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viernes, 20 de diciembre de 2013

Ligeia

¿Quién conoce los misterios de la voluntad así como su vigor? Dios no es otra cosa sino una gran voluntad que penetra todas las cosas por la intensidad que le es propia. El hombre no cede a los ánge­les ni se rinde del todo a la muerte sino por la flaqueza de su propia voluntad.

Joseph Glanvill.

A fe mía no puedo recordar cómo y cuándo, ni siquiera dónde, conocí por primera vez a la señorita Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y dolorosos padecimientos han debilitado mi memoria, o tal vez no pueda recordar ahora estos puntos porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su rara instrucción, su género de belleza, tan singular y plá­cida, y la subyugadora y penetrante elocuencia de su profunda palabra musical se han infiltrado en mi corazón tan poco a poco, pero de una manera tan furtiva y con tal constancia, que no paré mientes en ello.
Sin embargo, creo que la encontré por primera vez, y otras varias más tarde, en una vetusta ciudad algo ruinosa, situada en las orillas del Rin. En cuanto a su familia, seguramente me habló de ella, y no dudo que era de antiguo linaje. iLigeia, Ligeia! Entregado vivo a estudios que, por su naturaleza, son más propios que todos los demás para evocar ante los ojos de mi pensamiento acude la imagen de aquella que ya no existe.
Y ahora, cuando escribo, comienzo a tener como una vaga reminis­cencia de que "jamás he sabido" el nombre de familia de aquella que fue mi amiga y prometida, que llegó a ser mi compañera de estudio y por últi­mo la esposa de mi corazón. No sé si dejé de informarme sobre este punto a causa de alguna loca indicación de mi Ligeia o por efecto de la fuerza de mi cariño, o tal vez fue por un capricho, extraña y poética ofrenda en el altar del culto más apasionado. Sólo recuerdo el hecho confusamente, y por lo tanto no se ha de extrañar que haya olvidado del todo las cir­cunstancias que le dieron origen o que lo acompañaron. A decir verdad, si alguna vez el espíritu novelesco, si alguna vez el pálido Ashtophet del Egipto idólatra, de tenebro-sas alas, han presidido algún matrimonio, segura-mente ese matrimonio fue el mío.
En un punto, sin embargo, muy apreciable para mí, no me es infiel la memoria: me refiero a la persona de Ligeia. Era alta, un poco delgada, y en los últimos días había adelgazado mucho. Inútilmente trataré de describir su aire majes-tuoso, su sereno continente, su incomprensible ligereza y la soltura de su paso.
Iba y venía como una sombra, de modo que nunca echaba de ver su entrada en mi despacho sino por su dulce voz musical. En cuanto a la belleza de su rostro, ninguna mujer la igualó jamás; era la imagen de un sueño producido por el opio, una visión aérea y seductora, pero sus fac­ciones no se habían vaciado en ese molde regular que falsamente se nos ha enseñado a reverenciar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita, dice lord Bacon, hablando con mucha exactitud de todas las formas y de todos los géneros de hermosura, sin algo raro en las proporciones."
Sin embargo, aunque yo viera que el rostro de Ligeia no se distin­guía por una regularidad clásica y aunque comprendiese que su belleza era verdaderamente exquisita, penetrándome de su extrañeza, inútilmen­te me esforcé por descubrir un conjunto irregular y reconocer lo extraño.
Examiné el contorno de la frente, alta y pálida -frente irreprocha­ble-, ¡qué fría es la palabra, aplicada a una majestad divina! El cutis rivalizaba con el más puro marfil; la anchura, la expresión serena, la gra­ciosa prominencia de la región de las sienes, la cabellera negra como el azabache, lustrosa, abundante, rizada naturalmente y mostrando todo el vigor de la expresión homérica, cabellera de jacinto; tal era el conjunto admirable de la cabeza.
Al contemplar las líneas delicadas de la nariz, no recordé haber visto semejante perfección sino en los graciosos medallones hebraicos; pre­sentaban el mismo tipo, la misma superficie tersa y uniforme, igual ten­dencia a lo aguileño, casi imperceptible; idénticas fosas nasales armónica-mente redondeadas, que revelaban un espíritu libre. En cuanto a la boca, verdaderamente encantadora, era el triunfo de todas las cosas celestes; la vuelta graciosa del labio superior, algo corto, la expre­sión voluptuosamente tranquila del inferior, los hoyuelos y el color, por demás expresivos, y los dientes, en que iban a reflejarse, como una espe­cie de brillo, los rayos de la suave luz producida por las sonrisas serenas y plácidas pero siempre triunfantes. Analicé la forma del mentón y en ella observé también la gracia, los suaves contornos, la majestad, la ple­nitud y el espiritualismo griegos; ese contorno que solamente el dios Apolo reveló en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense.
Por lo que hace a los ojos, no encuentro modelo en la más lejana Antigüedad: tal vez en ellos se ocultaba el misterio de que nos habla lord Bacon; creo que eran más grandes que los del resto de la humanidad, más rasgados que los hermosos ojos de gacela de la tribu del Valle de Nourjahad, pero sólo a intervalos, en momentos de excesiva animación, se notaba singularmente esta particularidad. En tales instantes, su belle­za era, o por lo menos así parecía a mi espíritu enardecido, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos.
Las pupilas eran de un negro brillante y las pestañas muy largas; las cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían el mismo color, pero la extrañeza que yo observaba en los ojos no dependía de su tinte, de su forma, ni de su brillo, y por lo tanto debía atribuirse a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, vasta latitud en que se concentra toda nuestra igno­rancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas lar­gas horas he meditado sobre ella! ¡Cuántas veces, durante toda una noche de verano, me esforcé para sondearla! ¿Qué era ese no sé qué, esa cosa más profunda que el pozo de Demócrito, que estaba en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Estaba ansioso por descubrirlo. ¡Aquellos ojos, aquellas grandes pupilas habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y para ellas era yo el más ferviente astrónomo!
Entre las numerosas e incomprensibles anomalías de la ciencia psi­cológica, no hay caso alguno más excitante, por más que de él no se hable en las escuelas, según creo, que aquel en que, al esforzarnos para traer a la memoria una cosa olvidada hace largo tiempo, nos hallamos a menudo en el borde mismo del recuerdo, sin poder acordarnos. ¡Cuántas veces en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia creí estar próximo al completo conocimiento de su expresión sin poder obtenerlo, porque lo perdí al fin! Y, ¡oh extraño misterio!, he hallado en los objetos más comunes del mundo una serie de analogías para explicarme esa expre­sión. Quiero decir que en la época en que la belleza de Ligeia pasó a mi espíritu y se instaló en él como en un relicario, obtuve de diversos seres del mundo material una sensación análoga a la que se producía en mí bajo la influencia de aquellas grandes y luminosas pupilas.
Sin embargo, no soy capaz de definir ese sentimiento, de analizarlo y hasta de tener una percepción clara. Lo he reconocido algunas veces, lo repito, en el aspecto de una vid que se desarrollaba rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una rápida corriente de agua; lo he hallado en el océano, en la caída de un meteoro, y hasta lo he sentido en las miradas de algunas personas de avanzada edad. Hay en el cielo una o dos estrellas, más particularmente una de sexta magnitud, doble y cambiante, que se verá cerca de la estre­lla de la Lira, y, que miradas con el telescopio, me han producido una impresión análoga. Lo mismo me sucedió con ciertos instrumentos de cuerda y a veces también al estudiar algunos pasajes en mis lecturas.
Entre innumerables ejemplos, recuerdo muy bien alguna cosa de un libro de Joseph Glanvill, que, tal vez simplemente a causa de su extra­ñeza, me inspiró casi el mismo sentimiento. "Hay en el fondo de eso la voluntad que no muere. ¿Quién conoce sus misterios, así como su vigor? Dios no es más que una gran voluntad que penetra en todas las cosas por la intensidad que le es propia. El hombre no cede a los ángeles ni se rinde del todo a la muerte sino por la flaqueza de su propia voluntad."
Con el tiempo y después de varias reflexiones, he llegado a determi­nar cierta relación lejana entre este pasaje del filósofo inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad singular en el pensamiento, en la acción y en la palabra era tal vez en ella resultado, o por lo menos indi­cio, de esa gigantesca fuerza de voluntad de la que, durante nuestras lar­gas relaciones, pudo dar otras pruebas más positivas de su existencia.
De todas las mujeres que he conocido, la plácida Ligeia, a pesar de su aspecto de serenidad, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía evaluar esta última sino por la dila­tación milagrosa de aquellos ojos que me seducían y asustaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación y dulzura de su voz, y por la salvaje energía de las extrañas palabras que solía pronunciar, cuyo efecto redoblaba por el contraste con su número.
He hablado de la instrucción de Ligeia: era inmensa, tal como no la había observado en ninguna otra mujer. Conocía a fondo las lenguas clá­sicas y, juzgando por mis propios conocimientos en las modernas de Europa, jamás la sorprendí en falta. Fuera cual fuese el tema de la eru­dición académica, tan elogiada y admirada sólo porque es más abstrusa, Ligeia no se equivocó nunca. ¡Cuánto me admiró y subyugó mi atención este conocimiento admirable en mi esposa!
He dicho que su instrucción aventajaba a la de cuantas mujeres había conocido, pero ¿quién es el hombre que ha recorrido con buen éxito todo el inmenso campo de las ciencias morales, físicas y matemá­ticas? Yo no había observado entonces lo que ahora veo claramente, y es que los conocimientos de Ligeia eran vastísimos, prodigiosos, pero com­prendía lo bastante su infinita superioridad para resignarme, con la con­fianza de un colegial, dejándome guiar por ella a través del mundo de las investigaciones meta-físicas de que me ocupaba con ardimiento en los primeros años de nuestra unión. ¡Con qué expresión de triunfo, con qué inefable delicia, con qué vivas esperanzas sentí yo -cuando mi Ligeia se inclinaba sobre mí durante mis estudios tan áridos y poco conocidos­cómo se ensanchaba gradualmente esa admirable perspectiva, ese mag­nífico campo virgen por donde había de llegar finalmente al término de una sabiduría demasiado preciosa para no ser prohibida!
¡Cuán horrorosa fue por lo tanto mi angustia cuando al cabo de algunos años vi que mis bien fundadas esperanzas se desvanecían para siempre! Sin Ligeia yo no era más que un niño que andaba a tientas en la oscuridad; sólo su presencia y sus lecciones podían iluminar con viva luz los misterios del trascendentalismo en que estábamos sumidos; sin el brillo radiante de sus ojos, toda aquella dorada literatura de otro tiempo se convertía en fastidio-sa, saturniana y pesada como el plomo, porque aquellos ojos hermosísimos iluminaban cada vez menos las páginas que yo descifraba.
Ligeia enfermó; sus extraños ojos fulguraron, despidiendo un brillo espléndido; los pálidos dedos tomaron el color de la muerte, el de la cera transparente; las azuladas venas de sus sienes palpitaron impetuosas bajo la corriente de la más dulce emoción; vi que iba a morir y luché deses­peradamente contra el espantoso Azrael.
Y los esfuerzos de aquella mujer apasionada fueron más enérgicos aún que los míos y me asombraron, pues dado su carácter grave había motivos para creer que la muerte vendría para ella sin su mundo de terro­res, mas no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la salvaje energía que desplegó para resistirse en su lucha contra la Sombra.
Yo hubiera querido calmarla, hacerla entrar en razón; pero en su ardiente deseo de vivir, sólo de vivir, los consuelos y las reflexiones hubie­ran sido el cólmó de la locura.
Sin embargo, hasta el último instante, en medio de los tormentos y de las convulsiones de su salvaje espíritu, la aparente placidez de su con­ducta no se desmintió. Su voz se hacía más dulce, era más profunda, mas yo no quería fijarme en el sentido extraño de las palabras que pronuncia­ba con tanta serenidad; me embriagaba cuando escuchaba con éxtasis aquella melodía sobrehumana, cuando la oía hablar de aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces.
Que me amaba, yo no podía dudarlo, y me era fácil adivinar que en un pecho como el suyo el amor no podía ser una pasión ordinaria, pero sólo en la muerte comprendí toda la fuerza y extensión de su cariño.
Durante largas horas, con su mano en la mía, me confiaba todo cuanto se encerraba en su corazón, cuyos generosos sentimientos, más que apasiona-dos, rayaban en idolatría. ¿Cómo había merecido yo seme­jantes confesio-nes? ¿Por qué se me habría condenado a perder a mi ado­rada Ligeia, precisamente en la hora en que más feliz me hacía? No me es permitido extenderme sobre este punto; sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia a un amor concedido, ¡ay de mí!, del todo gratuitamente pude reconocer al fin el principio de su ardiente, de su desesperado sentimiento al abandonar tan rápidamente esta vida. No puedo describir ese ardimiento desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir, y sólo vivir, pues me faltarían las palabras para expresarme.
Hacia las altas horas de la noche en que murió, me llamó imperiosa­mente para que me sentara a su lado y me hizo repetir algunos versos com­puestos por ella pocos días antes; la obedecí y satisfice al punto su deseo.

El gusano devorador

¡Mirad! Es la noche de gala
de los últimos años desolados; en un teatro,
una multitud de ángeles alados,
cubiertos de velos, asiste con los ojos llenos de lágrimas
a la representación de un drama de esperanzas y temores,
en tanto la orquesta ejecuta una música divina...

De un lado a otro vuelan
mimos que toman la forma de Dios
y no son sino títeres que obedecen
los deseos de enormes seres informes
que cruzan la escena batiendo sus alas de cóndor,
de las que se desprende el Invisible Dolor.

No puede olvidarse tan extraño drama.
Un fantasma es constantemente perseguido
en un círculo infinito por una multitud
que no puede alcanzarlo
y la intriga tiene mucho de Locura y mucho de Pecado,
pero aún más de Terror.

Mas en ese alboroto interviene ahora
una forma que se arrastra.
Es un ser teñido en sangre
que se retuerce fuera de la escena.
Sigue su camino y envuelve a los mimos;
éstos desaparecen en sus fauces
y los ángeles lloran al ver esa forma bañada
en sangre humana.

Se apagan las luces.
Con la violencia de una tempestad,
cae el telón, semejante a un paño funerario,
sobre las formas inertes.
Los ángeles se levantan, pálidos,
y anuncian que el drama es la tragedia:
el Hombre, y su héroe, el Gusano Devorador.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Ligeia poniéndose en pie y tendiendo los brazos hacia el cielo con un movimiento espasmódico, apenas acabé de recitar los versos. -¡Oh, Padre celestial! ¿Se habrán de realizar esas cosas irremisible-mente? ¿No será jamás vencido ese Gusano conquista­dor? ¿No somos una parte y una partícula de Ti? ¿Quién conoce, pues, los misterios de la voluntad y de su vigor? El hombre no cede a los ánge­les ni se rinde enteramente a la muerte sino por la flaqueza de su pobre voluntad.
Y desfallecida por la emoción, Ligeia dejó caer sus blancos brazos y volvió con aire solemne a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba los últimos suspiros, se deslizó en sus labios como un confuso murmullo; presté atento oído y reconocí de nuevo la conclusión del pasaje de Glan­vill: "El hombre no cede a los ángeles ni se rinde enteramente a la muer­te sino por la flaqueza de su pobre voluntad."
Ligeia murió, y yo, aniquilado, pulverizado por el dolor, no pude resistir más largo tiempo la desolación espantosa de mi morada en aque­lla sombría y vetusta ciudad de las orillas del Rin. No carecía de lo que el mundo llama fortuna; de Ligeia había recibido más, mucho más de lo que el destino suele conceder de ordinario a los mortales, y así es como al cabo de algunos meses, durante los cuales anduve errante sin objeto ni fin determinado, me refugié en una especie de retiro, cuya propiedad pude adquirir, una abadía de la que no diré el nombre, situada en una de las partes más incultas y menos frecuentadas de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la región, los melancólicos y venerables recuerdos que evocaba, todo se avenía con el sentimiento de completo abandono que me indujo a des­terrarme en aquel solitario retiro. No obstante, respetando en el exterior de la abadía su carácter primitivo, casi intacto, y el verdoso tapiz que cubría sus muros agrietados por la acción del tiempo, me empeñé con infantil perversidad, y tal vez con una ligera esperanza de distraer mis penas, en llenar el interior de magnificencias casi regias. Desde la infan­cia había sido aficionado a estas locuras, que ahora se despertaban en mí como una herencia del dolor. ¡Ay!, creo que se hubiera podido recono­cer un principio de enajenación mental en los espléndidos y fantásticos tapices, en las soberbias esculturas egipcias, en los extravagantes mue­bles y en los ricos arabescos con que yo engalané mi retiro.
Me había convertido en esclavo del opio, que me tenía en sus redes, y todos mis trabajos y mis planes tomaban el color de mis sueños, pero no me detendré en detallar estos absurdos, hablaré sólo de aquella habi­tación maldita donde, en un momento de extravío, conduje al altar y tomé por esposa -¡después de la inolvidable Ligeia!- a la señorita Rowena Trevanion, de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules.
Ni un solo detalle de la arquitectura o del decorado de aquella cámara nupcial deja de estar presente a mi vista. ¿Dónde tenía el espíri­tu la orgullosa familia de la desposada cuando, movida por la sed del oro, permitió a una hija tan tiernamente querida traspasar el umbral de una habitación decorada de una manera tan extravagante? He dicho que recordaba minuciosamente los detalles de aquella habitación, aunque mi triste memoria pierde a menudo cosas de mucha importancia. Y, sin embargo, no había en aquel lujo fantástico sistema o armonía que pudie­ra imponerse al recuerdo.
La cámara formaba parte de una alta torre de aquella abadía, forti­ficada como un castillo; tenía la forma pentagonal y grandes dimensio­nes. Todo el lado sud del pentágono estaba ocupado por una ventana única, formada con un inmenso cristal de Venecia de color oscuro, de modo que los rayos de la luna difundían sobre todos los objetos interio­res una luz siniestra al atravesarse. Sobre aquella enorme ventana se pro­longaba el enrejado de una antigua parra cuyas hojas trepaban por las macizas paredes de la torre. El techo, de encina casi negra, era suma­mente alto, afectaba la forma de una bóveda y tenía adornos de los más fantásticos, de un estilo que participaba a la vez del gótico y del druídico.
En el fondo de esta bóveda melancólica, exactamente en el centro, se hallaba suspendida de una sola cadena de oro, de largos anillos, una inmensa lámpara del mismo metal en forma de incensario, que parecía de estilo sarraceno por sus caprichosos calados, a través de los cuales veí­anse correr y enroscarse con la viveza de una serpiente los fulgores con­tinuos de un fuego policromo.
Algunas raras otomanas y candelabros de forma oriental ocupaban diferentes sitios, y el lecho nupcial era también de estilo hindú, bajo, esculpido en madera de ébano macizo y cubierto por un dosel que pare­cía un paño mortuorio.
En cada uno de los ángulos de la cámara elevábase un gigantesco sarcófago de granito negro, extraído de las tumbas reales de Luxor, con su antigua cubierta sobrecargada de esculturas inmemoriales, pero en los tapices de la habitación era donde se veía, ¡ay de mí!, el más extraño capricho. Las paredes, prodigiosamente altas, más allá de toda pondera­ción, estaban cubiertas de arriba abajo de una pesada tapicería de aspec­to macizo, hecha con el mismo material empleado para la alfombra, las otomanas, el lecho de ébano, el dosel y las suntuosas cortinas que ocul­taban en parte la ventana. Este material era un tejido de oro de los más ricos, adornado a intervalos irregulares con figuras arabescas, de un pie de diámetro, que tomaban del fondo sus dibujos de un negro azabache, pero esas figuras no tenían el carácter arabesco sino cuando se examina­ban desde un solo punto de vista.
Por un procedimiento, muy común hoy y cuyos vestigios se encuen­tran en la más remota Antigüedad, estaban hechas de modo que cam­biasen de aspecto; para la persona que entrase en la habitación parecían simples monstruo-sidades, pero a medida que se avanzaba, este carácter desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, cambiando de sitio, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las que nacieron de la superstición del norte o las que se producen en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran manera por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire continuo detrás del tapiz, lo cual comunicaba al todo una inquietante animación.
Tal era la morada, tal era la cámara nupcial donde pasé con la dama de Tremaine las horas impías del primer mes de nuestro enlace, y las pasé sin mucha inquietud.
No podía ocultarme que mi esposa temía mi carácter adusto y que evitaba mi presencia porque me amaba poco, pero casi me complacía esto, pues yo la aborrecía con una aversión más propia del demonio que del hombre.
¡Con qué profundo sentimiento volaba mi memoria hacia Ligeia, la mujer adorada, augusta y hermosa, la difunta! Me embriagaba en sus recuerdos; me deleitaba en su pureza, en su sabiduría, en su naturaleza vaporosa, en su amor apasionado e idólatra.
Mi espíritu ardía entonces en una llama más devoradora que lo que había sido la suya; en el entusiasmo de mis sueños opiáceos, pues gene­ralmente me hallaba bajo el imperio del veneno, pronunciaba su nom­bre en alta voz durante el silencio de la noche, y de día, en los valles cubiertos de sombra, como si por la energía salvaje, la pasión solemne y el ardimiento devorador que la difunta me había inspirado, pudiera resucitarla en los senderos de esta vida, que ella abandonó para siem­pre... ¿Para siempre? ¿Era esto verdadera-mente posible?
En los primeros días del segundo mes de nuestro casamiento, Rowe­na se sintió atacada de un mal repentino, del cual se restableció muy len­tamente. La fiebre que la devoraba hacía en extremo penosas sus noches, y en la inquietud de sus pesadillas hablaba de sonidos y de movi­mientos que se producían en la cámara de la torre y que yo no podía atri­buir en rigor sino al desorden de sus ideas o tal vez a las influencias fantasmagóricas de la habitación. Al fin entró en convalecencia y, por último, se restableció.
Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo sufrió un nuevo ataque que la obligó a volver al lecho de dolor y desde entonces su constitución, que siempre había sido débil, no pudo recobrarse nunca del todo.
Su enfermedad presentó, a partir de aquella época, un carácter alarmante, con recaídas que lo eran más aún, sin que la ciencia ni todos los esfuerzos de los médicos bastasen para remediar el mal. A medida que aumentaba esta dolencia crónica, arraigada sin duda ya demasiado para que la arrancasen manos humanas, no pude menos de observar una creciente irritación nerviosa en el temperamento de Rowena y una sobreexcitación tal que las causas más triviales le infundían miedo. Entonces habló con mayor frecuencia y tenacidad de los ruidos, de los ligeros rumores y de los insólitos movimientos en los cortinajes, que, según dijo, la habían molestado ya mucho.
Cierta noche, hacia fines de septiembre, llamó mi atención sobre este triste asunto con una energía más viva que de costumbre. Precisa­mente acababa de despertar de un sueño agitado, y yo veía con un sen­timiento de ansiedad, casi de vago terror, la expresión de su rostro demacrado. Estaba sentado junto a la cabecera del lecho de ébano, en uno de los divanes indios; Rowena se incorporó a medias y me habló en voz baja, con una especie de cuchicheo ansioso, de los sonidos que aca­baba de percibir, sin que yo oyese nada, y de los movimientos que había observado, invisibles para mí. El viento circulaba activamente detrás de las tapicerías y yo me esforcé para demostrar a mi esposa, aunque no lo creyese del todo -debo confesarlo así, que aquellos suspiros apenas articulados, aquellos cambios casi insensibles en las figuras de las pare­des no eran otra cosa sino los efectos naturales de la corriente de aire habitual.
Sin embargo, la lívida palidez que cubrió el rostro de Rowena me demostró que mis esfuerzos para tranquilizarla serían inútiles.
Me pareció de pronto que se desmayaba y, como no había criado alguno cerca, fui yo mismo a buscar un frasco de cierto vino ligero rece­tado por los médicos, recordando muy bien dónde lo había puesto. Al cruzar la cámara y en el momento de pasar por debajo de la lámpara, dos circunstancias de carácter muy singular me llamaron la atención: sentí alguna cosa palpable, aunque invisible, que rozó ligeramente mi perso­na, y vi, en la dorada alfombra, en el centro mismo de la radiación pro­yectada por el incensario, una sombra vaga, indefinida, de aspecto angélico, tal como podríamos figurarnos la sombra de una sombra, pero como me hallaba bajo la influencia de una considerable dosis de opio, me fijé poco en aquellas cosas y no hablé de ellas a Rowena.
Encontré el vino, atravesé de nuevo la habitación y, llenando un vaso, lo acerqué a los labios de mi desfallecida esposa. Se había recobra­do un poco y tomó el vaso ella misma, mientras que yo me dejaba caer en la otomana con los ojos fijos en su persona.
Entonces fue cuando oí claramente un ligero ruido de pasos en la alfombra y cerca del lecho, y un segundo después, cuando Rowena apro­ximaba el vino a sus labios, vi -tal vez lo soñara-, vi caer en el vaso, como de alguna fuente invisible suspendida en la atmósfera de la habi­tación, tres o cuatro gruesas gotas de un fluido brillante, de color de rubí.
Yo lo observé, pero Rowena no vio nada; apuró el vino sin vacilar y yo me guardé muy bien de hablarle de una circunstancia que, bien mira­da, sólo debía considerar como una alucinación de mi espíritu, cuya actividad morbosa se acrecentaba por todo: los terrores de Rowena, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude menos de reconocer que después de la caída de las gotas rojizas se verificaba un rápido cambio que agravó la dolen­cia de mi esposa, tanto que a las tres noches las manos de la servidum­bre la preparaban para la tumba, mientras yo permanecía sentado solo ante su cadáver, envuelto en el sudario, en aquella fantástica habitación, donde había recibido a la joven esposa. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban alrededor de mí como sombras y maquinalmen­te comencé a pasear una inquieta mirada desde los sarcófagos que ocul­taban los ángulos de la habitación hasta las figuras movibles del tapiz y los fulgores cambiantes de la lámpara del techo. Mis miradas se fijaron de pronto, cuando trataba de recordar las circunstancias de la noche anterior, en el mismo punto del círculo luminoso donde había visto las ligeras huellas de una sombra, pero ya no estaba, y entonces, respirando más libremente, miré la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Al punto evoqué mil recuerdos de Ligeia y a mi corazón afluyó, con la tumul­tuosa violencia de una marea, el intenso dolor que había sentido cuan­do la vi a ella también en su sombra. La noche avanzaba, y, siempre con el corazón lleno de tristes pensamientos, permanecía con la vista fija en el cadáver de Rowena, pero con el pensamiento fijo en la única amada.
Podía ser la medianoche, tal vez más, quizás menos, pues no me había fijado en el tiempo, cuando me sobresaltó en medio de mi medi­tación un sollozo muy ligero, pero bien distinto; sentí que provenía del lecho de ébano, del lecho de muerte, y apliqué el oído con angustia y supersticioso terror, pero el sollozo no se repitió.
Entonces quise obligar a mis ojos a reconocer un movimiento cual­quiera en el cuerpo, mas no observé nada. Sin embargo era imposible que me hubiese engañado; había oído el sollozo, aunque muy ligero, y mi espíritu estaba bien despierto en aquel instante. Por lo mismo fijé resuel­ta y tenazmente mi atención en el cadáver; transcurrieron algunos minutos sin el menor incidente que arrojase luz sobre aquel misterio, pero al fin me convencí de que una ligera coloración, apenas sensible, invadía las mejillas y se infiltraba a lo largo de las pequeñas venas depri­midas de los párpados.
Bajo la presión de un horror y espanto indecibles, que el lenguaje humano no es bastante enérgico para expresar, me pareció que los latidos de mi corazón cesaban de pronto y que mis miembros quedaban rígidos.
Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió al fin mi sangre fría; no podía dudar más tiempo que habíamos hecho prematuramente los preparativos fúnebres. Rowena vivía aún; era necesario practicar al punto un reconocimiento, pero como la torre estaba completamente separada de las dependencias de criados y no había nadie al alcance de mi voz, no podía llamar a ninguno a menos de abandonar la habitación, a lo cual no me atrevía.
Me esforcé, pues, para volver de nuevo a la vida aquel cuerpo que parecía luchar aún con la muerte, pero al cabo de un rato muy breve se produjo una marcada recaída; el color desapareció de las mejillas y de los párpados, dejando una palidez más que marmórea; los labios se oprimie­ron con más fuerza en la impresión espectral de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsivas se extendieron al punto por toda la superfi­cie del cuerpo e inmediatamente sobrevino la completa rigidez cadavé­rica; entonces me dejé caer estremecido sobre el lecho de reposo y me entregué de nuevo a mis apasionadas contemplaciones y a mis sueños sobre Ligeia.
Así transcurrió una hora, cuando de pronto -¡sería esto posible, gran Dios!- percibí de nuevo un ruido confuso que partía del lugar del lecho. Escuché, poseído de horror, y el sonido se repitió: era un suspiro.
Me precipité hacia el cuerpo y observé con toda claridad un temblor en los labios; un minuto después se entreabrieron éstos, dejando ver una línea brillante de dientes de nácar. La estupefacción se mezcló entonces en mi espíritu con el terror profundo que hasta entonces me había domi­nado; sentí que mi vista se oscurecía, que perdía la razón, y sólo por un violento esfuerzo recobré el valor suficiente para desempeñar el deber que se me imponía de nuevo.
Observaba ahora una coloración imperfecta en la frente de Rowena, en las mejillas y en el cuello, mientras que un calor sensible penetraba en todo el cuerpo, notándose hasta un ligero latido, casi imperceptible, en la región del corazón.
Mi esposa vivía, y, redoblando mi ardimiento, me dispuse a resuci­tarla: practiqué fricciones en el vientre, en las sienes y en las manos, y probé todos los procedimientos que la experiencia y mis numerosas lec­turas en libros de medicina me habían dado a conocer.
Sin embargo, todo fue inútil: repentinamente el color desapareció, los latidos cesaron, la expresión de la muerte volvió a sus labios, y un ins­tante después todo el cuerpo recobró su rigidez glacial, completa, su tinte lívido, su color amortiguado, con todo el hediondo aspecto de lo que habita la tumba varios días.
Recaí en mis reflexiones, volviendo a pensar en Ligeia, y de nuevo -¿se extrañará que me estremezca al escribir estas líneas?, de nuevo hirió mi oído un sollozo ahogado que llegaba de la parte del lecho de ébano.
Pero ¿a qué detallar minuciosamente los indecibles horrores de aquella noche? ¿Referiré cuántas veces, una tras otra, se repitió casi hasta el amanecer aquel horrendo drama de la resurrección? ¿Diré cómo cada espantosa recaída se cambiaba en una muerte más rígida e irreme­diable, cómo cada nueva agonía se asemejaba a una lucha contra un adversario invisible y cómo estas agonías iban acompañadas de no sé qué extraña alteración en el aspecto del cuerpo? Me apresuro a concluir.
Había pasado la mayor parte de la terrible noche y la muerta se movió de nuevo, pero esta vez con mayor energía que nunca, aunque despertando de una muerte más espantosa e irreparable. Hacía largo tiempo que yo no me movía, manteniéndome clavado en una otomana, poseído de violentas emociones, de las cuales la menos terrible tal vez, la menos devoradora, era un supremo espanto.
Repito que el cuerpo se movía, y entonces con más energía que antes; los colores de la vida subían al rostro con una fuerza singular; los miembros se aflojaban, sólo que los párpados seguían cerrados pesada­mente, y si los paños fúnebres no hubieran comunicado al semblante su carácter sepulcral, habría podido creer que Rowena sacudía del todo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no admití del todo esta idea, ya no pude dudar más tiempo cuando la difunta, levantándose del lecho, avanzó con paso vacilante y los ojos cerrados, a la manera de una per­sona perdida en un sueño, y se adelantó audazmente hasta el centro de la habitación.
No temblé ni me moví, pues una infinidad de pensamientos indefi­nibles, producidos por el aspecto, la estatura y el movimiento del fantasma, se agolparon de pronto en mi cerebro y, paralizándome, me petri­ficaron.
Sin moverme contemplé la aparición; en mis ideas reinaba un de­sorden que no podía reprimir. ¿Era la vizcondesa Rowena la que estaba frente a mí; podía ser verdaderamente Rowena, la dama Rowena Treva­nion, de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules? ¿Por qué no? La pesada venda oprimía la boca pero ¿por qué no había de ser aqué­lla la fresca boca de la dama de Tremaine? ¿Y las mejillas? Sí, eran las rosas del mediodía de su vida; si, podían ser las sonrosadas mejillas de la dama de Tremaine en vida. Y el mentón, con sus hoyuelos, ¿no podía ser el suyo? Pero ¿había crecido mi esposa durante la enfermedad? ¡Qué indefi­nible delirio se apoderó de mí al concebir esta idea! De un salto caí a sus pies, pero ella se retiró a mi contacto; desprendió su cabeza del horrible sudario que la rodeaba y entonces se desbordó en la atmósfera de la habitación una masa enorme de largos cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas del cuervo de la medianoche, más que el plumaje del cuervo! Y vi que los ojos de aquel rostro lívido se abrían lentamente.
-¡Al fin! -exclamé con voz sonora. ¿Podría engañarme yo jamás? ¡He aquí los ojos admirablemente rasgados, los ojos negros, los extraños ojos de mi amor perdido, de LADY LIGEIA!

1.011. Poe (Edgar Allan)

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