Cipriana se
había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el
puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que
se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de
morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La
racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que
Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo...,
en el reducido y pobre mundo del puerto.
Era temprano
para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la
recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto.
Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba
reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la
ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del
pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia
y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando
el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se
dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese
de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la
chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo
toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin
impaciencia el regreso de la madre.
Cuando Cipriana
disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus
curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía
mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía
su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a
Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno.
Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes
figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?
Sí, señor. Sus
doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan
límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la
cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea,
su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta;
un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo?
Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el
ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había
impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!
Sólo que, para
mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces
rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién
cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos
y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco
a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a
Cipriana:
¡Dos reales! Un
tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo
rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que
se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las
mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de
resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y
provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a
patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más...
y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades
del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de
percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana
las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras,
rematadas por centenares de lívidas uñas...
Entre tanto
subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el
pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero
seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los
dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de
cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba,
qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la
ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin
defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el
cuerpo de la huérfana.
«Pluma y Lápiz», núm. 30, 1901.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario