Al volver de examinar la diminuta heredad que
le daban en garantía de un préstamo al 60 por 100, se le ocurrió al tío
Ambrosio de Sabuñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a ver qué testos
y guapos estaban los pinos viejos y cómo crecían los nuevos. Aquel pinar era el
quitapesares del tío Ambrosio. Dentro de un par de años contaba sacar de él una
buena porrada de dinero; para entonces estaría afirmada la carretera a
Marineda, y el acarreo sería fácil y los licitadores numerosos y francos en
proponer. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal de vidrio resguardaría sus
gallardos pinos de Magonde.
Apenas hubo traspasado el
lindero, el viejo profirió una imprecación. A su derecha, y sangrando aún
densa resina, se veía el cabezo de un pino recién cortado. Pocos pasos más
allá, otro cepo delataba un atentado semejante. Ni rastro del tronco. Y el tío
Ambrosio, espumando de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios, cercenados y
sustraídos... ¿Por quién? Al punto, el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en
Pedro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundo y ladrón de la
parroquia. Sólo él sería capaz de un golpe de mano tan atrevido: sacar el carro
de noche, cortar y cargar los pinos con ayuda de algún bribón de su misma laya,
y venderlos baratos en Marineda, ¡porque para lo que le costaban!... ¡Mal rayo!
En medio de su furor, el
tío Ambrosio concibió una idea genial. Creía haber encontrado medio de hacer el
pinar inviolable. Regresó a la aldea, y guardóse bien de quejarse del robo de
los pinos. Al contrario; en las conversaciones junto al fuego, en las deshojas,
a la salida de la misa mayor, aseguró que ignoraba el estado del pinar, que no
se atrevía a llegarse por allí nunca, aun cuando le interesaba vigilar sus
árboles, desde que un día, al caer la tarde, había visto, pero ¡visto con sus
propios ojos que había de comer la tierra!, una cosa del otro mundo,
probablemente un alma del Purgatorio. Y como la tía Margarida y Felisiña la de
Zas le preguntasen, muertas ya de miedo, las señas del alma, el tío Ambrosio la
describió minuciosamente: era muy altísima; arrastraba unos paños blancos y
unas cadenas que metían un ruido atroz, y daba cada suspiro que temblaba la
arboleda. Dos ojos de lumbre completaban el retrato de aquel ser misterioso.
Algunos mozos, preciso es
confesarlo, se rieron de la descripción, porque el escepticismo hace ya
estragos hasta en las aldeas; pero las mujeres, los viejos y los niños
patrocinaron la conseja del tío Ambrosio, y el Grilo fue de los primeros
a persignarse si pasaba con sus bueyes por delante del pinar. Frotábase el tío
Ambrosio las manos creyendo salvados los pinos, cuando experimentó una gran
sorpresa y una impresión profunda: el rapaz de la tía Margarida, Goriños,
volviendo del monte al anochecer con un fajo de retama a cuestas, había visto
también, en la linde del pinar, el alma. El tío Ambrosio interrogó al muchacho,
cuyos dientes castañeteaban aún de terror, y le oyó repetir puntualmente su
propia pintura: la estatura agigantada, los blancos lienzos, los ojos de brasa
y los plañideros suspiros de la visión del otro mundo.
Pensativo y maravillado en
extremo quedó el tío Ambrosio con tan extraña noticia. Mejor que nadie sabía él
que lo de la aparición era un embuste gordo. Sin embargo, Goriños lo afirmaba
de tal manera y con tal acento de sinceridad, que, ¡francamente!, daba en qué
pensar algo y aun harto. Y por si no bastaban las afirmaciones, Goriños cayó
enfermo del susto y estuvo ocho días en la cama sangrando del brazo izquierdo.
Hasta que el chiquillo
convaleció, el tío Ambrosio, sin saber la razón, sin definirla, no tuvo ganas
de dar una vuelta por el pinar. Era preciso ver lo que ocurría, y el viejo
necesitaba, para no quitar verosimilitud a su propia invención, ir de modo que
no le viesen, a boca de noche. Así lo hizo, provisto de vara y navaja, y
rodeando por entre maíces y después por una tejera abandonada ya, en que
formaban barrancos los hoyos abiertos para extraer el barro. Iba cautelosamente
buscando la sombra de los árboles, ojo alerta, palpitante el corazón. Al
encontrarse cerca del pinar, se detuvo un instante, respirando. La luna, que
acababa de asomar entre dos sombríos nubarrones, prestaba fantástico aspecto a
los negros troncos erguidos y apretados como haces de columnas; y el viento, al
cruzar las copas, les arrancaba salmodias lúgubres, que parecían llantos y
lamentaciones de ánimas en pena. Volvió la luna a nublarse, y el tío Ambrosio,
dispuesto ya a salvar la linde, oyó de pronto un golpe sordo y a la vez un
doloroso suspiro. Erizóse su escaso cabello y, despavorido, dio a correr en
dirección opuesta al pinar.
A poco trecho andando se
rehízo, que, al fin, era duro de pelar el tío Ambrosio, y jurando entre dientes
volvió atrás, proponiéndose entrar en su pinarcito, pese a todos los gemidos y
porrazos que allá dentro sonasen. Otra vez refulgía la luna en lo alto de los
cielos, y su luz, fría y triste, en vez de prestar tranquilidad al espíritu,
aumentaba el pavor. Los mil ruidos de la naturaleza, el correteo de las
alimañas, el manso rumor del follaje, adquirían a tal hora y en tal sitio
medrosa solemnidad. Ya cerca, el tío Ambrosio creyó oír de nuevo el fatídico
golpe, apagado, mate, a mayor distancia. Dominó el estremecimiento de sus
nervios y adelantó dos o tres pasos. De repente, sus pies se clavaron a la
tierra como las raíces de un pino. Saliendo de los más fragoso de la espesura,
acababa de aparecérsele, ¡atención!, la «cosa del otro mundo».
Allí estaba, allí, conforme
con su descripción, tan alta que sus inflamados ojos parecían brillar en la
copa de un árbol, arrastrando melancólicamente las blancas telas del sudario,
cuyos fúnebres pliegues movía el viento de la noche; caminando poco a poco,
haciendo resonar las roncas cadenas y suspirando horriblemente, como deben de
suspirar los precitos... El tío Ambrosio abrió la boca, los brazos después, se
tambaleó y cayó para atrás, lo mismo que si le hubiesen atizado un gran palo en
la cabeza... Se aplanó contra la tierra, sin movimiento, sin conocimiento, accidentado
de susto.
Volvió en sí a tiempo que
amanecía. El rocío nocturno, que tendía una red de aljófar y diamantes sobre la
hierba, había empapado las ropas del labriego y penetrado hasta sus huecos
secos y vetustos. Quiso incorporarse, y sintió agudísimos dolores; se
encontraba tullido o poco menos. Gritó, pidiendo auxilio, pero ninguna voz
respondió a la suya: el sitio era muy solitario; por allí, desde que faltaban
los tejeros, no existía humana vivienda. Mal como pudo y arrastrándose, el tío
Ambrosio tomó el camino de su aldea y de su casa; y su mujer, al verle
moribundo, se decidió a avisar al médico, con quien estaban arrendados por seis
ferrados de trigo anuales. Vino el doctor, y hubo receta larga, porque
el tío Ambrosio sufría una fiebre reumática de las más peligrosas. Lenta fue la
convalecencia, y el viejo usurero anduvo en muletas más de dos meses. Cuando
pudo valerse por su pie, estaba tan consumido y desfigurado, que en la aldea no
le conocían.
El tío Ambrosio volvía a la
vida con una idea fija incrustada en su meollo agudo y sutil. Quería a toda
costa ver el pinar, verlo claramente, lo que se dice verlo. Y como no estaba
para caminatas largas, arreó su jumento, y a las doce del día, con un alegre
sol, se metió por el sendero y cruzó la linde. Desde el primer instante,
advirtió que aquello era una perdición. A derecha e izquierda, entre pocos
pinos respetados para encubrir la tala, sólo se divisaban cepos, los unos,
frescos, blancos y resinosos; los otros cortados ya de antiguo, denegridos y resquebrajados.
Las dos terceras partes del magnífico pinar habían desaparecido. Y el tío
Ambrosio, ante aquel espectáculo de horror, descifró perfectamente los golpes
sordos, la aparición del alma en pena y la fácil credulidad del Grilo...
Crispó los puños, se atizó un recio golpe en la frente, miró al manso borrico y
murmuró en dialecto:
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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