La mujer del tambor fue a la iglesia. Vio el nuevo
altar con los cuadros pintados y los ángeles de talla. Todos eran preciosos,
tanto los de las telas, con sus colores y aureolas, como los esculpidos en
madera, pintados y dorados además. Su cabellera resplandecía como el oro, como
la luz del sol; era una maravilla. Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía
por entre los árboles oscuros con tonalidades rojas, claras, doradas, a la
hora de la puesta. ¡Qué hermoso es mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer
contemplaba el sol ardiente, mientras otros pensamientos más íntimos se
agitaban en su alma. Pensaba en el hijito que pronto le traería la cigüeña, y
esta sola idea la
alborozaba. Con los ojos fijos en el horizonte de oro,
deseaba que su niño tuviese algo de aquel brillo del sol, que se pareciese
siquiera a uno de aquellos angelillos radiantes del nuevo altar.
Cuando, por fin, tuvo en sus
brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como uno de aquellos
ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol poniente.
‑¡Tesoro dorado, mi riqueza,
mi sol! ‑exclamó la madre besando los dorados ricitos; y pareció como si en la
habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría, cuánta vida, cuánto
bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble de entusiasmo.
Decía:
‑¡Pelirrojo! ¡El chico es
pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran, ran,
ranpataplán!
Y toda la ciudad decía lo
mismo que el tambor.
* * *
Llevaron el niño a la
iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le pusieron:
Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el pelirrojo
hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba su tesoro
dorado.
En la hondonada había una
ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre, como recuerdo.
‑La fama ‑decía el padre de
Pedro‑ no hay que despreciarla‑ y así grabé el nombre propio junto al de su
hijo.
Vinieron las golondrinas; en
el curso de sus largos viajes habían visto antiguas inscripciones en las
paredes rocosas del Indostán y en los muros de sus templos: grandes gestas de
reyes poderosos, nombres inmortales, tan antiguos, que nadie era capaz de
leerlos ni pronunciarlos siquiera.
‑¡Gran nombre! ¡Fama!
Las golondrinas construyeron
sus nidos en la cañada.
Abrían agujeros en la pared de arcilla. El viento y la lluvia
descompusieron los nombres y los borraron, incluso los del tambor y su hijito.
‑Pero el nombre de Pedro se
conservó durante año y medio ‑dijo el padre.
«¡Tonto!», pensó el
instrumento; pero limitose a decir: ¡Ran, ran, ranpataplán!
El raspazuelo pelirrojo era
un chiquillo rebosante de vida y alegría. Tenía una hermosa voz, sabía cantar,
y lo hacía como los pájaros del bosque. Eran melodías, y, sin embargo, no lo
eran.
‑Tendrá que ser monaguillo ‑decía
la madre‑. Cantará en la iglesia, debajo de aquellos hermosos ángeles dorados a
los que se parece.
‑Gato color de fuego ‑decían
los maliciosos de la
ciudad. El tambor se lo oyó a las comadres de la vecindad.
‑¡No vayas a casa, Pedro! ‑gritaban
los golfillos callejeros-. Si duermes en la buhardilla, se pegará fuego en el
piso alto y tu padre tendrá que batir el tambor.
‑¡Pero antes me dejará las
baquetas! ‑replicaba Pedro, y, a pesar de ser pequeño, arremetía valien-temente
contra ellos y tumbaba al primero de un puñetazo en el estómago, mientras los
otros ponían pies en polvorosa.
El músico de la ciudad era
un hombre fino y distinguido, hijo de un tesorero real. Le gustaba el aspecto
de Pedro, y alguna vez que otra se lo llevaba a su casa; le regaló un violín y
le enseñó a tocarlo... El niño tenía gran disposición; la habilidad de sus
dedos parecía indicar que iba a ser algo más que tambor, que sería músico
municipal.
‑Quiero ser soldado ‑decía,
sin embargo. Era todavía un chiquillo, y creía que lo mejor del mundo era
llevar fusil, marcar el paso, «¡un, dos, un, dos!», y lucir uniforme y sable.
‑Pues tendrás que aprender a
obedecer a mi llamada ‑decía el tambor. ¡Plan, plan, rataplán!
‑Eso estaría bien, si
pudieses ascender hasta general ‑decía
el padre‑. Mas para eso hace falta que haya guerra.
‑¡Dios nos guarde! ‑exclamaba
la madre.
‑Nada tenemos que perder ‑replicaba
el hombre.
‑¿Cómo que no? ¿Y nuestro
hijo?
‑Mas piensa que puede volver
convertido en general.
‑¡Sin brazos ni piernas! ‑respondía
la madre‑. No, yo quiera guardar mi tesoro dorado.
¡Ran, ran, ran!, se pusieron
a redoblar los tambores. Había estallado la guerra. Los soldados
partieron, y el pequeño con ellos.
‑¡Mi cabecita de oro!
¡Tesoro dorado! ‑lloraba la
madre. En su imaginación, el padre se lo veía «famoso». En
cuanto al músico, opinaba que en vez de ir a la guerra debía haberse quedado
con los músicos municipales.
***
‑¡Pelirrojo! lo llamaban los soldados, y Pedro se reía;
pero si a alguno se le ocurría llamarle «Piel de zorro», el chico apretaba los
dientes y ponla cara de enfado. El primer mote no le molestaba.
Despierto era el mozuelo, de
genio resuelto y humor alegre.
‑Esta es la mejor
cantimplora ‑decían los veteranos.
Más de una noche hubo de
dormir al raso, bajo la lluvia y el mal tiempo, calado hasta los huesos, pero
nunca perdió el buen humor. Aporreaba el tambor tocando diana: «¡Ran, ran, ran,
pataplán! ¡A levantarse!». Realmente había nacido para tambor.
Amaneció el día de la batalla. El sol no
había salido aún, pero ya despuntaba el alba. El aire era frío; el combate,
ardiente. La atmósfera estaba empañada por la niebla, pero más aún por los
vapores de la pólvora.
Las balas y granadas pasaban volando por encima de las
cabezas o se metían en ellas o en los troncos y miembros, pero el avance
seguía. Alguno que otro caía de rodillas, las sienes ensangrentadas, la cara
lívida. El tamborcito conservaba todavía sus colores sanos; hasta entonces
estaba sin un rasguño. Miraba, siempre con la misma cara alegre, el perro del
regimiento, que saltaba contento delante de él, como si todo aquello fuese pura
broma, como si las balas cayeran sólo para jugar con ellas. «¡Marchen! ¡De
frente!», decía la consigna del tambor. Tal era la orden que le daban. Sin
embargo, puede suceder que la orden sea de retirada, y a veces ‑esto es lo más
prudente, y, en efecto, le ordenaron: «¡Retirada!»; pero el tambor no
comprendió la orden y tocó: «¡Adelante, al ataque»! Así lo había entendido, y los
soldados obedecieron a la llamada del parche. Fue un famoso redoble, un redoble
que dio la victoria a quienes estaban a punto de ceder.
Fue una batalla encarnizada
y que costó muy cara. La granada desgarra la carne en sangrantes pedazos,
incendia los pajares en los que ha: buscado refugio el herido, donde
permanecerá horas y horas sin auxilio, abandonado tal vez hasta la muerte. De nada sirve
pensar en todo ello, y, no obstante, uno lo piensa, incluso cuando se halla
lejos, en la pequeña ciudad apacible. En ella cavilaban el viejo tambor y su
esposa. Pedro estaba en la guerra.
‑¡Ya estoy harto de gemidos!
‑decía el hombre.
Se trabó una nueva batalla;
el sol no había salido aún, pero amanecía. El tambor y su mujer dormían; se
habían pasado casi toda la noche en vela, hablando del hijo, que estaba allí ‑«en
manos de Dios». Y el padre soñó que la guerra había terminado; los soldados
regresaban, y Pedro ostentaba en el pecho la cruz de plata. En cambio, la madre
soñaba que iba a la iglesia y contemplaba los cuadros y los ángeles de talla,
con su cabello dorado; y he aquí que su hijo querido, el tesoro de su corazón,
estaba entre los ángeles vestido de blanco, cantando tan maravillosamente como
sólo los ángeles pueden hacerlo, mientras se elevaba al cielo con ellos y,
envuelto en el resplandor del sol, enviaba un dulce saludo a su madre.
‑¡Tesoro dorado! ‑exclamó la
mujer, desper-tando‑. ¡Dios se lo ha llevado consigo! ‑Doblando las manos
hundió la cabeza en la cortina estampada y prorrumpió a llorar‑. ¿Dónde estará,
entre el montón de caídos, en la gran fosa que cavan para los muertos? Tal vez
esté en el fondo del pantano. Nadie conoce su tumba, no habrán rezado ninguna
oración sobre ella‑. Sus labios balbucearon un padrenuestro; agachó la cabeza y
se quedó medio dormida. ¡Se sentía tan cansada!
Fueron pasando los días,
entre la vida y los sueños.
Era al anochecer; un arco
iris se dibujaba encima del bosque, desde éste al profundo pantano. Entre el
pueblo circula una superstición que pasa por verdad incontrovertible. Existe un
gran tesoro en el lugar donde el arco iris toca la tierra. También
allí debía de haber uno; pero nadie pensó en el pequeño tambor, aparte su
madre, que de continuo soñaba en él.
Y los días fueron pasando
entre la vida y los sueños.
No había sufrido el más
mínimo rasguño, no había perdido uno solo de sus dorados cabellos. ‑¡Plan,
plan, rataplán! ¡Es él, es él!‑ hubiera dicho el tambor y cantado la madre, si
lo hubiesen visto o soñado.
Entre cantos y hurras y con
los laureles de la victoria, regresaron los soldados a casa, una vez terminada
la guerra y concertada la paz. Des-cribiendo grandes círculos marchaba a la
cabeza el perro del regimiento, como deseoso de hacer el camino tres veces más
largo.
Y pasaron semanas y días, y
Pedro se presentó en la casa de sus padres. Venía moreno como un gitano, los ojos
brillantes, radiante el rostro como la luz del sol. Su madre lo estrechó
entre sus brazos y lo besó en la boca, en los ojos, en el dorado
cabello. Volvía a tener al lado a su hijo. No lucía la cruz de plata, como
había soñado su padre, pero venía con los miembros enteros, como su madre no
había soñado. ¡Qué alegría! Lloraban y reían, y Pedro abrazó el viejo
instrumento.
-¡Todavía está aquí ese trasto viejo! ‑dijo, y el padre
tocó un redoble en él.
‑Diríase que acaba de
estallar un gran incendio ‑exclamó el parche. ¡Fuego en el tejado, fuego en
los corazones, tesoro mío! ¡Ran, ran, rataplán!
¿Y después? Sí, ¿y después?
Pregúntalo al músico.
‑Pedro se emancipará aún del
tambor ‑dijo. Pedro será más
grande que yo ‑y eso que era hijo de un criado del palacio real. Pero lo que
había aprendido en toda una vida, Pedro lo aprendió en medio año. Había tanta
franqueza en él, daba una tal impresión de bondad... Sus ojos brillaban, y brillaba su
cabello, nadie podía negarlo.
‑Debería teñirse el pelo ‑dijo
la vecina‑. A la hija del policía le quedó muy bien y pescó novio.
‑Pero al cabo de muy poco lo
tenía del color de lenteja de agua, y ahora tiene que estárselo tiñendo
continuamente.
‑No le falta dinero para
hacerlo ‑replicó la vecina‑, y tampoco le falta a Pedro. Lo reciben en las
casas más distinguidas, incluso en la del alcalde, y da lecciones de piano a la señorita Lotte.
Sí, sabía tocar el piano, e
interpretaba melodías deliciosas, no escritas aún en ningún pentagrama. Tocaba
en las noches claras, y tocaba también en las oscuras. Era inaguantable, decían
los vecinos, y el viejo tambor de alarma también creía que aquello era
demasiado.
Tocaba hasta que sus
pensamientos levantaban el vuelo, y grandes proyectos para el futuro se
arremolinaban en su cabeza: ¡Gloria!
Y Lotte, la hija del
alcalde, estaba sentada al piano; sus finos dedos danzaban sobre las teclas, y
sus notas percutían en el corazón de Pedro. Parecíale como si aquello fuese
demasiado estrecho, y la impresión la tuvo no una vez, sino varias. Por eso un
día, cogiéndole los finos dedos y la delicada mano, la miró en los grandes ojos
castaños. Dios sólo sabe lo que dijo; nosotros podemos conjeturarlo. Lotte se
sonrojó hasta el cuello y los hombros; no le respondió una palabra. En aquel
momento entró un forastero en la habitación, un hijo del Consejero de Estado,
con una reluciente calva que le llegaba hasta el pescuezo. Pedro permaneció
mucho rato con ellos y la dulce mirada de Lotte no se apartó de él.
Aquella noche habló a sus
padres de lo grande que es el mundo, y de la riqueza que se encerraba para él
en el violín.
¡Gloria!
‑¡Ran, ran, rataplán! ‑dijo
el tambor de alarma. Este Pedro nos va a volver locos. Me parece que está
chiflado.
A la mañana siguiente, la
madre se fue a la compra.
‑¿Sabes la última noticia,
Pedro? ‑dijo al volver. Lotte, la hija del alcalde, se ha prometido con el
hijo del Consejero de Estado. Anoche mismo se cerró el compromiso.
‑¡No! ‑exclamó Pedro,
saltando de la silla. Pero
su madre insistió en que sí; lo sabía por la mujer del barbero, al cual se lo
había comunicado el propio alcalde.
Pedro se volvió pálido, y
cayó desplomado en la silla.
‑¡Dios santo! ¿Qué te pasa? ‑gritó
la mujer.
‑¡Nada! ¡nada! Dejadme
marchar ‑respondió él; y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
‑¡Hijo mío querido! ¡Tesoro
dorado! ‑exclamó la madre, llorando. Pero el tambor de alarma se puso a tocar:
¡Lotte murió, Lotte murió! ¡Se
terminó la canción!
Pero la canción no había
terminado todavía; quedaban aún muchas estrofas y muy largas, las más bellas;
un tesoro para toda la vida.
‑¡Pues sí que lo ha cogido
fuerte! ‑dijo la vecina. Todos tienen que leer las cartas que le envía su
tesoro, y escuchar lo que los diarios cuentan de él y de su violín. Le manda
mucho dinero, y bien que lo necesita la mujer desde que enviudó.
‑Toca en presencia de reyes
y emperadores ‑ dijo el músico
A mí la suerte no me sonrió.
Pero él fue mi discípulo y recuerda a su viejo maestro.
‑Su padre soñaba ‑dijo la
mujer‑ que Pedro regresaba de la guerra con una cruz de plata en el pecho. En
campaña no la ganó, allí debe de ser más difícil, obtenerlo. Pero ahora luce la
cruz de caballero. ¡Si su padre pudiera verlo!
‑¡Famoso! ‑gruñia el tambor
de alarma, y toda su ciudad natal lo repetía. Aquel tamborcillo, Pedro, el
pelirrojo, que de niño calzaba zuecos y a quien de mayor habían visto tocar el
tambor y en el baile, era ya famoso.
‑Tocó ante nosotros antes de
hacerlo ante los reyes -decía la
alcaldesa‑. Entonces estaba loco por Lotte. Quería subir y siempre subir. Era
presumido y extraño. Mi marido se echó a reír cuando se enteró de aquel
desatino. Hoy Lotte es la señora consejera.
Se escondía un tesoro en el
corazón de aquel pobre niño que de tamborcillo había tocado el «¡Adelante,
marchen!», llevando a la victoria a los que estaban a punto de ceder. En su
corazón habla un tesoro, un manantial de notas divinas que se escapaban de su
violín como si en él estuviera encerrado todo un órgano, y como si todos los
ellos bailasen en sus cuerdas en una noche de verano. Oíase el canto del tordo
y la clara voz humana; por eso hechizaba a todos los corazones y hacía que su
nombre corriese de boca en boca. Ardía un gran fuego, el fuego del entusiasmo.
‑¡Y, además, es tan guapo! ‑decían
las damitas, y las viejas les daban la razón. La más vieja de todas abrió un álbum de
rizos famosos, sólo para poder procurarse uno del rico y hermoso cabello del
joven violinista, un tesoro, un tesoro dorado.
Y un buen día entró en la
pobre morada del tambor aquel hijo, bello como un príncipe, más feliz que un
rey, llenos de luz los ojos, resplandeciente el rostro como el sol. Y estrechó
entre sus brazos a su madre, y ella lo besó en la boca, llorando tan feliz,
como sólo de gozo se puede llorar. Dirigió un saludo a cada uno de los viejos
muebles: a la cómoda con las tazas de té y el florero; al lecho donde durmiera
de pequeño. Sacó el viejo tambor de alarma y lo puso en el centro de la
habitación:
‑Padre habría tocado ahora
un redoble ‑dijo a su madre
Lo haré yo por él‑. Y se
puso a aporrearlo con todas sus fuerzas, armando un estrépito de mil demonios;
y el instrumento se sintió tan honrado, que reventó de orgullo.
‑¡Tiene buen puño! ‑dijo el
tambor. Ahora guardaré de él un recuerdo para toda la vida. Me temo que la
vieja estalle también de alegría, con su tesoro.
Y ahí tenéis la historia del
tesoro dorado.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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