En realidad es una historia
en dos partes la que vamos a contar; desde luego podríamos ahorrarnos la
primera, pero nos pondrá en antecedentes, y esto ayuda mucho.
Residíamos en el campo, en
una casa señorial, y ocurrió que los señores salieron para pasar el día fuera.
He aquí que llegó de la pequeña ciudad vecina una señora que traía consigo su
perrillo faldero. Según dijo, venía
a proponer que le comprasen acciones de su fábrica de curtidos. Traía también
los papeles y documentos pertinentes, y nosotros le aconsejamos que los
metiese en un sobre y escribiese en él la dirección del propietario de la
finca: «Señor Comisario General de Guerra, Caballero, etc. ».
Siguió nuestro consejo, tomó
la pluma, quedose un momento pensativa y luego nos pidió que le repitiésemos la
dirección, pero hablando despacio. Así lo hicimos, y ella empezó a escribir;
pero cuando estaba en lo del Comisario General, se interrumpió y, suspirando,
dijo: ‑¡Soy una simple mujer!‑. Mientras escribía había depositado el
gozquecillo en el suelo, y el animalito gruñía... Después de todo, su dueña lo
había llevado consigo para distraerle y porque, además, lo creía bueno para su
salud; por consiguiente, no estaba nada bien que lo dejase en el suelo. Era un
perrito de nariz chata y lomo rechoncho.
‑No muerde ‑dijo la mujer,
no tiene dientes. Es como un miembro de la familia, muy fiel y muy gruñón, pero
esto es culpa de mis nietos. Juegan a bodas y se empeñan en que él haga de
doncella de honor, y esto saca de quicio al viejo cascarrabias.
Y, dejando los papeles,
cogió en brazos al perrillo. Tal es la primera parte -que bien podríamos
habernos ahorrado.
‑El perrillo murió‑. Aquí
empieza la segunda parte.
Fue cosa de una semana más
tarde. Fuimos a la ciudad y nos alojamos en la fonda. Nuestras
ventanas daban al patio, el cual estaba dividido en dos partes por un tabique
de planchas; en una de ellas colgaban pellejos, en bruto o curtidos; había allí
todos los utensilios propios de una tenerla, que era la de la viuda. El perrillo había
muerto aquella semana y lo habían enterrado en el patio; los nietos de la viuda
‑la viuda del curtidor, entendámonos pues el perro no habla estado nunca casado‑
estaban cubriendo la tumba; era una tumba espléndida, en la que debía dar gusto
reposar.
La sepultura había sido
cercada con cascos de loza y cubierta de arena; como remate habían colocado
media botella de cerveza con el cuello hacia arriba, lo cual no debe entenderse
como una alusión.
Los niños bailaron alrededor
de la tumba, y el mayor, un chiquillo de 7 años, dotado de un gran sentido
práctico, propuso celebrar una exposición de la sepultura del perro, a la que
pudiesen concurrir todos los de la callejuela; el precio de la entrada sería un
botón de pantalones; era una cosa que todos los muchachos tenían y que podían
también prestar a las niñas. La propuesta fue aprobada por unanimidad.
Todos los chiquillos del
callejón y de la otra calleja trasera acudieron y abonaron su botón. Fueron
muchos los que aquella tarde regresaron a sus casas con un solo tirante
abrochado pero en cambio habían visto la tumba del perrillo, y bien valía esto
el sacrificio.
Pero fuera, frente al patio
de la tenería, junto a la puerta, había una niñita andrajosa, pero muy linda con un magnífico pelo ensortijado y unos
ojos tan azules y límpidos, que era una delicia mirarlos. Permanecía
callada, y tampoco lloraba, pero cada vez que la puerta se abría, lanzaba una
mirada al patio hasta donde alcanzaba su vista. No tenía ningún botón, bien lo
sabía; por eso se estuvo allá fuera cariacontecida, hasta que todos los demás
se hubieron marchado después de visitar la tumba. Entonces ,
ella se sentó en el suelo, y cubriéndose los
ojos con las manecitas morenas, rompió a llorar: era la única que no
había visto la tumba del perrillo. ¡Era una pena tan grande, como cualquiera de
las que los mayores podamos sentir!
Nosotros contemplamos la
escena desde arriba. Y vista desde arriba era una escena como tantas que pueden
presenciarse, y que a veces inducen incluso a sonreir... Tal es la historia, y
quien no la comprenda, que vaya a comprar una acción en la tenería de la viuda.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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