La caravana se alejó, dejando al
camellero enfermo abandonado al pie del pozo.
Allí las caravanas
hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas.
Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo
terrible, algo siniestro.
Los devotos de
Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan
respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y
desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de
su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles
creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue
respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que
de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua
del Pozo de la Vida. Es
fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han
existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban
prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.
El camellero no
pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvane-cerse la nube de polvo de
la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del
desierto.
Verdad que el pozo
se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una
reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y
albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la
mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la
calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio
siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y
dátiles. Su sostén era el agua del pozo.
Transcurrieron dos
o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al
partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana.
Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan
gustosa, ahora parece ha tenido en infusión coloquíntida.»
Al día tercero,
algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en
la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El
enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no
lo consentían. Una virgen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó
la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido
claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió
de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores,
le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua,
hizo un mohín de disgusto.
-¿Qué dices de
amargura? -interrogó burlándose. Está más fresca que los copos de la nieve y
más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi
corazón. No he encontrado jamás agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quién
se engaña.
Y el grupo de
jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado
de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo.
Hiciéronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se
derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas
aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos
bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus
dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados
por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre
los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.
El camellero
quedóse solo otra vez. Como había mirado desva-necerse la nubecilla de la
caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto
es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de
los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía.
Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.
Los días
desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas
que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque
eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un
cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con
lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta
llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores
soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las
mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se
adornaba con sus astros y constela-ciones más refulgentes, sin que ni una
ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada
de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.
Y el enfermo, sin
poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante.
Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo
bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las
fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo
escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a
dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.
Una voz que le
llamó -una voz imperiosa y grave- le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un
santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado
en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el
sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no
revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los
Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el
cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.
-No bebas, santo
varón -aconsejó el camellero. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya
no la soporto.
-Este agua
-murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su mano
curtida por la intemperie- no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor
están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que
languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?
-Han venido
-respondió el camellero- unas mozas vírgenes, muy alboro-tadas, a tomar aguada
para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.
-Ya ves -dijo
reposadamente el santón. Que el ángel Azrael mire por ti y te permita
encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevaría conmigo,
sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que
adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me
devorarán las fieras.
Y el santón se
alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse
en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza
desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró
a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo -¡hasta para darse la muerte
se necesita vigor!, se precipitó dentro, de cabeza.
Y las aguas del
Pozo de la Vida ,
desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para
algunos, amargas para bastantes... Sólo hay que añadir que los de paladar fino
las encuentran gusto a muerto.
«El Imparcial», 29 de mayo de 1905.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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