I
El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte
años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente
Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo a los lectores, si
estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este
reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy
contando que, o mudarían de nombre aquellas regiones, o se las tragaría el mar,
como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.
Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían
felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor
del mundo, y ni los agobiaban a contribuciones ni perdonaban medio de
prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era
abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual
los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas
por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada
seguidilla que daba gusto.
Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso
y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor, y entonces
el rey se ponía también compungido para acompañar en sus pesares a los buenos
reyes. El motivo de la pena de éstos era que nos les había concedido Dios hijo
alguno, y cada vez que la reina Serafina pasaba por delante de una cabaña y
veía a la puerta jugar muchos niños descalzos, risueños y frescos, se le
saltaban de envidia unos lagrimones como puños. No es posible contar las
ofertas y rogativas que hizo la pobre reina para que el cielo le enviase una
criatura que alegrase el palacio y fuese heredera del trono de Colmania; pero
ya hacía veinte años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los
súbditos también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que si
los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país vecino,
que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar a Colmania, lo
que haría sin duda alguna, porque era un rey muy emprendedor y ambicioso y muy
aficionado a dar batallas. Así es que los habitantes de Colmania se morían
porque a la reina Serafina le naciese un príncipe; y como a este príncipe le
querían tanto aun antes que existiese, hablaban de él cual de una persona real
y efectiva, y le pusieron el nombre de Príncipe
Amado.
Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando
pan a los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una fuente,
sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder resistir al deseo de
descabezar la siesta, se reclinó en un banco de césped cubierto con un toldo de
jazmines, y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo
mejor del sueño sintió que la tocaban en un hombro, alzó la vista y vio ante sí
una dama muy linda, vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni
azul, sino una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que
tiene la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la
reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada o maga benéfica
aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo inmediatamente:
-Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo a causarte gran alegría. Yo
bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar a los
mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos juntos, no
puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus vasallos, de tu
esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy a ver si, cumpliéndolos,
me dejáis en paz.
Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la
varita y añadió:
-Tendrás un hijo.
Y se fue tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado
es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del hada, y
mucho más cuando vio que salía cierta, y que le nacía un hijo varón, robusto
como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y regocijos que por tal
acontecimiento celebró el reino de Colmania no pueden escribirse en veinte
volúmenes. Baste decir que en las plazas públicas de las ciudades se pusieron
unas fuentes de cinco caños de oro purísimo, y por un caño manaba vino
generoso, por otro, leche azucarada, por otro, rubia miel; por los dos
restantes, agua de olor y licor de guindas. De estas fuentes podía beber todo
el mundo, y llenar jarros y barriles para llevárselos a su casa. Pero la diversión
que más gustó a los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se
colocaron con gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban
en letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie del
mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos barcos, que
cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color, y que se situaron
de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una gigantesca B y una S
enorme. Pero ¿quién me mete a mí en narrar tales fiestas? No acabaría el año
que viene. Dejémoslas, y vayamos a la alcoba de la reina Serafina, en donde se
halla la cuna de marfil, incrustada en esmeraldas, del pequeño Amado (porque
por unanimidad se dio al recién nacido este nombre). En aquel instante acababan
de salir de la alcoba todos los ministros, títulos, generales, altos
funcionarios y notabilidades de Colmania, que habían venido a cumplir la
etiqueta besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo,
dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando desapareció en
el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y el último uniforme,
el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un abrazo para desahogar el júbilo,
que no les cabía en el pellejo. Estaban así abrazados y llorando como unos
bobos, cuando he aquí que de pronto se les presenta el hada del Deseo cumplido.
Venía más guapa que nunca: su traje brillaba como la luna misma, y el pelo
suelto y negrísimo flotaba por sus hombros y caía hasta sus pies; en la cabeza
lucía una corona de estrellitas que no están quietas sino que temblaban,
temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey Bonoso iba a
hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le debía su dicha; pero
el hada extendiendo la varita sobre la cuna, le dijo:
-Rey de Colmania, por aumento de bienes voy a dar a tu hijo hermosura,
inteligencia y buen carácter, ahora a ti te toca educarle de manera que sea
feliz.
Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los
ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada
desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.
Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el
hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera que
fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en qué pensar,
y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de mimar a Amadito y
comérselo a besos, ahora se quebraban la cabeza discurriendo métodos de educación.
El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo
el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios a los
autores que más a fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de cómo se
debe educar a un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal motivo más de
8.000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24.800 Memorias, llenas de
preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy elegantes, pero que no
sacaron de dudas al rey. Éste convocó entonces a todos los sabios de Colmania y
los reunió en su palacio a fin de que discutiesen y ventilasen el punto,
prometiéndose atenerse a las decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron
sabios de todos colores y clases: unos, sucios, vestidos de andrajos y con
luengas barbas; otros, afeitados, peinaditos y con quevedos de oro, unos,
viejos, amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros,
jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta. Abierto el
debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron los pareceres más
diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz, convenía enseñar al príncipe
a mandar desde la niñez, con lo cual no le pesaría más tarde la corona en las
sienes; otros, que era preciso adiestrarle en las armas para que adquiriese
renombre de invencible, y hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha
del príncipe, lo mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no
teniendo pecados, se iría de patitas a la gloria; por cuyo dictamen la reina
Serafina, mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras a
empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del congreso de sabios que
de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el extremo opuesto, es
decir, llamar a una porción de mujeres sencillas del pueblo y consultarlas
acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas las mujeres opinaron que la
felicidad consistía en poseer cuanto se deseaba, sin restricción de ninguna
especie, y que, por consiguiente, el modo de hacer dichoso al principito era
cumplirle todos, todos los gustos, y bailarle el agua delante. El consejo
satisfizo por completo al rey Bonoso, que estaba muerto por mimar a su hijo; a
la reina, que ya lo mimaba desde que nació; a las damas, pajes y servicio de
Palacio, que andaban bobos con las gracias del chiquitín, y a todos los
colmanienses, que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa,
nadie volvió a acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se entregó
al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos tenía aún.
II
Creció Amado en medio del cariño universal, y sus juegos y sus
ocurrencias traían embelesado el reino entero. Por supuesto que, consecuentes
con el programa de educación que adoptaron, sus padres prevenían los más
mínimos caprichos del heredero; y si en la época de la lactancia no le dieron
dos amas en vez de una, fue porque los médicos de Palacio declararon que tal
exceso podría comprometer su salud. No bien el príncipe comenzó a interesarse
por los objetos exteriores, le pusieron entre las manos cuanto señalaba con su
dedito; y como llega una edad en que los niños quieren tocar todo, no hay que
decir las preciosidades que hizo añicos, sin saberlo, el príncipe. En sólo una
mañana destrozó la colección más rica de porcelanas y esmaltes que poseía
Colmania, y que se guardaba en el museo de los reyes como tesoro artístico
inestimable. También tuvo el placer de reducir a fragmentos unos abanicos
delicadísimos de nácar y marfil, regalo de boda que estimaba mucho la reina
Serafina, y unas sabonetas muy curiosas que el rey Bonoso se entretenía en
arreglar y poner en hora diariamente; sin hablar de las flores exóticas que
arrancó en el invernadero, ni de los libros raros y únicos que rasgó en la
biblioteca. Al empezar la época de los juguetes, ya se comprenderá lo pronto
que Amado se aburrió de trompos, pelotas, cuerdas, soldados de plomo, tambores
y otras baratijas comunes; todos los días pedía juguetes nuevos y distintos, y
he aquí que Colmania se puso en conmoción para idear novedades que distrajesen
al príncipe. Llamados de real orden, acudieron a palacio los mecánicos más
hábiles, y se dieron a discurrir creando muñecas que hablaban, cantaban y
bailaban; bueyes que pacían, borricos que rebuznaban y multitud de artificios
semejantes; pero sucedió que Amado hacía ya muecas de desdén a cada invención;
y, por último, una noche, habiendo visto la luna, que apacible y majestuosa se
reflejaba en un estanque, se empestilló en pedir aquel juguete, que le gustaba
más que todos. Al verle patear y llorar, el rey Bonoso se puso casi de rodillas
ante el mejor mecánico, rogándole que, por Dios, hiciese una luna falsa para
aplacar a Amado con ella. El mecánico labró un lindo disco de plata muy
reluciente, y haciendo como que se inclinaba al estanque para recogerlo, lo
entregó al príncipe. Pero éste, según la promesa del hada, no tenía pelo de
tonto, siguió gimiendo y asegurando que aquella luna era de mentirijillas y que
no alumbraba como la otra. En semejante ocasión es fama que el mecánico,
anticipándose mucho a los adelantos de la ciencia moderna, descubrió una
aplicación de la luz eléctrica por medio de la cual logró que el disco
esparciese una claridad suave como la de la luna, y contentó a Amado,
haciéndole creer que poseía realmente el astro nocturno.
Pisando así sobre rosas, y viendo prevenidos sus deseos más leves, fue
el príncipe haciéndose, de párvulo, niño, y de niño, mancebo, y cumpliendo los
dieciocho años sin haber aprendido cosa de provecho; porque, es claro, como su
primer movimiento fue negarse a trabajar y a estudiar, nadie soñó en insistir
ni en molestarle. Por otra parte, su buena memoria y su natural despejo suplían
un tanto a la instrucción que le faltaba; y como era, además de listo, muy
guapo, rubio como unas candelas, con unos ojazos azules que daban gloria, toda
Colmania consideraba a Amado el más perfecto de los príncipes.
Notábase, eso sí, que Amado tenía el rostro algo descolorido y los
bellos ojos algo apagados y tristes, que no mostraba interés por cosa alguna de
este mundo, y que después de una temporada en que tuvo gran afición a perros, y
después a loros y pájaros, y por último a la caza de cetrería, que se hace con
unas aves amaestradas que llaman halcones, el príncipe había caído en absoluta indiferencia,
y su hermoso semblante revelaba un aburrimiento invencible. Temiose que su
salud se hubiese alterado, y el reino hizo públicas plegarias por su
restablecimiento, con tanto más motivo cuando que, hallándose el rey Bonoso muy
cascadito y viejo, y la reina Serafina hecha una pasa, nadie dudaba de que
presto pondrían ambos el cetro en manos de Amado, retirándose ellos del
gobierno y del trono. Y es de advertir que los colmanienses deseaban muchísimo
que así sucediese, porque desde hacía algunos años el reino andaba muy mal
regido y los vasallos descontentos. El rey y la reina, buenos como siempre,
pero embobados con su hijo, descuidaron los asuntos públicos, y un ministro
orgulloso y audaz, el conde del Buitre, se hizo dueño del poder, cargando al pueblo
de tributos, persiguiendo aquí, encarcelando acullá, y dándose tal maña en
derrochar los fondos del erario, que, si en Colmania hubiese papel de tres, de
fijo estaría casi tan por los suelos como el de España. Bonoso y Serafina se
quejaban, pero no tenían resolución para coger al ministro y castigarle
debidamente; y, entre tanto, en Colmania había muchas provincias cuyos
habitantes perecían de hambre o se alimentaban con las hierbas y raíces del
monte, no queriendo cultivar sus heredades, porque no les producían lo
necesario para satisfacer las contribuciones inmensas que exigía el conde del
Buitre. De manera que el pueblo, irritado y furioso, maldecía al ministro y
hablaba de sublevarse y de arrojarlo por fuerza del poder.
El rey y la reina, aunque no dejaban de afligirse por lo que sabían del
mal estado del país, por más que el conde del Buitre se lo ocultaba todo lo
posible, pintándoles, al contrario, una situación muy halagüeña, pensaban
principalmente en Amado, cuya apacible melancolía empezaba a inquietarlos. Si
bien no imaginaban haber omitido nada para hacer a su hijo feliz, tenían
barruntos de que no lo era, viéndole pálido y abatido. Consultaron al médico de
cámara, el cual recetó una temporada de campo. Los reyes entonces se fueron con
el príncipe a un magnífico sitio de recreo que se llamaba Lagoumbroso, y que
estaba casi en las fronteras del reino, tocando con el país de Malaterra. Este
lugar, que pocas veces visitaban los reyes, era amenísimo y de aspecto
singular. Grandes bosques de árboles centenarios, cubiertos de musgo y liquen,
rodeaban por todas partes un lago diáfano y sereno, en una de cuyas orillas, y
sobre imponentes peñascos, se elevaba el castillo, residencia real; el castillo
era ya muy antiguo y de arquitectura grandiosa; sus torres, cercadas de
balconcillos calados de granito, se reflejaban en el lago; y la yedra, trepando
por los muros, daba graciosísimo aspecto a la azotea, en cuyo borde unas
estatuas de mármol, amarillosas ya con la intemperie, se inclinaban para
mirarse en el lago también. Era tal la frondosidad de aquel parque, que parecía
que jamás el pie humano pisara sus sendas. A Amado le gustó mucho el sitio, y
mostró animarse paseando por él y recorriéndolo en todas direcciones, por más
que a los pocos días volviese a mostrarse taciturno y alicaído como antes. Una
tarde el rey y la reina salieron con Amado, dirigiéndose a un punto muy fragoso
del bosque que no conocían aún. El rey Bonoso, aunque sus años y sus achaques
no le hacían muy a propósito para sostén de nadie, daba el brazo a Amado porque
éste no se fatigara, y detrás iban dos pajes dispuestos a reemplazar al rey y a
servir de apoyo al príncipe. Más atrás venía un palafrenero llevando del
diestro el caballo favorito de Amado, por si a éste se le ocurría montar, y
después seguían lacayos con una silla de manos; otros, con blandos cojines;
otros, cargados de refrescos y dulces, todo por si el príncipe experimentaba en
la selva ganas de sentarse, o de comer, o de beber, Amado fue despacio y por su
pie hasta el sitio marcado, que era un valle en que un torrente, saltando entre
dos negras rocas, caía al borde de un prado de fresca y menuda hierba, bañando
las raíces de álamos gigantescos que sombreaban la pradería. Ésta convidaba al
descanso, y olía a manzanilla, a menta, recreando la vista con las mil flores
silvestres y acuáticas que al lado del torrente abrían sus corolas. Amado se
quiso tender sobre el tapiz de helechos y ranunclos; pero, por listo que
anduvo, ya sus pajes le colocaron en el suelo dos o tres almohadones de
terciopelo y seda, en los cuales quedó sentado. Estuvo así un rato sin hablar
palabra, hasta que un espectáculo nuevo atrajo su atención. Al otro extremo de
la pradería vio a un hombre que con un hacha estaba partiendo las ramas secas
que alfombraban el piso, y juntándolas para reunir un haz de leña. Manejaba el
hacha con tanto garbo, que Amado no apartaba la vista del leñador.
Amado se levantó y, escurriéndose entre los árboles, logró acercarse sin
que el trabajador lo sintiese, y observarle. Era un mancebo de unos veinte
años, pero robusto y vigoroso, con músculos de acero que se señalaban en su
cuello y brazos a cada golpe del hacha. Su estatura era alta, y su rostro,
noble y distinguido; y lo más extraño para Amado fue ver que el pobre leñador llevaba
bajo un traje tosco una fina camisa de batista, y que los largos rizos de su
cabello castaño oscuro relucían y eran suaves como si estuviesen ungidos de
balsámico aceite. Amado salió de la espesura, y, llegándose al leñador, empezó
a hacerle mil preguntas, a que éste contestó con respeto, pero sin turbarse.
Dijo que se llamaba Ignoto; y como Amado se empeñase en que le había de mostrar
su cabaña, el leñador le condujo a una próxima y muy pobre, en que sólo había
un cántaro con agua, un banco de madera y tres o cuatro pucheros y escudillas
de barro. Amado, que simpatizaba cada vez más con Ignoto, no paró hasta que le
hizo comer de los exquisitos manjares y catar los vinos y helados que sus pajes
traían, a lo cual se prestó el leñador con muy buen apetito, asegurando que
pocas veces gustara tan delicadas golosinas. El rey y la reina se maravillaban
de lo divertido que Amado parecía hallarse con el leñador, y propusieron a éste
que entrase al servicio del príncipe; pero Ignoto, con gravedad que hizo reír a
toda la comitiva, contestó que su clase no le permitía servir a nadie, ni aun
al heredero de una corona. Con esto se despidieron y Amado prometió volver al
otro día para pasar un rato con el leñador.
Pero aquella noche ocurrió una cosa muy terrible en Colmania. Y fue que
el traidor conde del Buitre, sabiendo que el pueblo estaba decidido a
aprovechar la ausencia de los reyes para vengarse de él, y conociendo que no
podía resistir a la sublevación, porque hasta su misma guardia le quería mal,
escribió una carta al rey de Malaterra ofreciéndose a entregarle el reino de
Colmania si prometía hacerle a él primer ministro de ambos reinos juntos. El
rey de Malaterra, que, como sabemos, era ambicioso y se moría por poseer a
Colmania, aceptó en seguida, y a favor de la noche invadió el reino,
sorprendiendo a las tropas descuidadas y penetrando en los cuarteles por medio
de las llaves que el conde del Buitre poseía. Colmania se rindió por sorpresa,
y un destacamento, mandado por el mismo rey de Malaterra, se dirigió al
castillo de Lagoumbroso, a prender a los reyes. Sin dificultad lo consiguieron,
pero Amado, a quien despertó el tumulto, pudo ocultarse dentro de un jarro
enorme que contenía flores artificiales, con tal primor imitadas, que parecían
verdaderas. Allí, cubierto de dalias y rosas de trapo, oyó el príncipe pasar a
los que le buscaban, y les escuchó decir que, si a los reyes viejos se
contentarían con llevarles a Malaterra cautivos, a él era preciso matarle,
porque así no había que temer que hoy o mañana reclamase su trono. Cuando los
perseguidores se alejaron después de registrar mucho, salió Amado de su
escondite y, viendo la ventana abierta y la azotea delante, arrancó un grueso y
largo cordón de seda que recogía el cortinaje de su lecho, lo ató al balaustre
y se descolgó por él hasta el pie del castillo, desde donde, y como si tuviera
alas en los talones, emprendió a correr y no paró hasta la cabaña de Ignoto.
III
Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba
franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador sobre el cual se tumbó
muerto de fatiga. Lo que más admiraba a Amado, era que, en medio de tan
terrible imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino perdido, no se
sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras veces. Estaba rendido, eso
sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no es por la destreza y el valor con
que supo evadirse, a estas horas se encontraría en la eternidad. Pensando en
esto, empezó a apoderarse de él el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados a
colchón de pluma de cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se
quedó dormido como un lirón.
Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender
cómo estaba en aquel sitio. Mas fue recordando los sucesos de la noche, y al
mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba hambre. Levántose
esperezándose, y como viese en una escudilla unas sopas de leche y pan moreno,
les hincó el diente con brío. ¡Qué plato para el príncipe de Colmania,
habituado a desdeñar melindrosamente pechugas de faisán con trufas! En aquel
momento entró Ignoto, y se mostró muy alegre al ver a Amado. En dos palabras le
enteró éste de lo que ocurría y concluyó diciendo:
-Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en que dormir.
Partiré leña contigo.
-No -respondió Ignoto, lo primero es que dejes estos alrede-dores, que
son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.
Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano a Amado, y juntos se
pusieron en camino al través de la selva. Ésta era muy espesa e intrincada, y
Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le sangraban los pies.
Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que aún llevaba el príncipe, y
con corteza de olmo le fabricó unas abarcas para que pudiese seguir marchando.
Anduvieron muchos días, durante los cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil
que era en todo su compañero. El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía
saltar un charco, ni cruzar a nado un río, ni trepar a una montaña; en cambio,
Ignoto servía para cualquier cosa, era fuerte como un toro, veloz como un gamo,
y no cesaba de reírse de la torpeza de Amado, quien, a su vez, renegaba de su
inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe algo
de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una castaña, y
sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían una madeja de lino.
Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la
cima de una colina una gran masa de edificios, o más bien un mar de cúpulas,
techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta ciudad. Amado
preguntó a Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica metrópoli, y el
leñador contestó:
-La capital de Malaterra.
-¡Cómo! -grito el príncipe-. ¡Falso guía, así me conduces a meter-me en
la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!
-Mentira parece -respondió Ignoto- que te quejes cuando te traigo al
sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos? ¿Quién te ha
de reconocer con ese avío?
En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante
príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días más
espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es tan claro
como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues, sin temor en la
ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía al dedillo las calles,
le llevó por las más retiradas, hasta dar con una tapia enorme que les cerró el
paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una llave y abrió una puertecilla medio
oculta en el ancho muro. Por ella entraron en un jardín pequeño, pero cultivado
con esmero extraordinariamente y cubierto de flores raras y olorosísimas.
-Espérame -dijo Ignoto-; vuelvo presto.
Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco
para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella volvió
acompañado de una mujer, que, a la dudosa claridad nocturna, le pareció a Amado
joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi humilde, pero su voz muy dulce
y su hablar distinguido.
-Señora -le dijo Ignoto, presentándole a Amado-, aquí tenéis el
jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el tiempo
aprenderá lo que ahora no sabe.
-Bien está -contestó la dama. Si es así, consiento en tomarle a mi
servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse; mañana le iré
enterando de su obligación.
La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél a
éste que la joven era una señora noble de la ciudad, muy amiga de flores y
plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que Amado se
resignase a pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra y poder
informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo a un pabelloncito en
que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de jardinería, y una cama
grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y ofreciendo volver a verle con
frecuencia, le dejó que se entregase a un sueño reparador.
Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban a su puerta;
echose de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que vio
colgados de un clavo, y fue a abrir. Era la dueña del jardín, que lo llamaba
para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo el día se lo
pasaron injertando, podando y traspasando; es decir, estas cosas las hacía la
señorita, que se llamaba Florina; ella era la que con mucha maña y actividad
enseñaba a Amado, que estaba hecho un papanatas, avergonzado de su ignorancia.
Hacia la tarde, Florina le dijo:
-Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún
otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?
Amado se quedó muy confuso, y no acertó a contestar. Quería decir: «Sé
extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías graciosísimas que
todos los figurines de mi reino han copiado, y sé...». Pero no se atrevió a
responder así, figurándose que Florina no apreciaría bien el mérito de tales
habilidades. Ésta, como le vio callado, añadió:
-Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues,
atender a mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de jardinero,
que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan para cuidar de los jardines.
En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas a enseñar a Amado
la jardinería. De paso le dio unas nociones de Botánica y Astronomía, y le
corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la escritura, para
que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas y flores. Florina
vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para no enredarse en las
matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo de paja; pero era tan linda,
que Amado la miraba con gusto. Amado no podía consentir en que Florina fuese de
la misma especie que las damas de la reina Serafina, que eran las pobrecillas
tontas como ánsares, que se pasaban el día abanicándose y murmurando y que
lloraban como perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado o el
traje. Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día
se lo dijo, ofreciéndose casarse con ella. Florina contestó echándose a reír; y
entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le despreciaba por su
pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del trono de Colmania. Pero
Florina siguió riendo, y dijo a Amado:
-¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuerais su
heredero, habíais de reinar tan mal, que no me lisonjearía nada compartir con
vos la corona.
Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual entonces
le dirigió este discurso:
-Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es una
fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como sois,
incapaz todavía de gobernaros a vos mismo. Ahora bien; si queréis, caro príncipe,
casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que podáis ofrecerme un
pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta por vos, una relación de
vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta estará siempre abierta, y yo
esperándoos siempre aquí. Adiós, buen viaje.
-¿Y mis padres? -contestó Amado. ¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo
que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!
-En cuanto a vengarlos -repuso Florina-, ya lo ha hecho el rey de
Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer ministro
permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas, lo ha encerrado
en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el conde se ofrece a
entregar a traición el reino de Colmania, y así enjaulado lo pasean por Colmania,
y en cada aldea los chicos le arrojan lodo y piedras y le silban e insultan. Al
rey de Malaterra no le agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de
un despreciable instrumento. Por lo que toca a libertar a vuestros padres, os
advierto que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha
concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me
encargaré de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para completar
su educación.
No quiso oír más Amado, y emprendió el camino. Embarcose en el primer
puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento sería el
de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en sus excursiones
le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años volvió siendo el dueño
de un caudalito que había ganado con su trabajo; de una flor preciosa
descubierta en unos montes inaccesibles, que en los tiempos modernos ha vuelto
a encontrarse y se ha llamado camelia, y de una descripción exactísima de sus
viajes, en que se revelaban los muchos conocimientos adquiridos con el estudio
y la práctica de la vida. Al regresar a Malaterra supo que el rey había muerto
en una batalla y que mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque,
sin ser tan aficionado a guerras como su padre, era valeroso e instruido, y no
se desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó
Amado a la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín. No dio
dos pasos por él sin tropezar a Florina sentada en su banco de costumbre. En un
minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las condiciones que ella le
impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano y, llevándole hasta la verja que
dividía su jardín, la abrió y entraron en otro jardín más hermoso y ancho.
Anduvieron largo rato por arboledas magníficas, dejando atrás fuentes, estatuas
y estanques soberbios, y al fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y
los guardias que estaban en la escalera se apartaron con respeto, dejando pasar
a Florina. Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un
ujier, que, inclinán-dose, dijo:
-Su majestad espera.
Atónito Amado, iba a preguntar qué era aquello; pero se encontró en una
espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol rojo y
negro, en donde vio sentados a una mesa y jugando al ajedrez a dos viejecitos,
en quienes conoció a Bonoso y Serafina. Éstos, al verle, arrojaron un grito, y
llorando se fueron a abrazarle. Amado no sabía lo que le pasaba; pero más se admiró
cuando vio a un rey joven y hermoso con corona de oro abrirle también los
brazos, y pudo reconocer en él a Ignoto, el leñador de la selva.
Afortunadamente, las cosas agradables se explican pronto, y así no tardó Amado
en enterarse de que Ignoto era el hijo del rey de Malaterra que, disfrazado de
leñador, estaba próximo a la frontera para ayudar a su padre en la sorpresa de
Lagoumbroso; que había salvado a Amado porque le tomó cariño en aquella tarde
en que Amado le vio cortar leña; que después de salvarle había querido
instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese las
lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al casarla con
Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece inútil añadir que con
tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban ya algo chochitos, lloraban
a más y mejor; que Florina y Amado no cabían en sí de gozo, y que todo era
júbilo en el palacio. Para colmo de alegría, aquella noche el hada del Deseo
cumplido vino a honrar con su presencia una cena ostentosísima y un baile
mágico que se celebró en aquellos salones. El hada dijo a Bonoso y Serafina
que, aunque habían hecho lo posible por que su hijo fuese infeliz, ella,
ayudada del hada de la
Necesidad , lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes
confesaron que eran unos bobos, y su buena intención hizo que el hada les
perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se mezclasen en
su educación, por amor de Dios.
Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió a ser regido por su
legítimo príncipe Amado, a quien tanto querían. Los habitantes de aquel reino
no se cansaban de admirar la metamorfosis que había experimentado el príncipe,
que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que volvía hombre robusto,
inteligente y muy capaz de mandar él solo, sin necesidad de recurrir a
ministros, que a veces pueden ser tan malos como el conde del Buitre.
La niñez, núms. 4, 5, 6, 1879
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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