Translate

miércoles, 14 de agosto de 2013

Una pena

En realidad es una historia en dos partes la que vamos a contar; desde luego podríamos ahorrarnos la primera, pero nos pondrá en antecedentes, y esto ayuda mucho.
Residíamos en el campo, en una casa señorial, y ocurrió que los señores salieron para pasar el día fuera. He aquí que llegó de la pequeña ciudad vecina una señora que­ traía consigo su perrillo faldero. Se­gún dijo, venía a proponer que le comprasen acciones de su fábrica de cur­tidos. Traía también los papeles y do­cumentos pertinentes, y nosotros le aconsejamos que los metiese en un sobre y escribiese en él la dirección del propietario de la finca: «Señor Comisario General de Guerra, Caba­llero, etc. ».
Siguió nuestro consejo, tomó la pluma, quedose un momento pensativa y luego nos pidió que le repitiésemos la dirección, pero hablando despacio. Así lo hicimos, y ella empezó a es­cribir; pero cuando estaba en lo del Comisario General, se interrum­pió y, suspirando, dijo: ‑¡Soy una simple mujer!‑. Mientras escribía había depositado el gozquecillo en el suelo, y el animalito gruñía... Después de todo, su dueña lo había llevado consigo para distraerle y porque, además, lo creía bueno para su salud; por consiguiente, no estaba nada bien que lo dejase en el suelo. Era un perrito de nariz chata y lomo rechoncho.
‑No muerde ‑dijo la mujer, no tiene dientes. Es como un miembro de la familia, muy fiel y muy gruñón, pero esto es culpa de mis nietos. Juegan a bodas y se empeñan en que él haga de doncella de honor, y esto saca de quicio al viejo cascarrabias.
Y, dejando los papeles, cogió en brazos al perrillo. Tal es la primera parte ­-que bien podríamos habernos ahorrado.
‑El perrillo murió‑. Aquí empieza la segunda parte.
Fue cosa de una semana más tarde. Fuimos a la ciudad y nos alojamos en la fonda. Nuestras ventanas daban al patio, el cual estaba dividido en dos partes por un tabique de planchas; en una de ellas colgaban pellejos, en bruto o curtidos; había allí todos los utensilios propios de una tenerla, que era la de la viuda. El perrillo había muerto aquella semana y lo habían enterrado en el patio; los nietos de la viuda ‑la viuda del curtidor, entendámonos pues el perro no habla estado nunca casado‑ estaban cubriendo la tumba; era una tumba espléndida, en la que debía dar gusto reposar.
La sepultura había sido cercada con cascos de loza y cubierta de arena; como remate habían colocado media botella de cerveza con el cuello hacia arriba, lo cual no debe entenderse como una alusión.
Los niños bailaron alrededor de la tumba, y el mayor, un chiquillo de 7 años, dotado de un gran sentido práctico, propuso celebrar una exposición de la sepultura del perro, a la que pudiesen concurrir todos los de la callejuela; el precio de la entrada sería un botón de pantalones; era una cosa que todos los muchachos tenían y que podían también prestar a las niñas. La propuesta fue aprobada por unani­midad.
Todos los chiquillos del callejón y de la otra calleja trasera acudieron y abonaron su botón. Fueron muchos los que aquella tarde regresaron a sus casas con un solo tirante abrochado pero en cambio habían visto la tumba del perrillo, y bien valía esto el sacrificio.
Pero fuera, frente al patio de la tenería, junto a la puerta, había una niñita andrajosa, pero muy linda con un magnífico pelo ensortijado y unos ojos tan azules y límpidos, que era una delicia mirarlos. Permanecía callada, y tampoco lloraba, pero cada vez que la puerta se abría, lanzaba una mirada al patio hasta donde alcanzaba su vista. No tenía ningún botón, bien lo sabía; por eso se estuvo allá fuera cariacontecida, hasta que todos los demás se hubieron marchado después de visitar la tumba. Entonces, ella se sentó en el suelo, y cubriéndose los ojos con las manecitas morenas, rompió a llorar: era la única que no había visto la tumba del perrillo. ¡Era una pena tan grande, como cualquiera de las que los mayores podamos sentir!
Nosotros contemplamos la escena desde arriba. Y vista desde arriba era una escena como tantas que pueden presenciarse, y que a veces inducen incluso a sonreir... Tal es la historia, y quien no la comprenda, que vaya a comprar una acción en la tenería de la viuda.

1.003. Andersen (Hans Christian)

No hay comentarios:

Publicar un comentario