Es ésta una historia de
las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no, sino muy lejos de ellas,
mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino para ir de un país a
otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es una tierra espléndida,
inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las flores del granado,
rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las montañas desciende una
brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos patios árabes, con sus
doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños recorren en procesión las
calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus cabezas se extiende, alto
y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes. Suenan cantos y castañuelas,
los mozos y las muchachas se balancean bailando bajo las acacias en flor,
mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol tallado, calma su sed
sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando. Todo es como un hermoso
sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso hacían dos jóvenes recién
casados, a los que la suerte había colmado con todos sus dones: salud, alegría,
riquezas y honores.
-¿Quién ha sido nunca más
feliz que nosotros? -decían desde el fondo del corazón. Sólo un último peldaño
les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha: que Dios les diese un hijo,
parecido a ellos en cuerpo y alma.
¡Con qué júbilo lo
habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él sería toda la felicidad
que pueden dar el dinero y la distinción.
Pasaban para ellos los
días como una fiesta continua.
-La vida es, de suyo, un
don inestimable de la gracia divina -decía la esposa; y esta bienaventuranza,
el hombre la quiere mayor todavía en una existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego
a comprender este pensamiento.
-El orgullo humano jamás
se da por satisfecho -respondió el marido. Es un temible orgullo creer que
viviremos eternamente, que seremos como Dios. Éstas fueron también las palabras
de la serpiente, que era el espíritu de la mentira.
-No dudarás, sin embargo,
de la vida futura, ¿verdad? -preguntó la joven, y le pareció cómo si por
primera vez una sombra enturbiara la luminosidad de sus pensamientos.
-La fe la promete, la
iglesia la afirma -contestó el hombre, mas precisa-mente en la plenitud de esta
dicha de que gozo, siento y comprendo que es orgullo, una tentación de la
soberbia humana, pedir otra vida después de ésta, una continuación de la
felicidad. ¿No nos basta lo que se nos da aquí abajo? ¿Por qué no hemos de
sentirnos satisfechos?
-Nosotros sí -dijo la joven-. Más , ¡para
cuántos miles de seres no es esta vida sino una dura prueba! ¡Cuántos son los
condenados a la pobreza, a la ignominia, a la enfermedad y a la desgracia! No;
de no haber otra vida después de la terrena, los bienes estarían muy mal
repartidos, y Dios sería injusto.
-Aquel pordiosero de la
calle siente goces tan intensos como los del Rey en su palacio -replicó el
joven. Y aquella acémila que es tratada a latigazos, que pasa hambre y se fatiga
hasta reventar, ¿crees que no se da cuenta de la dureza de su vida? Siguiendo
tu razonamiento, tendría también derecho a reclamar otra existencia, y decir
que ha sido una injusticia el colocarla tan abajo del reino animal.
Cristo ha dicho: «en el
reino de mi Padre hay muchas moradas» -contestó ella-. El reino de los cielos
es infinito, tanto como el amor de Dios. También el animal es una criatura y
-ésta es por lo menos mi creencia- ninguna vida se perderá, antes todas
obtendrán la bienaventuranza apropiada y suficiente a sus respectivas
naturalezas.
-Pues, de momento, me
basta con este mundo -exclamó el marido, abrazando a su linda mujercita. Y
salió a fumar un pitillo al abierto balcón, donde el aire estaba impregnado del
aroma de los naranjos y los claveles. Llegaban de la calle sones de música y
castañuelas, las estrellas titilaban en el cielo y dos tiernos ojos, los de su
esposa, lo miraban encendidos de amor.
-Para un momento como
éste -dijo sonriendo- merece la pena nacer, gozarlo y desaparecer.
Su esposa levantó la mano
con gesto de dulce repulsa. Pero se disipó la nube que había enturbiado su
mente; eran demasiado dichosos.
Todas las cosas parecían
porfiar en aumentarles los honores, las alegrías, la felicidad. Un cambio
hubo, pero sólo de lugar, y en nada había de afectar a su fortuna y
bienandanza. El joven fue nombrado embajador en la Corte imperial de Rusia; era
un puesto de honor, al que le daban derecho su nacimiento y sus conocimientos.
Poseía una gran fortuna, y su joven esposa le había aportado en dote otra no
menos cuantiosa, pues era hija de una de las familias más acaudaladas del
comercio. Precisamente aquel año, uno de sus mejores barcos zarparía con rumbo
a Estocolmo; en él efectuarían la travesía la hija y el yerno del armador, para
proseguir luego hasta San Petersburgo. A bordo, todo fue dispuesto con el lujo
propio de un rey; blancas alfombras, seda y magnificencia por doquier.
Todo el mundo conoce una
antigua balada, llamada «El príncipe de Inglaterra». También éste navegaba en
un barco espléndido; sus áncoras estaban guarnecidas de oro, y las cuerdas,
forradas de seda. Esta nave podía hacer pensar en la que iba a zarpar de
España. También ésta era fastuosa, y fue despedida con el mismo pensamiento:
«¡Quiera Dios volvernos a unir en paz y alegría!».
El viento soplaba
favorable desde la costa española, y los adioses fueron breves. Con buen tiempo
rendirían viaje en unas pocas semanas. Pero una vez en alta mar amainó el
viento, y el mar quedó en calma; rielaban sus aguas bajo las centelleantes
estrellas. Las veladas eran maravillosas en el lujoso camarote.
Al fin, todo el mundo a
bordo empezó a suspirar por la llegada de un viento propicio, pero inútilmente.
Cuando soplaba, era siempre contrario. Así pasaron semanas y hasta dos meses
enteros. Al fin se levantó viento de Sudoeste. Y he aquí que, cuando estaban
entre Escocia y Jutlandia, arreció como en la vieja canción del «Príncipe de
Inglaterra»:
Rugió la tempestad, se
agolparon las nubes;
y el navío, no
encontrando puerto ni abrigo
echó al mar su ancla de
oro; mas el huracán
lo arrojó hacia las
costas de Dinamarca.
Hace ya mucho tiempo de
lo que os vengo contando. El rey Cristián VII ocupaba el trono de Dinamarca, y
era aún muy joven. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Lagos y pantanos
han sido transformados en exuberantes prados, y eriales desérticos, en tierras
feraces. Resguardados por las casas, manzanos y rosales crecen incluso en la
costa oeste de Jutlandia; hay que buscarlos bien, de todos modos, pues, huyendo
de los fuertes vientos de Poniente, se refugian en lugares protegidos. A pesar
de los cambios habidos, no es difícil imaginar cómo sería aquella región en
tiempos de Cristián VII y aún mucho antes. Como entonces, también ahora en
Jutlandia el erial se extiende durante millas enteras, con sus monumentos
megalíticos, sus laberínticos caminos accidentados y arenosos. Al Oeste, donde
caudalosos riachuelos se vierten en las bahías, hay praderas y cenagales
limitados por altas dunas, que, con sus montañas de arena acumulada, se elevan
frente al mar. Sólo de trecho en trecho son cortadas por laderas fangosas, de
las que un año sí y otro también el mar se traga trozos enormes con su boca
gigantesca, derribando colinas y faldas como haría un terremoto. Tal es el
aspecto que presentan aún hoy día y que presentaban muchos años ha, cuando los
felices esposos navegaban por aquellos mares a bordo de la rica nave.
Era un soleado domingo de
últimos de septiem-bre. Llegaba hasta ellos el son de las campanas desde los pueblos
de la bahía de Nissum. Las iglesias de aquellas tierras están construidas a
modo de bloques graníticos; cada una es una peña, capaz de resistir impávida
los embates del mar del Norte. La mayoría no tienen campanario; las campanas
cuelgan al aire libre, entre dos vigas. En conjunto ofrecen una sensación de
fría soledad.
Había terminado el
servicio divino. Los fieles salían de la casa de Dios y se dirigían al
cementerio. Lo mismo que ahora, no crecían en él árboles ni arbustos, y en las
tumbas no había flores ni coronas. Montículos informes señalan las sepulturas.
Una hierba hirsuta, azotada por el viento, invade todo el camposanto. A guisa
de monumento, alguna que otra tumba está adornada con un tronco desgastado por
la intemperie, tallado en forma de ataúd. ¿De dónde procede? Lo trajeron del
bosque de Poniente, del mar. De él extraen los moradores de la costa las vigas
trabajadas, las tablas y los troncos. El viento y las nieblas marinas no tardan
en corroer las maderas de acarreo. Una de éstas yacía sobre una tumba infantil,
a la que se dirigió una de las mujeres que salían del templo. Se quedó de pie
contemplando la talla medio carcomida; junto a ella, a su espalda, estaba su
marido. No cambiaron ni una palabra. Él la cogió de la mano, y así enlazados se
alejaron de la sepultura, saliendo al pardo erial y caminando en silencio largo
rato por el suelo pantanoso en dirección a las dunas.
-Ha sido un buen sermón
el de hoy -dijo al fin el hombre. Si no tuviésemos a Dios Nuestro Señor, no
tendríamos nada.
-Sí -respondió la mujer.
Él manda las alegrías y las penas. Tiene derecho a hacerlo. Mañana nuestro
hijito cumpliría cinco años, si lo hubiéramos podido conservar.
-No te abandones a la
tristeza -le dijo él. Se ha salvado de las penas de este mundo. Ahora está
allí donde rogamos a Dios que un día nos deje llegar.
Callaron de nuevo y
avivaron el paso hacia su casa, entre las dunas. De repente, de una de ellas,
donde la avena loca no conseguía fijar las arenas, se elevó como una columna de
humo. Era una ráfaga de viento que, al dar contra el montículo, arremolinaba
en el aire las finísimas partículas de arena. Siguió un segundo embate, que
lanzó contra la pared de la casa el pescado puesto a secar y colgado de una
cuerda. Luego todo quedó en calma; el sol ardía.
Los dos esposos entraron
en la casa. Se
quitaron a toda prisa los vestidos de fiesta y corrieron hacia las dunas que
parecían enormes ondas de arena paralizadas bruscamente. La hierba y la avena
loca, con sus rudos tallos verdeazulados, contrastando con el blanco del suelo,
ponían una nota de color en el paisaje. Acudieron algunos vecinos y se ayudaron
mutuamente a retirar más adentro los botes. El viento arreciaba, y el frío se
hacía más intenso. Al regresar por entre las dunas, las arenas y piedre-citas
les azotaban el rostro. Las olas encrespadas avanzaban cubiertas de blanca
espuma. Y el viento, al barrer sus crestas, enviaba a gran distancia el agua
pulverizada.
Llegó el crepúsculo; un
silbido, que crecía por momentos, llenó el aire; parecía un aullido, el lamento
de mil demonios desesperados. Este horrible ruido dominaba el del mar, aunque
la casa estaba muy cerca de la
playa. La arena tamborileaba en los cristales de las ventanas
y de vez en cuando llegaba una ráfaga que estremecía la casa hasta sus
cimientos. La oscuridad era absoluta, pero a medianoche salió la luna.
El cielo se fue
aclarando, sin que en el mar profundo y negruzco cediera la tempestad. Los
pescadores se habían acostado temprano, pero no había manera de pegar un ojo,
con aquel tiempo abominable. De pronto, alguien golpeó en la ventana, se abrió
la puerta y una voz gritó:
-¡Un gran barco ha
encallado en el último arrecife!
Todos los pescadores
saltaron del lecho y se vistieron rápidamente.
La luz de la luna hubiera
bastado para hacer visibles todas las cosas, de no haber sido por los
torbellinos de arena que cegaban los ojos. Había que agarrarse, para no ser
arrastrado por el viento; había que avanzar a rastras, aprovechando el
intervalo entre dos ráfagas. Del otro lado de las dunas, la espuma y el agua
pulverizada se elevaban en el aire como plumas de cisne, mientras las olas se
precipitaban contra la costa en furiosa catarata. Sólo un ojo muy avezado podía
descubrir el barco encallado. Era un magnífico velero de tres palos. En aquel
preciso momento, el mar lo levantó por encima del arrecife, a tres o cuatro
brazos de tierra; arrojado hacia la orilla, quedó embarrancado en el segundo
escollo. No se podía pensar en auxiliarlo, el mar estaba demasiado embravecido.
Las olas batían el navío y barrían su cubierta, saltando por la banda opuesta.
Los aldeanos creyeron oír voces de socorro, gritos de mortal angustia; veían
ajetrearse a los tripulantes, en inútil actividad. De súbito, llegó una oleada
gigantesca que, cual peñasco asolador, se precipitó contra el bauprés, y lo
arrancó de cuajo, levantando la popa a gran altura sobre el agua. Se entrevió
entonces cómo dos personas saltaban al mar, cogidas del brazo. Unos minutos
después, una de las olas más furiosas que fue a romper en las dunas, arrojó a
la playa un cuerpo: una mujer. La dieron por muerta. Unas mujeres la recogieron
y creyeron observar en ella un soplo de vida. Por encima de las dunas la
llevaron a la casa de los pescadores. Era hermosa y delicada; seguramente una
dama de alcurnia.
La depositaron sobre el
pobre lecho. Las sábanas eran toscas, y para abrigo había un basto paño de
lana.
Volvió en sí, aunque
presa de una delirante calentura. No sabía nada de lo ocurrido, ni dónde se
encontraba, afortunadamente para ella, pues lo que tenía de más querido estaba
ahora en el fondo del mar. Era como en la antigua balada:
El barco, todo en
pedazos, que partía el corazón.
Restos del naufragio,
maderos y astillas, fueron arrojados a tierra; de todos los viajeros, ella era
la única superviviente. El viento seguía aullando y barriendo la costa. La infeliz tuvo
unos instantes de reposo, pero muy pronto empezó a sentir dolores que la
forzaron a gritar angustiosamente. Abrió sus hermosos ojos y pronunció unas
palabras que nadie pudo comprender.
Y he aquí que, en premio
a sus sufrimientos y luchas, se vio con un niño recién nacido en brazos. Debía
de haber reposado en la lujosa mansión, en una soberbia cama con cortinas de
seda. Habría sido recibido con júbilo, destinado a una vida rica y gozosa, pero
Dios Nuestro Señor lo hizo venir al mundo en aquel rincón oscuro. Ni un beso
recibió de su madre.
La mujer del pescador
puso a la criatura en el pecho de la madre, sobre un corazón que había dejado
de latir: la dama había muerto. El niño, llamado a crecer entre la dicha y las
riquezas, había sido arrojado por el mar a las dunas, para compartir el destino
y los duros días de los pobres pescadores.
Y otra vez nos vuelve a
la memoria la vieja canción del príncipe, pues también él hubo de pasar por la
vida afrontando sus rudos combates.
El barco había naufragado
al sur del fiordo de Nissum. Hacía ya mucho tiempo que no se practicaba en
Jutlandia la bárbara costumbre de saquear a los náufragos. En lugar de ello,
eran auxiliados con amor y espíritu de sacrificio, sentimientos que en nuestra
época se han manifestado de manera patente y nobilísima. La madre moribunda y
el infeliz recién nacido habrían sido objeto de cuidados y atenciones
dondequiera que los hubiese arrojado el mar; pero en ninguna parte hubieran
encontrado la cordial acogida que les dispensó la pobre mujer del pescador, que
aún la víspera visitara con el corazón dolorido la tumba donde reposaba el
hijito que aquel día habría cumplido cinco años, si Dios le hubiese concedido
más larga vida.
Nadie sabía quién era la
mujer muerta, ni de dónde venía. Los restos del naufragio no arrojaron ninguna
luz.
En España, la noble
mansión no recibió jamás cartas ni noticias acerca de la hija y el yerno. No
habían llegado al puerto de destino. En las últimas semanas se habían
desencadenado fuertes tempestades. Esperaron durante meses y meses. «¡Perdidos!
¡Todos muertos!». Esto era lo que sabían.
Y, sin embargo, allá en
las dunas danesas, en la casa de los pescadores, vivía un retoño de los españoles.
Donde Dios da de comer
para dos, siempre quedan migajas para un tercero, y en la costa hay siempre un
plato de pescado para llenar una boca hambrienta. Al pequeño lo llamaron Jorge.
-Debe de ser judío
-decían, ¡es tan moreno!
-También podría ser italiano,
o español -opinó el párroco.
Para la mujer del
pescador, los tres pueblos venían a confundirse en uno mismo, y se contentó con
hacerlo bautizar. Creció el niño, la sangre noble cobró energías a pesar de la
humilde comida; se hizo un muchacho robusto, en la mísera casita. Fue su lengua
la danesa, tal como la hablan los jutlandeses. La semilla del granado español
se transformó en un tallo de ballueca en la costa de Jutlandia. ¡A tanto puede
llegar un hombre! Con todas las fibras de su infantil corazón se agarró a la
nueva patria. Hubo de sufrir hambre y frío, la opresión y las privaciones de la
pobreza, pero también experimentó sus goces y alegrías.
La infancia tiene sus
puntos luminosos, cuyos rayos iluminarán toda la vida posterior. ¡Cómo jugó el
niño, y cómo se divirtió! Por espacio de millas y millas se extendía ante él la
playa, cubierta de juguetes: guijarros de todos los colores: unos, rojos como
corales, amarillos otros como ámbar, o blancos y redondos como huevos de
pájaro; los había de todos los colores, limados y pulimentados por el agua. Y,
además, esqueletos de peces, plantas acuáticas secadas por el viento, varecs de
un blanco reluciente, largos y estrechos como cintas: todo era un goce para los
ojos y un instrumento para el juego. El muchacho era despierto y avispado, en
él dormitaban muchas y grandes aptitudes. ¡Qué bien recordaba las historias y
las canciones que había oído, y qué diestras eran sus manos! Con piedras y
conchas construía barcos completos, así como cuadros dignos de servir de adorno
a las paredes de la casa. A
pesar de ser aún tan pequeño, sabía expresar sus ideas trans-portándolas a una
madera tallada, como decía su madre adoptiva. Poseía además una hermosa voz, y
las melodías acudían espontáneamente a su lengua. Muchas cuerdas resonaban en
su pecho, cuyos sones habrían encontrado eco en el mundo, de haberse criado el
niño en un lugar distinto de la casa de pescadores del Mar del Norte.
Un día encalló un barco,
y las olas arrojaron a la orilla una caja llena de exóticos bulbos de
tulipanes. Algunos fueron recogidos y plantados en un tiesto, creyendo que
serían comestibles; otros quedaron en la playa, donde se pudrieron. Ninguno
llegó a desplegar la magnificencia de colores, la belleza que encerraba. ¿Sería
más afortunado el pequeño Jorge? Las plantas pronto terminaron su carrera, pero
él tenía por delante muchos años de lucha.
Ni a él ni a ninguno de
sus compañeros se les ocurría jamás pensar que su jornada fuera monó-tona;
¡había tantas cosas que hacer, que ver y que oír! El mar era un gran libro
abierto, que cada día presentaba una página distinta: calma, marejada, viento y
tormenta; los naufragios señalaban los momentos culminantes. La ida a la
iglesia equivalía a una visita dominguera, pero, entre los concurren-tes a la
casa del pescador había uno particularmente simpático, que se presentaba con
toda regularidad dos veces al año: el hermano de la madre, un pescador de
anguilas que residía a unas millas más al Norte. Llegaba con un carro pintado
de rojo, cargado de anguilas; el vehículo parecía una caja cerrada, adornada
con tulipanes pintados en azul y blanco. Era arrastrado por dos bueyes overos,
en los que Jorge podía montar.
El vendedor de anguilas
era un guasón, un alegre huésped que siempre llegaba provisto de una enorme
botella de aguardiente.
Cada uno era obsequiado
con una copa, o, a falta de ésta, con una taza; el propio Jorge, a pesar de su
corta edad, recibía un dedalito de licor. Era necesario para poder digerir la
grasa anguila, decía el pescador; y contaba la historia, siempre la misma, y si
el auditorio se reía, le repetía enseguida a los mismos oyentes. Es ésta una
costumbre de todas las personas parlanchinas, y como Jorge, tanto de niño como
luego de hombre, solía contarla también y le hallaba muchas aplicaciones; bueno
será que la oigamos.
Nadaban en el río las
anguilas, y la madre dijo a sus hijas, un día que le pidieron permiso para
remontar solas la corriente un breve trecho: «No se alejen demasiado, que si lo
hacen, vendrá el horrible pescador de anguilas y las cogerá a todas». Pero
ellas se alejaron demasiado, y de las ocho hijas sólo tres regresaron a casa,
lamentándose:
«Estábamos a unos pasos
de la puerta, cuando se ha presentado el feo pescador y ha ensartado a nuestras
cinco hermanas». «¡Ya volverán!», las consoló la madre. «No -contestaron las
hijas-, pues les arrancó la piel, las cortó a pedazos y las frió». «¡Ya
volverán! -repitió tercamente la madre. ¡Pero es que después de comérselas
bebió aguardiente!», exclamaron las hijas. «¡Ay, ay! ¡Entonces no volverán
jamás! -aulló la madre. ¡El aguardiente entierra a las anguilas!».
-Y por eso hay que beber
siempre un vasito de aguardiente, después de comer anguilas -terminaba el
comerciante.
Este cuento tuvo una
especial significación y trascendencia en la vida de Jorge. También él deseaba
«remontar el río un breve trecho», es decir, irse por esos mundos en un barco,
y su madre le decía, como la madre anguila:
-¡Hay muchos hombres
perversos, muchos malos pescadores!
Pero alejarse un poquitín
del otro lado de las dunas, adentrarse un poquitín en el erial, eso sí podía
hacerlo. En su vida infantil había cuatro días felices y alegres que
proyectaban en su recuerdo una luz maravillosa. Toda la belleza de Jutlandia,
todo el gozo, todo el sol de la patria se contenían en ellos. Iba a asistir a
un convite, aunque fuera un convite fúnebre.
Había fallecido un
pariente acomodado de la familia del pescador; su finca estaba en el interior,
«al Este, rumbo al Norte», como se dice en la jerga marinera. Habían de asistir
el padre y la madre, y Jorge los acompañaría. Partiendo de las dunas, a través
de eriales y turberas, llegaron a los verdes prados por los que abre su cauce
el río Skjärum, aquel río tan rico en anguilas donde vivía la anguila madre con
sus hijas, aquellas mismas que los hombres malos ensartan y cortan a pedazos.
Sea como fuere, a menudo los hombres no proceden mucho mejor con sus
semejantes. Allí mismo, al borde del río, se levantaban las ruinas del castillo
que, hace más de quinientos años, hizo construir el caballero Bugge, mencionado
por una vieja canción popular. Fue asesinado por unos bandidos; y él mismo, a
pesar de hacerse llamar «El Bueno», ¿no había intentado dar muerte al
arquitecto que le edificara su castillo, con la torre y sus gruesos muros? El
muro podía verse aún, pero alrededor todo eran escombros. Allí había dicho el
caballero Bugge a su escudero, cuando el arquitecto acababa de despedirse:
-Síguelo y dile: «¡Maestro, la torre se cae!». Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz.
-Síguelo y dile: «¡Maestro, la torre se cae!». Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz.
Obedeció el criado, y el
arquitecto no se volvió, sino que dijo:
-La torre no se cae, pero
un día vendrá del Oeste un hombre envuelto en un manto azul, que la derribará.
Y, en efecto, así sucedió
cien años después, cuando irrumpió el Mar del Norte y echó la torre abajo. Pero
el que a la sazón era dueño del castillo, Predbjörn Gyldenstjerne, construyó
otro más arriba, al final de la pradera, y éste aún sigue en pie y se llama
Nörre-Vosborg.
Por allí hubo de pasar
Jorge con sus padres adoptivos. Durante las veladas invernales había oído
contar muchas cosas sobre aquellos lugares, y ahora podía contemplar con sus
ojos el castillo con su doble foso, los árboles y arbustos del jardín. Majestuoso
se alzaba el muro, cubierto de helechos, pero lo más hermoso eran los altos
tilos, que, esbeltos y elegantes, alcanzaban hasta el remate del tejado,
impregnando el aire de suavísimos aromas. Del lado de Noroeste había en un
ángulo del jardín un gran arbusto con flores blancas como nieve en medio del
verdor estival. Era un saúco, el primero que Jorge veía. El saúco y los tilos
siguieron vivos en su recuerdo, evocando el perfume y la belleza de Dinamarca,
que persistieron ya en su alma para siempre.
El viaje prosiguió sin
interrupción y con comodidades cada vez mayores, pues justo frente al castillo,
allí donde estaba el florido saúco, encontra-ron acomodo en un coche.
Coincidieron en aquel lugar con otros invitados, quienes los admitieron en su
carruaje; cierto que hubieron de sentarse en la parte trasera y sobre una caja
de madera con aplicaciones de hierro, pero mejor es esto que ir a pie. El
camino cruzaba el escabroso erial. Los bueyes que tiraban del vehículo se
paraban cada vez que un manchón de hierba fresca asomaba entre los brezos. El
sol calentaba, y resultaba maravilloso ver, a gran distancia, una nube de humo
que se balanceaba de arriba abajo y, sin embargo, era más diáfana que el aire.
Era como si los rayos de
luz, en constante movimiento, bailasen encima del erial.
-Es Lokemann, que
apacienta sus rebaños -dijeron; y bastó aquello para que Jorge creyera entrar
en el encantado país de las aventuras; y, sin embargo, estaba en el mundo real.
¡Qué calma reinaba allí!
Grande, inmenso, exten-diese el erial, semejante a una preciosa alfombra. Los
brezos se hallaban en plena floración, los enebros, con su verde de ciprés, y
los tiernos vástagos del roble sobresalían como grandes ramilletes. Todo
invitaba a revolcarse por el suelo, de no haber sido por las muchas víboras
ponzoñosas que tenían allí sus madrigueras. Se habló de ellas y de los
numerosos lobos que en otros tiempos pululaban en aquellos parajes; de ahí le
venía al condado el nombre de Wolfsburg. El viejo que llevaba las riendas contó
escenas de la época de su padre, cuando los caballos tenían que sostener con
frecuencia duras luchas con los toros salvajes, hoy extintos. Una mañana había
visto allí un lobo al que un caballo hirió mortalmente a patadas; pero el
vencedor había salido del lance con la carne de las patas hechas jirones.
Avanzaban rápidamente por
la pedregosa landa y las espesas arenas, y así llegaron a la casa mortuoria,
llena ya de forasteros, por dentro y por fuera. Había muchos carruajes
alineados, y caballos y bueyes pacían en buena paz y compañía en el magro
pastizal. Altas dunas se elevaban, exacta-mente como al borde del Mar del
Norte, detrás de los cortijos, extendiéndose en todas direcciones. ¿Cómo habían
llegado hasta allí, a tres millas tierra adentro, tan altas y pujantes como las
de la costa? El viento las había levantado y arrastrado; también ellas tenían
su historia.
Se cantaron himnos
fúnebres, y algunos de los presentes derramaron lágrimas. Aparte este detalle,
le pareció a Jorge que todo discurría muy alegremente. Fueron servidas en gran
abundancia comidas y bebidas, aquellas magníficas y grasas anguilas que
requerían un vaso de aguardiente.
-Ayuda a la digestión
-había dicho el pescador.
Y todos estaban de
acuerdo en que la buena digestión es una gran cosa.
Jorge entraba y salía sin
cesar. Al tercer día se movía allí tan a sus anchas como en la casa del
pescador, allá en las dunas, donde había pasado toda su vida. El erial tenía
también sus tesoros, aunque distintos de los de la playa: una orgía de brezos,
fresas y arándanos, que lo invadían todo; tan espesos estaban, que por mucho
cuidado que uno pusiera, los pisaba, por lo que el rojo jugo goteaba de las
plantas.
Se alzaba aquí un túmulo,
allí otro; columnas de humo se encaramaban en el aire. Era el «incendio de
hierbas», como lo llamaban, que al atardecer se veía a gran distancia.
Llegó el cuarto día, y
con él terminó el festín funerario. Era hora de volverse desde las dunas del
interior a las de la costa.
-Las nuestras son las
verdaderas -dijo el padre. Éstas no tienen fuerza.
Trataron de cómo se
habrían trasladado hasta allí, y se vio que la cosa era perfectamente
comprensible. En la orilla había sido hallado un cadáver, los campesinos lo
habían transportado al cementerio, y desde aquel momento empezaron las
ventoleras y las irrupciones del mar. Un entendido en la materia aconsejó que
abriesen la tumba y viesen si el sepultado se chupaba el pulgar; si era así, se
trataría de un hombre del mar, y el océano embestía para llevarse lo que era
suyo. Abrieron la tumba y, efectivamente, el muerto se chupaba el dedo; lo
cargaron, pues, enseguida en una carreta tirada por dos bueyes, que, como
picados de tábanos, echaron a andar hacia el mar, a través del erial y las
tierras pantanosas. Entonces cesaron las irrupciones del mar y de la arena,
pero las dunas se quedaron allí. Todo esto lo escuchó Jorge y lo guardó en la
memoria, como recuerdo de los más bellos días de su infancia, los días de la
fiesta funeraria.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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