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viernes, 20 de diciembre de 2013

Manuscrito encontrado en una botella

Quien no tiene más que un momento para vivir no tiene nada que disimular.

Quinault, Atys.

De mi país y de mi familia poco tengo que decir. El mal trato y el pasar de los años me han separado de uno y hecho un extraño a la otra. Una riqueza heredada me aseguraba una educación poco común y mi dispo­sición contem-plativa me permitía ordenar las reservas almacenadas por un estudio temprano. Por sobre todas las cosas me gustaban los trabajos de los moralistas alemanes, no por mi mal aconsejada admiración hacia su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis austeros pensa­mientos me permitían descubrir sus mentiras. Muchas veces se me ha reprochado la aridez de mi genio; mi falta de imaginación se me ha echa­do en cara como si fuese un crimen y el escepticismo de mis opiniones ha hecho que yo siempre llame la atención. En verdad, temo que una mar­cada preferencia por la filosofía materialista me haya hecho incurrir en un error muy común en esta época; me refiero a la costumbre de atribuir cualquier hecho a los principios de esa ciencia. En general, puedo decir que no hay persona menos propensa que yo a ser apartada de la verdad por los fuegos fatuos de la superstición. Me parece conveniente hacer esta salvedad para que la increíble historia que voy a narrar no sea con­siderada como el desvarío de una imaginación, sino como la experiencia de una mentalidad para la cual las imágenes de la fantasía no han sido más que letra muerta.
Después de mucho tiempo de haber viajado por el extranjero, zarpé el año 18... del puerto de Batavia, de la rica y populosa isla de Java, hacia el archipiélago de las islas Sunda. Iba como pasajero y mi único motivo para ese viaje era una especie de desasosiego nervioso que me perseguía como un monstruo.
El nuestro era un hermoso barco de unas cuatrocientas toneladas, trincado con cables de cobre, que había sido construido en Bombay con madera de teca.
Llevaba una carga de algodón y aceite de las islas Laquedivas. Tam­bién había a bordo bonote, azúcar de palma, ghee[1], cocos y algunas cajas de opio. La carga estaba mal repartida y, en consecuencia, el equilibrio del barco no era perfecto.
Nos hicimos a la vela cuando apenas soplaba una leve brisa y duran­te muchos días permanecimos cerca de la costa de Java sin más inci­dente que rompiese la monotonía de nuestro viaje que el encuentro ocasional con algún barco costero del archipiélagp al cual nos dirigíamos.
Una tarde, mientras descansaba sobre la borda, observé hacia el noroeste una nube aislada de forma muy singular. Era digna de ser toma­da en cuenta, tanto por su color como por el hecho de ser la primera que se veía desde que habíamos partido de Batavia. La observé atentamente hasta la puesta del sol, momento en que se extendió hacia el este y el oeste, cercando el horizonte con una estrecha franja de vapor, lo que la hacía parecerse a la línea de una playa baja. Poco después me llamó la atención el color rojo oscuro de la luna y el extraño aspecto del mar. Parecía sufrir un rápido cambio y el agua estaba más transparente que de costumbre. A pesar de que se podía ver perfectamente el fondo, al echar la sonda descubrí que la profundidad era de quince brazas. La atmósfera estaba intolerablemente pesada, como cargada de exhalaciones similares a las que se desprenden de un hierro recalentado. Al cerrarse la noche, no soplaba el más leve viento; es imposible imaginar mayor calma. Una bujía ardía en la popa sin que su llama se moviese y, si se tenía un cabe­llo largo entre los dedos, no existía posibilidad alguna de que se produ­jese en él ningún movimiento. Sin embargo, el capitán dijo que no veía ningún síntoma de peligro y, como nos acercábamos a la costa, ordenó que se recogiesen las velas y se echase el ancla. A nadie se le había indi­cado que debía hacer la guardia, y la tripulación, compuesta en su mayo­ría de malayos, se acostó deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé, no sin presentir algún peligro. En realidad, todo parecía confirmar mis sospe­chas de que se avecinaba un tifón. Dije al capitán cuáles eran mis temo­res, pero no me hizo caso y ni siquiera se dignó contestarme. Yo estaba tan intranquilo que no podía dormir y a eso de la medianoche subí a cubierta; al poner el pie sobre el último escalón de la escala de toldilla, me sorprendió un ruido fuerte y zumbante parecido al que produce la rueda de un molino y, antes de que pudiera averiguar de dónde venía, un fuerte temblor sacudió todo el barco. Inmediatamente las olas nos arroja­ron contra la borda y, precipitándose sobre nosotros, barrieron las cubier­tas de popa a proa.
La furia del golpe fue, en verdad, la salvación del barco. A pesar de estar completamente anegado, pudo surgir pesadamente del mar y, tam­baleante, enderezarse por fin, aunque sus mástiles habían desaparecido por la borda.
Me es imposible decir por qué milagro escapé de la muerte. El golpe del agua me aturdió y, cuando volví en mí, me encontré apretado por el codaste y el timón. Pude pararme con gran dificultad y al mirar a mi alre­dedor me pareció que nos encontrábamos entre rompientes; tan terrible era el océano que, espumoso y formando montañas con sus olas, nos rodeaba por todas partes. Después de algunos instantes oí la voz de un anciano sueco que había viajado con nosotros desde Batavia. Le grité con todas mis fuerzas y en seguida se acercó, tambaleándose, a popa. Pronto descubrimos que éramos los únicos sobrevivientes de aquel desastre. Todos los que se encontraban en cubierta, con excepción de nosotros, habían sido llevados por las olas; el capitán y los pilotos debie­ron de morir mientras dormían, pues sus camarotes estaban llenos de agua. Sin ayuda, poco podíamos hacer para mantener el barco a flote y nuestros primeros esfuerzos fueron paralizados por el temor inmediato de irnos a pique. Como es de imaginar, nuestro cable se había cortado al primer soplo del huracán como si fuese hilo de envolver; de lo contra­rio, hubiésemos sucumbido. El barco se deslizaba velozmente por el mar, mientras las olas se cernían sobre nosotros. La armazón de la popa estaba destrozada por completo y, en general, la nave se hallaba en malas condiciones, pero afortunadamente descubrimos que las bombas no estaban tapadas y que el lastre no se había corrido mucho. Ya se había aplacado la furia primera del huracán y poco temíamos de la violencia del viento, pero esperábamos con ansia que cesara, pues sabíamos que en las condiciones en que estábamos íbamos a sucumbir no bien se pro­dujese la inevitable marejada que sobre-vendría. Mas este justo temor parecía no tener razón de ser; por cinco días y cinco noches -durante los cuales nuestro único alimento fue una pequeñísima cantidad de azú­car de palma conseguida con gran dificultad en el castillo de proa­nuestro barco navegaba a una velocidad imposible de calcular, impulsa­do por ráfagas de viento que, sin igualar la violencia primera del tifón, eran más fuertes y terribles que cualquier tempestad de las que yo haya sido testigo. Durante los cuatro primeros días nos dirigimos, con peque­ñas variantes, siempre hacia el sud-sudeste, y debimos de haber pasado cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día, el frío era extremo, a pesar de que el viento había cambiado algo y procedía de más al norte. El sol asomó con un extraño brillo y apenas se elevó algunos grados sobre el horizonte sin dar mayor luz. No se veían nubes, pero la furia del viento aumentaba. A eso del mediodía, por lo que pudimos calcular, nos llamó la atención el aspecto del sol. No daba propiamente luz, sino un resplandor apagado sin reflejos, como si todos sus rayos estuviesen pola­rizados. Poco antes de hundirse en el mar, su fuego central se extinguió de pronto, como si un poder sobrenatural lo hubiese apagado. Sólo quedó un borde pálido y plateado que desapareció en el insondable océano.
Esperamos en vano la llegada del sexto día: para mí todavía no ha llegado; para mi compañero nunca llegará. Desde entonces nos envolvió una oscuridad tan completa que era imposible ver un objeto a veinte pasos del barco. Nos rodeaba la noche eterna sin que nada la perturba­se, ni siquiera el brillo fosforescente del mar, al que estábamos acostum­brados en los trópicos.
Notamos que, a pesar de que la tempestad continuaba sin disminuir su furia, ya no se veía a nuestro alrededor la espuma que hasta entonces nos había acompañado. Todo lo que nos rodeaba eran espesas tinieblas, horror y un abrumador desierto de ébano. El terror supersticioso hizo presa del espíritu de mi compañero y yo mismo estaba posesionado por un mudo asombro. Ya no nos ocupábamos del barco, pues era inútil hacerlo, y, después de atarnos lo mejor que pudimos al resto del palo de mesana, observamos atenta y amargamente ese mundo de agua que nos rodeaba. Carecíamos de medios para calcular la hora y tampoco podía­mos saber cuál era nuestra posición. Con todo, bien nos dábamos cuen­ta de que habíamos llegado más al sur que cualquier navegante anterior y nos asombró no encontrar ningún bloque de hielo. Mientras tanto, cada minuto nos amenaza-ba con ser el último de nuestra vida, cada ola montañosa parecía apresurar-se por terminar con nosotros. La marejada era tan violenta que sobrepasaba todo lo que yo había imaginado como posible y fue un milagro que no nos ahogáramos en los primeros momen­tos. Mi compañero hablaba de la ligereza de nuestra carga y me hizo notar la excelencia del barco, pero yo empezaba a perder las esperanzas y a prepararme para la muerte, que, según mis cálculos, no tardaría más de una hora en llegar, sin que nada la detuviese, pues por cada milla que hacía el barco, el mar se volvía más y más agitado, más y más terrible en su oscuridad.
Había momentos en que respirábamos con ansia, cuando subíamos a mayor altura que el albatros; en otros casi perdíamos el sentido al des­cender vertiginosamente hacia un infierno de agua, donde el aire se hacía pesado y ningún ruido perturbaba el sueño del kraken[2].
Estábamos en el fondo de uno de estos abismos, cuando un grito de mi compañero rompió el silencio de la noche.
-¡Vea, vea! -gritó. ¡Dios Todopoderoso! ¡Vea, vea!
Al decir esto, noté un resplandor rojizo que bañaba los lados del precipicio en que nos hallábamos y que nos encegueció con la luz que arrojó a nuestra cubierta. Al dirigir mi mirada hacia arriba vi un espec­táculo que me heló la sangre. A una tremenda altura, justamente sobre nosotros y en el borde mismo de aquel precipicio, se balanceaba un gran barco de alrededor de cuatro mil toneladas. A pesar de encontrarse en la cresta de una ola cien veces mayor que él, su tamaño parecía exceder el de cualquier barco de línea o de la empresa de las Indias Occidenta­les. Su enorme casco era negro y carecía de las molduras que se encuen­tran comúnmente en otras naves. De sus troneras sobresalía una sola hilera de cañones de bronce cuyas superficies brillantes reflejaban la luz de numerosas linternas que se balanceaban colgadas del cordaje. Pero lo que más asombro y temor nos inspiraba era el hecho de que el barco pudiese navegar a toda vela en medio de ese mar sobrenatural y a mer­ced de aquel indomable huracán. Cuando lo descubrimos, sólo se podía ver su proa, pues estaba ascendiendo del tene-broso y horrible abismo que había detrás. Durante un instante de terror para nosotros se detuvo allí, en la cresta, se tambaleó y se nos vino encima con todo ímpetu.
No sé qué hizo presa de mi espíritu en ese momento. Vacilante e inseguro, llegué lo más cerca de la popa que me fue posible. Nuestro barco había cesado ya su lucha contra el mar y se hundía de proa. Por lo tanto, recibió la sacudida del otro barco en la parte que ya estaba bajo el agua, con lo cual, inevitablemente, yo fui arrojado sobre el cordaje de la extraña embarcación.
Al caer yo, el barco izó los estayes y viró; atribuyo a la confusión que siguió el hecho de que mi presencia no fuese notada por la tripula­ción. Con poca dificultad pude abrirme camino, sin ser visto, hasta la escotilla mayor, la que encontré un poco abierta, y pronto pude escon­derme en la bodega. No podría decir por qué procedí así. Una sensación indefinida de terror me poseía desde que había visto a los navegantes del barco y quizás ésta fuese la razón de mi escondimiento. No deseaba confiarme a personas que, por lo que pude ver, no parecían ofrecer muchas seguridades. Por eso creí prudente ocultarme en la bodega, lo que conseguí separando algunos maderos de tal modo que me sirvieron de refugio.
No bien había terminado este trabajo, unos pasos me decidieron a hacer uso del escondrijo. Cerca de mí pasó un hombre con andar poco seguro; no pude ver su rostro, mas sí su aspecto general. Se notaba que estaba enfermo y era de mucha edad. Sus rodillas temblequeaban bajo el peso de los años y su cuerpo vacilaba inseguro. Iba diciendo para sí, en voz baja y cascada, algunas palabras de un idioma que yo no entendía, y en un rincón empezó a tantear un montón de extraños instrumentos y antiquísimas cartas de navegación. Su proceder era una mezcla de malhumor de la segunda infancia y de la solemne dignidad de un dios. Por fin salió a cubierta y no lo vi más.

Posee mi alma un sentimiento que no sé cómo designar.
Es una sensación que no admite análisis, para la cual las lecciones de los tiempos pasados son insuficientes, y temo que el futuro no me ofrezca ninguna clave tampoco. Para una mentalidad como la mía, la última conside-ración es una desgracia. Bien sé que no podré nunca estar satisfecho con respecto a la naturaleza de mis concepciones. Sin embar­go, no es de sorpren-derse que estas concepciones sean indefinidas, pues­to que tienen su origen en fuentes tan nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad se ha agregado a mi alma.

Hace ya tiempo que pisé la cubierta de este barco por primera vez y los rayos de mi destino parecen converger en un foco. ¡Hombres incom­prensibles! Envueltos en meditaciones cuya naturaleza no puedo definir, pasan por delante de mí sin verme siquiera. Es tonto que me esconda, pues esta gente no ve nada. Ahora mismo acabo de pasar delante del piloto; no hace mucho me atreví a entrar al camarote del capitán y me procuré los materiales con que he escrito y estoy escribiendo. De vez en cuando continuaré este diario; es verdad que no encontraré oportunidad de transmitirlo al resto del mundo, pero haré lo posible por hacerlo. En los últimos momentos meteré el manuscrito en una botella que luego arrojaré al mar.

Ha ocurrido un incidente que me ha dado base para nuevos temas de meditación. ¿Son tales cosas el resultado de la casualidad? Subí a cubierta y me arrojé, sin ser visto, sobre una pila de cuerdas y velas vie­jas que había en el fondo de un bote. Mientras pensaba en lo extraño de mi destino, embadurné inconscientemente, con un pincel mojado en alquitrán, los bordes de una vela que había cerca de mí, prolijamente doblada sobre una cubeta. Esa vela está ahora desplegada y las pincela­das que yo di sin pensar forman la palabra "Descubrimiento".
He observado atentamente la estructura del barco. A pesar de que está bien armado, no me parece que sea un barco de guerra. Su cordaje, forma y equipo niegan cualquier suposición de esa naturaleza. Lo que no es puedo verlo fácilmente, pero me resulta imposible decir lo que es. No sé cómo, al examinar su extraño diseño y la disposición de sus palos, su enorme tamaño y su exagerado velamen, la línea severa de su proa y la antigua popa, pasa a veces por mi mente un recuerdo de cosas familia­res, y siempre, en tales ocasiones, se mezclan reminiscencias de viejos relatos extraños y de edades ya pasadas.

He estado observando el maderamen de este barco; está construido con un material que desconozco. Su madera tiene una peculiaridad que, a mi parecer, la hace inadecuada para el propósito que tiene. Me refiero a su excesiva porosidad, considerándola independientemente de lo car­comido, consecuencia de la navegación por estos mares y de la putre­facción que causa la vejez. Quizás parezca una observación algo rara, pero esta madera tiene todas las características del roble español que hubiese sido hinchado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior recuerdo perfectamente un curioso apoteg­ma que un curtido navegante holandés traía a colación cuando se duda­ba de su veracidad.
-Es tan cierto -decía- como que hay un mar donde el volumen de un barco aumenta igual que el de un marino.

Hace más o menos una hora me atreví a unirme a un grupo forma­do por miembros de la tripulación. No dieron muestras de notar mi pre­sencia, a pesar de hallarme en medio de ellos. Como el que había visto por primera vez en la bodega, todos éstos tenían aspecto de ser muy ancianos. Sus rodillas temblaban, los años encorvaban sus hombros, y sus cutis estaban completa-mente arrugados. Las voces eran bajas, tré­mulas y cascadas; sus ojos brillaban extrañamente por efectos del reu­matismo, sus cabellos grises flameaban en medio de aquella tempestad. Alrededor de ellos, encima de la cubierta, yacían desparramados instru­mentos matemáticos de extra-ña y antigua construcción.
He mencionado ya el despliegue de una vela. Desde ese momento, el barco ha continuado su terrible camino hacia el sur, impulsado por el viento, con todo el velamen desplegado, desde el racamento hasta las botavaras inferiores; las vergas se acercan a veces al más espantoso infierno de agua que mente humana pueda imaginar. Acabo de abando­nar la cubierta, pues me resultaba ya imposible mantenerme en pie, a pesar de que la tripulación no parece tener el mismo inconveniente. Se me ocurre un gran milagro el hecho de que la enorme masa del barco no desaparezca de una vez para siempre. Estamos destinados seguramente a rondar las márgenes de la eternidad, sin que podamos hundirnos de una vez en el abismo. Escapamos con la facilidad de la gaviota de olas mil veces mayores que las que había visto anteriormente. Las aguas se cier­nen sobre nuestras cabezas como demonios de la profundidad, pero como demonios cuyo único deber es amenazar simplemente y a los cua­les les está prohibido destruir. Yo atribuyo estas frecuentes zafadas a la única causa natural que puedo hallar a tal efecto. Debo suponer que el barco se halla bajo la influencia de alguna corriente poderosa o de la resaca.

He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como ya lo suponía, no me ha prestado ninguna atención. A pesar de que en su aspecto no haya nada que lo delate como distinto a los demás hom­bres, cuando yo lo miré sentí una mezcla de admiración, reverencia y temor. Tiene más o menos mi estatura; es decir, alrededor de cinco pies y ocho pulgadas. Es de cuerpo bien formado, ni demasiado grueso ni demasiado delgado. Pero es la extraña expresión de su rostro, la intensa y maravillosa evidencia de su avanzada edad lo que excita en mi espíri­tu un sentimiento inefable. Su frente, a pesar de no ser muy arrugada, parece llevar el sello de miles de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado, y sus ojos, más grises aún, parecen predecir el futuro. Sobre el piso del camarote había desparramados folios abrochados con cierres de hierro, viejos instrumentos científicos y olvidadas cartas de navega­ción. Su cabeza descansaba sobre sus manos y leía agitadamente un papel que se me ocurrió que debía de ser una misión y que llevaba al pie la firma de un monarca. Murmuraba para sí, como el primer marinero que vi a bordo, algunas palabras de una lengua extraña, y, a pesar de estar bien cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde la distan­cia de una milla.

El barco y todos los que en él navegan están poseídos por el espíri­tu de la Vejez. Los marineros van de aquí para allá como fantasmas de siglos pasados; sus ojos tienen una extraña expresión y, cuando sus silue­tas se atraviesan en mi camino, a la luz de los faroles, siento algo que nunca he sentido antes, a pesar de haber sido arqueólogo y de estar tan acostumbrado a las sombras de las columnas derribadas de Baalbek, Tad­mor y Persépolis que mi alma misma llegó a ser una ruina.
Cuando miro alrededor, me avergüenzo de mis temores anterio-res. Si temblé por las ráfagas que hasta ahora nos empujaban, ¿no he de espantarme ante una guerra entre un viento y un mar para los cuales resultan triviales e ineficaces las palabras huracán y simún? Rodean al barco la oscuridad de la noche eterna y un caos de aguas sin espumas, pero a una legua de cada lado se ven confusamente, de vez en cuando, estupendos muros de hielo que se elevan como torres hacia el cielo soli­tario, como si fuesen las murallas del universo.

Como lo imaginaba, el barco es arrastrado por una corriente, si es que así se puede llamar esto que, rugiendo y haciendo crujir el hielo, se abalanza hacia el sur con la velocidad de las aguas de una catarata.

Es imposible imaginar el terror que siento; sin embargo, la curiosi­dad por penetrar los misterios de estas regiones domina mi desespera­ción y me reconciliará con la imagen de la muerte más espantosa. Es evidente que nos dirigimos apresurados hacia algún emocionante cono­cimiento, algún secreto que nunca se podrá revelar y para llegar al cual es necesario sucumbir. Quizá la corriente nos lleve al Polo Sur mismo. Esta suposición, aparente-mente sin fundamento, tiene todas las proba­bilidades en su favor.
Los marineros caminan por la cubierta con pasos intranquilos y tem­blorosos, pero hay en sus rostros una expresión más bien de esperanza ansiosa que de apatía o desesperación.
Mientras tanto el viento sopla aún de popa, y, como llevamos tanto velamen, a veces el barco se ve completamente levantado sobre el mar. ¡Oh, horror sobre horror! El hielo se abre a derecha e izquierda y damos vueltas vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, por los bordes de un gigantesco anfiteatro cuyas murallas se pierden en la oscuri­dad y en la distancia. ¡Poco tiempo me queda para pensar en mi desti­no! Los círculos se hacen cada vez más pequeños, nos sumergimos velozmente en el remolino y, entre los rugidos y truenos del mar y la tem­pestad, el barco se estremece y, ¡Dios mío!, ¡se hunde!...

Nota: El "Manuscrito encontrado en una botella" fue publicado por primera vez en 1831; sólo muchos años después conocí yo los mapas de Mercator en los que se representa al océano como si se abalanzase por cuatro bocas al Golfo Polar (Polo Norte), para verterse en las entrañas de la tierra. El polo estaba representado por una roca negra que se elevaba a gran altura. (E. P.)

 1.011. Poe (Edgar Allan)



[1] Especie de manteca, de la cual se obtiene un aceite por ebullición.
[2] Monstruo marino de origen escandinavo.

1 comentario:

  1. Saludos cordiales, gran relato. Quisiera saber quién es el traductor de esta versión.

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