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jueves, 12 de diciembre de 2013

El quinto

No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar  los  médicos;  mis  sobrinos  la  aguardan con  secreta  ansiedad...  Ella  está  segura  de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos  huesecillos  de  sus  dedos  sobre  mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.
Viene  como  acreedora:  sabe  que  le  debo una vida..., que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba  grabado  el  precepto  santo  que  nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel  episodio,  por  si  a  la  luz  de  esta  hora suprema  lo  descifro.  Otros  sienten  remordi-mientos  de  haber  matado.  Yo  no  puedo  reconciliarme conmigo mismo..., porque no maté.
Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que  se  impone:  aquí  fue  Enrique,  y  yo  me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre  mí  ejercía,  cuando  lo  advertí,  experimenté cierta involuntaria mortifi-cación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar  mi  personalidad  si  se  presentaba  una ocasión decisiva.
En las cosas pequeñas es a veces más difícil transigir que en las grandes. Yo, capaz de dar por Enrique Moncerrada hasta la piel, no acertaba a soportar su afición a rodearse de animales, sobre todo caballos y perros. A instancias  suyas  aprendí  a  montar,  y  de  mala gana  sufrí las  caricias  de  Medora,  la  perrilla predilecta, una faldera rizada, blanca como el ampo de la nieve, con hocico rosado y dos ojos  lo  mismo  que  cuentas  de  azabache.  La verdad  es  que  era  un  encanto,  y  nos  hacía mil travesuras graciosas, semejantes a coqueterías de niña o de mujer. Con Enrique partía el lecho, el suave calor del edredón y de las mantas.
Un  día...  Esto  sí  que  lo  tengo  presente, hasta  en  sus  circunstancias  más  mínimas.
Volvía  yo  de  alquilar  unos  dominós  para  el baile  del  Real  por  encargo  de  Enrique;  eran las cinco de la tarde, y le encontré cerca de la ventana,  aplicándose  un  parche  de  tafetán inglés sobre la mano derecha.
-Figúrate  -exclamó-  que  Medorita  me  ha clavado los dientes... no sé hasta dónde. ¡Así son todas las hembras! ¡Tan pronto halagos, como mordiscos! La vi triste; me empeñé en distraerla y que jugase..., y ahí tienes el premio -y diciéndolo, reía.
Por mis venas corrió hondo escalofrío. Adiviné con tremenda lucidez, en un relámpago; la luz lívida, horrible, me cegó, y, viéndome vacilar, Enrique me miró asombrado.
-¿Qué te pasa?
No contesté. En un rincón, sobre fofo cojín de  seda,  se  enros-caba  Medorita,  abatida, inerte. Mis ojos se fijaron con tal extravío en el animal, que Enrique, a su vez, comprendió. Nunca he visto semejante expresión de terror en un rostro humano. Su palidez fue de muerto, de muerto ya descompuesto en la tumba.  No  cruzamos  palabra.  Saqué  del  bolsillo mi  cortaplumas;  arranqué  el  tafetán  inglés que cubría las heridas; las dilaté; calenté la hoja  en  la  chimenea,  hasta  enrojecerla,  y practiqué el cauterio, brutalmente, como supe,  como  pude.  Enrique  rechinaba  los  dientes, pero no gemía. Al fin murmuró con acento desesperado:
-Si está rabiosa..., tiempo perdido. ¡Es muy tarde! ¡Mordió muy hondo!
Huimos  del  gabinete,  cerramos  con  llave, para asegurar a Medorita, y esperamos al veterinario,  avisado  urgentemente.  Buscando un pretexto, yo le aguardé en el portal, y le rogué que sólo a mí dijese la verdad entera.
Convinimos  en  que  si  la  perra  estaba,  en efecto, rabiosa, él afirmaría que no, pero por precaución daría orden de matarla. Así se hizo.  El  veterinario  examinó  a  Medorita,  salió chanceándose torpemente, afirmando que no padecía sino los primeros síntomas de un mal cutáneo muy repugnante; que a eso se debían su tristeza y su furor, y que convenía evitarle sufrimientos con un tiro. "Y no tenga usted pizca de aprensión, señor marqués..." Cogí el revólver de  Enrique, y a boca de jarro disparé dos veces. Medorita dio un salto y cayó, tiesa y erizada, con la cabeza deshecha y el  espinazo  partido...  Al  volverme,  impresionado  como  si  acabase  de  cometer  un  crimen,  sentí  que  Enrique  se  abalanzaba  a  mi cuello. Fue un momento atroz... Creí que me mordía,  y  era  que  con  acento sobre-humano murmuraba a mi oído:
-Es  inútil  tratar  de  engañarme...,  ¿entiendes? Inútil. ¡Vas a prometerme por tu honor, por tu madre..., que al declarárseme la rabia me matarás a mí lo mismo que a Medora!
Y,  subyugado,  prometí:  prometí,  por  mi honor. Enrique pareció tran-quilizarse un poco.
Inmediatamente nos dedicamos a consultar a las  eminencias.  Entonces  no  se  practicaban los atrevidos métodos modernos para combatir la rabia; pero el misterio del extraño mal era el mismo que es hoy. ¡Inmensa extensión de nuestra ignorancia!
-Nada  podemos  afirmar,  nada  pronosticar -declararon los hombres de ciencia.
-La  rabia  puede  presentarse  y  puede  no presentarse.  Si  se  presenta,  no  conocemos remedio seguro... Cruzarse de brazos... Calma y no preocupar el espíritu, que es peor.
¡No  preocupar  el  espíritu!  Enrique,  al  oír este consejo, soltó una risa demoníaca, una risa  que  blasfemaba.  ¡Qué  período  aquel,  el de los brazos cruzados! Mi amigo no me hablaba sino del fatídico plazo, de la hora espantable...  "¡Me  matarás!",  repetía  con  imperio.
En vano trataba yo de distraerle, de llevar su pensamiento a otros caminos. La idea fija derivaba  hacia  la  locura.  Sin  embargo,  corrían días, meses, trimestres; corrió medio año, un año..., y nada indicaba la aparición del mal. El tiempo hizo su oficio de lima: Enrique renació a la esperanza: empezó a interesarle algo de la vida exterior, a salir, a ver gente, a olvidar... ¡soberana medicina de todos los males de la tierra! Creyóse indultado, y entonces su juventud le rebosó por los poros, en vibrantes explosiones  de  alegría  y  de  placer.  Siempre había sido aficionado a la caza, y cuando me propuso una cacería, encontré en ella pretexto  para  disfrutar  del  campo,  y  acepté.  Nos trasladamos  al  pueblecillo  de  Turnes, donde Enrique poseía una casa solariega.
Aún me parece respirar el hálito de fuego de aquella siesta de agosto... Habíamos resuelto bañarnos en el río, y nos desnudamos en un  paraje  solitario,  bajo  unos  frondosos  alisos. Enrique se quejaba, desde hacía días, de malestar vago, de tener la garganta apretada, las fauces secas: era sin duda, el bochorno canicular... Vi sus blancas piernas musculosas  sumergirse  en el agua transparente, y de  pronto  escuché  un  grito,  un  alarido  más bien, algo estremecedor. Y le vi correr como un insensato hacia mí, agarrarse a mí, clavarme  las  uñas  en  la  desnuda  carne.  Sus  ojos salían de las órbitas.
-¡Ahí!  -balbuceaba.  ¡Ahí!  ¡Medora!  ¡Ahí! ¡Está  ahí  quieta  en  el  fondo  del  río!  ¡La  he visto en el espejo del agua!
Y cayó, revolcándose. Su boca espumaba; sus  brazos  se  retorcían;  pegaba  prodigiosos saltos, como si no le pesase el cuerpo. Aparecía más aterrador en su desnudez de demente. Al fin se calmó un poco. Enjugué su sudor frío, le hice vestirse, me vestí, y cuando, sosteniéndole,  volvíamos  a  casa,  me  suplicó, juntando las manos con angustiosa vehemencia:
-¡Acuérdate de lo que me has prometido!
¡Infeliz! No me atrevía a cumplir. Le dejé agonizar ocho días, entre torturas, en manos de curanderos, de médicos rurales, que le recetaban ruda cocida con sal y vino blanco, y que, por último, le sangraron, porque no se le podía sujetar.
No  quise  acceder  a  quebrantar  el  quinto mandamiento... Y por no infringirlo, por resistir al imperio que en mí ejercía Enrique, di lugar a que él, en un acceso más violento que ninguno, comunicase el horrible mal a la hija de  la  mayordoma,  que,  piadosa,  le  quería asistir. Enrique sucumbió entre dolores y frenesíes, y en los últimos momentos me gritó:
-¡Cobarde!
Yo huí; no sé qué hicieron de su cuerpo; no  lo  vi  enterrar;  no  pregunté  por  la  infeliz mordida, en quien la cadena de desesperación soldó otro anillo... A pesar de haber cumplido ¿mi deber?, no tuve una hora de alegría; viví huraño, solo, deseoso de morir también... Y ahora que ella se aproxima, quisiera cerrarle el paso. Pero avanza inflexible, y va a apoyar sobre mi agitado corazón los mondos huesecillos  de  sus  dedos,  parando  el  péndulo eternamente.

"Blanco y Negro", núm. 624, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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