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viernes, 20 de diciembre de 2013

La isla del hada

Marmontel,  en  esos  "Contes  Moraux" (cuentos  de  costumbres)  que  nuestros  traductores se obstinan en llamar "Moral Tales" (cuentos  morales),  como  si  nos  burlásemos de  su  verdadero  espíritu,  dice:  "La  musique est  le  seul  des  talents  qui  jouissent  de  lui meme; tous les autres, veulent des témoins". ("La música es la única habilidad que se disfruta por sí misma; les demás necesitan testigos").
Marmontel confunde aquí el placer que se deriva de oír sonidos agradables con la capacidad  de  crearlos.  La  música,  como  ningún otro talento, no es capaz de producir un goce completo si no existe otra persona para apreciar su ejecución. Este arte sólo tiene de común  con  los  demás  artes  la  propiedad  de producir  "efectos",  que  pueden  ser  gozados plenamente en la soledad. La idea que el "raconteur" no ha podido concebir claramente o que  ha  sacrificado  su  expresión  a  la  afición nacional del rasgo de ingenio, es, sin duda, la muy sostenible de que el orden más alto de la música es el que de modo más absoluto se siente cuando estamos completamente solos.
La proposición, formulada de esta forma, será inmediatamente  admitida  por  aquellos  que aman la lira por sí misma y por sus valores espirituales. Pero existe todavía un placer al alcance  de  la  humanidad  doliente  (y  quizá sea éste el único) que debe aún más que la música al disfrute paralelo de la sensación de soledad. Quiero decir la felicidad que proporciona la contemplación de un paisaje natural.
En verdad, el hombre que desea contemplar cara a cara la gloria de Dios sobre la Tierra debe contemplar en soledad esta gloria. A mí, al menos, la presencia no de la vida humana únicamente, sino de la vida en cualquier otra forma que no sea la de los elementos vegetales que crecen sobre el suelo y no tienen voz, es un borrón para el paisaje y está en contraposición con el genio del mismo. Me gusta, en efecto, contemplar los oscuros valles y las rocas grises, y las aguas que silenciosamente sonríen,  y  los  bosques  que  suspiran  en  intranquilos  ensueños,  y  las  orgullosas  y  vigilantes monta-ñas que nos miran desde lo alto.
Me gusta contemplar estas cosas por sí mismas, pero no aisladamente, sino como colosales miembros de un vasto conjunto animado  y  consciente,  como  un  todo,  cuya  forma (la  de la  esfera)  es  la  más  perfecta  y  comprensiva de todas las estructuras; cuya ruta transcurre  entre  otros  planetas;  cuya  dócil servidora es la Luna; cuyo soberano inmediato es el Sol; cuya vida es la eternidad; cuyo pensamiento es Dios; cuyo placer es el conocimiento;  cuyos  destinos  se  pierden  en  la inmensidad, y cuyo conocimiento de nosotros mismos  es  semejante  al  que  nosotros  tene-mos de los animálculos que infectan el cerebro...;  un  conjunto  que,  en  consecuencia, consideramos  tan  animado  y  material  como estos animál-culos deben consideramos a nosotros.
Nuestros telescopios e investigaciones matemáticas  aseguran  en  todos  sentidos,  y  a pesar del confusionismo de la más ignorante clerecía, que el espacio, y, por consiguiente, el volumen, constituye una importante consi-deración  a  los  ojos  del  Todopoderoso.  Las órbitas por las que se mueven los astros son las más adaptadas para la evolución sin choque  del  mayor  número  posible  de  cuerpos.
Las  formas  de  estos  cuerpos  están  exactamente dispuestas de manera que una superficie  determinada  pueda  contener  la  mayor cantidad de materia, y están dispuestas para acomodar una población más densa de la que hubiesen podido acomodar si hubiesen estado dispuestas de otro modo. No existe argumento contra la idea, aunque el espacio sea infini-to, de que el volumen tiene valor a los ojos de Dios, porque puede haber una infinita materia para llenarlo. Y puesto que vemos claramente que el dotar a la materia de vitalidad es un principio y, por lo que podemos juzgar, el principal de todos en las operaciones de la Divinidad, carecería de toda lógica el imaginar  a  Dios  confinado  en  las  regiones  de  lo minúsculo, donde diariamente se nos revela, y no extenderse a las regiones de lo augusto.
Cuando describimos círculos dentro de círculos sin fin, evolucionando todos alrededor de uno,  único  y  distante,  que  es  la  cabeza  de Dios,  ¿no  podemos  suponer  analógicamente que del mismo modo, hay una vida dentro de otra,  la  menor  dentro  de  la  mayor,  y  todo dentro del Espíritu Divino? En resumen: que erramos fatalmente por un efecto de autoes-timación, cuando creemos que el hombre, en sus  destinos  temporales  o  futuros,  es  más importante que el Universo, que aquel enorme "légamo del valle" que cultiva y desprecia y al que niega la existencia de un alma por la sola razón, y sin que tenga otra más profunda, que la de no verla en acción.
Estas  fantasías,  y  otras  del  mismo  estilo, siempre  han  dado  a  mis  meditaciones  entre las  montañas  y  las  selvas,  por  los  ríos  y  el océano, un tinte de lo que la gente corriente no dejaría de considerar fantástico. Mis vagabundeos  por  tales  escenarios  naturales  han sido muchos, de largo alcance y de ordinario solitarios. Y el interés con que he errado por un valle profundo, o contemplado el cielo reflejado  en  numerosos  y  brillantes  lagos,  ha sido un interés grandemente aumentado por el pensamiento de que yo estaba perdido y lo observaba solo. ¿Qué charlatán francés fue el que dijo, refiriéndose al conocido trabajo de Zimmerman,  que  "La  solitude  est  une  belle chose; mais it faut quelqu'un pour vous dore que la solitude es une belle chase"? ("Ya verdad es muy bonita; pero es preciso que haya alguien que pueda decíroslo"). El epigrama no se  puede  contradecir;  pero  tal  necesidad  es una cosa que no existe.
Durante  uno  de  mis  paseos  solitarios,  en medio de una región muy distante, encerrada entre montañas, con tristes ríos y lagos melancólicos  que  serpenteaban  o  dormían,  me hallé  por  casualidad  ante  un  río  en  el  que había una isla. Corría el frondoso mes de junio, y me tumbé sobre el césped, debajo de las ramas de un oloroso y desconocido arbusto,  quedándome  adormecido  mientras  contemplaba el paisaje. Sentí que aquélla era la única forma en que podía hacerlo; tal era el carácter fantasmagórico que ofrecía.
Por todos lados -salvo en el oeste, donde el sol estaba  casi a punto de  ocultarse-  se elevaban  las  murallas verdes  del  bosque.  El pequeño  río,  que  describía  una  curva  muy cerrada en su curso y de este modo se ocul-taba inmediatamente a mi vista hacía el este, parecía que no podía salir de su prisión sino para ser absorbido por el follaje de los árboles, mientras que por el lado opuesto (así me pareció  mientras  yacía  en  el  suelo,  con  la mirada hacia arriba) caía en el valle silenciosamente y de forma continua una rica cascada dorada y purpúrea, lanzada por las fuentes del cielo, allí por donde se pone el sol.
A mitad del camino, dentro de la pequeña perspectiva  que  alcanzaba  mi  mirada,  reposaba en el seno de la corriente una pequeña isla circular, profundamente llena de verdor.
"Tan  fundidas  las  riberas  y  las  sombras que todo parecía suspendido en el aire".
El agua cristalina era tan semejante a un espejo  que  era  casi  imposible  decir  en  qué punto  de  la  orilla  esmeralda  comenzaba  su transparente dominio. Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las extremida-des este y oeste de la isla, y observé en sus aspectos  una  diferencia  singularmente  marcada. La parte oeste era un radiante harén de floridas bellezas. Brillaba y enrojecía bajo la mirada del sol y reía desmayadamente a través de sus flores. La hierba era corta, flexible y aromática, salpicada de asfódelos. Los árboles eran jóvenes, risueños, erguidos, esbeltos  y  graciosos,  orientales  por  el  follaje  y forma,  con  corteza  lisa,  lustrosa  y  parcialmente  coloreada.  Por  todas  partes  parecía flotar  un  sentimiento  de  felicidad  y  vida;  y aunque  no  soplaba  viento  alguno,  todo  se movía, agitado por el suave balanceo de incontables mariposas, a las que podía confundirse con tulipanes alados.
El otro extremo de la isla, el oriental, estaba sumido en una sombría negrura. Una neblina de melancolía, todavía hermosa y reposada,  envolvía  todas  las  cosas.  Los  árboles eran de un color oscuro, de lúgubre forma y aspecto, retorciéndose en figuras tristes, solemnes y espectrales, que traían a la mente ideas  de  pesar  mortal  y  muerte  prematura.
La hierba tenía el tinte profundo de los cipreses y las puntas de sus briznas colgaban lánguidamente, y entre ellos se elevaban, aquí y allá,  muchos  toscos  montículos,  bajos  y  estrechos,  no  demasiado  largos,  que  tenían  el aspecto de tumbas, aunque, desde luego, no lo eran, si bien trepaban por todas las partes de su superficie las matas de ruda y de rome-ro. La sombra de los árboles caía pesadamente sobre  el agua y parecía quedar allí enterrada, impregnando de oscuridad las profundidades del líquido elemento.
Imaginé  que  cuando  el  sol  bajara  más  y más,  cada  sombra  se  sepa-raría  con  gesto huraño del tronco que le daba vida, y así de este  modo  sería  absorbida  por  la  corriente, en tanto que otras sombras nacerían a cada momento  de  los  árboles,  ocupando  el  lugar de sus difuntas predecesoras.
Una vez que esta idea tomó cuerpo en mi imaginación, excitó a ésta en grado  sumo y me quedé extraviado en otros ensueños. "Si alguna vez hubo una isla encantada -me dije a mí mismo, ésta es una de ellas". Éste es el lugar de unas cuantas hadas gentiles que sobreviven a la destrucción de su raza. ¿Serán  suyas  estas  tumbas  verdes?  ¿O,  por  el contrario,  entregan  ellas  sus  dulces  existencias del mismo modo que la humanidad deja las  suyas?  ¿Será  acaso  su  muerte  una  consunción melancólica? ¿Entregarán a Dios poco a poco su existencia, como los árboles entregan sus sombras una tras otra, agotando su sustancia lentamente, hasta la disolución? Lo que el árbol decadente es para el agua que embebe  su  sombra,  ennegreciéndose  cada vez más a medida que devora su presa. ¿No será lo que la vida de las hadas pueda ser a la muerte que las consume?"
Cuando  así  meditaba, con  los  ojos  medio cerrados,  mientras  el  sol  se  hundía  rápidamente hacia su ocaso y la mortecina corriente iba  deslizán-dose  alrededor  de  la  isla,  arrastrando en su seno grandes, resplan-decientes y blancas tiras que se habían desprendido de los sicómoros -tiras que una ardiente imaginación  podría  convertir,  gracias  a  las  múlti-ples posiciones que adoptaban sobre el agua, en  lo  que  le  agradara-;  mientras  de  este modo  soñaba,  me  pareció  que  la  figura  de una de esas hadas con quienes yo había soñado salía lentamente del extremo  oeste de la isla, internándose en las tinieblas. Iba erguida en una singular y frágil canoa y la movía  con  un  simple  remo  fantasmal.  Mientras estuvo sometida a la influencia de las rayos del sol, su actitud parecía indicar alegría, pero se alteró por la angustia cuando pasó a la zona  de  las  sombras.  Lentamente  fue  deslizándose y al final rodeó la isla y volvió a pe-netrar en la zona de luz. "La vuelta que acaba de  dar  el  hada  -continué  musitando  en  mi interior-es la vuelta de un breve año de su vida. Ha flotado a través del invierno y a través del verano. Ella está un año más cerca de la  muerte,  pues  yo  he  podido  ver  cómo, cuando se acercaba a la zona tenebrosa, su sombra se desprendía de ella y era absorbida por  el  agua  oscura,  haciendo  ésta  todavía más negra".
De nuevo apareció el bote con el hada; pero en la actitud de ésta había más de cuidado y de incertidumbre y menos de extática alegría. De nuevo flotó desde la luz a la oscuridad (que se acendraba por momentos) y de nuevo  su  sombra,  desprendiéndose  de  ella, caía en las aguas de ébano y era absorbida por ellas. Una vez y otra describió el circuito alrededor de la isla (mientras el sol se precipitaba en su caída); y cada vez que salía a la luz se observaba mayor pesar en su persona; tornábase más débil, más abatida y más desdibujada; y cada vez que se internaba en la oscuridad  se  le  desprendía  una  sombra  de progresiva negrura. Finalmente, cuando el sol había  desaparecido  por  completo,  el  hada, puro fantasma de sí misma, penetró desconsoladamente con su barca en la región del río de ébano. No puedo decir si volvió a salir de allí, pues la oscuridad cubrió todas las cosas y ya no volví a contemplar su mágica figura.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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