En cierto reino, en cierto país,
vivía un zar que tenía tres hijos, los tres mayores ya. Pero, de repente,
Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, les robó a su madre.
El hijo mayor le pidió al padre su
bendición para ir a buscarla. El padre se la dio, y el hijo partió, sin que
nadie volviera a saber nada de él.
Después de aguardar cierto tiempo,
también el hijo segundo pidió per-miso al padre para marcharse, y desapareció
lo mismo que el primero.
Entonces el hijo menor, el zarévich Iván, le dijo a su padre:
-Bátiushka, dame tu bendición para ir en busca de mi madre.
-Tus hermanos no han regresado
-objetó el padre- y, si también te marchas tú, me moriré de pena.
-Pues yo, con tu bendición o sin
ella, he hecho el firme propósito de marcharme, bátiushka.
Conque el padre acabó dándole su
bendición.
El zarévich Iván fue a elegir un caballo; pero, en cuanto le ponía a
uno la mano sobre el lomo, el animal se derrengaba. Viendo que no encontraba
cabalgadura, iba todo cabizbajo por la ciudad, cuando de repente apareció una
viejecita delante de él y le preguntó:
-¿Por qué andas tan mustio, zarévich Iván?
-Déjame, vieja. Mira que si te
agarro con una mano y te pego un golpe con la otra no va a quedar más que un
charquito.
La vieja dio un rodeo por una
calleja y de nuevo apareció frente a él.
-¡Hola, zarévich Iván! ¿Por qué andas tan mustio?
El zarévich se quedó pensativo, preguntándose: «¿Por qué me dirá eso
la vieja? ¿Y si pudiera ayudarme?» Y entonces le contestó:
-Es que no puedo encontrar un buen
caballo a mi talla.
-¡Hace falta ser tonto para
atormentarse por tan poca cosa en lugar de preguntarme a mí! -exclamó la
vieja-. Ven conmigo.
Le condujo hasta una montaña y le
señaló un lugar.
-Cava aquí.
El zarévich cavó hasta descubrir una plancha de hierro con doce
candados. En seguida los arrancó, abrió la puerta y descendió bajo tierra: allí
había un caballo gigantesco, sujeto por doce cadenas. Sin duda presintió que
se hallaba ante un jinete digno de él, porque lanzó un relincho, sacudió sus
cadenas y reventó las doce. El zarévich
endosó una sólida armadura de caballero, le puso al caballo la brida y un arzón
circasiano, entregó dinero a la vieja y le dijo:
-Dame tu bendición, abuela, y
adiós.
Luego partió, montado en aquel
caballo.
Cabalgó mucho tiempo hasta
encontrarse por fin al pie de una montaña: una montaña inmensa, abrupta, a la
que era imposible trepar. Allí estaban también sus hermanos, galopando en torno
a la montaña. Se abrazaron y siguieron juntos hasta tropezar con una mole de
hierro de unos ciento cincuenta puds de peso. Tenía grabada una inscripción
diciendo que hallaría franco el paso quien arrojara aquella mole a lo alto de
la montaña. Los hermanos mayores no pudieron siquiera levantarla, pero el zarévich Iván la lanzó al primer intento
hasta la cumbre, y al instante apareció una escalera en la montaña. Dejó su
caballo, hizo gotear sangre de su dedo meñique en un pequeño recipiente y se
lo entregó a sus hermanos diciendo:
-Si la sangre se torna negra, no me
esperéis: eso querrá decir que estoy muerto.
Luego se despidió y emprendió la
subida. La montaña le maravilló por tantos árboles, frutos y aves de toda
clase como se criaban allí.
Al cabo de mucho andar se halló
ante una casa. Era una casa inmensa. En ella habitaba la hija de un zar a quien había robado Koschéi, el
Esqueleto Perpetuo. El zarévich Iván
echó a andar a lo largo del muro que la rodeaba, pero no veía ninguna puerta.
Al divisar allí a un hombre, la hija del zar
se asomó a su balcón y gritó:
-Fíjate bien, y encontrarás ahí una
grieta en el muro. Tócala con el dedo meñique y se convertirá en una puerta.
Así ocurrió. El zarévich Iván penetró en la casa. La
doncella le acogió afablemente, le ofreció comida y bebida y luego le hizo
muchas preguntas. El le refirió que había ido a rescatar a su madre,
prisionera de Koschéi.
-Rescatarla es una empresa difícil,
zarévich Iván -observó la doncella-.
Para Koschéi no existe la muerte, pero él te matará. A mí me visita a menudo...
Mira: ahí está una espada suya que pesa quinientos puds. Si eres capaz de
levantarla, sigue adelante.
El zarévich Iván no solamente levantó la espada, sino que la arrojó al
aire. Prosiguió, pues, su camino, y se encontró frente a otra casa. Entró,
puesto que ya sabía cómo hallar la puerta, y allí estaba su madre. Se abrazaron
vertiendo lágrimas de alegría. El zarévich
dio más pruebas de su fuerza lanzando al aire una bola de mil quinientos puds.
Su madre le escondió luego, al aproximarse la hora en que solía regresar
Koschéi. En efecto, Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, irrumpió al poco tiempo en
la casa diciendo:
-F-f-f... F-f-f... Los huesos rusos
no se oyen ni se ven, pero en esta casa se han metido huesos rusos... ¿Quién ha
venido a verte? ¿No habrá sido tu hijo?
-¡Qué cosas se te ocurren! Lo que
pasa es que, como has andado tú volando por Rusia, traes el olor metido en la
nariz y te parece que también aquí huele -contestó la madre del zarévich Iván.
Luego se aproximó más a Koschéi,
hablándole amablemente y, entre unas preguntas y otras, inquirió:
-Dime, Koschéi, ¿dónde se encuentra
tu muerte?
-Mi muerte -contestó-, se encuentra
en tal sitio: allí se alza un roble, debajo del roble hay un arca, dentro del
arca una liebre, dentro de la liebre una oca, dentro de la oca un huevo y
dentro del huevo mi muerte.
Dicho lo cual, Koschéi volvió a
marcharse volando al poco rato.
Llegado el momento oportuno, el zarévich Iván le pidió la bendicíón a
su madre y partió en busca de la muerte de Koschéi. Caminó mucho, sin comer ni
beber, y estaba tan famélico, que sólo soñaba con cazar algún animal. De
repente descubrió a un lobezno. Iba a matarlo, cuando la madre loba salió
corriendo de su guarida y le dijo:
-No mates a mi cachorro, y algún
día te ayudaré yo.
-¡Sea!
El zarévich Iván dejó marchar al lobezno y prosiguió su camino. En
esto, vio a un cuervo. «¡Ahora sí que tengo comida!», pensó. Cargó la escopeta
y se disponía ya a disparar, cuando el cuervo le dijo:
-No me mates, y algún día te
ayudaré yo.
El zarévich Iván reflexionó un poco y dejó marchar al cuervo.
Con-tinuando su camino, llegó hasta el mar y se detuvo en la orilla.
Precisamente entonces pegó un salto fuera del agua un pequeño lucio, y fue a
parar a la arena. El zarévich Iván lo
agarró y, con lo hambriento que estaba, pensó: «¡Ahora sí que voy a comer algo!»
Pero en esto asomó por encima del agua la madre del lucio.
-No mates a mi hijo, zarévich Iván -dijo, y algún día te
ayudaré yo.
El zarévich dejó también marchar al pequeño lucio. Continuaba allí en
la orilla, preguntándose cómo cruzaría el mar, cuando la madre del lucio
pareció adivinar sus pensamientos, se tendió atravesada en las olas y sobre
ella pudo llegar el zarévich Iván, lo mismo que si caminara por un puente,
hasta el roble a cuyo pie estaba escondida la muerte de Koschéi.
Extrajo el arca, la abrió, pero la
liebre que había dentro salió de un brinco y escapó. ¿Quién puede retener a una
liebre? El zarévich Iván se quedó
perplejo y muy preocupado por haberla dejado escapar, pero el lobo al que no
había matado salió corriendo detrás, la alcanzó y se la trajo.
Encantado, el zarévich Iván agarró la liebre, la abrió en canal y pegó un
respingo cuando la oca que tenía dentro escapó volando. Disparó contra ella
una vez, otra... Pero le falló la puntería. De nuevo estaba perplejo. De pronto
apareció el cuervo con varios polluelos, voló en pos de la oca, le dio alcance
y se la llevó al zarévich Iván. Muy
contento, éste sacó el huevo que había dentro de la oca y fue a lavarlo al mar;
pero se le cayó al agua. ¿Cómo sacarlo de aquella gran profundidad? De nuevo se
entristeció el zarévich Iván, pero de
repente se agitó el mar, y la madre del lucio emergió con el huevo. Luego se
tendió atravesada en las olas. El zarévich
Iván pasó sobre ella como si fuera un puente y volvió donde estaba su madre.
Llegó, se abrazaron y la madre le escondió otra vez. Al rato apareció volando
Koschéi, el Esqueleto Perpetuo.
-F-H... F-f-f... Los huesos rusos
no se oyen ni se ven, pero aquí huele a Rusia.
-¿Qué dices, Koschéi? Aquí no ha
venido nadie -protestó la madre del zarévich.
-No sé por qué, me siento débil
-observó al poco tiempo Koschéi, y es que el zarévich Iván apretaba el huevo de la oca en la mano, y Koschéi lo
notaba.
Finalmente salió el zarévich, le mostró a Koschéi el huevo
de la oca y dijo:
-Aquí está tu muerte.
-No me mates, zarévich Iván -suplicó Koschéi, hincándose de rodillas ante él-.
Podemos vivir en buena armonía y dominaremos el mundo entero.
Pero el zarévich no se dejó
embaucar por aquellas palabras, rompió el huevo de la oca, y Koschéi expiró
allí mismo.
Entonces el zarévich Iván y su madre cogieron todo lo necesario y emprendieron
el regreso a su tierra natal. Por el camino entraron en la casa habitada por
la doncella a quien el zarévich había
visitado al principio y se la llevaron con ellos. Continuaron caminando hasta
llegar a la montaña a cuyo pie aguardaban todavía los hermanos del zarévich, pero la doncella rogó
entonces:
-Vuelve a mi casa, haz el favor, zarévich Iván: se me ha olvidado mi
traje de novia, el anillo de brillantes y los chapines escotados.
Por lo pronto, el zarévich hizo descender de la montaña a
su madre y a la doncella después de acordar con ella que se casarían en cuanto
llegaran a su tierra. Los hermanos las recibieron abajo y luego cortaron la
escala para que el zarévich no pudiera descender por ella. Después, con
amenazas las obligaron a no decir nada del zarévich
Iván. Así regresaron a su reino. El padre se llevó una gran alegría cuando vio
a su esposa y a los dos hijos mayores, pero le apenó profundamente no saber
nada del menor.
En cuanto al zarévich Iván, volvió a casa de su prometida, recogió el anillo de
brillantes, el traje de novia y los chapines escotados, trepó a lo alto de la
montaña, hizo pasar el anillo de una mano a la otra y al instante aparecieron
doce apuestos mancebos.
-¿Qué ordenáis? -le preguntaron.
-Quiero bajar de esta montaña.
Los mancebos cumplieron
inmediatamente su deseo y desaparecieron en cuanto se puso el anillo en un dedo.
El zarévich marchó entonces a su
tierra, llegó a la ciudad donde habitaban sus padres y sus hermanos y se
hospedó en casa de una viejecita.
-¿Qué hay de nuevo en nuestro
reino, abuela? -le preguntó.
-Pues... ¿que voy a contarte,
hijito? Nuestra zarina ha estado prisionera de Koschéi, el Esqueleto Perpetuo.
Fueron a rescatarla sus hijos: dos la encontraron y han vuelto con ella; pero
el tercero, el zarévich Iván, no ha
regresado ni se sabe dónde puede hallarse. El zar está muy apenado por eso. En cuanto a los otros zaréviches, además de la madre
rescataron también a la hija de un zar,
y el mayor desea tomarla por esposa; pero ella quiere que vaya primero a
traerle de no sé dónde el anillo de desposada o que mande hacer otro a su
gusto. Se ha pregonado ya un bando en este sentido, pero aún no se ha ofrecido
nadie.
-Preséntate tú, abuela, y dile al zar que harás el anillo. Yo te ayudaré
-rogó el zarévich Iván.
La vieja se vistió en seguida,
corrió al palacio y anunció al zar:
-Majestad, yo haré el anillo de
desposada.
-Muy bien, abuela. Hazlo. Nos
encanta la gente tan dispuesta como tú. Pero, ¡ojo!, porque si no lo haces te
costará la cabeza.
La vieja volvió a su casa
asustadísima y quiso que el zarévich Iván se pusiera a hacer inmediatamente el
anillo. Pero él se echó a dormir tan tranquilo, puesto que el anillo lo tenía
listo, riéndose de la vieja, que, toda temblorosa, lloraba y le hacía
reproches:
-A ti ni te va ni te viene, claro.
En cambio yo, tonta de mí, estoy expuesta a que me maten.
Estuvo llora que te llora, hasta
que al fin se durmió. Por la mañana, el zarévich
Iván la despertó muy temprano.
-Levántate, abuela, y ve a llevar
el anillo. Pero no aceptes nada más que un chervónets*
como pago. Si te preguntan quién lo ha hecho, contesta que has sido tú. A mí,
ni me nombres.
Encantada, la vieja llevó el
anillo, que fue del agrado de la doncella.
-Esto es lo que yo quería -dijo, y
le presentó una bandeja llena de monedas de oro.
La vieja sólo tomó un chervónets.
-¿Por qué coges tan poco, abuela?
-preguntó el zar.
-Con esto me basta, majestad. Si
luego necesitara más, estoy segura de que tú me lo darías -contestó la vieja, y
se marchó.
Transcurrido algún tiempo, cundió
la noticia de que la novia exigía de su prometido que le trajera su vestido de
desposada o que mandase hacer otro a su gusto. También en esta ocasión se
ofreció la viejecita á hacer el vestido, y salió airosa del empeño. (con la
ayuda del zarévich, naturalmente).
Luego sucedió lo mismo con los chapines escotados. Las dos veces se conformó con
un solo chervónets y dijo que había hecho ella misma aquellas cosas.
Se supo que pronto habría boda en
palacio, y toda la gente esperaba ya ese día. El zarévich Iván- advirtió a la viejecita:
-Procura estar atenta, abuela, y
avísame cuando traigan a la novia a la iglesia.
La vieja estuvo efectivamente al
tanto. Avisado a tiempo, el zarévich
Iván se vistió en seguida con sus ropas de corte y salió.
-Aquí me tienes, abuela. Ahora ya
sabes quién soy.
-Perdóname, bátiushka -imploró la vieja arrojándose a sus pies, si en alguna
ocasión te he faltado.
-El perdón viene de Dios -contestó
el zarévich.
Inmediatamente se presentó en la
iglesia y, como su hermano no había llegado aún, ocupó su lugar junto a la
novia. El sacerdote los casó, y toda la comitiva emprendió el regreso al
palacio. Durante el trayecto se cruzaron con.el hermano mayor, que acudía a la
iglesia para casarse él. Viendo que era el zarévich
Iván quien acompañaba a la desposada, se volvió todo avergonzado.
El padre se llevó una inmensa alegría
cuando vio al zarévich Iván. Así se
enteró de la perfidia de los dos mayores. Esperó a que terminaran los festejos
de la boda, y entonces los desterró, al mismo tiempo que designaba al zarévich Iván para sucederle.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
No hay comentarios:
Publicar un comentario