No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de
sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera.
No la quieren dejar pasar los médicos;
mis sobrinos la aguardan
con secreta ansiedad...
Ella está segura
de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos
de sus dedos
sobre mi corazón, y el péndulo se
parará eternamente.
Viene como acreedora:
sabe que le
debo una vida..., que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y
es que en mi conciencia estaba
grabado el precepto
santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios
enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio,
por si a
la luz de
esta hora suprema lo
descifro. Otros sienten
remordi-mientos de haber
matado. Yo no
puedo reconciliarme conmigo
mismo..., porque no maté.
Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos
cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No
teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la
mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay
uno que se impone:
aquí fue Enrique,
y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio.
Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí
ejercía, cuando lo
advertí, experimenté cierta
involuntaria mortifi-cación. En mi interior surgió el afán inconsciente de
reivindicar mi personalidad
si se presentaba
una ocasión decisiva.
En las cosas pequeñas es a veces más difícil transigir que en las
grandes. Yo, capaz de dar por Enrique Moncerrada hasta la piel, no acertaba a
soportar su afición a rodearse de animales, sobre todo caballos y perros. A instancias suyas
aprendí a montar,
y de mala gana
sufrí las caricias de
Medora, la perrilla predilecta, una faldera rizada,
blanca como el ampo de la nieve, con hocico rosado y dos ojos lo
mismo que cuentas
de azabache. La verdad
es que era
un encanto, y
nos hacía mil travesuras
graciosas, semejantes a coqueterías de niña o de mujer. Con Enrique partía el
lecho, el suave calor del edredón y de las mantas.
Un día... Esto
sí que lo
tengo presente, hasta en
sus circunstancias más
mínimas.
Volvía yo de
alquilar unos dominós
para el baile del
Real por encargo
de Enrique; eran las cinco de la tarde, y le encontré
cerca de la ventana, aplicándose un
parche de tafetán inglés sobre la mano derecha.
-Figúrate -exclamó- que
Medorita me ha clavado los dientes... no sé hasta dónde.
¡Así son todas las hembras! ¡Tan pronto halagos, como mordiscos! La vi triste;
me empeñé en distraerla y que jugase..., y ahí tienes el premio -y diciéndolo,
reía.
Por mis venas corrió hondo escalofrío. Adiviné con tremenda lucidez,
en un relámpago; la luz lívida, horrible, me cegó, y, viéndome vacilar, Enrique
me miró asombrado.
-¿Qué te pasa?
No contesté. En un rincón, sobre fofo cojín de seda,
se enros-caba Medorita,
abatida, inerte. Mis ojos se fijaron con tal extravío en el animal, que
Enrique, a su vez, comprendió. Nunca he visto semejante expresión de terror en
un rostro humano. Su palidez fue de muerto, de muerto ya descompuesto en la tumba. No
cruzamos palabra. Saqué
del bolsillo mi cortaplumas;
arranqué el tafetán
inglés que cubría las heridas; las dilaté; calenté la hoja en la chimenea,
hasta enrojecerla, y practiqué el cauterio, brutalmente, como supe, como
pude. Enrique rechinaba
los dientes, pero no gemía. Al
fin murmuró con acento desesperado:
-Si está rabiosa..., tiempo perdido. ¡Es muy tarde! ¡Mordió muy hondo!
Huimos del gabinete,
cerramos con llave, para asegurar a Medorita, y esperamos
al veterinario, avisado urgentemente.
Buscando un pretexto, yo le aguardé en el portal, y le rogué que sólo a
mí dijese la verdad entera.
Convinimos en que
si la perra
estaba, en efecto, rabiosa, él
afirmaría que no, pero por precaución daría orden de matarla. Así se hizo. El
veterinario examinó a
Medorita, salió chanceándose
torpemente, afirmando que no padecía sino los primeros síntomas de un mal
cutáneo muy repugnante; que a eso se debían su tristeza y su furor, y que
convenía evitarle sufrimientos con un tiro. "Y no tenga usted pizca de aprensión,
señor marqués..." Cogí el revólver de
Enrique, y a boca de jarro disparé dos veces. Medorita dio un salto y cayó,
tiesa y erizada, con la cabeza deshecha y el
espinazo partido... Al
volverme, impresionado como
si acabase de cometer un crimen, sentí
que Enrique se
abalanzaba a mi cuello. Fue un momento atroz... Creí que
me mordía, y era
que con acento sobre-humano murmuraba a mi oído:
-Es inútil tratar
de engañarme..., ¿entiendes? Inútil. ¡Vas a prometerme por tu
honor, por tu madre..., que al declarárseme la rabia me matarás a mí lo mismo
que a Medora!
Y, subyugado, prometí:
prometí, por mi honor. Enrique pareció tran-quilizarse un
poco.
Inmediatamente nos dedicamos a consultar a las eminencias.
Entonces no se
practicaban los atrevidos métodos modernos para combatir la rabia; pero
el misterio del extraño mal era el mismo que es hoy. ¡Inmensa extensión de
nuestra ignorancia!
-Nada podemos afirmar,
nada pronosticar -declararon los
hombres de ciencia.
-La rabia puede
presentarse y puede
no presentarse. Si se
presenta, no conocemos remedio seguro... Cruzarse de
brazos... Calma y no preocupar el espíritu, que es peor.
¡No preocupar el
espíritu! Enrique, al oír
este consejo, soltó una risa demoníaca, una risa que
blasfemaba. ¡Qué período
aquel, el de los brazos cruzados!
Mi amigo no me hablaba sino del fatídico plazo, de la hora espantable... "¡Me
matarás!", repetía con
imperio.
En vano trataba yo de distraerle, de llevar su pensamiento a otros
caminos. La idea fija derivaba
hacia la locura.
Sin embargo, corrían días, meses, trimestres; corrió medio
año, un año..., y nada indicaba la aparición del mal. El tiempo hizo su oficio
de lima: Enrique renació a la esperanza: empezó a interesarle algo de la vida
exterior, a salir, a ver gente, a olvidar... ¡soberana medicina de todos los
males de la tierra! Creyóse indultado, y entonces su juventud le rebosó por los
poros, en vibrantes explosiones de alegría
y de placer.
Siempre había sido aficionado a la caza, y cuando me propuso una
cacería, encontré en ella pretexto
para disfrutar del
campo, y acepté.
Nos trasladamos al pueblecillo
de Turnes, donde Enrique poseía
una casa solariega.
Aún me parece respirar el hálito de fuego de aquella siesta de
agosto... Habíamos resuelto bañarnos en el río, y nos desnudamos en un paraje
solitario, bajo unos
frondosos alisos. Enrique se
quejaba, desde hacía días, de malestar vago, de tener la garganta apretada, las
fauces secas: era sin duda, el bochorno canicular... Vi sus blancas piernas
musculosas sumergirse en el agua transparente, y de pronto
escuché un grito,
un alarido más bien, algo estremecedor. Y le vi correr
como un insensato hacia mí, agarrarse a mí, clavarme las
uñas en la
desnuda carne. Sus
ojos salían de las órbitas.
-¡Ahí! -balbuceaba. ¡Ahí!
¡Medora! ¡Ahí! ¡Está ahí
quieta en el
fondo del río!
¡La he visto en el espejo del
agua!
Y cayó, revolcándose. Su boca espumaba; sus brazos
se retorcían; pegaba
prodigiosos saltos, como si no le pesase el cuerpo. Aparecía más aterrador
en su desnudez de demente. Al fin se calmó un poco. Enjugué su sudor frío, le
hice vestirse, me vestí, y cuando, sosteniéndole, volvíamos
a casa, me
suplicó, juntando las manos con angustiosa vehemencia:
-¡Acuérdate de lo que me has prometido!
¡Infeliz! No me atrevía a cumplir. Le dejé agonizar ocho días, entre
torturas, en manos de curanderos, de médicos rurales, que le recetaban ruda cocida
con sal y vino blanco, y que, por último, le sangraron, porque no se le podía
sujetar.
No quise acceder
a quebrantar el
quinto mandamiento... Y por no infringirlo, por resistir al imperio que
en mí ejercía Enrique, di lugar a que él, en un acceso más violento que
ninguno, comunicase el horrible mal a la hija de la
mayordoma, que, piadosa,
le quería asistir. Enrique
sucumbió entre dolores y frenesíes, y en los últimos momentos me gritó:
-¡Cobarde!
Yo huí; no sé qué hicieron de su cuerpo; no lo
vi enterrar; no
pregunté por la
infeliz mordida, en quien la cadena de desesperación soldó otro anillo...
A pesar de haber cumplido ¿mi deber?, no tuve una hora de alegría; viví huraño,
solo, deseoso de morir también... Y ahora que ella se aproxima, quisiera cerrarle
el paso. Pero avanza inflexible, y va a apoyar sobre mi agitado corazón los
mondos huesecillos de sus
dedos, parando el
péndulo eternamente.
"Blanco y Negro",
núm. 624, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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