¿Quién conoce los misterios de la voluntad
así como su vigor? Dios no es otra cosa sino una gran voluntad que penetra
todas las cosas por la intensidad que le es propia. El hombre no cede a los
ángeles ni se rinde del todo a la muerte sino por la flaqueza de su propia
voluntad.
Joseph
Glanvill.
A fe mía no puedo
recordar cómo y cuándo, ni siquiera dónde, conocí por primera vez a la señorita
Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y dolorosos padecimientos
han debilitado mi memoria, o tal vez no pueda recordar ahora estos puntos porque, a decir verdad, el carácter de mi amada,
su rara instrucción, su género de belleza, tan singular y plácida, y la
subyugadora y penetrante elocuencia de su profunda palabra musical se han
infiltrado en mi corazón tan poco a poco, pero de una manera tan furtiva y con
tal constancia, que no paré mientes en ello.
Sin embargo, creo que la
encontré por primera vez, y otras varias más tarde, en una vetusta ciudad algo
ruinosa, situada en las orillas del Rin. En cuanto a su familia, seguramente me
habló de ella, y no dudo que era de antiguo linaje. iLigeia, Ligeia! Entregado
vivo a estudios que, por su naturaleza, son más propios que todos los demás
para evocar ante los ojos de mi pensamiento acude la imagen de aquella que ya
no existe.
Y ahora, cuando escribo,
comienzo a tener como una vaga reminiscencia de que "jamás he
sabido" el nombre de familia de aquella que fue mi amiga y prometida, que
llegó a ser mi compañera de estudio y por último la esposa de mi corazón. No
sé si dejé de informarme sobre este punto a causa de alguna loca indicación de
mi Ligeia o por efecto de la fuerza de mi cariño, o tal vez fue por un
capricho, extraña y poética ofrenda en el altar del culto más apasionado. Sólo
recuerdo el hecho confusamente, y por lo tanto no se ha de extrañar que haya
olvidado del todo las circunstancias que le dieron origen o que lo
acompañaron. A decir verdad, si alguna vez el espíritu novelesco, si alguna vez
el pálido Ashtophet del Egipto idólatra, de tenebro-sas alas, han presidido
algún matrimonio, segura-mente ese matrimonio fue el mío.
En un punto, sin embargo,
muy apreciable para mí, no me es infiel la memoria: me refiero a la persona de Ligeia. Era alta, un poco
delgada, y en los últimos días había adelgazado mucho. Inútilmente trataré de
describir su aire majes-tuoso, su sereno continente, su incomprensible ligereza
y la soltura de su paso.
Iba y venía como una
sombra, de modo que nunca echaba de ver su entrada en mi despacho sino por su
dulce voz musical. En cuanto a la belleza de su rostro, ninguna mujer la igualó
jamás; era la imagen de un sueño producido por el opio, una visión aérea y
seductora, pero sus facciones no se habían vaciado en ese molde regular que
falsamente se nos ha enseñado a reverenciar en las obras clásicas del
paganismo. "No hay belleza exquisita, dice lord Bacon, hablando con mucha
exactitud de todas las formas y de todos los géneros de hermosura, sin algo
raro en las proporciones."
Sin embargo, aunque yo viera
que el rostro de Ligeia no se distinguía por una regularidad clásica y aunque
comprendiese que su belleza era verdaderamente exquisita, penetrándome de su extrañeza,
inútilmente me esforcé por descubrir un conjunto irregular y reconocer lo extraño.
Examiné el contorno de la
frente, alta y pálida -frente irreprochable-, ¡qué fría es la palabra,
aplicada a una majestad divina! El cutis rivalizaba con el más puro marfil; la
anchura, la expresión serena, la graciosa prominencia de la región de las sienes,
la cabellera negra como el azabache, lustrosa, abundante, rizada naturalmente y
mostrando todo el vigor de la expresión homérica, cabellera de jacinto; tal era
el conjunto admirable de la cabeza.
Al contemplar las líneas
delicadas de la nariz, no recordé haber visto semejante perfección sino en los
graciosos medallones hebraicos; presentaban el mismo tipo, la misma superficie
tersa y uniforme, igual tendencia a lo aguileño, casi imperceptible; idénticas
fosas nasales armónica-mente redondeadas, que revelaban un espíritu libre. En
cuanto a la boca, verdaderamente encantadora, era el triunfo de todas las cosas
celestes; la vuelta graciosa del labio superior, algo corto, la expresión
voluptuosamente tranquila del inferior, los hoyuelos y el color, por demás
expresivos, y los dientes, en que iban a reflejarse, como una especie de
brillo, los rayos de la suave luz producida por las sonrisas serenas y plácidas
pero siempre triunfantes. Analicé la forma del mentón y en ella observé también
la gracia, los suaves contornos, la majestad, la plenitud y el espiritualismo
griegos; ese contorno que solamente el dios Apolo reveló en sueños a Cleomenes,
el hijo del ateniense.
Por lo que hace a los
ojos, no encuentro modelo en la más lejana Antigüedad: tal vez en ellos se
ocultaba el misterio de que nos habla lord Bacon; creo que eran más grandes que
los del resto de la humanidad, más rasgados que los hermosos ojos de gacela de
la tribu del Valle de Nourjahad, pero sólo a intervalos, en momentos de
excesiva animación, se notaba singularmente esta particularidad. En tales
instantes, su belleza era, o por lo menos así parecía a mi espíritu
enardecido, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos.
Las pupilas eran de un
negro brillante y las pestañas muy largas; las cejas, de un dibujo ligeramente
irregular, tenían el mismo color, pero la extrañeza
que yo observaba en los ojos no dependía de su tinte, de su forma, ni de su
brillo, y por lo tanto debía atribuirse a la expresión. ¡Ah, palabra sin
sentido, vasta latitud en que se concentra toda nuestra ignorancia de lo
espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he
meditado sobre ella! ¡Cuántas veces, durante toda una noche de verano, me
esforcé para sondearla! ¿Qué era ese no sé qué, esa cosa más profunda que el
pozo de Demócrito, que estaba en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era?
Estaba ansioso por descubrirlo. ¡Aquellos ojos, aquellas grandes pupilas habían
llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y para ellas era yo el más
ferviente astrónomo!
Entre las numerosas e
incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, no hay caso alguno más
excitante, por más que de él no se hable en las escuelas, según creo, que aquel
en que, al esforzarnos para traer a la memoria una cosa olvidada hace largo
tiempo, nos hallamos a menudo en el borde mismo del recuerdo, sin poder
acordarnos. ¡Cuántas veces en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia creí
estar próximo al completo conocimiento de su expresión sin poder obtenerlo,
porque lo perdí al fin! Y, ¡oh extraño misterio!, he hallado en los objetos más
comunes del mundo una serie de analogías para explicarme esa expresión. Quiero
decir que en la época en que la belleza de Ligeia pasó a mi espíritu y se
instaló en él como en un relicario, obtuve de diversos seres del mundo material
una sensación análoga a la que se producía en mí bajo la influencia de aquellas
grandes y luminosas pupilas.
Sin embargo, no soy capaz
de definir ese sentimiento, de analizarlo y hasta de tener una percepción
clara. Lo he reconocido algunas veces, lo repito, en el aspecto de una vid que
se desarrollaba rápidamente, en la contemplación de una falena, de una
mariposa, de una crisálida, de una rápida corriente de agua; lo he hallado en
el océano, en la caída de un meteoro, y hasta lo he sentido en las miradas de
algunas personas de avanzada edad. Hay en el cielo una o dos estrellas, más
particularmente una de sexta magnitud, doble y cambiante, que se verá cerca de
la estrella de la Lira ,
y, que miradas con el telescopio, me han producido una impresión análoga. Lo
mismo me sucedió con ciertos instrumentos de cuerda y a veces también al
estudiar algunos pasajes en mis lecturas.
Entre innumerables
ejemplos, recuerdo muy bien alguna cosa de un libro de Joseph Glanvill, que,
tal vez simplemente a causa de su extrañeza, me inspiró casi el mismo
sentimiento. "Hay en el fondo de eso la voluntad que no muere. ¿Quién
conoce sus misterios, así como su vigor? Dios no es más que una gran voluntad
que penetra en todas las cosas por la intensidad que le es propia. El hombre no
cede a los ángeles ni se rinde del todo a la muerte sino por la flaqueza de su
propia voluntad."
Con el tiempo y después
de varias reflexiones, he llegado a determinar cierta relación lejana entre
este pasaje del filósofo inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad singular en el pensamiento,
en la acción y en la palabra era tal vez en ella resultado, o por lo menos indicio,
de esa gigantesca fuerza de voluntad de la que, durante nuestras largas
relaciones, pudo dar otras pruebas más positivas de su existencia.
De todas las mujeres que
he conocido, la plácida Ligeia, a pesar de su aspecto de serenidad, era la
presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía
evaluar esta última sino por la dilatación milagrosa de aquellos ojos que me
seducían y asustaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación
y dulzura de su voz, y por la salvaje energía de las extrañas palabras que
solía pronunciar, cuyo efecto redoblaba por el contraste con su número.
He hablado de la
instrucción de Ligeia: era inmensa, tal como no la había observado en ninguna
otra mujer. Conocía a fondo las lenguas clásicas y, juzgando por mis propios
conocimientos en las modernas de Europa, jamás la sorprendí en falta. Fuera
cual fuese el tema de la erudición académica, tan elogiada y admirada sólo
porque es más abstrusa, Ligeia no se equivocó nunca. ¡Cuánto me admiró y
subyugó mi atención este conocimiento admirable en mi esposa!
He dicho que su
instrucción aventajaba a la de cuantas mujeres había conocido, pero ¿quién es
el hombre que ha recorrido con buen éxito todo el inmenso campo de las ciencias
morales, físicas y matemáticas? Yo no había observado entonces lo que ahora
veo claramente, y es que los conocimientos de Ligeia eran vastísimos,
prodigiosos, pero comprendía lo bastante su infinita superioridad para
resignarme, con la confianza de un colegial, dejándome guiar por ella a través
del mundo de las investigaciones meta-físicas de que me ocupaba con ardimiento
en los primeros años de nuestra unión. ¡Con qué expresión de triunfo, con qué
inefable delicia, con qué vivas esperanzas sentí yo -cuando mi Ligeia se
inclinaba sobre mí durante mis estudios tan áridos y poco conocidoscómo se
ensanchaba gradualmente esa admirable perspectiva, ese magnífico campo virgen
por donde había de llegar finalmente al término de una sabiduría demasiado
preciosa para no ser prohibida!
¡Cuán horrorosa fue por
lo tanto mi angustia cuando al cabo de algunos años vi que mis bien fundadas
esperanzas se desvanecían para siempre! Sin Ligeia yo no era más que un niño
que andaba a tientas en la oscuridad; sólo su presencia y sus lecciones podían
iluminar con viva luz los misterios del trascendentalismo en que estábamos
sumidos; sin el brillo radiante de sus ojos, toda aquella dorada literatura de
otro tiempo se convertía en fastidio-sa, saturniana y pesada como el plomo,
porque aquellos ojos hermosísimos iluminaban cada vez menos las páginas que yo
descifraba.
Ligeia enfermó; sus
extraños ojos fulguraron, despidiendo un brillo espléndido; los pálidos dedos
tomaron el color de la muerte, el de la cera transparente; las azuladas venas
de sus sienes palpitaron impetuosas bajo la corriente de la más dulce emoción; vi
que iba a morir y luché desesperadamente contra el espantoso Azrael.
Y los esfuerzos de
aquella mujer apasionada fueron más enérgicos aún que los míos y me asombraron,
pues dado su carácter grave había motivos para creer que la muerte vendría para
ella sin su mundo de terrores, mas no fue así. Las palabras son impotentes
para dar una idea de la salvaje energía que desplegó para resistirse en su
lucha contra la Sombra.
Yo hubiera querido
calmarla, hacerla entrar en razón; pero en su ardiente deseo de vivir, sólo de
vivir, los consuelos y las reflexiones hubieran sido el cólmó de la locura.
Sin embargo, hasta el
último instante, en medio de los tormentos y de las convulsiones de su salvaje
espíritu, la aparente placidez de su conducta no se desmintió. Su voz se hacía
más dulce, era más profunda, mas yo no quería fijarme en el sentido extraño de
las palabras que pronunciaba con tanta serenidad; me embriagaba cuando
escuchaba con éxtasis aquella melodía sobrehumana, cuando la oía hablar de
aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces.
Que me amaba, yo no podía
dudarlo, y me era fácil adivinar que en un pecho como el suyo el amor no podía
ser una pasión ordinaria, pero sólo en la muerte comprendí toda la fuerza y
extensión de su cariño.
Durante largas horas, con
su mano en la mía, me confiaba todo cuanto se encerraba en su corazón, cuyos
generosos sentimientos, más que apasiona-dos, rayaban en idolatría. ¿Cómo había
merecido yo semejantes confesio-nes? ¿Por qué se me habría condenado a perder
a mi adorada Ligeia, precisamente en la hora en que más feliz me hacía? No me
es permitido extenderme sobre este punto; sólo diré que en el abandono más que
femenino de Ligeia a un amor concedido, ¡ay de mí!, del todo gratuitamente pude
reconocer al fin el principio de su ardiente, de su desesperado sentimiento al
abandonar tan rápidamente esta vida. No puedo describir ese ardimiento
desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir, y sólo vivir, pues me
faltarían las palabras para expresarme.
Hacia las altas horas de
la noche en que murió, me llamó imperiosamente para que me sentara a su lado y
me hizo repetir algunos versos compuestos por ella pocos días antes; la
obedecí y satisfice al punto su deseo.
El
gusano devorador
¡Mirad! Es la noche de gala
de los últimos años desolados; en un teatro,
una multitud de ángeles alados,
cubiertos de velos, asiste con los ojos llenos de lágrimas
a la representación de un drama de esperanzas y temores,
en tanto la orquesta ejecuta una música divina...
De un lado a otro vuelan
mimos que toman la forma de Dios
y no son sino títeres que obedecen
los deseos de enormes seres informes
que cruzan la escena batiendo sus alas de cóndor,
de las que se desprende el Invisible Dolor.
No puede olvidarse tan extraño drama.
Un fantasma es constantemente perseguido
en un círculo infinito por una multitud
que no puede alcanzarlo
y la intriga tiene mucho de Locura y mucho de Pecado,
pero aún más de Terror.
Mas en ese alboroto interviene ahora
una forma que se arrastra.
Es un ser teñido en sangre
que se retuerce fuera de la escena.
Sigue su camino y envuelve a los mimos;
éstos desaparecen en sus fauces
y los ángeles lloran al ver esa forma bañada
en sangre humana.
Se apagan las luces.
Con la violencia de una tempestad,
cae el telón, semejante a un paño funerario,
sobre las formas inertes.
Los ángeles se levantan, pálidos,
y anuncian que el drama es la tragedia:
el Hombre, y su héroe, el Gusano Devorador.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó
Ligeia poniéndose en pie y tendiendo los brazos hacia el cielo con un
movimiento espasmódico, apenas acabé de recitar los versos. -¡Oh, Padre
celestial! ¿Se habrán de realizar esas cosas irremisible-mente? ¿No será jamás
vencido ese Gusano conquistador? ¿No somos una parte y una partícula de Ti?
¿Quién conoce, pues, los misterios de la voluntad y de su vigor? El hombre no
cede a los ángeles ni se rinde enteramente
a la muerte sino por la flaqueza de su pobre voluntad.
Y desfallecida por la
emoción, Ligeia dejó caer sus blancos brazos y volvió con aire solemne a su
lecho de muerte. Y cuando exhalaba los últimos suspiros, se deslizó en sus
labios como un confuso murmullo; presté atento oído y reconocí de nuevo la
conclusión del pasaje de Glanvill: "El hombre no cede a los ángeles ni se
rinde enteramente a la muerte sino por la flaqueza de su pobre voluntad."
Ligeia murió, y yo,
aniquilado, pulverizado por el dolor, no pude resistir más largo tiempo la
desolación espantosa de mi morada en aquella sombría y vetusta ciudad de las
orillas del Rin. No carecía de lo que el mundo llama fortuna; de Ligeia había
recibido más, mucho más de lo que el destino suele conceder de ordinario a los
mortales, y así es como al cabo de algunos meses, durante los cuales anduve
errante sin objeto ni fin determinado, me refugié en una especie de retiro,
cuya propiedad pude adquirir, una abadía de la que no diré el nombre, situada
en una de las partes más incultas y menos frecuentadas de la hermosa
Inglaterra. La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje
de la región, los melancólicos y venerables recuerdos que evocaba, todo se
avenía con el sentimiento de completo abandono que me indujo a desterrarme en
aquel solitario retiro. No obstante, respetando en el exterior de la abadía su
carácter primitivo, casi intacto, y el verdoso tapiz que cubría sus muros
agrietados por la acción del tiempo, me empeñé con infantil perversidad, y tal
vez con una ligera esperanza de distraer mis penas, en llenar el interior de
magnificencias casi regias. Desde la infancia había sido aficionado a estas
locuras, que ahora se despertaban en mí como una herencia del dolor. ¡Ay!, creo
que se hubiera podido reconocer un principio de enajenación mental en los
espléndidos y fantásticos tapices, en las soberbias esculturas egipcias, en los
extravagantes muebles y en los ricos arabescos con que yo engalané mi retiro.
Me había convertido en
esclavo del opio, que me tenía en sus redes, y todos mis trabajos y mis planes
tomaban el color de mis sueños, pero no me detendré en detallar estos absurdos,
hablaré sólo de aquella habitación maldita donde, en un momento de extravío,
conduje al altar y tomé por esposa -¡después de la inolvidable Ligeia!- a la
señorita Rowena Trevanion, de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos
azules.
Ni un solo detalle de la
arquitectura o del decorado de aquella cámara nupcial deja de estar presente a
mi vista. ¿Dónde tenía el espíritu la orgullosa familia de la desposada
cuando, movida por la sed del oro, permitió a una hija tan tiernamente querida
traspasar el umbral de una habitación decorada de una manera tan extravagante?
He dicho que recordaba minuciosamente los detalles de aquella habitación,
aunque mi triste memoria pierde a menudo cosas de mucha importancia. Y, sin
embargo, no había en aquel lujo fantástico sistema o armonía que pudiera
imponerse al recuerdo.
La cámara formaba parte
de una alta torre de aquella abadía, fortificada como un castillo; tenía la
forma pentagonal y grandes dimensiones. Todo el lado sud del pentágono estaba
ocupado por una ventana única, formada con un inmenso cristal de Venecia de
color oscuro, de modo que los rayos de la luna difundían sobre todos los
objetos interiores una luz siniestra al atravesarse. Sobre aquella enorme
ventana se prolongaba el enrejado de una antigua parra cuyas hojas trepaban
por las macizas paredes de la torre. El techo, de encina casi negra, era sumamente
alto, afectaba la forma de una bóveda y tenía adornos de los más fantásticos,
de un estilo que participaba a la vez del gótico y del druídico.
En el fondo de esta
bóveda melancólica, exactamente en el centro, se hallaba suspendida de una sola
cadena de oro, de largos anillos, una inmensa lámpara del mismo metal en forma
de incensario, que parecía de estilo sarraceno por sus caprichosos calados, a
través de los cuales veíanse correr y enroscarse con la viveza de una
serpiente los fulgores continuos de un fuego policromo.
Algunas raras otomanas y
candelabros de forma oriental ocupaban diferentes sitios, y el lecho nupcial
era también de estilo hindú, bajo, esculpido en madera de ébano macizo y
cubierto por un dosel que parecía un paño mortuorio.
En cada uno de los
ángulos de la cámara elevábase un gigantesco sarcófago de granito negro,
extraído de las tumbas reales de Luxor, con su antigua cubierta sobrecargada de
esculturas inmemoriales, pero en los tapices de la habitación era donde se
veía, ¡ay de mí!, el más extraño capricho. Las paredes, prodigiosamente altas,
más allá de toda ponderación, estaban cubiertas de arriba abajo de una pesada
tapicería de aspecto macizo, hecha con el mismo material empleado para la
alfombra, las otomanas, el lecho de ébano, el dosel y las suntuosas cortinas
que ocultaban en parte la ventana. Este material era un tejido de oro de los
más ricos, adornado a intervalos irregulares con figuras arabescas, de un pie
de diámetro, que tomaban del fondo sus dibujos de un negro azabache, pero esas
figuras no tenían el carácter arabesco sino cuando se examinaban desde un solo
punto de vista.
Por un procedimiento, muy
común hoy y cuyos vestigios se encuentran en la más remota Antigüedad, estaban
hechas de modo que cambiasen de aspecto; para la persona que entrase en la
habitación parecían simples monstruo-sidades, pero a medida que se avanzaba,
este carácter desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, cambiando
de sitio, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como
las que nacieron de la superstición del norte o las que se producen en los
sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran
manera por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire continuo
detrás del tapiz, lo cual comunicaba al todo una inquietante animación.
Tal era la morada, tal
era la cámara nupcial donde pasé con la dama de Tremaine las horas impías del
primer mes de nuestro enlace, y las pasé sin mucha inquietud.
No podía ocultarme que mi
esposa temía mi carácter adusto y que evitaba mi presencia porque me amaba
poco, pero casi me complacía esto, pues yo la aborrecía con una aversión más
propia del demonio que del hombre.
¡Con qué profundo
sentimiento volaba mi memoria hacia Ligeia, la mujer adorada, augusta y
hermosa, la difunta! Me embriagaba en sus recuerdos; me deleitaba en su pureza,
en su sabiduría, en su naturaleza vaporosa, en su amor apasionado e idólatra.
Mi espíritu ardía
entonces en una llama más devoradora que lo que había sido la suya; en el
entusiasmo de mis sueños opiáceos, pues generalmente me hallaba bajo el
imperio del veneno, pronunciaba su nombre en alta voz durante el silencio de
la noche, y de día, en los valles cubiertos de sombra, como si por la energía
salvaje, la pasión solemne y el ardimiento devorador que la difunta me había
inspirado, pudiera resucitarla en los senderos de esta vida, que ella abandonó
para siempre... ¿Para siempre? ¿Era
esto verdadera-mente posible?
En los primeros días del
segundo mes de nuestro casamiento, Rowena se sintió atacada de un mal
repentino, del cual se restableció muy lentamente. La fiebre que la devoraba
hacía en extremo penosas sus noches, y en la inquietud de sus pesadillas
hablaba de sonidos y de movimientos que se producían en la cámara de la torre
y que yo no podía atribuir en rigor sino al desorden de sus ideas o tal vez a
las influencias fantasmagóricas de la habitación. Al fin entró en convalecencia
y, por último, se restableció.
Sin embargo, al cabo de
muy poco tiempo sufrió un nuevo ataque que la obligó a volver al lecho de dolor
y desde entonces su constitución, que siempre había sido débil, no pudo
recobrarse nunca del todo.
Su enfermedad presentó, a
partir de aquella época, un carácter alarmante, con recaídas que lo eran más
aún, sin que la ciencia ni todos los esfuerzos de los médicos bastasen para
remediar el mal. A medida que aumentaba esta dolencia crónica, arraigada sin
duda ya demasiado para que la arrancasen manos humanas, no pude menos de
observar una creciente irritación nerviosa en el temperamento de Rowena y una
sobreexcitación tal que las causas más triviales le infundían miedo. Entonces
habló con mayor frecuencia y tenacidad de los ruidos, de los ligeros rumores y
de los insólitos movimientos en los cortinajes, que, según dijo, la habían
molestado ya mucho.
Cierta noche, hacia fines
de septiembre, llamó mi atención sobre este triste asunto con una energía más
viva que de costumbre. Precisamente acababa de despertar de un sueño agitado,
y yo veía con un sentimiento de ansiedad, casi de vago terror, la expresión de
su rostro demacrado. Estaba sentado junto a la cabecera del lecho de ébano, en
uno de los divanes indios; Rowena se incorporó a medias y me habló en voz baja,
con una especie de cuchicheo ansioso, de los sonidos que acababa de percibir,
sin que yo oyese nada, y de los movimientos que había observado, invisibles
para mí. El viento circulaba activamente detrás de las tapicerías y yo me
esforcé para demostrar a mi esposa, aunque no lo creyese del todo -debo
confesarlo así, que aquellos suspiros apenas articulados, aquellos cambios
casi insensibles en las figuras de las paredes no eran otra cosa sino los
efectos naturales de la corriente de aire habitual.
Sin embargo, la lívida
palidez que cubrió el rostro de Rowena me demostró que mis esfuerzos para
tranquilizarla serían inútiles.
Me pareció de pronto que
se desmayaba y, como no había criado alguno cerca, fui yo mismo a buscar un
frasco de cierto vino ligero recetado por los médicos, recordando muy bien
dónde lo había puesto. Al cruzar la cámara y en el momento de pasar por debajo
de la lámpara, dos circunstancias de carácter muy singular me llamaron la
atención: sentí alguna cosa palpable, aunque invisible, que rozó ligeramente mi
persona, y vi, en la dorada alfombra, en el centro mismo de la radiación proyectada
por el incensario, una sombra vaga, indefinida, de aspecto angélico, tal como
podríamos figurarnos la sombra de una sombra, pero como me hallaba bajo la
influencia de una considerable dosis de opio, me fijé poco en aquellas cosas y
no hablé de ellas a Rowena.
Encontré el vino,
atravesé de nuevo la habitación y, llenando un vaso, lo acerqué a los labios de
mi desfallecida esposa. Se había recobrado un poco y tomó el vaso ella misma,
mientras que yo me dejaba caer en la otomana con los ojos fijos en su persona.
Entonces fue cuando oí
claramente un ligero ruido de pasos en la alfombra y cerca del lecho, y un
segundo después, cuando Rowena aproximaba el vino a sus labios, vi -tal vez lo
soñara-, vi caer en el vaso, como de alguna fuente invisible suspendida en la
atmósfera de la habitación, tres o cuatro gruesas gotas de un fluido
brillante, de color de rubí.
Yo lo observé, pero
Rowena no vio nada; apuró el vino sin vacilar y yo me guardé muy bien de
hablarle de una circunstancia que, bien mirada, sólo debía considerar como una
alucinación de mi espíritu, cuya actividad morbosa se acrecentaba por todo: los
terrores de Rowena, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude
menos de reconocer que después de la caída de las gotas rojizas se verificaba
un rápido cambio que agravó la dolencia de mi esposa, tanto que a las tres
noches las manos de la servidumbre la preparaban para la tumba, mientras yo
permanecía sentado solo ante su cadáver, envuelto en el sudario, en aquella
fantástica habitación, donde había recibido a la joven esposa. Extrañas
visiones engendradas por el opio revoloteaban alrededor de mí como sombras y
maquinalmente comencé a pasear una inquieta mirada desde los sarcófagos que
ocultaban los ángulos de la habitación hasta las figuras movibles del tapiz y
los fulgores cambiantes de la lámpara del techo. Mis miradas se fijaron de
pronto, cuando trataba de recordar las circunstancias de la noche anterior, en
el mismo punto del círculo luminoso donde había visto las ligeras huellas de
una sombra, pero ya no estaba, y entonces, respirando más libremente, miré la
pálida y rígida figura tendida en el lecho. Al punto evoqué mil recuerdos de
Ligeia y a mi corazón afluyó, con la tumultuosa violencia de una marea, el
intenso dolor que había sentido cuando la vi a ella también en su sombra. La
noche avanzaba, y, siempre con el corazón lleno de tristes pensamientos,
permanecía con la vista fija en el cadáver de Rowena, pero con el pensamiento
fijo en la única amada.
Podía ser la medianoche,
tal vez más, quizás menos, pues no me había fijado en el tiempo, cuando me
sobresaltó en medio de mi meditación un sollozo muy ligero, pero bien
distinto; sentí que provenía del lecho de ébano, del lecho de muerte, y apliqué
el oído con angustia y supersticioso terror, pero el sollozo no se repitió.
Entonces quise obligar a
mis ojos a reconocer un movimiento cualquiera en el cuerpo, mas no observé
nada. Sin embargo era imposible que me hubiese engañado; había oído el sollozo,
aunque muy ligero, y mi espíritu estaba bien despierto en aquel instante. Por
lo mismo fijé resuelta y tenazmente mi atención en el cadáver; transcurrieron
algunos minutos sin el menor incidente que arrojase luz sobre aquel misterio,
pero al fin me convencí de que una ligera coloración, apenas sensible, invadía
las mejillas y se infiltraba a lo largo de las pequeñas venas deprimidas de
los párpados.
Bajo la presión de un
horror y espanto indecibles, que el lenguaje humano no es bastante enérgico
para expresar, me pareció que los latidos de mi corazón cesaban de pronto y que
mis miembros quedaban rígidos.
Sin embargo, el sentimiento
del deber me devolvió al fin mi sangre fría; no podía dudar más tiempo que
habíamos hecho prematuramente los preparativos fúnebres. Rowena vivía aún; era
necesario practicar al punto un reconocimiento, pero como la torre estaba
completamente separada de las dependencias de criados y no había nadie al
alcance de mi voz, no podía llamar a ninguno a menos de abandonar la
habitación, a lo cual no me atrevía.
Me esforcé, pues, para
volver de nuevo a la vida aquel cuerpo que parecía luchar aún con la muerte,
pero al cabo de un rato muy breve se produjo una marcada recaída; el color
desapareció de las mejillas y de los párpados, dejando una palidez más que
marmórea; los labios se oprimieron con más fuerza en la impresión espectral de
la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsivas se extendieron al punto por
toda la superficie del cuerpo e inmediatamente sobrevino la completa rigidez
cadavérica; entonces me dejé caer estremecido sobre el lecho de reposo y me
entregué de nuevo a mis apasionadas contemplaciones y a mis sueños sobre
Ligeia.
Así transcurrió una hora,
cuando de pronto -¡sería esto posible, gran Dios!- percibí de nuevo un ruido
confuso que partía del lugar del lecho. Escuché, poseído de horror, y el sonido
se repitió: era un suspiro.
Me precipité hacia el
cuerpo y observé con toda claridad un temblor en los labios; un minuto después
se entreabrieron éstos, dejando ver una línea brillante de dientes de nácar. La
estupefacción se mezcló entonces en mi espíritu con el terror profundo que hasta
entonces me había dominado; sentí que mi vista se oscurecía, que perdía la
razón, y sólo por un violento esfuerzo recobré el valor suficiente para
desempeñar el deber que se me imponía de nuevo.
Observaba ahora una
coloración imperfecta en la frente de Rowena, en las mejillas y en el cuello,
mientras que un calor sensible penetraba en todo el cuerpo, notándose hasta un
ligero latido, casi imperceptible, en la región del corazón.
Mi esposa vivía, y, redoblando mi ardimiento, me
dispuse a resucitarla: practiqué fricciones en el vientre, en las sienes y en
las manos, y probé todos los procedimientos que la experiencia y mis numerosas
lecturas en libros de medicina me habían dado a conocer.
Sin embargo, todo fue
inútil: repentinamente el color desapareció, los latidos cesaron, la expresión
de la muerte volvió a sus labios, y un instante después todo el cuerpo recobró
su rigidez glacial, completa, su tinte lívido, su color amortiguado, con todo
el hediondo aspecto de lo que habita la tumba varios días.
Recaí en mis reflexiones,
volviendo a pensar en Ligeia, y de nuevo -¿se extrañará que me estremezca al
escribir estas líneas?, de nuevo
hirió mi oído un sollozo ahogado que llegaba de la parte del lecho de ébano.
Pero ¿a qué detallar
minuciosamente los indecibles horrores de aquella noche? ¿Referiré cuántas
veces, una tras otra, se repitió casi hasta el amanecer aquel horrendo drama de
la resurrección? ¿Diré cómo cada espantosa recaída se cambiaba en una muerte
más rígida e irremediable, cómo cada nueva agonía se asemejaba a una lucha
contra un adversario invisible y cómo estas agonías iban acompañadas de no sé
qué extraña alteración en el aspecto del cuerpo? Me apresuro a concluir.
Había pasado la mayor
parte de la terrible noche y la muerta se movió de nuevo, pero esta vez con
mayor energía que nunca, aunque despertando de una muerte más espantosa e
irreparable. Hacía largo tiempo que yo no me movía, manteniéndome clavado en
una otomana, poseído de violentas emociones, de las cuales la menos terrible
tal vez, la menos devoradora, era un supremo espanto.
Repito que el cuerpo se
movía, y entonces con más energía que antes; los colores de la vida subían al
rostro con una fuerza singular; los miembros se aflojaban, sólo que los
párpados seguían cerrados pesadamente, y si los paños fúnebres no hubieran
comunicado al semblante su carácter sepulcral, habría podido creer que Rowena
sacudía del todo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no admití del todo
esta idea, ya no pude dudar más tiempo cuando la difunta, levantándose del
lecho, avanzó con paso vacilante y los ojos cerrados, a la manera de una persona
perdida en un sueño, y se adelantó audazmente hasta el centro de la habitación.
No temblé ni me moví,
pues una infinidad de pensamientos indefinibles, producidos por el aspecto, la
estatura y el movimiento del fantasma, se agolparon de pronto en mi cerebro y,
paralizándome, me petrificaron.
Sin moverme contemplé la
aparición; en mis ideas reinaba un desorden que no podía reprimir. ¿Era la
vizcondesa Rowena la que estaba frente a mí; podía ser verdaderamente Rowena,
la dama Rowena Trevanion, de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos
azules? ¿Por qué no? La pesada venda oprimía la boca pero ¿por qué no había de
ser aquélla la fresca boca de la dama de Tremaine? ¿Y las mejillas? Sí, eran
las rosas del mediodía de su vida; si, podían ser las sonrosadas mejillas de la
dama de Tremaine en vida. Y el mentón, con sus hoyuelos, ¿no podía ser el suyo?
Pero ¿había crecido mi esposa durante la enfermedad? ¡Qué indefinible delirio
se apoderó de mí al concebir esta idea! De un salto caí a sus pies, pero ella
se retiró a mi contacto; desprendió su cabeza del horrible sudario que la
rodeaba y entonces se desbordó en la atmósfera de la habitación una masa enorme
de largos cabellos desordenados: ¡eran
más negros que las alas del cuervo de la medianoche, más que el plumaje del
cuervo! Y vi que los ojos de aquel rostro lívido se abrían lentamente.
-¡Al fin! -exclamé con
voz sonora. ¿Podría engañarme yo jamás? ¡He aquí los ojos admirablemente
rasgados, los ojos negros, los extraños ojos de mi amor perdido, de LADY
LIGEIA!
1.011. Poe (Edgar Allan)
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