés con que he errado por un
valle profundo, o contemplado el cielo reflejado en
numerosos y brillantes
lagos, ha sido un interés
grandemente aumentado por el pensamiento de que yo estaba perdido y lo
observaba solo. ¿Qué charlatán francés fue el que dijo,
refiriéndose al conocido trabajo de Zimmerman,
que "La solitude
est une belle chose; mais it faut quelqu'un pour vous
dore que la solitude es une belle chase"? ("Ya verdad
es muy bonita; pero es preciso que haya alguien que pueda decíroslo"). El
epigrama no se puede contradecir;
pero tal necesidad
es una cosa que no existe.
Durante uno
de mis paseos
solitarios, en medio de una
región muy distante, encerrada entre montañas, con tristes ríos y lagos melancólicos que
serpenteaban o dormían,
me hallé por casualidad
ante un río
en el que había una isla. Corría el frondoso mes de
junio, y me tumbé sobre el césped, debajo de las ramas de un oloroso y
desconocido arbusto, quedándome adormecido
mientras contemplaba el paisaje.
Sentí que aquélla era la única forma en que podía hacerlo; tal era el carácter
fantasmagórico que ofrecía.
Por todos lados -salvo
en el oeste, donde el sol estaba casi a
punto de ocultarse- se elevaban
las murallas verdes del
bosque. El pequeño río,
que describía una
curva muy cerrada en su curso y
de este modo se ocul-taba inmediatamente a mi vista hacía el este, parecía que
no podía salir de su prisión sino para ser absorbido por el follaje de los árboles,
mientras que por el lado opuesto (así me pareció mientras
yacía en el
suelo, con la mirada hacia arriba) caía en el valle
silenciosamente y de forma continua una rica cascada dorada y purpúrea, lanzada
por las fuentes del cielo, allí por donde se pone el sol.
A mitad del
camino, dentro de la pequeña perspectiva
que alcanzaba mi
mirada, reposaba en el seno de la
corriente una pequeña isla circular, profundamente llena de verdor.
"Tan fundidas
las riberas y las sombras que todo parecía suspendido en el
aire".
El agua cristalina
era tan semejante a un espejo que era
casi imposible decir
en qué punto de
la orilla esmeralda
comenzaba su transparente
dominio. Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las extremida-des
este y oeste de la isla, y observé en sus aspectos una diferencia
singularmente marcada. La parte
oeste era un radiante harén de floridas bellezas. Brillaba y enrojecía bajo la
mirada del sol y reía desmayadamente a través de sus flores. La hierba era
corta, flexible y aromática, salpicada de asfódelos. Los árboles eran jóvenes,
risueños, erguidos, esbeltos y graciosos,
orientales por el
follaje y forma, con
corteza lisa, lustrosa
y parcialmente coloreada.
Por todas partes
parecía flotar un sentimiento
de felicidad y
vida; y aunque no
soplaba viento alguno,
todo se movía, agitado por el
suave balanceo de incontables mariposas, a las que podía confundirse con tulipanes
alados.
El otro extremo de
la isla, el oriental, estaba sumido en una sombría negrura. Una neblina de melancolía,
todavía hermosa y reposada,
envolvía todas las
cosas. Los árboles eran de un color oscuro, de lúgubre
forma y aspecto, retorciéndose en figuras tristes, solemnes y espectrales, que
traían a la mente ideas de pesar
mortal y muerte
prematura.
La hierba tenía el
tinte profundo de los cipreses y las puntas de sus briznas colgaban lánguidamente,
y entre ellos se elevaban, aquí y allá,
muchos toscos montículos,
bajos y estrechos,
no demasiado largos,
que tenían el aspecto de tumbas, aunque, desde luego, no
lo eran, si bien trepaban por todas las partes de su superficie las matas de
ruda y de rome-ro. La sombra de los árboles caía pesadamente sobre el agua y parecía quedar allí enterrada, impregnando
de oscuridad las profundidades del líquido elemento.
Imaginé que
cuando el sol
bajara más y más,
cada sombra se
sepa-raría con gesto huraño del tronco que le daba vida, y
así de este modo sería
absorbida por la
corriente, en tanto que otras sombras nacerían a cada momento de
los árboles, ocupando
el lugar de sus difuntas
predecesoras.
Una vez que esta
idea tomó cuerpo en mi imaginación, excitó a ésta en grado sumo y me quedé extraviado en otros ensueños.
"Si alguna vez hubo una isla encantada -me dije a mí mismo, ésta es una
de ellas". Éste es el lugar de unas cuantas hadas gentiles que sobreviven
a la destrucción de su raza. ¿Serán
suyas estas tumbas
verdes? ¿O, por el
contrario, entregan ellas
sus dulces existencias del mismo modo que la humanidad
deja las suyas? ¿Será
acaso su muerte
una consunción melancólica?
¿Entregarán a Dios poco a poco su existencia, como los árboles entregan sus
sombras una tras otra, agotando su sustancia lentamente, hasta la disolución?
Lo que el árbol decadente es para el agua que embebe su
sombra, ennegreciéndose cada vez más a medida que devora su presa.
¿No será lo que la vida de las hadas pueda ser a la muerte que las
consume?"
Cuando así
meditaba, con los ojos
medio cerrados, mientras el
sol se hundía
rápidamente hacia su ocaso y la mortecina corriente iba deslizán-dose
alrededor de la
isla, arrastrando en su seno
grandes, resplan-decientes y blancas tiras que se habían desprendido de los
sicómoros -tiras que una ardiente imaginación
podría convertir, gracias
a las múlti-ples posiciones que adoptaban sobre el
agua, en lo que
le agradara-; mientras
de este modo soñaba,
me pareció que
la figura de una de esas hadas con quienes yo había soñado
salía lentamente del extremo oeste de la
isla, internándose en las tinieblas. Iba erguida en una singular y frágil canoa
y la movía con un
simple remo fantasmal.
Mientras estuvo sometida a la influencia de las rayos del sol, su actitud
parecía indicar alegría, pero se alteró por la angustia cuando pasó a la
zona de
las sombras. Lentamente
fue deslizándose y al final rodeó
la isla y volvió a pe-netrar en la zona de luz. "La vuelta que acaba de dar
el hada -continué
musitando en mi interior-es la vuelta de un breve año de
su vida. Ha flotado a través del invierno y a través del verano. Ella está un
año más cerca de la muerte, pues
yo he podido
ver cómo, cuando se acercaba a la
zona tenebrosa, su sombra se desprendía de ella y era absorbida por el
agua oscura, haciendo
ésta todavía más negra".
De nuevo apareció
el bote con el hada; pero en la actitud de ésta había más de cuidado y de
incertidumbre y menos de extática alegría. De nuevo flotó desde la luz a la
oscuridad (que se acendraba por momentos) y de nuevo su
sombra, desprendiéndose de
ella, caía en las aguas de ébano y era absorbida por ellas. Una vez y
otra describió el circuito alrededor de la isla (mientras el sol se precipitaba
en su caída); y cada vez que salía a la luz se observaba mayor pesar en su
persona; tornábase más débil, más abatida y más desdibujada; y cada vez que se
internaba en la oscuridad se le
desprendía una sombra
de progresiva negrura. Finalmente, cuando el sol había desaparecido
por completo, el
hada, puro fantasma de sí misma, penetró desconsoladamente con su barca
en la región del río de ébano. No puedo decir si volvió a salir de allí, pues
la oscuridad cubrió todas las cosas y ya no volví a contemplar su mágica
figura.
1.011. Poe (Edgar Allan)
No hay comentarios:
Publicar un comentario