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viernes, 13 de diciembre de 2013

El revolver

En  un  acceso  de  confianza,  de  esos  que provoca  la  familiaridad  y  convivencia  de  los balnearios, la enferma del corazón me refirió su  mal,  con  todos  los  detalles  de  sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que  se  ve llegar la última hora... Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese  algo  más  allá  de  lo  físico  en  su  ruina.
Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas  de  carmín  por  la  mano  artística  del otoño, caían a tierra majestuosamente y qu-edaban  extendidas  cual  manos  cortadas,  le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero  de  todo,  la melancolía  del  tránsito de las cosas...
-Nada  es  nada  -me  contestó,  comprendiendo  instantánea-mente  que,  no  una  curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu-. Nada es nada..., a no ser que  nosotros  mismos  convirtamos  ese  nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.
El encendimiento enfermo de sus mejillas se  avivó,  y  entonces  me  di  cuenta  de  que habría  sido  muy  hermosa,  aunque  estu-viese su  hermosura  borrada  y  barrida,  lo  mismo que las tintas de un cuadro fino, al cual se le pasa  el  algodón  impregnado  de  alcohol.  Su pelo rubio y sedeño mostraba rastros de ceniza,  canas  precoces...  Sus  facciones  habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos  lentos,  descomposiciones  del  organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer en otro tiempo; pero ahora, los afeaba algo peor que los años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir de locura.
Callábamos; pero mi modo de contemplarla  decía  tan  expresiva-mente  mi  piedad,  que ella, suspirando por ensanchar un poco el siempre  oprimido  pecho,  se  decidió,  y  no  sin detenerse de vez en cuando a respirar y re-hacerse, me contó la extraña historia.
-Me casé muy enamorada... Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los cuarenta,  y  yo  solo  contaba  dieci-nueve.  Mi genio  era  alegre,  animadísimo;  conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír con las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida, el esposo apasionado y la brillante situación social.
Duró esto un año -el año delicioso de la luna de miel-. Al volver la primavera, el aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación:  en  Reinaldo  se  habían  desarrollado los  celos,  unos  celos  violentos,  irrazonados, sin objeto ni causa, y, por lo mismo, doblemente crueles y difíciles de curar.
Si  salíamos  juntos,  se  celaba  de  que  la gente me mirase o me dijese, al paso, cualquier tontería de estas que se les dicen a las mujeres jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las personas  que  venían  a  verme;  si  salía  sola yo, los recelos, las suposicio-nes eran todavía más infamantes...
Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi semblante  entristecido,  de  mi  supuesto  aburri-miento, de mi labor, de un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir la vista hacia fuera... Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela,  de  mi  propia  familia,  porque  Reinaldo  interpretaba  como  ardides  de  traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.
Cierto día, después de una de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:
-Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio. Me ha enajenado tu cariño, y aunque tal vez tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor.
Las  golondrinas  que  se  fueron  no  vuelven.
Pero como yo te quiero, por desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia  y  fiebre,  te  advierto  que  he  pensado  el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones,  ni  quimeras,  ni  lágrimas,  y  una  vez por todas sepas cuál va a ser nuestro porvenir.
Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la alcoba.
Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el  reloj,  pañuelos,  y  me  enseñó  un  revólver grande, un arma sinies-tra.
-Aquí tienes -me dijo- la garantía de que tu  vida  va  a  ser  en  lo  sucesivo  tranquila  y dulce. No volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni  de  tus  distracciones.  Libre  eres,  como  el aire  libre.  Pero  el  día  que  yo  note  algo  que me hiera en el alma..., ese día, ¡por mi madre te lo juro!, sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te despiertas en la eternidad. Ya estás avisada...
Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido  y  recordé,  sobrevino  la  convulsión.
Hay que advertir que les tengo un miedo cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío. Mis ojos, con fijeza  alocada,  no  se  apartaban  del  cajón  del mueble que encerraba el revólver.
No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza, y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinal-do,  cumpliendo  su  promesa,  me  dejaba completamente dueña de mí, sin dirigirme la menor  censura,  sin  mostrar  ni  en  el  gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de una voluntad que descansa en una resolución..., y víctima de un terror cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del revólver.
De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos, creyendo percibir sobre la sien el metálico  frío  de  un  círculo  de  hierro;  o,  si conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared... Y esto duró cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo,  en  que  no  di  un  paso  sin  recelar que ese paso provocase la tragedia.
-Y ¿cómo terminó esa situación tan horrible?  -pregunté,  para  abreviar,  porque  la  veía asfixiarse.
-Terminó... con Reinaldo, que fue despedido  por  un  caballo  y  se  rompió  algo  dentro, quedando  allí  mismo  difunto.  Entonces,  solo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!
-¿Y  recogió  usted  el  revólver  para  tirarlo por la ventana?
-Verá  usted  -murmuró  ella.  Sucedió  una cosa... bastante singular. Mandé al criado de Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver,  porque  yo  continuaba  viendo  en  sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la sien... Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:
-Señorita, no había por qué tener miedo...
Ese revólver no estaba cargado.
-¿Que no estaba cargado?
-No señora; ni me parece que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto...
-De modo -añadió la cardíaca- que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino en mitad del corazón, y crea usted que, a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona...

"El Imparcial", 27 de febrero de 1895.

1.005. Pardo Bazan (Emilia) 

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