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miércoles, 14 de agosto de 2013

Koschéi, el esqueleto perpetuo

En cierto reino, en cierto país, vivía un zar que tenía tres hijos, los tres mayores ya. Pero, de repente, Koschéi, el Esqueleto Per­petuo, les robó a su madre.
El hijo mayor le pidió al padre su bendición para ir a buscarla. El padre se la dio, y el hijo partió, sin que nadie volviera a saber nada de él.
Después de aguardar cierto tiempo, también el hijo segundo pidió per-miso al padre para marcharse, y desapareció lo mismo que el primero.
Entonces el hijo menor, el zarévich Iván, le dijo a su padre:
-Bátiushka, dame tu bendición para ir en busca de mi madre.
-Tus hermanos no han regresado -objetó el padre- y, si tam­bién te marchas tú, me moriré de pena.
-Pues yo, con tu bendición o sin ella, he hecho el firme pro­pósito de marcharme, bátiushka.
Conque el padre acabó dándole su bendición.
El zarévich Iván fue a elegir un caballo; pero, en cuanto le po­nía a uno la mano sobre el lomo, el animal se derrengaba. Viendo que no encontraba cabalgadura, iba todo cabizbajo por la ciudad, cuando de repente apareció una viejecita delante de él y le pre­guntó:
-¿Por qué andas tan mustio, zarévich Iván?
-Déjame, vieja. Mira que si te agarro con una mano y te pego un golpe con la otra no va a quedar más que un charquito.
La vieja dio un rodeo por una calleja y de nuevo apareció fren­te a él.
-¡Hola, zarévich Iván! ¿Por qué andas tan mustio?
El zarévich se quedó pensativo, preguntándose: «¿Por qué me dirá eso la vieja? ¿Y si pudiera ayudarme?» Y entonces le contestó:
-Es que no puedo encontrar un buen caballo a mi talla.
-¡Hace falta ser tonto para atormentarse por tan poca cosa en lugar de preguntarme a mí! -exclamó la vieja-. Ven conmigo.
Le condujo hasta una montaña y le señaló un lugar.
-Cava aquí.
El zarévich cavó hasta descubrir una plancha de hierro con do­ce candados. En seguida los arrancó, abrió la puerta y descendió bajo tierra: allí había un caballo gigantesco, sujeto por doce cade­nas. Sin duda presintió que se hallaba ante un jinete digno de él, porque lanzó un relincho, sacudió sus cadenas y reventó las doce. El zarévich endosó una sólida armadura de caballero, le puso al caballo la brida y un arzón circasiano, entregó dinero a la vieja y le dijo:
-Dame tu bendición, abuela, y adiós.
Luego partió, montado en aquel caballo.
Cabalgó mucho tiempo hasta encontrarse por fin al pie de una montaña: una montaña inmensa, abrupta, a la que era imposible trepar. Allí estaban también sus hermanos, galopando en torno a la montaña. Se abrazaron y siguieron juntos hasta tropezar con una mole de hierro de unos ciento cincuenta puds de peso. Tenía gra­bada una inscripción diciendo que hallaría franco el paso quien arro­jara aquella mole a lo alto de la montaña. Los hermanos mayores no pudieron siquiera levantarla, pero el zarévich Iván la lanzó al primer intento hasta la cumbre, y al instante apareció una escalera en la montaña. Dejó su caballo, hizo gotear sangre de su dedo me­ñique en un pequeño recipiente y se lo entregó a sus hermanos diciendo:
-Si la sangre se torna negra, no me esperéis: eso querrá decir que estoy muerto.
Luego se despidió y emprendió la subida. La montaña le ma­ravilló por tantos árboles, frutos y aves de toda clase como se cria­ban allí.
Al cabo de mucho andar se halló ante una casa. Era una casa inmensa. En ella habitaba la hija de un zar a quien había robado Koschéi, el Esqueleto Perpetuo. El zarévich Iván echó a andar a lo largo del muro que la rodeaba, pero no veía ninguna puerta. Al divisar allí a un hombre, la hija del zar se asomó a su balcón y gritó:
-Fíjate bien, y encontrarás ahí una grieta en el muro. Tócala con el dedo meñique y se convertirá en una puerta.
Así ocurrió. El zarévich Iván penetró en la casa. La doncella le acogió afablemente, le ofreció comida y bebida y luego le hizo muchas preguntas. El le refirió que había ido a rescatar a su ma­dre, prisionera de Koschéi.
-Rescatarla es una empresa difícil, zarévich Iván -observó la doncella-. Para Koschéi no existe la muerte, pero él te matará. A mí me visita a menudo... Mira: ahí está una espada suya que pesa quinientos puds. Si eres capaz de levantarla, sigue adelante.
El zarévich Iván no solamente levantó la espada, sino que la arrojó al aire. Prosiguió, pues, su camino, y se encontró frente a otra casa. Entró, puesto que ya sabía cómo hallar la puerta, y allí estaba su madre. Se abrazaron vertiendo lágrimas de alegría. El zarévich dio más pruebas de su fuerza lanzando al aire una bola de mil quinientos puds. Su madre le escondió luego, al aproximarse la hora en que solía regresar Koschéi. En efecto, Koschéi, el Es­queleto Perpetuo, irrumpió al poco tiempo en la casa diciendo:
-F-f-f... F-f-f... Los huesos rusos no se oyen ni se ven, pero en esta casa se han metido huesos rusos... ¿Quién ha venido a ver­te? ¿No habrá sido tu hijo?
-¡Qué cosas se te ocurren! Lo que pasa es que, como has an­dado tú volando por Rusia, traes el olor metido en la nariz y te pa­rece que también aquí huele -contestó la madre del zarévich Iván.
Luego se aproximó más a Koschéi, hablándole amablemente y, entre unas preguntas y otras, inquirió:
-Dime, Koschéi, ¿dónde se encuentra tu muerte?
-Mi muerte -contestó-, se encuentra en tal sitio: allí se alza un roble, debajo del roble hay un arca, dentro del arca una liebre, dentro de la liebre una oca, dentro de la oca un huevo y dentro del huevo mi muerte.
Dicho lo cual, Koschéi volvió a marcharse volando al poco rato.
Llegado el momento oportuno, el zarévich Iván le pidió la ben­dicíón a su madre y partió en busca de la muerte de Koschéi. Ca­minó mucho, sin comer ni beber, y estaba tan famélico, que sólo soñaba con cazar algún animal. De repente descubrió a un lobez­no. Iba a matarlo, cuando la madre loba salió corriendo de su gua­rida y le dijo:
-No mates a mi cachorro, y algún día te ayudaré yo.
-¡Sea!
El zarévich Iván dejó marchar al lobezno y prosiguió su cami­no. En esto, vio a un cuervo. «¡Ahora sí que tengo comida!», pen­só. Cargó la escopeta y se disponía ya a disparar, cuando el cuer­vo le dijo:
-No me mates, y algún día te ayudaré yo.
El zarévich Iván reflexionó un poco y dejó marchar al cuervo. Con-tinuando su camino, llegó hasta el mar y se detuvo en la orilla. Precisamente entonces pegó un salto fuera del agua un pequeño lucio, y fue a parar a la arena. El zarévich Iván lo agarró y, con lo hambriento que estaba, pensó: «¡Ahora sí que voy a comer al­go!» Pero en esto asomó por encima del agua la madre del lucio.
-No mates a mi hijo, zarévich Iván -dijo, y algún día te ayudaré yo.
El zarévich dejó también marchar al pequeño lucio. Continua­ba allí en la orilla, preguntándose cómo cruzaría el mar, cuando la madre del lucio pareció adivinar sus pensamientos, se tendió atravesada en las olas y sobre ella pudo llegar el zarévich Iván, lo mis­mo que si caminara por un puente, hasta el roble a cuyo pie estaba escondida la muerte de Koschéi.
Extrajo el arca, la abrió, pero la liebre que había dentro salió de un brinco y escapó. ¿Quién puede retener a una liebre? El zaré­vich Iván se quedó perplejo y muy preocupado por haberla dejado escapar, pero el lobo al que no había matado salió corriendo de­trás, la alcanzó y se la trajo.
Encantado, el zarévich Iván agarró la liebre, la abrió en canal y pegó un respingo cuando la oca que tenía dentro escapó volan­do. Disparó contra ella una vez, otra... Pero le falló la puntería. De nuevo estaba perplejo. De pronto apareció el cuervo con va­rios polluelos, voló en pos de la oca, le dio alcance y se la llevó al zarévich Iván. Muy contento, éste sacó el huevo que había den­tro de la oca y fue a lavarlo al mar; pero se le cayó al agua. ¿Cómo sacarlo de aquella gran profundidad? De nuevo se entristeció el zarévich Iván, pero de repente se agitó el mar, y la madre del lucio emergió con el huevo. Luego se tendió atravesada en las olas. El zarévich Iván pasó sobre ella como si fuera un puente y volvió donde estaba su madre. Llegó, se abrazaron y la madre le escondió otra vez. Al rato apareció volando Koschéi, el Esqueleto Perpetuo.
-F-H... F-f-f... Los huesos rusos no se oyen ni se ven, pero aquí huele a Rusia.
-¿Qué dices, Koschéi? Aquí no ha venido nadie -protestó la madre del zarévich.
-No sé por qué, me siento débil -observó al poco tiempo Kos­chéi, y es que el zarévich Iván apretaba el huevo de la oca en la mano, y Koschéi lo notaba.
Finalmente salió el zarévich, le mostró a Koschéi el huevo de la oca y dijo:
-Aquí está tu muerte.
-No me mates, zarévich Iván -suplicó Koschéi, hincándose de rodillas ante él-. Podemos vivir en buena armonía y domina­remos el mundo entero.
Pero el zarévich no se dejó embaucar por aquellas palabras, rom­pió el huevo de la oca, y Koschéi expiró allí mismo.
Entonces el zarévich Iván y su madre cogieron todo lo necesa­rio y emprendieron el regreso a su tierra natal. Por el camino en­traron en la casa habitada por la doncella a quien el zarévich había visitado al principio y se la llevaron con ellos. Continuaron cami­nando hasta llegar a la montaña a cuyo pie aguardaban todavía los hermanos del zarévich, pero la doncella rogó entonces:
-Vuelve a mi casa, haz el favor, zarévich Iván: se me ha olvidado mi traje de novia, el anillo de brillantes y los chapines escotados.
Por lo pronto, el zarévich hizo descender de la montaña a su madre y a la doncella después de acordar con ella que se casarían en cuanto llegaran a su tierra. Los hermanos las recibieron abajo y luego cortaron la escala para que el zarévich no pudiera descen­der por ella. Después, con amenazas las obligaron a no decir nada del zarévich Iván. Así regresaron a su reino. El padre se llevó una gran alegría cuando vio a su esposa y a los dos hijos mayores, pe­ro le apenó profundamente no saber nada del menor.
En cuanto al zarévich Iván, volvió a casa de su prometida, re­cogió el anillo de brillantes, el traje de novia y los chapines escota­dos, trepó a lo alto de la montaña, hizo pasar el anillo de una ma­no a la otra y al instante aparecieron doce apuestos mancebos.
-¿Qué ordenáis? -le preguntaron.
-Quiero bajar de esta montaña.
Los mancebos cumplieron inmediatamente su deseo y desa­parecieron en cuanto se puso el anillo en un dedo. El zarévich mar­chó entonces a su tierra, llegó a la ciudad donde habitaban sus pa­dres y sus hermanos y se hospedó en casa de una viejecita.
-¿Qué hay de nuevo en nuestro reino, abuela? -le preguntó.
-Pues... ¿que voy a contarte, hijito? Nuestra zarina ha estado prisionera de Koschéi, el Esqueleto Perpetuo. Fueron a rescatarla sus hijos: dos la encontraron y han vuelto con ella; pero el tercero, el zarévich Iván, no ha regresado ni se sabe dónde puede hallarse. El zar está muy apenado por eso. En cuanto a los otros zaréviches, además de la madre rescataron también a la hija de un zar, y el mayor desea tomarla por esposa; pero ella quiere que vaya prime­ro a traerle de no sé dónde el anillo de desposada o que mande hacer otro a su gusto. Se ha pregonado ya un bando en este senti­do, pero aún no se ha ofrecido nadie.
-Preséntate tú, abuela, y dile al zar que harás el anillo. Yo te ayudaré -rogó el zarévich Iván.
La vieja se vistió en seguida, corrió al palacio y anunció al zar:
-Majestad, yo haré el anillo de desposada.
-Muy bien, abuela. Hazlo. Nos encanta la gente tan dispuesta como tú. Pero, ¡ojo!, porque si no lo haces te costará la cabeza.
La vieja volvió a su casa asustadísima y quiso que el zarévich Iván se pusiera a hacer inmediatamente el anillo. Pero él se echó a dormir tan tranquilo, puesto que el anillo lo tenía listo, riéndose de la vieja, que, toda temblorosa, lloraba y le hacía reproches:
-A ti ni te va ni te viene, claro. En cambio yo, tonta de mí, estoy expuesta a que me maten.
Estuvo llora que te llora, hasta que al fin se durmió. Por la ma­ñana, el zarévich Iván la despertó muy temprano.
-Levántate, abuela, y ve a llevar el anillo. Pero no aceptes nada más que un chervónets* como pago. Si te preguntan quién lo ha hecho, contesta que has sido tú. A mí, ni me nombres.
Encantada, la vieja llevó el anillo, que fue del agrado de la don­cella.
-Esto es lo que yo quería -dijo, y le presentó una bandeja llena de monedas de oro.
La vieja sólo tomó un chervónets.
-¿Por qué coges tan poco, abuela? -preguntó el zar.
-Con esto me basta, majestad. Si luego necesitara más, estoy segura de que tú me lo darías -contestó la vieja, y se marchó.
Transcurrido algún tiempo, cundió la noticia de que la novia exigía de su prometido que le trajera su vestido de desposada o que mandase hacer otro a su gusto. También en esta ocasión se ofreció la viejecita á hacer el vestido, y salió airosa del empeño. (con la ayuda del zarévich, naturalmente). Luego sucedió lo mismo con los chapines escotados. Las dos veces se conformó con un so­lo chervónets y dijo que había hecho ella misma aquellas cosas.
Se supo que pronto habría boda en palacio, y toda la gente es­peraba ya ese día. El zarévich Iván- advirtió a la viejecita:
-Procura estar atenta, abuela, y avísame cuando traigan a la novia a la iglesia.
La vieja estuvo efectivamente al tanto. Avisado a tiempo, el za­révich Iván se vistió en seguida con sus ropas de corte y salió.
-Aquí me tienes, abuela. Ahora ya sabes quién soy.
-Perdóname, bátiushka -imploró la vieja arrojándose a sus pies, si en alguna ocasión te he faltado.
-El perdón viene de Dios -contestó el zarévich.
Inmediatamente se presentó en la iglesia y, como su hermano no había llegado aún, ocupó su lugar junto a la novia. El sacerdote los casó, y toda la comitiva emprendió el regreso al palacio. Du­rante el trayecto se cruzaron con.el hermano mayor, que acudía a la iglesia para casarse él. Viendo que era el zarévich Iván quien acompañaba a la desposada, se volvió todo avergonzado.
El padre se llevó una inmensa alegría cuando vio al zarévich Iván. Así se enteró de la perfidia de los dos mayores. Esperó a que terminaran los festejos de la boda, y entonces los desterró, al mis­mo tiempo que designaba al zarévich Iván para sucederle.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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