Quien no tiene más que un momento para
vivir no tiene nada que disimular.
Quinault,
Atys.
De mi país y de mi
familia poco tengo que decir. El mal trato y el pasar de los años me han
separado de uno y hecho un extraño a la otra. Una riqueza heredada me aseguraba
una educación poco común y mi disposición contem-plativa me permitía ordenar
las reservas almacenadas por un estudio temprano. Por sobre todas las cosas me
gustaban los trabajos de los moralistas alemanes, no por mi mal aconsejada
admiración hacia su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis
austeros pensamientos me permitían descubrir sus mentiras. Muchas veces se me
ha reprochado la aridez de mi genio; mi falta de imaginación se me ha echado
en cara como si fuese un crimen y el escepticismo de mis opiniones ha hecho que
yo siempre llame la atención. En verdad, temo que una marcada preferencia por
la filosofía materialista me haya hecho incurrir en un error muy común en esta
época; me refiero a la costumbre de atribuir cualquier hecho a los principios
de esa ciencia. En general, puedo decir que no hay persona menos propensa que
yo a ser apartada de la verdad por los fuegos fatuos de la superstición. Me
parece conveniente hacer esta salvedad para que la increíble historia que voy a
narrar no sea considerada como el desvarío de una imaginación, sino como la
experiencia de una mentalidad para la cual las imágenes de la fantasía no han
sido más que letra muerta.
Después de mucho tiempo
de haber viajado por el extranjero, zarpé el año 18... del puerto de Batavia,
de la rica y populosa isla de Java, hacia el archipiélago de las islas Sunda.
Iba como pasajero y mi único motivo para ese viaje era una especie de
desasosiego nervioso que me perseguía como un monstruo.
El nuestro era un hermoso
barco de unas cuatrocientas toneladas, trincado con cables de cobre, que había
sido construido en Bombay con madera de teca.
Llevaba una carga de
algodón y aceite de las islas Laquedivas. También había a bordo bonote, azúcar
de palma, ghee[1],
cocos y algunas cajas de opio. La carga estaba mal repartida y, en
consecuencia, el equilibrio del barco no era perfecto.
Nos hicimos a la vela
cuando apenas soplaba una leve brisa y durante muchos días permanecimos cerca
de la costa de Java sin más incidente que rompiese la monotonía de nuestro
viaje que el encuentro ocasional con algún barco costero del archipiélagp al
cual nos dirigíamos.
Una tarde, mientras
descansaba sobre la borda, observé hacia el noroeste una nube aislada de forma
muy singular. Era digna de ser tomada en cuenta, tanto por su color como por
el hecho de ser la primera que se veía desde que habíamos partido de Batavia.
La observé atentamente hasta la puesta del sol, momento en que se extendió
hacia el este y el oeste, cercando el horizonte con una estrecha franja de
vapor, lo que la hacía parecerse a la línea de una playa baja. Poco después me
llamó la atención el color rojo oscuro de la luna y el extraño aspecto del mar.
Parecía sufrir un rápido cambio y el agua estaba más transparente que de
costumbre. A pesar de que se podía ver perfectamente el fondo, al echar la
sonda descubrí que la profundidad era de quince brazas. La atmósfera estaba
intolerablemente pesada, como cargada de exhalaciones similares a las que se
desprenden de un hierro recalentado. Al cerrarse la noche, no soplaba el más
leve viento; es imposible imaginar mayor calma. Una bujía ardía en la popa sin
que su llama se moviese y, si se tenía un cabello largo entre los dedos, no
existía posibilidad alguna de que se produjese en él ningún movimiento. Sin
embargo, el capitán dijo que no veía ningún síntoma de peligro y, como nos
acercábamos a la costa, ordenó que se recogiesen las velas y se echase el
ancla. A nadie se le había indicado que debía hacer la guardia, y la
tripulación, compuesta en su mayoría de malayos, se acostó deliberadamente
sobre cubierta. Yo bajé, no sin presentir algún peligro. En realidad, todo
parecía confirmar mis sospechas de que se avecinaba un tifón. Dije al capitán
cuáles eran mis temores, pero no me hizo caso y ni siquiera se dignó
contestarme. Yo estaba tan intranquilo que no podía dormir y a eso de la
medianoche subí a cubierta; al poner el pie sobre el último escalón de la
escala de toldilla, me sorprendió un ruido fuerte y zumbante parecido al que
produce la rueda de un molino y, antes de que pudiera averiguar de dónde venía,
un fuerte temblor sacudió todo el barco. Inmediatamente las olas nos arrojaron
contra la borda y, precipitándose sobre nosotros, barrieron las cubiertas de
popa a proa.
La furia del golpe fue,
en verdad, la salvación del barco. A pesar de estar completamente anegado, pudo
surgir pesadamente del mar y, tambaleante, enderezarse por fin, aunque sus
mástiles habían desaparecido por la borda.
Me es imposible decir por
qué milagro escapé de la muerte. El golpe del agua me aturdió y, cuando volví
en mí, me encontré apretado por el codaste y el timón. Pude pararme con gran
dificultad y al mirar a mi alrededor me pareció que nos encontrábamos entre
rompientes; tan terrible era el océano que, espumoso y formando montañas con
sus olas, nos rodeaba por todas partes. Después de algunos instantes oí la voz
de un anciano sueco que había viajado con nosotros desde Batavia. Le grité con
todas mis fuerzas y en seguida se acercó, tambaleándose, a popa. Pronto
descubrimos que éramos los únicos sobrevivientes de aquel desastre. Todos los
que se encontraban en cubierta, con excepción de nosotros, habían sido llevados
por las olas; el capitán y los pilotos debieron de morir mientras dormían,
pues sus camarotes estaban llenos de agua. Sin ayuda, poco podíamos hacer para
mantener el barco a flote y nuestros primeros esfuerzos fueron paralizados por
el temor inmediato de irnos a pique. Como es de imaginar, nuestro cable se
había cortado al primer soplo del huracán como si fuese hilo de envolver; de lo
contrario, hubiésemos sucumbido. El barco se deslizaba velozmente por el mar,
mientras las olas se cernían sobre nosotros. La armazón de la popa estaba
destrozada por completo y, en general, la nave se hallaba en malas condiciones,
pero afortunadamente descubrimos que las bombas no estaban tapadas y que el
lastre no se había corrido mucho. Ya se había aplacado la furia primera del
huracán y poco temíamos de la violencia del viento, pero esperábamos con ansia
que cesara, pues sabíamos que en las condiciones en que estábamos íbamos a
sucumbir no bien se produjese la inevitable marejada que sobre-vendría. Mas
este justo temor parecía no tener razón de ser; por cinco días y cinco noches
-durante los cuales nuestro único alimento fue una pequeñísima cantidad de azúcar
de palma conseguida con gran dificultad en el castillo de proanuestro barco
navegaba a una velocidad imposible de calcular, impulsado por ráfagas de
viento que, sin igualar la violencia primera del tifón, eran más fuertes y
terribles que cualquier tempestad de las que yo haya sido testigo. Durante los
cuatro primeros días nos dirigimos, con pequeñas variantes, siempre hacia el
sud-sudeste, y debimos de haber pasado cerca de la costa de Nueva Holanda. Al
quinto día, el frío era extremo, a pesar de que el viento había cambiado algo y
procedía de más al norte. El sol asomó con un extraño brillo y apenas se elevó
algunos grados sobre el horizonte sin dar mayor luz. No se veían nubes, pero la
furia del viento aumentaba. A eso del mediodía, por lo que pudimos calcular,
nos llamó la atención el aspecto del sol. No daba propiamente luz, sino un
resplandor apagado sin reflejos, como si todos sus rayos estuviesen polarizados.
Poco antes de hundirse en el mar, su fuego central se extinguió de pronto, como
si un poder sobrenatural lo hubiese apagado. Sólo quedó un borde pálido y
plateado que desapareció en el insondable océano.
Esperamos en vano la llegada
del sexto día: para mí todavía no ha llegado; para mi compañero nunca llegará.
Desde entonces nos envolvió una oscuridad tan completa que era imposible ver un
objeto a veinte pasos del barco. Nos rodeaba la noche eterna sin que nada la
perturbase, ni siquiera el brillo fosforescente del mar, al que estábamos
acostumbrados en los trópicos.
Notamos que, a pesar de
que la tempestad continuaba sin disminuir su furia, ya no se veía a nuestro
alrededor la espuma que hasta entonces nos había acompañado. Todo lo que nos
rodeaba eran espesas tinieblas, horror y un abrumador desierto de ébano. El
terror supersticioso hizo presa del espíritu de mi compañero y yo mismo estaba
posesionado por un mudo asombro. Ya no nos ocupábamos del barco, pues era
inútil hacerlo, y, después de atarnos lo mejor que pudimos al resto del palo de
mesana, observamos atenta y amargamente ese mundo de agua que nos rodeaba.
Carecíamos de medios para calcular la hora y tampoco podíamos saber cuál era
nuestra posición. Con todo, bien nos dábamos cuenta de que habíamos llegado
más al sur que cualquier navegante anterior y nos asombró no encontrar ningún
bloque de hielo. Mientras tanto, cada minuto nos amenaza-ba con ser el último
de nuestra vida, cada ola montañosa parecía apresurar-se por terminar con
nosotros. La marejada era tan violenta que sobrepasaba todo lo que yo había
imaginado como posible y fue un milagro que no nos ahogáramos en los primeros
momentos. Mi compañero hablaba de la ligereza de nuestra carga y me hizo notar
la excelencia del barco, pero yo empezaba a perder las esperanzas y a
prepararme para la muerte, que, según mis cálculos, no tardaría más de una hora
en llegar, sin que nada la detuviese, pues por cada milla que hacía el barco,
el mar se volvía más y más agitado, más y más terrible en su oscuridad.
Había momentos en que
respirábamos con ansia, cuando subíamos a mayor altura que el albatros; en
otros casi perdíamos el sentido al descender vertiginosamente hacia un
infierno de agua, donde el aire se hacía pesado y ningún ruido perturbaba el
sueño del kraken[2].
Estábamos en el fondo de
uno de estos abismos, cuando un grito de mi compañero rompió el silencio de la
noche.
-¡Vea, vea! -gritó.
¡Dios Todopoderoso! ¡Vea, vea!
Al decir esto, noté un
resplandor rojizo que bañaba los lados del precipicio en que nos hallábamos y
que nos encegueció con la luz que arrojó a nuestra cubierta. Al dirigir mi
mirada hacia arriba vi un espectáculo que me heló la sangre. A una tremenda
altura, justamente sobre nosotros y en el borde mismo de aquel precipicio, se
balanceaba un gran barco de alrededor de cuatro mil toneladas. A pesar de
encontrarse en la cresta de una ola cien veces mayor que él, su tamaño parecía
exceder el de cualquier barco de línea o de la empresa de las Indias Occidentales.
Su enorme casco era negro y carecía de las molduras que se encuentran
comúnmente en otras naves. De sus troneras sobresalía una sola hilera de
cañones de bronce cuyas superficies brillantes reflejaban la luz de numerosas
linternas que se balanceaban colgadas del cordaje. Pero lo que más asombro y
temor nos inspiraba era el hecho de que el barco pudiese navegar a toda vela en
medio de ese mar sobrenatural y a merced de aquel indomable huracán. Cuando lo
descubrimos, sólo se podía ver su proa, pues estaba ascendiendo del tene-broso
y horrible abismo que había detrás. Durante un instante de terror para nosotros
se detuvo allí, en la cresta, se tambaleó y se nos vino encima con todo ímpetu.
No sé qué hizo presa de
mi espíritu en ese momento. Vacilante e inseguro, llegué lo más cerca de la
popa que me fue posible. Nuestro barco había cesado ya su lucha contra el mar y
se hundía de proa. Por lo tanto, recibió la sacudida del otro barco en la parte
que ya estaba bajo el agua, con lo cual, inevitablemente, yo fui arrojado sobre
el cordaje de la extraña embarcación.
Al caer yo, el barco izó
los estayes y viró; atribuyo a la confusión que siguió el hecho de que mi
presencia no fuese notada por la tripulación. Con poca dificultad pude abrirme
camino, sin ser visto, hasta la escotilla mayor, la que encontré un poco
abierta, y pronto pude esconderme en la bodega. No podría decir por qué
procedí así. Una sensación indefinida de terror me poseía desde que había visto
a los navegantes del barco y quizás ésta fuese la razón de mi escondimiento. No
deseaba confiarme a personas que, por lo que pude ver, no parecían ofrecer
muchas seguridades. Por eso creí prudente ocultarme en la bodega, lo que
conseguí separando algunos maderos de tal modo que me sirvieron de refugio.
No bien había terminado
este trabajo, unos pasos me decidieron a hacer uso del escondrijo. Cerca de mí
pasó un hombre con andar poco seguro; no pude ver su rostro, mas sí su aspecto
general. Se notaba que estaba enfermo y era de mucha edad. Sus rodillas temblequeaban
bajo el peso de los años y su cuerpo vacilaba inseguro. Iba diciendo para sí,
en voz baja y cascada, algunas palabras de un idioma que yo no entendía, y en
un rincón empezó a tantear un montón de extraños instrumentos y antiquísimas
cartas de navegación. Su proceder era una mezcla de malhumor de la segunda
infancia y de la solemne dignidad de un dios. Por fin salió a cubierta y no lo
vi más.
Posee mi alma un
sentimiento que no sé cómo designar.
Es una sensación que no
admite análisis, para la cual las lecciones de los tiempos pasados son
insuficientes, y temo que el futuro no me ofrezca ninguna clave tampoco. Para
una mentalidad como la mía, la última conside-ración es una desgracia. Bien sé
que no podré nunca estar satisfecho con respecto a la naturaleza de mis
concepciones. Sin embargo, no es de sorpren-derse que estas concepciones sean
indefinidas, puesto que tienen su origen en fuentes tan nuevas. Un nuevo
sentido, una nueva entidad se ha agregado a mi alma.
Hace ya tiempo que pisé
la cubierta de este barco por primera vez y los rayos de mi destino parecen
converger en un foco. ¡Hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya
naturaleza no puedo definir, pasan por delante de mí sin verme siquiera. Es
tonto que me esconda, pues esta gente no ve nada. Ahora mismo acabo de pasar
delante del piloto; no hace mucho me atreví a entrar al camarote del capitán y
me procuré los materiales con que he escrito y estoy escribiendo. De vez en
cuando continuaré este diario; es verdad que no encontraré oportunidad de
transmitirlo al resto del mundo, pero haré lo posible por hacerlo. En los
últimos momentos meteré el manuscrito en una botella que luego arrojaré al mar.
Ha ocurrido un incidente
que me ha dado base para nuevos temas de meditación. ¿Son tales cosas el
resultado de la casualidad? Subí a cubierta y me arrojé, sin ser visto, sobre
una pila de cuerdas y velas viejas que había en el fondo de un bote. Mientras
pensaba en lo extraño de mi destino, embadurné inconscientemente, con un pincel
mojado en alquitrán, los bordes de una vela que había cerca de mí, prolijamente
doblada sobre una cubeta. Esa vela está ahora desplegada y las pinceladas que
yo di sin pensar forman la palabra "Descubrimiento".
He observado atentamente
la estructura del barco. A pesar de que está bien armado, no me parece que sea
un barco de guerra. Su cordaje, forma y equipo niegan cualquier suposición de
esa naturaleza. Lo que no es puedo verlo fácilmente, pero me resulta imposible
decir lo que es. No sé cómo, al examinar su extraño diseño y la disposición de
sus palos, su enorme tamaño y su exagerado velamen, la línea severa de su proa
y la antigua popa, pasa a veces por mi mente un recuerdo de cosas familiares,
y siempre, en tales ocasiones, se mezclan reminiscencias de viejos relatos
extraños y de edades ya pasadas.
He estado observando el
maderamen de este barco; está construido con un material que desconozco. Su
madera tiene una peculiaridad que, a mi parecer, la hace inadecuada para el
propósito que tiene. Me refiero a su excesiva porosidad, considerándola
independientemente de lo carcomido, consecuencia de la navegación por estos
mares y de la putrefacción que causa la vejez. Quizás parezca una observación
algo rara, pero esta madera tiene todas las características del roble español
que hubiese sido hinchado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior
recuerdo perfectamente un curioso apotegma que un curtido navegante holandés
traía a colación cuando se dudaba de su veracidad.
-Es tan cierto -decía-
como que hay un mar donde el volumen de un barco aumenta igual que el de un
marino.
Hace más o menos una hora
me atreví a unirme a un grupo formado por miembros de la tripulación. No
dieron muestras de notar mi presencia, a pesar de hallarme en medio de ellos.
Como el que había visto por primera vez en la bodega, todos éstos tenían
aspecto de ser muy ancianos. Sus rodillas temblaban, los años encorvaban sus
hombros, y sus cutis estaban completa-mente arrugados. Las voces eran bajas, trémulas
y cascadas; sus ojos brillaban extrañamente por efectos del reumatismo, sus
cabellos grises flameaban en medio de aquella tempestad. Alrededor de ellos,
encima de la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de extra-ña
y antigua construcción.
He mencionado ya el
despliegue de una vela. Desde ese momento, el barco ha continuado su terrible
camino hacia el sur, impulsado por el viento, con todo el velamen desplegado,
desde el racamento hasta las botavaras inferiores; las vergas se acercan a
veces al más espantoso infierno de agua que mente humana pueda imaginar. Acabo
de abandonar la cubierta, pues me resultaba ya imposible mantenerme en pie, a
pesar de que la tripulación no parece tener el mismo inconveniente. Se me
ocurre un gran milagro el hecho de que la enorme masa del barco no desaparezca
de una vez para siempre. Estamos destinados seguramente a rondar las márgenes
de la eternidad, sin que podamos hundirnos de una vez en el abismo. Escapamos
con la facilidad de la gaviota de olas mil veces mayores que las que había
visto anteriormente. Las aguas se ciernen sobre nuestras cabezas como demonios
de la profundidad, pero como demonios cuyo único deber es amenazar simplemente
y a los cuales les está prohibido destruir. Yo atribuyo estas frecuentes
zafadas a la única causa natural que puedo hallar a tal efecto. Debo suponer
que el barco se halla bajo la influencia de alguna corriente poderosa o de la
resaca.
He visto al capitán cara
a cara y en su propio camarote, pero, como ya lo suponía, no me ha prestado ninguna
atención. A pesar de que en su aspecto no haya nada que lo delate como distinto
a los demás hombres, cuando yo lo miré sentí una mezcla de admiración,
reverencia y temor. Tiene más o menos mi estatura; es decir, alrededor de cinco
pies y ocho pulgadas. Es de cuerpo bien formado, ni demasiado grueso ni
demasiado delgado. Pero es la extraña expresión de su rostro, la intensa y
maravillosa evidencia de su avanzada edad lo que excita en mi espíritu un
sentimiento inefable. Su frente, a pesar de no ser muy arrugada, parece llevar
el sello de miles de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado, y sus
ojos, más grises aún, parecen predecir el futuro. Sobre el piso del camarote
había desparramados folios abrochados con cierres de hierro, viejos instrumentos
científicos y olvidadas cartas de navegación. Su cabeza descansaba sobre sus
manos y leía agitadamente un papel que se me ocurrió que debía de ser una
misión y que llevaba al pie la firma de un monarca. Murmuraba para sí, como el
primer marinero que vi a bordo, algunas palabras de una lengua extraña, y, a
pesar de estar bien cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde la
distancia de una milla.
El barco y todos los que
en él navegan están poseídos por el espíritu de la Vejez. Los marineros
van de aquí para allá como fantasmas de siglos pasados; sus ojos tienen una
extraña expresión y, cuando sus siluetas se atraviesan en mi camino, a la luz
de los faroles, siento algo que nunca he sentido antes, a pesar de haber sido
arqueólogo y de estar tan acostumbrado a las sombras de las columnas derribadas
de Baalbek, Tadmor y Persépolis que mi alma misma llegó a ser una ruina.
Cuando miro alrededor, me
avergüenzo de mis temores anterio-res. Si temblé por las ráfagas que hasta
ahora nos empujaban, ¿no he de espantarme ante una guerra entre un viento y un
mar para los cuales resultan triviales e ineficaces las palabras huracán y
simún? Rodean al barco la oscuridad de la noche eterna y un caos de aguas sin
espumas, pero a una legua de cada lado se ven confusamente, de vez en cuando,
estupendos muros de hielo que se elevan como torres hacia el cielo solitario,
como si fuesen las murallas del universo.
Como lo imaginaba, el
barco es arrastrado por una corriente, si es que así se puede llamar esto que,
rugiendo y haciendo crujir el hielo, se abalanza hacia el sur con la velocidad
de las aguas de una catarata.
Es imposible imaginar el
terror que siento; sin embargo, la curiosidad por penetrar los misterios de
estas regiones domina mi desesperación y me reconciliará con la imagen de la
muerte más espantosa. Es evidente que nos dirigimos apresurados hacia algún
emocionante conocimiento, algún secreto que nunca se podrá revelar y para
llegar al cual es necesario sucumbir. Quizá la corriente nos lleve al Polo Sur
mismo. Esta suposición, aparente-mente sin fundamento, tiene todas las probabilidades
en su favor.
Los marineros caminan por
la cubierta con pasos intranquilos y temblorosos, pero hay en sus rostros una
expresión más bien de esperanza ansiosa que de apatía o desesperación.
Mientras tanto el viento
sopla aún de popa, y, como llevamos tanto velamen, a veces el barco se ve
completamente levantado sobre el mar. ¡Oh, horror sobre horror! El hielo se
abre a derecha e izquierda y damos vueltas vertiginosamente en inmensos
círculos concéntricos, por los bordes de un gigantesco anfiteatro cuyas
murallas se pierden en la oscuridad y en la distancia. ¡Poco tiempo me queda
para pensar en mi destino! Los círculos se hacen cada vez más pequeños, nos
sumergimos velozmente en el remolino y, entre los rugidos y truenos del mar y
la tempestad, el barco se estremece y, ¡Dios mío!, ¡se hunde!...
Nota: El "Manuscrito encontrado en una
botella" fue publicado por primera vez en 1831; sólo muchos años después
conocí yo los mapas de Mercator en los que se representa al océano como si se
abalanzase por cuatro bocas al Golfo Polar (Polo Norte), para verterse en las
entrañas de la tierra. El polo estaba representado por una roca negra que se
elevaba a gran altura. (E. P.)
1.011. Poe (Edgar Allan)
Saludos cordiales, gran relato. Quisiera saber quién es el traductor de esta versión.
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