(Una
historia que no es de “Blackwood” ni lo ha sido nunca)
¡Oh, no respires!, etc.
Melodías de Moore
-¡Oh, tú, desgraciada! ¡Oh, tu,
zorra! ¡Oh, tú, víbora! -le dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestra
boda. ¡Oh, tú, bruja! ¡Oh, tú, espanto! ¡Tú, bocazas! ¡Apestas a iniquidad!
¡Oh, tú, quintaesencia de todo lo que es abominable! Tú... tú...
En ese momento la agarré por el cuello, me puse de puntillas,
y acercando mi boca a su oído estaba a punto de dirigirle un nuevo epíteto
oprobioso, que inevitablemente la hubiera convencido, de haberlo podido
pronunciar, de su insignificancia, cuando con gran horror y asombro descubrí
que yo había perdido la respiración.
Las frases “me he quedado sin respiración”, “he perdido el
aliento”, aparecen con bastante frecuencia en las conversaciones normales; pero
jamás se me hubiera podido ocurrir el pensar que el terrible accidente al que
me refiero pudiera de hecho bona
fide ocurrir. Imag ínense
ustedes, es decir, si son ustedes personas imag inativas;
imag ínense, digo, mi asombro, mi
consternación, mi desesperación.
Tengo una virtud, no obstante, que nunca me ha abandonado
del todo. Incluso en mis más ingobernables estados de ánimo, mantengo aún mi
sentido de la propiedad, et le chemin des passions me conduit, como a Lord Edouard en “Julie”, á
la philosopie véritable.
Aunque al principio no pude verificar hasta qué punto me
había afectado aquel suceso, decidí ocultárselo a toda costa a mi mujer hasta
que ulteriores experiencias me revelaran la extensión de mi asombrosa
calamidad. Por lo tanto, alterando al instante la expresión de mi cara, y
sustituyendo mis congestionadas y distorsionadas facciones por un gesto de
traviesa y coqueta benignidad, le di a mi dama una palmadita en una mejilla y
un beso en la otra, y sin pronunciar una sílaba (¡demonios; no podía!) la dejé
asombrada por mi extraño comportamiento, y salí haciendo las piruetas de un pas
de zephyr.
Imag ínenme
entonces a salvo en mi boudoir privado, un terrible ejemplo de las malas
consecuencias de la irascibilidad: vivo, pero con todas las características de
los muertos; muerto, pero con todas las inclinaciones de los vivos. Una
verdadera anomalía sobre la faz de la tierra, totalmente calmado pero sin
respiración.
¡Sí! Sin respiración. Hablo en serio al afirmar que
carecía por completo de respiración. No hubiera podido mover ni una pluma con
ella, aunque mi vida hubiera estado en juego, ni siquiera hubiera podido
empañar la delicadeza de un espejo. ¡Cruel destino! Aun así hallé algo de
consuelo a mi primer paroxismo de dolor. Descubrí, después de mucho probar, que
mi capacidad de hablar que, a la vista de mi incapacidad para continuar la
conversación con mi esposa, había creído desaparecida por completo, estaba sólo
parcialmente disminuida, y descubrí que si en el transcurso de aquella
interesante crisis hubiera intentado hablar con un tono singularmente profundo
y gutural, podría haber seguido comunicándole mis sentimientos a ella; y que
este tono de voz (el gutural) no depende, por lo que pude ver, de la corriente
de aire provocada por la respiración, sino de ciertos movimientos espasmódicos
de los músculos de la garganta.
Dejándome caer sobre una Silla estuve durante cierto
tiempo sumido en la meditación. Mis reflexiones no eran, no cabe duda, precisa mente consoladoras. Un millar de imágenes vagas y
lacrimosas se apoderaron de mi alma, e incluso pasó por mi imag inación la idea del suicidio; pero es una
característica de la perversidad de la naturaleza humana el rechazar lo obvio y
lo inmediato a cambio de lo equívoco y lo lejano. Así, pues, me eché a temblar
ante la idea de mi auto-asesinato, considerándola decididamente una
atrocidad, mientras la gata runruneaba a todo meter sobre la alfombra, y el
mismo perro de aguas jadeaba con gran asiduidad debajo de la mesa,
atribuyéndole ambos un gran valor a la fuerza de sus pulmones, y haciéndolo
todo con el evidente propósito de burlarse de mi incapacidad.
Oprimido por un tumultuoso alud de vagas esperanzas y
miedos, oí por fin los pasos de mi esposa que descendía por la escalera.
Estando ya seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena
de mi desastre.
Cerrando cuidadosamente la puerta desde dentro, inicié una
intensa búsqueda. Era posible, pensaba yo, que oculto en algún oscuro rincón o
escondido en algún cajón o armario pudiera encontrar aquel objeto perdido que
buscaba. Tal vez tuviera forma vaporosa, incluso era posible que fuera
tangible. La mayor parte de los filósofos son muy poco filosóficos con respecto
a muchos aspectos de la filosofía. No obstante, William Godwin dice en su
“Mandeville” que “las únicas realidades son las cosas invisibles”, y esto, como
estarán todos ustedes de acuerdo, era un caso típico. Me gustaría que el lector
juicioso lo pensara bien antes de afirmar que tal aseveración contiene una
injustificada cantidad de lo absurdo. Ana xágoras,
como todos recordarán, mantenía que la nieve es negra, y desde entonces he
tenido ocasión de comprobar que esto es cierto.
Durante largo tiempo continué investigando con gran ardor,
pero la despreciable recompensa que obtuvo mi perseverancia no fue más que una
dentadura postiza, dos pares de caderas, un ojo y cierto número de billets-doux
que el señor Windenough había mandado a mi esposa. Tal vez sea oportuno señalar
que esta confirmación de las inclinaciones que mi dama sentía por el señor W.
me produjeron poco desasosiego. Que la señora Lackobreath admirara algo tan
distinto de mí era un mal natural y necesario. Yo soy, como todo el mundo sabe,
de aspecto robusto y corpulento, siendo, al mismo tiempo, de estatura un tanto
baja. ¿A quién puede entonces extrañar que aquel conocido mío, delgado como una
espingarda y de una estatura que ha llegado a convertirse en proverbial,
encontrara gran estima a los ojos de la señora Lackobreath? Sin ser
correspondido, no obstante.
Mi trabajo, como ya había dicho antes, resultó infructuoso.
Armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón, fueron examinados
sin conseguir nada. No obstante, en una ocasión, me pareció haber encontrado lo
que buscaba, habiendo roto accidentalmente, al hurgar en una cómoda, una
botella de aceite de los Arcángeles de Grandjean, el cual, siendo como es un
agradable perfume, me tomo aquí la libertad de recomendarles.
Con un gran peso en el corazón volví a mi Boudoir para buscar allí algún método para
eludir la agudeza de mi esposa hasta que pudiera hacer los arreglos necesarios
antes de abandonar el piáis, porque a este respecto ya había tomado una
decisión. En un clima extraño, siendo un desconocido, tal vez podría, con un
cierto margen de seguridad, intentar ocultar mi desgraciada calamidad: una
calamidad calculada, más aún incluso que la miseria, para privamos de los
afectos de la multitud y para traer sobre el pobre desgraciado la muy merecida
indignación de la gente feliz y virtuosa. Mis dudas duraron poco. Siendo por
naturaleza un hombre de decisiones rápidas, me grabé en la memoria la tragedia
completa de “Metamora”. Tuve la buena suerte de recordar que en la acentuación
de este drama o, al menos, en la parte correspondiente al héroe, los tonos de
voz que eran para mí inalcanzables, resultaban innecesarios, y que el tono que
debía prevalecer monótonamente a todo lo largo de la obra era el gutural
profundo.
Practiqué durante algún tiempo a la orilla de un pantano
muy frecuentado. En este caso, no obstante, careciendo de toda referencia a que
Demóstenes hubiera hecho algo similar, y más bien llevado por una idea
particular y conscientemente mía. Cubiertas así mis defensas, decidí hacer
creer a mi esposa que me había visto súbitamente asaltado por una gran pasión
por el escenario.. En esto mi éxito tuvo las proporciones de un milagro; y me
encontré en libertad de replicar a todas sus preguntas o sugestiones con algún
pasaje de la tragedia en mis tonos más sepulcrales y parecidos al croar de una
rana, lo que, según pude observar, se podía aplicar a casi cualquier
circunstancia con buenos resultados. No obstante, no se debe suponer que al
recitar los dichos pasajes prescindía de mirar con los ojos entrecerrados, de
enseñar los dientes, de mover mis rodillas, de arrastrar los pies o de hacer
cualquiera de esas gracias innominables que ahora se consideran con justicia
características de un actor popular. Desde luego hablaron de ponerme la camisa de fuerza, pero, ¡bendito sea Dios!, jamás
sospecharon que me hubiera quedado sin respiración.
Finalmente, habiendo puesto en orden mis asuntos, me senté
a muy temprana hora de la mañana en el correo que iba a..., dejando entrever,
entre mis amistades, que asuntos de la mayor importancia requerían mi inmediata
presencia en aquella ciudad.
El coche estaba absolutamente atestado, pero en la
incierta penumbra no había forma de distinguir las facciones de mis compañeros
de viaje. Sin oponer ninguna resistencia acepté el ser colocado entre dos
caballeros de colosales proporciones; mientras que un tercero, una talla mayor,
excusándose por la libertad que iba a tomarse, se arrojó sobre mi cuerpo a todo
lo largo que era y, durmiéndose al instante, ahogó todas mis protestas en un
ronquido que hubiera hecho enrojecer de vergüenza a los bramidos del toro de
Phalaris. Afortunadamente, el estado de mis facultades respiratorias convertían
la muerte por asfixia en un accidente totalmente fuera de la cuestión.
No obstante, al ir aumentando la luz al acercarnos a la
ciudad, mi torturador se levantó, y ajustándose el cuello de la camisa , me dio las gracias muy amistosamente por mi
amabilidad. Viendo que yo permanecía inmóvil (todos mis miembros estaban
dislocados y mi cabeza vuelta hacia un lado), empezó a sentir cierta aprensión,
y despertando al resto de los pasajeros les comunicó con tono muy decidido que
en su opinión les habían metido durante la noche a un hombre muerto a cambio de
un hombre vivo y responsable, que además era su compañero de viaje; al llegar
aquí me dio un puñetazo en el ojo derecho, a modo de demostración de la
veracidad de sus palabras.
A raíz de esto todos creyeron su deber tirarme de la oreja
uno por uno (había nueve en total). Un joven médico, habiendo aplicado un
espejo de bolsillo a mi boca, y al encontrarme carente de respiración, afirmó
que lo que había dicho mi perseguidor era cierto; y todo el grupo expresó su
determinación de no aguantar pacíficamente tales imposiciones en el futuro y de
no dar un solo paso más de momento con un cadáver a cuestas.
En consecuencia, fui arrojado fuera bajo la señal del
“Crow” (taberna por delante de la cual pasaba casualmente el coche en aquel
momento), sin más contratiempos que la fractura de mis dos brazos, por encima
de los cuales pasó la rueda trasera izquierda del vehículo. También debo hacer
justicia al conductor y decir aquí que no se le olvidó tirar detrás de mí el
mayor de mis baúles, que cayó desgraciadamente sobre mi cabeza y me fracturó el
cráneo de una forma a la vez interesante y extraordinaria.
El dueño del “Crow”, que es un hombre hospitalario, al
verificar que había en mi baúl más que suficiente para indemnizarle por
cualquier molestia que pudiera tomarse, mandó buscar a un cirujano amigo suyo,
y me puso en sus manos, junto con una factura y un recibo por diez dólares.
El comprador me llevó a sus habitaciones y empezó inmediatamente
con las operaciones. Una vez que hubo cortado mis orejas, no obstante,
descubrió señales de vida. Hizo sonar entonces la campana y mandó a buscar a un
farmacéutico de la vecindad para consultarle. Por si sus sospechas con respecto
a mi estado resultaban finalmente confirmadas, él, mientras tanto, realizó una
incisión en mi estómag o, guardándose
varias vísceras para hacer la disección en privado.
El farmacéutico tenía la impresión de que yo estaba muerto
de verdad. Yo intenté refutar esta idea pateando y agitándome con todas mis
fuerzas, y haciendo todo tipo de furiosas contorsiones, ya que las operaciones
del quirófano me habían devuelto en cierta medida a la posesión de mis facultades.
No obstante, todos mis esfuerzos fueron atribuidos a los efectos de una nueva
pila galvánica, con la cual el farmacéutico, que es un hombre realmente
informado, realizó diversos experimentos curiosos, en los cuales, debido a la
parte que yo jugaba en ellos, no pude evitar el sentirme profundamente
interesado. No obstante, era para mí una fuente de gran mortificación el que, a
pesar de haber hecho varios intentos por hablar, mis poderes en ese sentido
estuvieran tan disminuidos que ni siquiera podía abrir la boca; mucho menos,
por lo tanto, dar la réplica a algunas ingeniosas pero fantásticas teorías, a
las cuales, en otras circunstancias, mi profundo conocimiento de la patología
Hipocrática podría haber suministrado una rápida refutación.
Incapaz de llegar a ninguna conclusión, los dos hombres
decidieron conservarme para ulteriores exámenes. Fui trasladado a una
buhardilla, y una vez que la mujer del cirujano me hubo puesto calzoncillos y
calcetines, y el propio cirujano me hubo atado las manos y la mandíbula con un
pañuelo de bolsillo, cerraron la puerta desde fuera y se fueron a toda prisa a comer, dejándome solo y sumido en el silencio
y la meditación.
Descubrí entonces, con gran satisfacción, que podría haber
hablado de no haber tenido la mandíbula atada con el pañuelo. Consolándome con
esta idea estaba recitando mentalmente algunos pasajes de la “Omnipresencia de la Deidad ”, como tengo por
costumbre hacer antes de entregarme al sueño, cuando dos gatos de temperamento
veraz y vituperable que acababan de entrar por un agujero de la pared, saltaron
haciendo una cabriola a la
Catalani y, aterrizando cada uno a un lado de mi cara, se
enzarzaron en una indecorosa discusión por la negligible posesión de mi nariz.
Pero, al igual que la pérdida de sus orejas, supuso el ascenso
al trono de Cirus, el Magián o Mige-gush de Persia, y al igual que la
pérdida de su nariz, dio a Zopyrus la posesión de Babilonia, así la pérdida de
unas pocas onzas de mis facciones, resultaron ser la salvación de mi cuerpo.
Excitado por el dolor y ardiente de indignación, rompí al primer intento mis
ataduras y el vendaje. Mientras cruzaba el cuarto, dirigí una mirada de
desprecio a los beligerantes, y abriendo la ventana, con gran horror y
desilusión por su parte, me precipité por ella, con gran destreza.
El ladrón de correos W..., con quien yo tenía singular parecido,
estaba en aquel momento en tránsito desde la cárcel de la ciudad al cadalso
erigido para su ejecución en los suburbios. Su extrema debilidad y su perenne
mala salud le habían supuesto el privilegio de ir sin esposas, y vestido con su
traje de ahorcado, muy similar al mío; yacía cuan largo era en el fondo del
carro del verdugo (que casualmente estaba bajo las ventanas del cirujano en el
momento de mi caída), sin más guardia que el conductor, que iba dormido, y dos
reclutas del sexto de infantería, que estaban borrachos: Quiso mi mala suerte
que cayera de pie al interior del vehículo. W..., que era un individuo con
grandes reflejos, vio su oportunidad. Saltando inmediatamente, salió del carro,
y metiéndose por una callejuela, se perdió de vista en un abrir y cerrar de
ojos. Los reclutas, despertados por la agitación, fueron incapaces de captar la
transacción. Viendo, no obstante, a un hombre exactamente igual que el felón de
pie en medio del carro ante sus ojos, llegaron a la conclusión de que el muy
sinvergüenza (refiriéndose a W...) estaba intentando escapar (así fue como se
expresaron), y después de comunicarse el uno al otro esta opinión, echaron un
trago de aguardiente cada uno, y después me derribaron con las culatas dé sus
mosquetes.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto,
no había nada que decir en mi defensa. Mi destino inevitable era ser colgado.
Me resigné a ello por lo tanto, con una sensación medio estúpida, medio
sarcástica. Siendo poco cínico, sentía aproximadamente lo mismo que sentiría un
perro. El verdugo, no obstante, ajustó el lazo alrededor de mi cuello. La
trampilla se abrió.
Me abstendré de describir mis sensaciones en la horca,
aunque sin duda podría hablar al respecto, y es un tema sobre el que nadie ha
sabido hablar con propiedad. De hecho, para escribir acerca de semejante tema,
es necesario haber sido ahorcado. Los autores deberían limitarse a hablar de
temas sobre los que han tenido experiencia. Así fue como Marco
Antonio compuso un tratado acerca de cómo emborracharse.
Podía, no obstante, mencionar, aunque sólo sea de pasada,
que no me sobrevino la muerte. Mi cuerpo estaba allí, pero no tema respiración
que perder, aun colgado, y si no hubiera sido por el nudo que había bajo mi
oreja izquierda (que, por la textura, parecía ser de procedencia militar), me
atrevería a decir que do hubiera experimentado casi ninguna molestia. En cuanto
al tirón que sufrió mi cuello con la caída, resultó simplemente un correctivo
para la torcedura que me había producido el caballero gordo del coche.
No obstante, y con muy buenos motivos, hice todo lo que
pude porque la multitud presenciara un espectáculo digno de las molestias que
se habían tomado. Según dicen, mis convulsiones fueron extraordinarias. Mis
espasmos hubieran sido difíciles de superar. El populacho pedía un encoré. Varios caballeros se desmayaron, y
una gran multitud de damas tuvieron que ser llevadas a sus casas con ataques de
histeria. Pinxit se aprovechó de la oportunidad para retocar, a partir de un
bosquejo que hizo allí mismo, su admirable cuadro de el Marsyas siendo
desollado vivo.
Cuando ya les hube procurado suficiente diversión, consideraron
que sería lo más adecuado quitar mi cuerpo de la horca, tanto más cuanto que el
verdadero reo había sido capturado y reconocido entre tanto, hecho que yo tuve
la mala suerte de no conocer.
Por supuesto que todo el mundo manifestó gran simpatía por
mí, y ya que nadie reclamó mí cuerpo, se ordenó que fuera enterrado en un
panteón público.
Allí, después de un intervalo de tiempo adecuado, fui depositado.
El sacristán se fue y me quedé solo. Una frase del “Descontento”, de Marston:
“La muerte es un buen muchacho, y
siempre tiene las puertas abiertas...”
me pareció en aquel momento una
abominable mentira.
No obstante, arranqué la tapa de mi ataúd y salí. Aquel lugar
era tremendamente siniestro y húmedo, me empecé a sentir repleto de ennui. A modo de entretenimiento, anduve a
ciegas entre los numerosos ataúdes, dispuestos en orden a mi alrededor. Los
bajaba uno por uno, y abriéndolos, me dedicaba a especular acerca de las
muestras de mortalidad que habitaba en su interior.
Esto monologaba yo, tropezando con un cadáver congestionado,
hinchado y rotundo:
«Esto ha sido, sin duda, en el más
amplio sentido de la palabra, un hombre infeliz, desafortunado. Ha sido su
terrible suerte el no poder andar normalmente, sino anadear, pasar por la vida
no como un ser humano, sino como un elefante; no como un hombre, sino como un
rinoceronte.
»Sus intentos de moverse en la vida han sido abortados,
sus movimientos circungiratorios, un palpable fracaso. Intentando dar un paso
hacia adelante ha tenido la desgracia de dar dos a la derecha y tres a la
izquierda. Sus estudios se limitan a la poesía de Crabbe. No puede haber tenido
ni idea de lo maravilloso de una pirouette. Para él, un pos de papillon no ha sido más que un
concepto en abstracto. Jamás ha llegado a la cumbre de una colina. Jamás ha
podido divisa r desde lo alto de un
campanario la gloría de ninguna metrópolis. El calor ha sido su enemigo mortal.
En los días de perros, sus días han sido los días de un perro. En ellos ha
soñado con llamas y ahogos, con montanas y más montañas, con Pellón sobre Ossa.
Siempre le faltaba la respiración, en una palabra, le faltaba la respiración.
Le parecía extravagante tocar instrumentos de viento. Él fue el inventor de los
abanicos semovientes, las velas de viento y los ventila» dores. Patrocinó a Du
Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente al intentar fumarse un
cigarro. Su caso era uno por el que yo sentía gran interés, y con el que simpatizaba
en gran medida.
«Pero aquí -dije yo, aquí, arrastrando despreciativamente
de su receptáculo una forma alta, delgada y de aspecto peculiar, cuya notable
apariencia me hizo sentir una indeseada sensación de familiaridad, aquí hay un
desgraciado que no tiene derecho a esperar ninguna conmiseración terrena».
Al decir esto, y para conseguir una más clara visión del
individuo, le sujeté por la nariz con el pulgar y el índice, y haciéndole
asumir sobre el suelo la posición de sentado, le mantuve así, con mi brazo
extendido, mientras continuaba mi soliloquio.
“Que no tiene derecho -repetí- a esperar ninguna conmiseración
terrena. En efecto, ¿a quién se le podría ocurrir tener compasión de una
sombra? Lo que es más, ¿acaso no ha disfrutado él ya de una parte más que
suficiente de los bienes de la mortalidad? Él fue el origen de los monumentos
elevados, altas torres, pararrayos, álamos de Italia. Su tratado acerca de
“Tonos y Sombras” le ha inmortalizado. Editó con distinguida habilidad la
última edición de “”Al sur en el Bones”. Fue joven a la Universidad y estudió
Ciencias Neumáticas. Después volvió a casa, hablaba incesantemente y tocaba la
trompa. Favorecía el uso de la gaita. El capitán Barclay ,
que caminó contra el Tiempo, fue incapaz de caminar contra él. Windham y Allbreath eran sus
escritores favoritos. Su artista favorito, Phiz. Murió gloriosamente mientras
inhalaba gas, levique flatu
conrupitur, como la fama pudicitiae en Hieronymus.[1]
Era indiscutiblemente un...
-¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? -me interrumpió el
objeto de mi animadversión, jadeando y arrancándose con un esfuerzo desesperado
la venda que rodeaba sus mandíbulas. ¿Cómo se atreve, Sr. Lackobreath a ser
tan infernalmente cruel como para pellizcarme la nariz de esa manera? ¿Acaso no
vio usted que me habían sujetado la mandíbula, y tiene usted que saber, si es que
sabe algo, que tengo que disponer de una enorme cantidad de aire? No obstante,
si es que no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación, es realmente un gran
descanso el poder abrir la boca, el poder explayarse, poder comunicar con una
persona como usted, que no se considera obligado a interrumpir a cada momento
el hilo del discurso de un caballero. Las interrupciones son muy molestas, y
deberían sin duda ser abolidas, ¿no le parece?... No conteste, se lo ruego, conque
hable una persona a la vez es suficiente. Cuando yo haya acabado, podrá empezar
usted. ¿Cómo demonios, señor, ha llegado usted aquí? Ni una palabra, se lo
ruego... por mi parte, yo llevo aquí algún tiempo. ¡un terrible accidente!
¿Habrá oído hablar de ello, supongo? ¡Catastrófica calamidad! Pasaba yo por debajo
de sus ventanas, hace poco tiempo, en la época en la que tema usted la manía
del teatro, y, ¡horrible ocurrencia! Habrá oído usted decir eso de coger aire,
¿eh? ¡Silencio hasta que yo se lo diga! ¡Pues yo cogí el aire de alguna otra
persona! Siempre tuve demasiado del mío, y me encontré con Blab en la esquina
de la calle y no me dio la oportunidad de decir ni una palabra, no conseguí
meter una sílaba ni de costado, en consecuencia tuve un ataque de epilepsia...
Blab se escapó... ¡malditos sean los idiotas!... me dieron por muerto y me metieron
en este lugar... ¡todo muy bonito!... He oído todo lo que ha dicho acerca de
mí... No había ni una sola palabra cierta en todo ello... ¡Horrible!...
¡Maravilloso!... ¡Repugnante!... ¡Odioso!... ¡Incomprensible!... etcétera,
etcétera... etcétera... etcétera... Resulta impo-sible concebir mi asombro ante
un discurso tan inesperado, o el júbilo con el que gradualmente me fui convenciendo
de que el aire tan afortunadamente cogido por aquel caballero (al que pronto
identifiqué con mi vecino Windenough) era de hecho la expiración que se me
había perdido a mí durante la conversación con mi esposa. El tiempo, el lugar y
las circunstancias convertían aquello en algo más allá de toda posibilidad de
discusión. No obstante, no solté inmediatamente la probóscide del Sr. W..., al
menos no durante el largo período de tiempo durante el cual el inventor de los
álamos italianos continuó favoreciéndome con sus explicaciones.
En este sentido, mis actos estaban dominados por esa prudencia
habitual que ha sido siempre mi característica predominante. Reflexioné que
podía haber aún muchas dificultades en el camino de mi preservación, que sólo
grandes esfuerzos por mi parte podrían llevarme a superar. Muchas personas,
consideré, son dadas a valorar las comodidades que tienen en sus manos, por
poco valiosas que puedan resultar a su propietario, por muy molestas u onerosas
que sean, en razón directa a las ventajas que puedan obtener los demás de su
posesión, o ellos mismos de su abandona ¿No sería tal vez éste el caso del Sr.
Windenough? Al manifestar mi interés por esa respiración que en aquel momento
estaba deseando perder de vista, ¿no estaría acaso poniéndome a merced de los
ataques de su avaricia? Hay muchos seres ruines en este mundo, recordé con un
suspiro, que no tendrían escrúpulos en jugar con ventaja incluso contra el
vecino de al lado, y (este comentario es de Epictetus) es precisa mente en esos momentos en que los hombres están
más deseosos de librarse de la carga de sus propias calamidades, en los que se
sienten menos dispuestos a aliviar la carga de los demás.
Basándome en consideraciones similares a ésta, y manteniendo aún bien sujeta la nariz
del Sr. W..., me pareció propio lanzar mi respuesta.
-¡Monstruo! -empecé con un tono de la más profunda
indignación-. ¡Monstruo! E idiota con doble respiración... ¿os atrevéis acaso,
digo, vos, a quien los cielos han castigado por vuestras iniquidades con una
doble respiración... Osáis vos, insisto, dirigiros a mí con el tono familiar
con el que os dirigiríais a un conocido?... “Miento” ¡El cielo me valga! Y
“estese callado”. ¡Cómo no! ¡Bonita conversación, sin duda, para un caballero
que disfruta de una sola respiración! Y todo esto, además, cuando yo tengo en
mis manos la posibilidad de aliviar la calamidad que usted, con tanta justicia,
sufre; de recortar lo superfino de su desgraciada respiración.
Al igual que Brutus, hice una pausa en espera de respuesta,
con la cual, como si fuera un tomado, me abrumó inmediatamente el Sr.
Windenough. Protesta tras protesta, y excusa tras excusa. No existía ningún
término que no estuviera dispuesto a aceptar, y yo no dejé de sacar ventaja de
ninguno de ellos.
Una vez resueltos los preliminares, aquel conocido mío me
dio la respiración, por lo cual (después de examinarla cuidadosamente) le di un
recibo.
Soy consciente de que para muchos yo seré culpable de
hablar de una manera tan prosaica de una transacción tan impalpable.
Posiblemente piensen que debería haber narrado con más detalle y minuciosidad
un hecho por medio del cual, y esto es muy cierto, se podría arrojar mucha luz
sobre una interesante rama de la filosofía física.
Lamento no poder responder a todo esto. Tan sólo me puedo
permitir dar una pequeña pista a modo de respuesta. Dadas las circunstancias... aunque pensándolo mejor creo que
será mucho más seguro decir lo menos posible acerca de un asunto tan delicado,
tan delicadas, repito, que en aquel momento
incluían los intereses de una tercera persona, en cuyo sulfuroso resentimiento no
tengo, de momento, ninguna gana de incurrir.
No
tardamos gran cosa, una vez hechos los arreglos precisos, en escaparnos de los
sótanos del sepulcro. La fuerza conjunta de nuestras resucitadas voces se hizo
rápidamente evidente. Scissors, el editor Whig, reeditó un tratado acerca de
“La naturaleza y origen de los ruidos subterráneos”. En las columnas de una
gaceta democrática apareció una respuesta, luego, una contrarréplica, una
refutación y una justificación. Tan sólo, después de haber abierto el panteón
para decidir cuál de los dos tenía razón, la aparición del Sr. Windenough y mía
demostró a ambos que estaban totalmente equivocados
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] Tenera res in feminis fama
pudicitiae, et quasi flos pulcherrimus citoad marcescit auram, levique flatu
corrupitur, maxime, etc. (Hieronymus and Salviniam).
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