El fundador de aquel Imperio turco,
que tanto dio que hacer antaño a venecianos y españoles, hasta que logramos
contenerle definitivamente en sus fronteras europeas, por medio de la función
de Lepanto, fue uno de esos héroes que, dotados de valor sin límites, unía a él
-sucede lo mismo a casi todos los superhombres de acción- prudencia y astucia
dignas de un discípulo de Maquiavelo, que aún había de tardar en nacer algunos
siglos cuando vivió Gazi-Osmán.
Gazi-Osmán no
nació en las gradas del trono, y todavía andaba lejos de él al ocurrir la
aventura que os refiero. Los cronistas orientales se han complacido en atribuir
al fundador del Imperio otomano fabulosos orígenes, remontando su genealogía
hasta el diluvio; pero esto sólo prueba que en todas partes pasan las mismas
cosas. No por eso se crea tampoco que Osmán hubiese nacido en las pajas:
descendía de un general de la
Horda , lo cual ya es honorífico. La sangre nómada que latía
en las arterias de Osmán, le prestó esa energía de instinto que conduce a
acometer sin recelo las más increíbles empresas. Mientras el padre de Osmán
ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillo de tierra, el hijo meditaba
en el Imperio magnífico que extendería la palabra y la doctrina del Profeta por
Europa y Asia, cogiendo a los perros cristianos entre los brazos de la tenaza
del Islam; los africanos por España y los turquestanos desde el canal del
Bósforo hasta Transilvania, para avanzar de allí hasta donde fuese preciso.
Como nadie podía
saber lo que Gazi-Osmán pensaba, y le veían en la minúscula corte de su padre,
entregado a las distracciones y al amor, al que era asaz inclinado, a fuer de
magnánimo, llamábanle Osmanlick, que quiere decir Osmancillo. Y ocurrió de
súbito que, habiéndole conferido el Soldán de Iconio, en el Asia Menor, el
tambor y el estandarte, lo cual significaba entregarle el mando de un ejército,
además del derecho a acuñar moneda y a que su nombre se pronunciase en las
oraciones de las mezquitas, la gente, siempre desdeñosa, dio en decir que se
había vuelto loco el Soldán al atribuir a Osmancillo tan alto puesto. Fue
preciso que Osmancillo ganase algunas batallas contra griegos y tártaros para
que la afectación de desdén se volviese amarilla envidia y propósito secreto de
venganza.
Venganza, ¿de
qué? Como todos los ambiciosos de alto vuelo, Osmán no molestaba ni dañaba a
persona que no le estorbase en el logro de sus designios. Era, al contrario,
servicial y afable, y alardeaba de esa fidelidad a la palabra empeñada que
distingue a los pueblos arabíes. Después súpose que Osmán creía necesario, al
que ha de manejar hombres y razas, pasar siempre por leal, a fin de poder
valerse, en caso extremo y crítico, de la traición como arma decisiva. Por
entonces, la mano de Gazi-Osmán había cumplido siempre lo que prometía su boca.
Acaso lo que le
valió a Osmán enemigos fuese el presentimiento de su altura... Y no falta quien
insinúe que anduvo de por medio el rostro de una mujer. Ello es que se convino
en tender a Osmán una celada, convidándole a las bodas del principal
conspirador, Kalil, con la hermosísima Nilufer, celebrada y cantada por los
poetas. Envanecida de su hermosura, Nilufer no quería cubrir su faz con el velo
que empezaba a ser ritual en las mujeres de los buenos musulmanes; y así, las
maravillas de su rostro eran conocidas y comentadas, y se hacían apuestas sobre
si vencían sus labios a las flores de los granados, y si sus ojos rasgados y
ovales brillaban tanto o más que la luna, alumbrando aquella tan bermeja boca,
donde los dientes rebrillaban como las perlas que entretejían sus trenzas
pesadas, luengas hasta besar el tacón de sus curvas babuchas. Kalil, el mayor
enemigo de Osmán, joven, apuesto, señor de un principado y un castillo, había
logrado cautivar a la presumida Nilufer, y pensaba reunir en un mismo día dos
emociones: la posesión de la mujer amada y la muerte del enemigo, acaso del
rival, que esto no lo aclaran las historias. Convidó, pues, a Osmán, y este
prometió asistir, y hasta dirigió a Kalil un ruego, que denotaba la confianza
más absoluta: que le permitiese transportar a su castillo el harén y los
tesoros, a fin de prevenir alguna sorpresa de los griegos durante su ausencia.
Y Kalil se avino con júbilo, felicitándose de la imprevisión de Osmancillo, que
así le entregaba, con su persona, lo más preciado: sus odaliscas, sus riquezas.
El día señalado
presentóse ante la fortaleza de Kalil una dilatada comitiva regia. Al frente,
rigiendo su caballo, cuyos jaeces desaparecían bajo los bordados de plata,
cabalgaba Osmán, vistiendo, con su habitual sencillez, caftán de larga manga
perdida, colorado bonetillo que rodeaba blanco turbante de haldas -la corona
korosánica- y, según conviene al que llega a casa de un amigo, ningún arma ni
escolta fuerte. Era Osmán diestro jinete, y a caballo disimulaba el defecto de
su configuración, los largos brazos que descendían hasta más abajo de la
rodilla. La majestad de su actitud y la gravedad de su semblante barbudo y
velloso infundían respeto. Kalil sintió un recelo indefinible. Iba a asesinar
al huésped, maldad que pocos de su raza osarían cometer. Pero para retroceder
era tarde. Los demás conjurados, en número de doce, estaban ocultos en el
castillo aguardando el momento...
Detrás de Osmán,
en prolongada fila, venían las jóvenes odaliscas, rigurosamente rebozadas hasta
los pies. Imposible adivinar nada de sus facciones, ni aun de sus formas: tanto
cendal las envolvía. Sólo se oía el choque metálico de collares y ajorcas. Y
como Nilufer, chanceramente, vibrando una mirada de sus ojos de gacela al
caudillo, le preguntase si no sería lícito admirar la beldad de las huríes,
Osmán respondió con naturalidad que, mientras él viviese, nadie vería la faz de
mujer que fuese suya.
-Felices también
los amigos de Kalil -declaró Osmán, sin recargar la ironía al pronunciar la
ambigua frase.
Y cruzaron la
puerta de herradura del castillo, y detrás pasaron las mujeres veladas, y sus
guardianes, y los carros donde pesados cofres de cuero relevado encerraban los
tesoros de Osmán. Pidió éste licencia para acomodar su harén lo primero, y se
encerró con las mujeres en las habitaciones reservadas. Cayeron, en menos de un
minuto, los densos cendales y sutiles lanas envolvedoras, y aparecieron las
gallardas figuras y los viriles rostros de los cuarenta montañeses del Aral,
que seguían a Osmán en los combates y le defendían como leales perros, formando
una guardia a prueba. Sus armas eran lo que sonaba a metal. Recibieron una
consigna, y Osmán, con la sonrisa en los labios y el puñal corvo oculto en el
pecho, bajó a reunirse con Kalil. Conocía la conjura desde que se fraguó; la
suerte, prendada de los que han de ejecutar cosas memorables, quiso que entre
los conjurados hubiese uno que le previno...
Dio principio el
festín de bodas... Osmán, sabedor de que pronto se arrojarían sobre él,
apretaba el puñal y prestaba oídos, mientras su corazón tenía el latido
involuntario de los momentos supremos. Allá dentro, en lo más recóndito del
castillo sin almenas, de redondas cúpulas, creyó oír voces, ruido de lucha.
Eran sus montañeses que ataban y amordazaban a los conjurados. Embebecido Kalil
con tener a su lado a Nilufer, que le decía mieles, nada notó, aunque extrañaba
que no viniesen sus cómplices. La hermosa del rostro descubierto se levantó y
tendió a Osmán una copa, no de vino, prohibido a los creyentes, sino de licor
de granada, que embriagaba como el vino. Nilufer conocía la conjura, y en el
licor había mezclado un narcótico para que Osmán no sufriese ni se resistiese.
Con su luengo brazo izquierdo, Osmán volcó la copa al rechazarla, y con el
derecho sacó el puñal, mientras gritaba:
Los montañeses
irrumpieron en la sala del festín, pero ya Kalil estaba tendido a los pies del
Longibrazo, con la garganta abierta...
Una hora
después, Osmán cubría la faz de Nilufer -después de estampar en ella el último
beso, con velo tupido, murmurando sin cólera, firmemente:
La hermosa hubo
de obedecer a su vencedor, al que ya era su dueño. Se cuenta que lloró tanto,
que le dieron el nombre de Nilufer al río claro, caudaloso, rodeado de
nenúfares, que cruza la llanura de Brusa, de Este a Oeste.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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