En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles
Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo
de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho sea
de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y
luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que
había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de
composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de
acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado
entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún
procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno
de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la
pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del
desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de
causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general
tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea
por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona
una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien,
en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes
que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir
las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un
resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe
ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la
originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un
medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables
efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o,
hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba
elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un
vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los
incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono
particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes;
luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de
aconteci-mientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en
cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito
por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha
progre-siva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término
definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al
público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la
causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente
los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie
de sutil frenesí o de intuición extática; experimenta-rían verdaderos
escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón,
para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La
verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a
veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a
mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser
de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las
dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas,
los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los
escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites
que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión
literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en
que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde
llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron
seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de
hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de
todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o
reconstrucción, que e ha considerado como un desiderátum en literatura, es
enteramente indepen-diente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se
me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de
mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito
en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición
ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la
misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética,
prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació
la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el
gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una
obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos
resignar-nos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad
de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre
ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la
totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar
a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso
hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida
de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos
considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas
cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema
no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por
una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración.
Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura
prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de
depresio-nes. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva,
carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o
unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un
límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente,
en ciertos géneros de prosa, como Robinson
Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado:
sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite,
la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del
mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro
modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las
almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una
relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto,
cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así
como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y
por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea
para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente
ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una
impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a
través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de
lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me
entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo
bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para
presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado
a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se
encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando los
hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se
supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación
del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de
la contem-plación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el
ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos
deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados
con los medios más apropiados para ello -ya que ningún hombre ha sido aún bastante
necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente
al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del
intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles
de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al
alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una
familia-ridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radical-mente
contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o
el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno
deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema,
incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para
potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el
auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al
objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la
nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia,
conside-rando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es
el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi
siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que
ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en
su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas
sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de
mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que
pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que
toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la
introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de
arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto -entendiendo
este término en su sentido escénico-, no podía escapár-seme que ninguno había
sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste
bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad
de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en
cuanto susceptible de perfeccio-namiento; y pronto advertí que se encontraba
aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no
sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la
impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en
la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de
repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo,
permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando
continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de
efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando
que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza
de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia,
era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido
una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase
un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría pro-porcionada
a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como
estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el
carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división
del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo
constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante
conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y
susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron
inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más
vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A
continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio
tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo
había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera
sido imposible no dar con la palabra nevermore
(nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para
emplear continua-mente la palabra nevermore?
Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una
razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan
sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser
proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar
la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a
repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable
y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un
loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también
está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono
deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo.
¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema
de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente.
Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los
puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según
lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y,
¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético?
Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse
fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una
mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo;
y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema
es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que
llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas,
sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el
único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo
que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me
percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había
de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en
la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el
amante, a la que respondería el cuervo: nevermore;
que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar
común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía,
y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia
por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama
siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y
lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente
interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la
superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia
tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave
(que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido
mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de
aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa
por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho,
que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta
final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore
sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena
de dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo
por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente
en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer
la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero
profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que
ambos adoramos, di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano podrá
besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor, besar a una preciosa y
radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!."
Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el
grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su
gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término,
para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general
de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna
aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que
debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias
más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin
ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi
primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me
resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad
en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca
posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y
estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca
en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de
una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de
instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente;
y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de
invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios
idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en
el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso
octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al
repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un
tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que
son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer
verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de
siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto,
también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se
consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de
manera que la originalidad de El cuervo
consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el
presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de
lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia
mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por
una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era elmodo de establecer la
comunica-ción entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión
consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar
espontánea-mente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he
estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un
espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece
la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni
que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de
la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en
una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido
allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de
satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis
verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir
entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable.
Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra
el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar
la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de
colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante,
que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la
ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera
tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad;
también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el
interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para
establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea
del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un
busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición
del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de
Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del
contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso,
conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo
cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un
tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un
minuto; pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.
En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:
Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su
postura y la severidad de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote
ni cimera, ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido
de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche
plutónica".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".
Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan
fácilmente la palabra, si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió
de mucho; porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo el
ver a un ave encima de la puerta de su habitación, a un ave o una bestia sobre
un busto esculpido encima de la puerta de su habitación, llamarse un nombre tal
como "¡Nunca más!".
Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar
el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia
en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:
Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no
profirió..., etc.
A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve
nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de
una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos
antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón.
Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como
finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia
una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y
directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en
el jamás del cuervo en respuesta a
la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?, puede
considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple
narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo
explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario,
la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una
ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido
por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero
el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente
suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en
voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona
ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le
inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse,
así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que
la respuesta inevitable, el intolerable "nunca
más", le proporcione la más horrible
secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he
designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente
en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta
aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea
la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen,
siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona
sensible. Dos elementos se exigen eterna-mente: por una parte, cierta suma de complejidad,
dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu
sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e
indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el
aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo
que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de
los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la
expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la
corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la
superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el
poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente.
La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos
versos:
Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de
mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".
Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón"
encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta,
jamás, disponen el espíritu a
buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado
anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser
emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con
nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y
eterno.
Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación; y
sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita; y la luz de la lámpara, que
le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo; y mi alma, fuera del círculo
de aquella sombra que yace flotando en el suelo, no podrá elevarse ya más,
¡nunca más!
1.011. Poe (Edgar Allan)
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