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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La conversacion de eiros y charmion

Te traeré el fuego.

Eurípides. Andrómaca.

EIROS.- iPor qué me llamas Eiros?

CHARMION.- Desde ahora te llamarás así. Debes olvidar también mi nombre terreno y llamarme Charmion.

EIROS.- Pero esto no es un sueño.

CHARMION.- Los sueños ya no existen para nosotros. Me alegra verte natural y razonador. La niebla de las sombras ha desaparecido de delante de tus ojos. Ten valor y nada temas. Los días de letargo que se te asignaron ya han pasado, y mañana yo mismo te llevaré hacia los place­res y maravillas que te esperan en tu nueva existencia.

EIROS.- Es verdad, no me siento aletargado en absoluto. El extraño malestar y la terrible oscuridad me han abandonado y ya no oigo ese espantoso sonido semejante al de las voces del mar. Pero mis sentidos se encuentran turbados, Charmion, ante lo nuevo.

CHARMION.- Unos días bastarán para que todo eso desaparezca; te comprendo y me pongo en tu caso. Hace diez años tuve que sufrir lo mismo que tú sufres, pero, a pesar del tiempo pasado, el recuerdo per­manece aún conmigo. Mas ya has padecido todo el dolor que habías de padecer en Aidenn.[i]

EIROS.- En Aidenn?

CHARMION.- Eso es.

EIROS.- ¡Ten piedad de mí, Charmion! Me siento abrumado por la majestad de todo esto, de lo desconocido que ahora conozco, del dudo­so Futuro convertido en el augusto y seguro Presente.

CHARMION.- No pienses en tales cosas ahora. Mañana hablaremos sobre ellas. Tu mente está indecisa y su agitación encontrará remedio en el recuerdo de las cosas simples. No mires a tu alrededor ni hacia ade­lante, sino atrás. Estoy deseoso de conocer los detalles de ese hecho extraordinario que hizo que vinieses a nosotros. Cuéntame. Converse­mos sobre asuntos hogareños en el lenguaje familiar de ese mundo que ha desaparecido tan espantosa-mente.

EIROS.- Espantosamente! ¡Entonces, no es un sueño!

CHARMION.- Los sueños no existen más. ¿Lamentaron mucho mi muerte, Eiros?

EIROS.- Oh, sí, Charmion, te lloramos profundamente! Hasta la última hora en absoluto, una melancolía y tristeza intensas reinaban en tu casa.

CHARMION.- Habla, habla de esa "última hora en absoluto". Recuerda que, fuera del hecho mismo de la catástrofe, nada sé. Cuando, abandonando la Humanidad, pasé de la Tumba a la Noche, si bien recuerdo, la calamidad que tanto te ha afligido no había sido ni siquiera sospechada. A decir verdad, poco conocía yo de la filosofía contempla­tiva de mi época.

EIROS.- Este desastre mismo, como tú dices, no había sido antici­pado, pero los astrónomos habían estudiado la probabilidad de catástro­fes similares. No necesitaría decirte, amiga mía, que, aun cuando tú nos abandonaste, los hombres habían llegado a interpretar esos pasajes de diversas escrituras sagradas en los que se habla de la destrucción final de todas las cosas por medio del fuego procedente de la tierra misma. Pero los humanos se hallaban desconcertados desde que la astronomía des­cubrió que los cometas no ofrecían peligro de fuego y, por lo tanto, no se pudo calcular con mucha anterioridad cuándo se produciría la destruc­ción. Se había establecido la moderada densidad de los cometas; tam­bién se observó que pasaban por entre los satélites de Júpiter sin causar alteración notable en las masas o en las órbitas de esos planetas secun­darios. Considerábamos esos cuerpos como creaciones tenues de vapor incapaces de hacer daño alguno a nuestro sólido mundo, aun en el caso de que se produjera un contacto. No se temía éste, por lo demás, porque se conocían los elementos de los cometas. Hasta llegó a tratarse de ridí­cula e infundada la idea de que se creyese probable la destrucción por el fuego. Pero, últimamente, las concepciones extrañas fueron corrientes en la Tierra y, a pesar de que ese temor reinaba entre algunos pocos igno­rantes, el anuncio que hicieron los astrónomos sobre la proximidad de un cometa fue recibido con cierto desasosiego y desconfianza.
Se analizaron los elementos de ese cuerpo extraño y todos los obser­vadores aseguraron que el perihelio llegaría a estar cerca de la Tierra. Dos o tres astrónomos de no mucha fama declararon que el contacto era inevitable; no puedo describirte el efficto de dicha declaración sobre la gente. Durante algunos días no creyeron los hombres en una afirmación que su inteligencia, empleada por tanto tiempo en asuntos puramente mundanos, no podía concebir en forma alguna. Pero la verdad de un hecho tan vital e importante pronto llega al entendimiento de todos, aun al de los más impasibles. Por fin la gente vio que la astronomía no mentía y esperó el cometa. Su acercamiento, al principio, no pareció rápido ni siquiera tenía un aspecto poco común; era de color rojo oscu­ro y apenas tenía una pequeñí-sima cola. Durante siete u ocho días no notamos un aumento material en su diámetro, pero sí una alteración parcial de color. Mientras tanto, se olvidaron los asuntos ordinarios y todo el interés se concentró en discusiones sobre la naturaleza del come­ta. Hasta los más ignorantes se dedicaban a hablar sobre ese tema. Los sabios no ponían su inteligencia, su alma, al servicio del apaciguamien­to del temor o al de la defensa de la teoría preferida. Anhelaban y bus­caban lo real; deseaban ansiosamente una sabiduría perfeccio-nada. La Verdad surgió en toda su fuerza y majestad, y los sabios se inclinaron ante ella y la adoraron. '
Poco a poco perdía adeptos entre los sabios la opinión de que el temido contacto causaría un daño material a la Tierra o a sus habitan­tes, y eran sabios los que gobernaban la razón y la imaginación de las gentes. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era menor que la del gas más liviano de la Tierra; se insistió sobre el paso de un visi­tante similar por entre los satélites de Júpiter que no había producido ningún disturbio; esto sirvió para aquietar los temores. Los teólogos, con un fervor nacido del miedo, consideraban las profecías bíblicas y las explicaban a la gente con una simplicidad y rectitud desconocidas hasta entonces. Existía por todas partes la convicción de que la destrucción de la Tierra sería causada por el fuego, aprensión que era en gran parte dese­chada por el conocimiento de que los planetas no son de fuego. Es de hacer notar que los prejuicios populares con respecto a las pestes y gue­rras, prejuicios que reinaban cada vez que aparecía un cometa, no se manifestaron esta vez, como si en un gran esfuerzo la razón hubiese expulsado la superstición de su trono. La inteligencia más débil había tomado fuerza del excesivo interés.
Los daños menores que podían surgir del contacto eran temas de muchas discusiones. Los sabios hablaban de pequeños disturbios geoló­gicos, de alteraciones en el clima y, lógicamente, en la vegetación, de influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que no se produ­ciría ningún efecto visible o perceptible. Mientras las discusiones conti­nuaban, el cometa se iba acercando, con un diámetro cada vez mayor y color más brillante. La humanidad empalidecía a medida que se acerca­ba, todas las actividades se suspendieron.
Hubo un momento en que el cometa alcanzó un tamaño mayor que el de cualquier otro; los hombres, descartando toda ilusión de que los astrónomos estuviesen en lo cierto, experimentaron la certeza del mal. Desapareció el aspecto quimérico de su terror. Los corazones de los miembros más valerosos de nuestra raza latían violentamente en sus pechos. Unos pocos días bastaron para combinar esos sentimientos con otros más insufribles. No podíamos considerar el extraño cuerpo tal cual habíamos considerado otros similares en ocasiones anteriores porque era distinto. Habían desaparecido sus atributos "históricos", sentíamos que cierta emoción nueva nos oprimía. Ya no lo veíamos como un fenóme­no astronómico en el cielo, sino como una pesadilla en nuestro corazón y una sombra en nuestro cerebro. Había llegado a convertirse, con rapi­dez extraordinaria, en un gigantesco manto de llamas que se extendía sobre el horizonte.
Pasó un día así y los hombres respiraron con más tranquilidad. Era evidente que estábamos bajo la influencia del cometa y, sin embargo, vivíamos. Hasta llegamos a sentir una extraña elasticidad en nuestro cuerpo y gran vivacidad en la mente. La gran sutileza del objeto de nues­tros temores era bien notable, pues todos los cuerpos celestes se podían ver a su través. Mientras tanto la vegetación había cambiado, y volvimos a confiar, por esta circunstancia, en la profecía de los sabios. Cada plan­ta se cubrió de un follaje denso, de color verde vivo, como nunca habí­amos visto antes.
Pasó otro día y el desastre no nos había alcanzado aún. Era eviden­te que el núcleo sería lo que primero nos había de alcanzar. Todos los hombres sufrieron grandes cambios y el primer sentido de dolor fue la señal para que comenzaran los lamentos y los terrores. Consistía ese dolor en cierta horrible opresión del pecho y de los pulmones, y en una insufrible sequedad de la piel. No podía negarse que la atmósfera se encontraba radicalmente alterada; los temas de discusión pasaron a ser, pues, la composición de esa atmósfera y las posibles modificaciones a que estaba sujeta. Los resultados de la investigación causaron intenso terror en el corazón humano.
Se sabía que el aire que nos rodeaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en la proporción de veintiuna partes de oxígeno por setenta y nueve de nitrógeno. El oxígeno, principio de la combustión y medio del calor, era imprescindible para la vida animal y, a la vez, el agente más poderoso y enérgico de la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, no bastaba para sustentar la vida animal o la llama. Es incuestionable que un exceso anormal de oxígeno provocaría en grado proporcional la exal­tación de la energía, como ya se vio anteriormente. Fue la suposición de lo que ocurriría en caso de una desaparición total del nitrógeno lo que nos llenó de temor. Lógicamente el resultado sería una combustión inmediata, terrible y completa de la tierra; es decir, se cumplirían en todos sus detalles las espantosas profecías del Libro Sagrado.
¿Para qué describir, Charmion, el extravío de la humanidad? La misma sutileza del cometa que antes nos había llenado de confianza era la causa de nuestra desesperación; veíamos en ella la consumación del Destino. Pasó otro día llevándose con él la última sombra de la Espe­ranza. Nos costaba respirar en esa atmósfera rarificada, la sangre latía a golpes en los vasos. Un delirio poseía a todos los hombres, que con los brazos rígidos, extendidos hacia el cielo, temblaban y emitían gritos de­sesperados. Pero el núcleo destructor estaba ya sobre nosotros; aun ahora, en Aidenn, me estremezco al recordarlo. Permíteme que sea breve, tan breve como el desastre abrumador. Por un momento se vio sólo una luz vivísima que alumbraba todos los objetos. Entonces -incli­némonos, Charmion, ante la majestad divina, entonces se oyó un grito potente, como si proviniese de su garganta. Y la masa de éter en la que existíamos se convirtió en una intensa llama de un brillo y calor tales que ni los ángeles del cielo podrían describirlos con palabras. Así acabó todo.

1.011. Poe (Edgar Allan)





[i] Aidenn, del árabe Adn, `Paraíso'.

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