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viernes, 20 de diciembre de 2013

La mascara de la muerte roja

La Muerte Roja había despoblado durante largo tiempo la comarca. Jamás hubo peste tan fatal, tan horrorosa. Su avatar era la sangre, lo rojo y la fealdad de la sangre. Eran unos dolores agudos, un vértigo repentino y después un sudor abundante por los poros y la disolución del ser. Unas manchas rojizas en el cuerpo y especialmente en la cara de la víctima la desechaban de la humanidad y le negaban todo socorro y toda simpatía. La invasión, el progreso, el resultado de la enfermedad, todo esto era cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus do-minios estuvieron medio despoblados, reunió un millar de amigos vigorosos y alegres de corazón, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y se arregló con ellos un retiro impenetrable en una de sus abadías fortificadas. Era una vasta y magnífica construcción, creación del Príncipe, de un gusto original y, sin embargo, grandioso. Un ancho y ele­vado muro la rodeaba. Este muro tenía unas puertas de hierro. Los cor­tesanos, una vez que hubieron entrado, se sirvieron de hornillos y de sólidas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron fortificarse contra los impulsos de la desesperación exterior y cerrar toda salida a los frenesíes de la interior. La abadía fue abastecida con largueza. Gracias a estas pre­cauciones, los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior ya se arreglaría como pudiese. Entre tanto, era una locura afligirse o pen­sar en él. El Príncipe había provisto con toda clase de placeres aquella mansión. Había bufones, improvisadores, bailarinas, músicos y lo bello en todas sus formas; había vino. Allí dentro había todas estas cosas y la seguridad. Afuera, la Muerte Roja.
Fue hacia finales del quinto o sexto mes de encierro, mientras la plaga hacía estragos con más rabia afuera, cuando el príncipe Próspero obsequió a sus mil amigos con un baile de disfraces de la más insólita magnificencia.
¡Qué cuadro más voluptuoso el de aquella mascarada! Pero antes permitidme describiros los salones donde tuvo lugar. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios, estas series de salones forman lar­gas perspectivas en línea recta, cuando las puertas están abiertas de par en par, de modo que la mirada se hunde hasta el final sin obstáculo. Allí el caso era muy diferente, como era de suponer por parte del Príncipe, dada su grandísima predilección por lo original. Los salones estaban tan irregular-mente dispuestos que la mirada sólo podía alcanzar uno cada vez. Pasado un espacio de veinte o treinta yardas había una brusca revuelta y a cada codo un nuevo aspecto. A derecha y a izquierda, en medio de cada muro, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corre­dor cerrado que seguía las sinuosidades de la estancia. Cada ventana estaba hecha con cristales de colores, en armonía con el tono predomi­nante en los decorados del salón sobre el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba tapizado de azul y las ventanas eran de un azul fuerte. La segunda pieza estaba adornada y tapizada de púrpura, y las vidrieras eran púrpuras. La tercera, completamente verde, y verdes sus ventanas. La cuarta, decorada en anaranjado, estaba ilumi­nada por una ventana anaranjada; la quinta, blanca; la sexta, violeta. El séptimo salón estaba rigurosa-mente sepultado en colgaduras de tercio­pelo negro, que cubrían todo el techo y las paredes y que caían en pesa­dos pliegues sobre un tapiz de la misma tela y de igual color. Pero en esta habitación únicamente el color de las ventanas no correspondía con el del decorado. Los cristales eran escarlatas, de un intenso color de sangre.
Ahora bien, en cada uno de estos salones, entre los adornos de oro esparcidos aquí y allá o colgados del artesonado, no se veía ninguna lámpara ni ningún candelabro. Ni luces ni velas; ninguna luz de esa clase en aquella larga tirada de habitaciones. Pero en los corredores que les servían de cerca, precisamente enfrente de cada ventana, se levantaba un enorme trípode con un fuego intensísimo que proyectaba sus rayos a través de los cristales de color y que iluminaba el salón de una manera deslumbrante. Así se producía una multitud de aspectos variadísimos y fantásticos. Pero en el salón del poniente, el salón negro, la luz de la hoguera que caía sobre las colgaduras negras, a través de los cristales sangrientos, era espantosamente siniestra y daba, a los rostros de los imprudentes que allí entraban, un aspecto tan extraño que muy pocos bailarines tenían valor para poner los pies en su mágico recinto. También en ese salón era donde se levantaba, apoyado sobre el muro del poniente, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un tic tac sordo, pesado, monótono, y, cuando la aguja había dado la vuelta a la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máqui­na un sonido claro, brillante, profundo y excesiva-mente musical, pero de una nota tan singular y de una energía tal que de hora en hora los músi­cos de la orquesta se veían precisados a interrumpir por un momento sus acordes para oír la hora; los que valsaban tenían que cesar forzosamen­te en sus evoluciones; una turbación momentánea invadía a toda la ale­gre reunión y, mientras sonaba la campana, se notaba que los más locos palidecían y que los de más edad y los más sensatos se pasaban las manos por sus frentes, como en una meditación o en un sueño febril. Pero en cuanto el eco se había desvanecido por completo, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión; los músicos se miraban unos a otros, son­riéndose de sus nervios y de su locura, y jurándose por lo bajo que las próximas campanadas no producirían en ellos la misma emoción, y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que compren­den los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, llegaba una nueva campanada del reloj fatal, había la misma turbación, el mismo estremecimiento, los mismos ensueños.
Pero, a pesar de todo esto, era aquélla una alegre y magnífica orgía. El gusto del Príncipe era muy singular. Tenía una vista infalible en lo referente a colores y efectos. Despreciaba los decora de moda. Sus pro­yectos eran temerarios y salvajes y sus concepciones brillaban con bár­baro resplandor. Muchas personas lo hubiesen tomado por loco. Sus cortesanos bien comprendían que no lo estaba. Pero había que oírlo, verlo y tocarlo para convencerse de ello.
Con motivo de aquella gran fiesta había dirigido en gran parte el decorado mobiliario de los siete salones y su propio gusto había elegido el estilo de los disfraces. Seguramente eran creaciones grotescas. Resul­taba deslumbrador, brillante; había algo de chocante y de fantástico, mucho de lo que se vería después en Hernani. Había figuras verdadera­mente árabes ataviadas absurdamente, concebidas con incongruencia; fantasías monstruo-sas como la locura; había cosas bellas, cosas licencio­sas, cosas extravagan-tes en gran cantidad, unas cuantas terribles, y cosas repugnantes a granel. En resumen, era una multitud de sueños que se pavoneaban, aquí y allá, en los siete salones. Y aquellos sueños se con­torsionaban en todos sentidos, tomando el color de las habitaciones, y se hubiera dicho que tocaban la música con los pies y que los extraños acordes de la orquesta eran el eco de sus pasos.
Y de vez en cuando se oye sonar el reloj de ébano del salón de ter­ciopelo. Y entonces, por un momento, todo se detiene, todo calla, menos la voz del reloj. Se hielan los sueños, paralizados en sus posturas. Pero los ecos de la campana se desvanecen, no han durado más que un instante, y, apenas han desaparecido, cuando una ligera hilaridad mal reprimida circula por todos lados. Y la música se eleva de nuevo y los sueños reviven y se retuercen aquí y allá más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas, a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en la estancia que está allá, al poniente, ninguna máscara se atreve ya a aventurarse, pues la noche avanza y una luz cada vez más roja pasa por los cristales de color de sangre, y la negrura de los tapices fúnebres es aterradora, y, al aturdido que pisa el tapiz fúnebre, le envía el reloj de ébano una campanada más pesada, más solemnemente enérgica que la que hiere los oídos de las máscaras que giran y regiran en el alejado abandono de los otros salones.
En cuanto a éstos, estaban rebosantes de gente, y el corazón de la vida latía allí febrilmente. Y la fiesta seguía en pleno arrebato, cuando al fin se elevó el sonido de la medianoche en el reloj. Entonces, como ya he dicho, la música se detuvo; el girar de los bailarines se suspendió; una angustiosa inmovilidad lo paralizó todo igual que antes. Pero el timbre del reloj tenía que tocar esta vez doce campanadas; así, pues, acaso haya todavía más profundidad en las meditaciones de los que pensaban entre aquella multitud festejadora. Y, quizá debido a eso mismo, varias perso­nas entre aquella multitud, antes de que los últimos ecos de la postrer campanada estuviesen ahogados en el silencio, habían tenido tiempo para percatarse de la presencia de una máscara que hasta entonces no había llamado para nada su atención. Y habiéndose comunicado la noti­cia de esta intrusión en un cuchicheo a la redonda, se elevó en toda la concurrencia un zumbido, un murmullo significativo de asombro y de reprobación, y finalmente de terror, de espanto y de repulsión.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito era preciso una aparición muy extraordinaria para causar tal sensación. La libertad carnavalesca de aquella noche era, eso sí, casi ilimitada, pero el perso­naje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y pasa­do los límites complacientes, sin embargo, de la moralidad impuesta por el Príncipe. Hay en los corazones de los más apáticos cuerdas que no se dejan tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, hasta en aque­llos para quienes la vida y la muerte son siempre un juego, hay cosas con las que no puede jugarse. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profunda-mente el mal gusto y la inconveniencia de la conducta y del traje del desconocido. El personaje era alto y descarnado y estaba envuelto en un sudario desde la cabeza hasta los pies. La careta que le tapaba el rostro representaba tan admirable-mente la fisonomía rígida de un cadáver que el análisis más minucioso hubiese descubierto con difi­cultad el artificio. Y sin embargo, todos aquellos locos alegres hubiesen quizá soportado y hasta aprobado aquella broma desagradable. Pero la máscara se había atrevido a adoptar hasta el tipo de la Muerte Roja. Su traje estaba manchado de sangre y su ancha frente, así como sus demás facciones, estaban salpicadas con el espantoso escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura de espectro que con pausado movimiento, solemne, enfático, como para representar mejor su papel, se paseaba entre los bailarines, se lo vio convulso en el primer momento por un violento estremecimiento de terror o de repugnancia, pero luego su frente enrojeció de cólera:
-¿Quién se atreve -preguntó con voz ronca a los cortesanos, de pie a su alrededor-, quién se atreve a insultarnos con esta ironía blas­fematoria? Apoderaos de él y desenmascaradlo para que sepamos a quién vamos a colgar de las almenas en cuanto salga el sol.
Era en el salón del este o cámara azul donde se hallaba el príncipe Próspero cuando pronunció estas palabras. Resonaron fuerte y clara­mente a través de los siete salones, pues la música se había parado a una señal de su mano.
Era en la cámara azul donde estaba el Príncipe con un grupo de páli­dos cortesanos en torno suyo. Al principio, mientras hablaba, hubo en el grupo un ligero movimiento de avance hacia el intruso, que estuvo durante un momento casi a su alcance y que ahora con un paso delibe­rado y majestuo-so se acercaba cada vez más al Príncipe. Pero debido a cierto terror indefini-do que la audacia insensata del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, no hubo nadie que se atreviese a ponerle la mano encima; así al no encontrar ningún obstáculo cruzó a dos pasos de la persona del Príncipe, y mientras que la inmensa asam­blea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro hasta los muros, él prosiguió su camino sin interrupción, con aquel mismo paso solemne y mesurado que lo había caracterizado desde el principio, desde la cámara azul a la cámara púrpura, de ésta a la cámara verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca y de ésta a la violeta, antes de que hubiesen hecho un movimiento decisivo para detenerlo.
Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, exaspera­do de rabia y de vergüenza por su cobardía momentánea, se lanzó preci­pitadamente a través de seis cámaras, sin que nadie lo siguiese, pues un terror mortal se había apoderado de todo el mundo. Blandía un puñal desenvainado y se había acercado impetuosa-mente a una distancia de tres o cuatro pies del fantasma que se batía en retirada, cuando este últi­mo, llegado al final del salón de terciopelo, se volvió bruscamente e hizo frente a su perseguidor. Sonó un grito agudo y el puñal se deslizó relam­pagueante hasta el fúnebre tapiz sobre el cual caía muerto el príncipe Próspero un segundo después.
Entonces, invocando el valor impetuoso de la desesperación, un tro­pel de máscaras se precipitó a un mismo tiempo en la negra estancia y atrapando al desconocido, que se mantenía inmóvil y erguido como una gran estatua, en la sombra del reloj de ébano, se sintieron sofocados por un terror indecible, al ver que bajo el sudario y la mascarilla cadavérica no se alojaba ninguna forma palpable.
Reconocieron entonces la presencia de la Muerte Roja. Había llega­do como un ladrón nocturno. Y todos los invitados cayeron uno por uno en los salones de la orgía, inundados de un rocío sangriento, y cada uno de ellos murió en la postura desesperada de su caída.
La vida del reloj de ébano desapareció con la del último de aquellos seres alegres. Las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las tinieblas, la ruina y la Muerte Roja establecieron sobre todas las cosas su ilimitado imperio.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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