Refieren los viejos códices persas
y cuentan las tradiciones conservadas en la India entre los emigrados «parsis», que guardan
la religión reformada por Zoroastro, que no hubo en los ámbitos de la tierra
rey más celebrado que Yemsid (ni el mismo Suleimán, a quien los hebreos llaman
«Salomón»). Todo cuanto bueno y grato existe en el mundo, a Yemsid lo debieron
sus súbditos, y gracias él, una comarca antes pobre y de groseras y selváticas
costumbres, se transformó en emporio de civilización y en paraíso terrenal.
Viendo que su
pueblo combatía con hondas, garrotes y hachas de sílex, inventó Yemsid las
corvas cimitarras, las tajantes espadas, las corazas y cotas de fino temple y
los puntiagudos cascos que ostentan los guerreros en las miniaturas del
Schah-Nameh del poeta Firdusi; y los persas, antes indefensos y vencidos,
fueron temidos de sus enemigos y dilataron los confines de su nación hasta más
allá de la Bactriana
y del Eúfrates. Viendo que andaban medio desnudos o vestidos de tosca lana,
enseñóles a recoger, hilar y teñir las delicadas fibras del lino y hacer
flexibles telas de lindos colores. Notando que moraban en chozas cónicas o en
cuevas abiertas en la caliza, les mostró cómo se edifican amplias casas sustentadas
en postes de cedro o en pilastras de jaspe, y cómo se trae al patio, rodeado de
flores y arbustos, el surtidor de agua que recae en los tazones sembrando el
aire de aljófares. Y el esmerado cultivo de la tierra y el sistema de la
jardinería, y el trazado de las vías que unieron a la joven Persépolis con la
antigua Babilonia, y el establecimiento de los bazares y ferias que dieron
salida a los productos del suelo persa y riqueza a sus habitantes. Todo fue
venturosa iniciativa del gran Yemsid.
No contento con
haberles ofrecido victorias y oro, quiso propor-cionarles gustos refinados y
delicias incomparables, y esparció por su reino las enseñanzas del canto, de la
música, de la poesía y de las artes, así como los secretos de la preparación de
los aromas y esencias, ámbar, algalia e incienso, y de las bebidas y licores
exquisitos que arrebatan los sentidos y acrecientan la intensidad de la vida,
duplicando las facultades para el goce.
Y como si
desease cifrar y compendiar en una sola fruición delicadísima y sublime el
conjunto de cuantos bienes y deleites había proporcionado a sus vasallos,
Yemsid creó para ellos «la mujer», esa «mujer» de finísimo tipo que reproducen
las pinturas persas, la de rostro pálido como la luna, cejas de irreprochable
arco, inmensos ojos de gacela, cabellera oscura como el jacinto, talle redondo
y fino como el ciprés.
La creó del modo
que se crea a la mujer, a la dama: por el adorno, por la elegancia, por la
molicie, por el retiro y el descanso, a fin de que el pie, desnudo en la
bordada babucha, sean una concha de nácar, y la mano, un pétalo de rosa del
Gulistán.
La creó
enseñando a los pecadores del golfo y a los que recorren las costas más allá
del estrecho de Ormuz, a arrancar del seno de las aguas los corales encendidos y
las redondas y lucientes perlas que en sartas rodean el cuello de las
favoritas.
La creó trayendo
de Arabia muelles, alfombras y cojines, donde se reclinase en lánguida postura,
y ordenando a los poetas que la cantasen en sus estancias, y los músicos que
afinasen las guzlas para que a su son se armasen danzas en los terrados, cuando
la noche descorre su manto de estrellas.
Y con la
aparición radiante de la mujer, los persas creyeron que descendían al mundo de
los genios de la luz o las celestes Peris, que revelan la belleza de la
existencia inmortal.
Entre tanto, el
monarca bienhechor vivía recluido en los jardines de su palacio, en un recinto
cerrado y misterioso, donde no penetraba nadie. Era, en el fondo de agreste
bosquecillo, una pobre cabaña igual a la de los leñadores y carboneros, con
techo de paja y piso terrizo. Allí, desnudo bajo el ardiente sol, ceñidos los
riñones con una cuerda de cáñamo, comiendo desabridas raíces que él mismo
recogía, bebiendo el agua de un pantano, llevaba el poderoso Yemsid la austera
existencia del penitente.
Cuando se
presentaba en público, le escoltaban mil soldados ninivitas, con corazas de
plata, y le precedían doce elefantes blancos, con caparazones de púrpura. Pero
en el retiro de su cabaña, después de haber saturado de dichas y placeres a sus
súbditos, Yemsid se sometía voluntariamente a crueles maceraciones, y ni aún
sabía el color de las pupilas de las innumerables esclavas hermosísimas que
velaban todas las noches, encendida la perfumada lámpara, ungida de nardo y
almizcle, en las cámaras interiores de palacio, esperando a su dueño.
Y como llevase
ya muchos años de tan extraña vida, una tarde, a la hora en que el sol se
oculta, apareciósele el Mal Principio, Arimán en persona, y le interrogó:
-¿Por qué te sujetas
a tantas privaciones, Yemsid, mientras colmas de deleite y alegría a tus
vasallos?
-Ahora lo
sabrás, Maldito... -contestó desdeñosamente el rey. Lo sabrás para gloria mía
y afrenta tuya. Es que he querido dejar a los demás hombres las satisfacciones
pasajeras y terrenales, y reservarme la dicha de ser el único de mi imperio que
vive espiritualmente. Para ellos, el efímero recreo de los sentidos y de la
imaginación, los perfumes, los acordes de la música, los suspiros de la poesía,
las caricias de la mujer; para mí, la armonía de los planetas al girar en sus
órbitas, los conciertos interiores de las siete virtudes, las emanaciones de la
divinidad de Ormuz y las invisibles sonrisas de las inteligencias celestiales.
Por eso, Maldito, tienes que prosternarte en mi presencia. ¡Yo te subyugo,
mediante la fuerza de mi santidad!
Aparentando
confusión y terror, Arimán se prosternó, en efecto. Pero entre espasmos de
alegría infernal, pensó para sí:
De allí a algún
tiempo empezó a esparcirse por Persia la noticia de que el poderoso Yemsid, el
bienhechor, el civilizador, no era un mortal, sino una encarnación de la
divinidad en forma humana, y muchos aduladores fabricaron idolillos que tenían
la figura del rey, y los adoraron y les ofrecieron sacrificio. Era Arimán el
que difundía esta voz. Pero cuando Yemsid lo supo, estremeciéndose de gozo, sin
advertir que, envuelto en sus negras alas, el Mal Principio repetía no menos
regocijado:
Ciego de orgullo,
resolvió Yemsid presentarse en el templo revestido con el traje del Fuego,
bordadas las llamas de pedrería sobre su túnica y ceñida la frente con la mitra
solar. Y como muchos que le acataban rey se resistían a reconocerle dios, los
condenó a morir entre espantosos suplicios. Enajenáronle estas crueldades la
voluntad de su pueblo, y cuando el príncipe de Arabia, Doac, al frente de su
belicosas huestes, sitió a Persépolis, los habitantes le abrieron las puertas.
Huyó Yemsid,
ocultándose en las cuevas y en las ruinas, mas al fin le descubrieron y le
llevaron maniatado a la presencia del vencedor.
-Serradle al
medio el cuerpo -ordenó éste, y perezcan así los que son dobles en su alma y
con las prácticas de los santos encubren la soberbia de los demonios.
«El Imparcial», 8 noviembre 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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