1.- Cómo empezó la cosa
En una casa
de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se
celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos invitados. No hay más
remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y
así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados
a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del «¿Qué vamos a
hacer ahora?» de la señora de la
casa. En ésas estaban, y la tertulia seguía adelante del
mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos
la consideraban mucho más interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de
Justicia, defendía con tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa
se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted,
publicado en el almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos
y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero
afirmaba que el tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de
todos.
Mientras se
discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico
que no trae nada digno de ser leído, entrémonos nosotros en el vestíbulo, donde
estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En él estaban
sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido
pensarse que su misión era acampanar a su señora, una vieja solterona o tal vez
una viuda; pero observándolas más atenta-mente, uno se daba cuenta de que no
eran criadas ordinarias; tenían las manos demasiado finas, su porte y actitud
eran demasiado majestuosos -pues eran, en efecto, personas reales, y el corte
de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni más ni menos, dos
hadas; la más joven, aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en cambio, una
camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores
menos valiosos de la
suerte. La más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus
asuntos los cuida siempre personalmente; así está segura de que se han llevado
a término de la manera debida.
Las dos
hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel día. La mensajera de
la Suerte sólo
había hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un
chaparrón, procurado a un señor honorable un saludo de una nulidad distinguida,
etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salía de lo corriente.
-Tengo que decirle
aún -prosiguió- que hoy es mi cumpleaños, y para celebrarlo me han confiado un
par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la
propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la época en
que más le gustaría vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el
lugar o la duración, es cumplido al acto, y así el hombre encuentra finalmente
la felicidad en este mundo.
-Eso crees
tú -replicó la
Preocupación. El hombre que haga uso de esa facultad será
muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda quitarse los chanclos.
-¿Por qué
dices eso? -respondió la
otra. Mira , voy a dejarlos en el umbral; alguien se los
pondrá equivocadamente y verás lo feliz que será.
Ésta fue la
conversación.
2.- Qué tal le fue al consejero
Se había
hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegírico de la época
del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar
que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a
la calle del Este; pero la fuerza mágica del calzado lo trasladó al tiempo del
rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquería y el barro, pues en
aquellos tiempos las calles no estaban empedradas.
-¡Es
espantoso cómo está de sucia esta calle! -exclamó el Consejero-. Han quitado la
acera, y todos los faroles están apagados.
La luna
estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era además bastante denso, por lo
que todos los objetos se confundían en la oscuridad. En la
primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen , pero la luz que
arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y
sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el Niño.
«Debe
anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado de quitar el cartel»,
pensó.
Pasaron por
su lado varias personas vestidas con el traje de aquella época.
«¡Vaya
fachas! Saldrán de algún baile de máscaras».
De pronto
resonaron tambores y pífanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo,
sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva. A la cabeza marchaba una sección
de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguíanles alabarderos con
arcos y ballestas. El más distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El
Consejero, asombrado, preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel
hombre.
-Es el
obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios
santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era
imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió
el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de
dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y
al fin divisó dos individuos sentados en una barca.
-¿Desea el
señor que le pasemos a la isla? -preguntaron.
-¿Pasar a
la isla? -respondió el Consejero, ignorante aún de la época en que se
encontraba-. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.
Los
individuos lo miraron sin decir nada.
-Decidme
sólo dónde está el puente -prosiguió. Es vergonzoso que no estén encendidos
los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por
un cenagal.
A medida
que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles.
-No
entiendo su jerga -dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba
dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es una vergüenza de
dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella
noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche», pensó; pero, ¿coches me has
dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro
que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen».
Volvió a la
calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna.
«¡Dios mío,
qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este,
que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle.
Entretanto
encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era
sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales,
atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera,
habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de
Halland, se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que
estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspiró el Consejero. ¿Qué
diablos es eso?».
Se volvió
persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las
casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas
tenían tejado de paja.
«¡No, yo no
estoy bien! -exclamó, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto
que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además , fue
una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la
señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería
ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados».
Buscó la
casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto
es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo
casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o
Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde
diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo,
hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!».
Empujó una
puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de
los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de
una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de
Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre
sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.
-Usted
perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me
siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase
a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego le dirigió la
palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la
danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del
forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero;
comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de
agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo
de la calle.
El
Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a
cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.
-¿Es éste
«El Día» de esta tarde? -preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer
apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin
comprender la pregunta, le alargó la hoja, que era un grabado en madera que
representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.
-Es un grabado
muy antiguo -exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro. ¿Cómo
ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque
sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son
auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica.
Los que se
hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno
se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:
-Seguramente
sois un hombre de gran erudición, Monsieur.
-¡Oh, no!
-respondió el Consejero-.
Sólo sé
hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.
-La
modestia es una hermosa virtud -observó el otro. Por lo demás, debo contestar a
su discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.
-¿Tendríais
la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el
Consejero.
-Soy
bachiller en Sagradas Escrituras -respondió el hombre.
Aquella
respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje.
«Seguramente -pensó- se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de
ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».
-Aunque
esto no es en realidad un locus docendi -prosiguió el hombre, les ruego que se
dignen hablar. Indudablemente habrán leído mucho sobre la Antigüedad.
-Desde
luego -contestó el Consejero. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero
también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias
triviales, tan abundantes en verdad.
-¿Historias
triviales? -preguntó el bachiller.
-Sí, me
refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
-¡Oh!
-dijo, sonriendo, el hombre, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo
particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey
Artús y los Caballeros de la
Tabla Redonda ; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.
-Pues yo no
la he leído -dijo el Consejero. Debe de ser alguna edición recientísima de
Heiberg.
-No
-rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.
-Ya. ¿Así,
éste es el autor? -preguntó el magistrado. Es un nombre antiquísimo; así se
llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, ¿verdad?
-Sí, es
nuestro primer impresor -asintió el hombre.
Hasta aquí
todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a
hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes,
refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la
epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La
guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los
corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero,
que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra
los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente,
y en más de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen
bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones más simples del
magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de
reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en
latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.
-¿Qué tal
se siente? -preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces
éste volvió a la realidad; en el calor de la discusión había olvidado por
completo lo que antes le ocurriera.
-¡Dios mío!
pero, ¿dónde estoy? -preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
-¡Vamos a
tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidió uno de los
presentes, y tú beberás con nosotros.
Entraron
dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y
saludaron con una inclinación. Al Consejero le pareció que un extraño frío le
recorría el espinazo.
-¿Pero qué
es esto, qué es esto? -repetía; pero no tuvo más remedio que beber con ellos,
los cuales se apoderaron del buen señor. Estaba completa-mente desconcertado, y
al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitó a pedirles
que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en
moscovita.
Nunca se
había encontrado en una compañía tan ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que
el país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy pasando el momento más
horrible de mi vida». De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y
alcanzar la puerta andando a gatas. Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la
salida, los otros se dieron cuenta de su propósito, lo agarraron por los pies y
se quedaron con los chanclos en la mano... afortunadamente para él, pues al
quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El
Consejero vio entonces ante él un farol encendido, y detrás, un gran edificio;
todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como
nosotros la conocemos.
Se encontró tendido en el suelo con las piernas contra una
puerta, frente al dormido vigilante nocturno.
«¡Dios
bendito! ¿Es posible que haya estado tendido en plena calle y soñando? -dijo.
¡Sí, ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara y pintoresca! ¡Es
terrible el efecto de un vaso de ponche!».
Dos minutos
más tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducía a Christianshafen;
pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazón a la dichosa
realidad de nuestra época, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor
que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy
discreto al pensar de este modo.
3.- La aventura del vigilante
nocturno
«¡Si son
unos chanclos de verdad! -exclamó el vigilante-. Serán del teniente que vive
allí. Están delante de la puerta».
El buen
hombre tuvo la intención de llamar y entregarlos, pues en el piso habla luz;
pero, temiendo despertar a los demás vecinos, no lo hizo.
«¡Qué
calentito debe sentirse uno con estas cosas en los pies! -pensó-. El cuero es
muy suave».
Le venían
bien.
«¡Qué
extraño es el mundo! El teniente podría meterse ahora en su cama bien caliente,
pero no señor, ni se le ocurre. Venga pasearse por la habitación; éste sí que
es un hombre feliz. No tiene mujer ni hijos, y cada noche va de tertulia. ¡Qué
dicha estar en su lugar!».
Al expresar
este deseo, obró el hechizo de los chanclos que se había calzado: el vigilante
nocturno pasó a convertirse en el teniente. Se encontró en la habitación alta,
con un papel color de rosa en las manos, en el que estaba escrita una poesía,
obra del propio teniente. Pues todos hemos tenido en la vida un momento de
inspiración poética, y si entonces hemos anotado nuestros pensamientos, el
resultado ha sido una poesía. La del papel rezaba así:
¡Quién fuera rico!, suspiré a
menudo,
cuando un palmo del suelo
levantaba.
Fuera yo rico, serviría al rey
con sable y uniforme y bandolera.
Llegó sí el tiempo en que fui
oficial
mas la riqueza rehuye mi
encuentro.
¡Ayúdame, Dios del Cielo!
Era, una noche, joven y dichoso,
me besaba en los labios una niña.
Yo era rico en hechizos y poesía,
pero pobre en dineros, ¡ay de mí!
Ella sólo pedía fantasías,
y en esto yo era rico, que no de
oro.
Tú lo sabes, Dios del Cielo.
¡Quién fuera rico!, suspira mi
alma.
Ya la niña se ha hecho una
doncella,
hermosa, inteligente y bondadosa.
¡Si oyera mi canción, que hoy yo
te canto
y quisiera quererme como antaño!
Pero he de enmudecer, pues soy tan
pobre.
¡Así lo quieres, Dios del Cielo!
¡Oh, sí fuera yo rico en paz y
amor,
no irían al papel estas mis penas.
Sólo tú, amada, puedes
comprenderme.
Lee estas líneas, oye mi
lamento...
oscuro cuento, hijo de la noche,
pues que sólo tinieblas se me
ofrecen...
¡Bendígate el Dios del Cielo!
Poesías así
sólo se escriben cuando se está enamorado; pero un hombre discreto se abstiene
de darlas a la luz.
Teniente , amor, escasez de dineros, es un triángulo o, lo que
viene a ser lo mismo, la mitad del dado roto de la felicidad. El
teniente lo experimentaba en su entraña, y por eso suspiraba con la cabeza
apoyada contra el marco de la ventana.
«Ese pobre
vigilante de la calle es mucho más feliz que yo; no conoce lo que yo llamo la
miseria; tiene un hogar, mujer e hijos, que lloran con sus penas y gozan con
sus alegrías. ¡Ah, cuánto más feliz sería yo si pudiese cambiarme con él, y
avanzar por la vida enfrentándome con sus exigencias y sus esperanzas! ¡Sin
duda es más feliz que yo!».
En el mismo
instante el vigilante volvió a ser vigilante, pues con los chanclos de la
suerte se había transformado en el teniente, pero, según hemos visto, se sintió
desdichado y deseó ser lo que poco antes era. Y de este modo el vigilante pasó
de nuevo a ser vigilante.
«Ha sido un
sueño muy desagradable -dijo, pero muy raro. Me pareció que era el teniente de
arriba, y, sin embargo, no me dio ningún gusto. Echaba en falta a mi mujercita
y los chiquillos, que me aturden con sus besos».
Se volvió a
sentar y a dar cabezadas; el sueño no lo abandonaba, pues aún llevaba los
chanclos puestos. Una estrella errante surcó el cielo.
«¡Allá va!
-dijo-, pero, ¡qué importa, con las que hay! Me habría gustado ver esas cosas
más de cerca, especialmente la
Luna , que no se escapa tan deprisa como las estrellas
errantes. Según aquel estudiante, cuya ropa lava mi mujer, cuando morimos vamos
volando de estrella en estrella. Es un cuento, desde luego, pero lo bonito que
sería, si fuera verdad. Ojalá pudiera yo pegar un saltito hasta allí; el cuerpo
podría quedarse aquí, echado en la escalera».
¿Sabes?,
hay ciertas cosas en el mundo que no deben mentarse sin mucho cuidado; pero hay
que redoblar aún la prudencia cuando se llevan puestos los chanclos de la suerte. Escucha ,
si no, lo que le sucedió al vigilante.
Todos
conocemos la velocidad de la tracción a vapor; la hemos experimentado, ya
viajando en ferrocarril, ya por mar, en barcos; pero este vuelo es como la
marcha de un caracol comparada con la velocidad de la luz; corre diecinueve
millones de veces más rápida que el mejor corredor, y, sin embargo, la
electricidad todavía la
supera. La muerte es un choque eléctrico que recibimos en el
corazón; en alas de la electricidad, el alma, liberada emprende el vuelo. Ocho
minutos y unos segundos necesita la luz del sol para efectuar un viaje de más
de veinte millones de millas; con el tren expreso de la electricidad, el alma
necesita solamente unos pocos minutos para efectuar el mismo recorrido. El
espacio que separa los astros no es para ella mayor que para nosotros las
distancias que, en una misma ciudad, median entre las casas de nuestros amigos,
incluso cuando son vecinas. Pero este choque eléctrico cardíaco nos cuesta el
uso del cuerpo aquí abajo, a no ser que, como el vigilante, llevemos puestos los
chanclos de la suerte.
En breves
segundos recorrió nuestro hombre las cincuenta y dos mil millas que nos separan
de la Luna , la
cual, como se sabe, es de una materia más ligera que nuestra Tierra; podríamos
decir que tiene la blanda consistencia de la nieve recién caída. Se encontró en
una de aquellas innúmeras montañas anulares que conocemos por el gran mapa de la Luna que trazara el doctor
Mädler; lo has visto, ¿verdad? Por el interior era un embudo que descendía cosa
de media milla, y en el fondo se levantaba una ciudad, cuyo aspecto podemos
figurarnos si batimos claras de huevo en un vaso de agua; los materiales eran
blandos como ellas, y formaban torres parecidas, con cúpulas y terrazas en
forma de velas, transparentes y flotantes en la tenue atmósfera. Nuestra tierra
flotaba encima de su cabeza como un globo de color rojo oscuro.
Inmediatamente
vio un gran número de seres, que serían sin duda los que nosotros llamamos
«personas»; pero su figura era muy distinta de la nuestra. Tenían
también su lengua, y nadie puede exigir que un vigilante nocturno la
entendiera; pues bien, a pesar de ello, resultó que la entendía.
Sí, señor,
resultó que el alma del vigilante entendía perfectamente la lengua de los
selenitas, los cuales hablaban de nuestra Tierra y dudaban de que pudiese estar
habitada. En ella la atmósfera debía de ser demasiado densa para permitir la
vida de un ser lunático racional. Consideraban que sólo la Luna estaba habitada; era,
según ellos, el astro idóneo para servir de vivienda a los moradores del
universo.
Pero
volvamos a la calle del Este y veamos qué pasa con el cuerpo del vigilante
nocturno.
Yacía
inanimado en la escalera; el chuzo le había caído de la mano, y los ojos tenían
la mirada clavada en la Luna ,
donde vagaba su alma de bendito.
-¿Qué hora
es, vigilante? -preguntó un transeúnte. Pero el vigilante no respondió.
Entonces el hombre le dio un capirotazo en las narices, con lo que el cuerpo
perdió el equilibrio, quedando tan largo como era; ¡el vigilante estaba muerto!
Al transeúnte le sobrevino una gran angustia ante aquel hombre al que acababa
de propinar un capirotazo. El vigilante estaba muerto, y muerto quedó; se dio
parte, se comentó el acontecimiento, y a la madrugada trasladaron el cuerpo al
hospital.
Ahora bien,
¿cómo se las iba a arreglar el alma, si se le ocurría volver, y, como es muy
natural, buscaba el cuerpo en la calle del Este? Allí, desde luego, no lo
encontraría. Lo más probable es que acudiese a la policía, y de ella a la
oficina de informaciones, donde preguntarían e investigarían entre los objetos
extraviados; y luego iría al hospital. Pero tranquilicémonos; el alma es muy
inteligente cuando obra por sí misma; es el cuerpo el que la vuelve tonta.
Según ya
dijimos, el cuerpo del vigilante fue a parar al hospital y depositado en la
sala de desinfección, donde, como era lógico, la primera cosa que hicieron fue
quitarle los chanclos, con lo cual el alma hubo de volver. Se dirigió enseguida
al lugar donde estaba el cuerpo, y un momento después nuestro hombre estaba de
nuevo vivito y coleando. Aseguró que acababa de pasar la noche más horrible de
su vida; ni por un escudo se avendría a volver a las andadas; suerte que ya
había pasado.
Lo dieron
de alta el mismo día, pero los chanclos quedaron en el hospital.
4.- La historia en su punto
culminante
Un
número de declamación
Un
viaje muy fuera de lo corriente
Todos los
ciudadanos de Copenhague saben hoy día cómo es la entrada del hospital del rey
Federico. Pero como puede darse el caso de que lean la presente historia
algunas personas desconocedoras de la capital, forzoso nos será comenzar dando
una descripción de ella.
El hospital
queda separado de la calle por una reja bastante alta, cuyos barrotes de hierro
están tan distantes entre sí, que algunos de los estudiantes internos de
Medicina, si eran flacos, podían escabullirse por entre ellos y efectuar sus
pequeñas correrías por el exterior. La parte del cuerpo que más costaba de
pasar era la cabeza; en este caso, como en tantos otros que vemos en la vida,
las cabezas menores eran las más afortunadas. Lo dicho bastará como
introducción.
Uno de los
jóvenes candidatos, de quien sólo desde el punto de vista corporal podía
decirse que tenía una gran cabeza, estaba de guardia aquella noche. La lluvia
caía a cántaros, lo cual suponía un obstáculo más; pero, a pesar de todo, el
mozo tenía que salir, aunque fuere sólo por un cuarto de hora. Para una
ausencia tan breve no había necesidad de dar explicaciones al portero, pensó,
con tal de poder escurrirse por entre las rejas. Allí estaban los chanclos que
el vigilante había olvidado; ni por un momento se le ocurrió que pudiesen ser
los de la Suerte ,
y si sólo que con aquel tiempo le harían buen servicio; por eso se los puso. Le
vino entonces la duda de si podría o no pasar por entre los barrotes, pues
nunca lo había intentado aún.
Y allí
estaba.
«¡Quiera
Dios que pueda pasar la cabeza!» -dijo, e inmediatamente, a pesar de que era
grande y dura, pasó con facilidad y sin contratiempos, gracias a los chanclos;
pero no el cuerpo, y allí se quedó.
«¡Uf, estoy
demasiado gordo! -dijo. Creía que la cabeza era lo más difícil. No podré
salir».
Trató
entonces de retirarla, pero no hubo medio. Podía mover el cuello fácilmente,
pero eso era todo. Su primer impulso fue de ira, y el segundo, de total
desaliento. Los chanclos de la
Suerte lo habían puesto en aquella terrible situación, y,
desgraciadamente para él, no se le ocurrió desear liberarse de ella, sino que
continuó forcejeando sin conseguir nada positivo. Seguía lloviendo intensamente,
y por la calle no pasaba un alma. Le era imposible alcanzar la cadena de la
campanilla de la puerta; ¿cómo soltarse? Comprendió que tendría que permanecer
allí hasta la mañana; entonces habrían de llamar a un herrero para que limase
un barrote; pero esto lleva tiempo. Toda la escuela de pobres, situada
enfrente, acudiría con sus alumnos uniformados de azul, todo el barrio marinero
de Nyboder se concentraría allí para verlo en la picota; habría una afluencia
enorme, mucho mayor que la del pasado año en que había florecido el agave
gigante. «¡Uf, la sangre se me sube a la cabeza, creo que me volveré loco! ¡Sí,
me volveré loco! ¡Ah, si pudiese soltarme, todo estaría resuelto!».
¡Hubiera
podido decirlo antes! No bien hubo manifestado aquel deseo, le quedó libre la
cabeza y se precipitó al interior, desconcertado por el susto que acababan de
causarle los chanclos de la
Suerte.
Pero no
crean que paró aquí la cosa, no; lo peor es lo que sucedió más tarde.
Transcurrieron
la noche y el día siguiente, sin que nadie reclamara los chanclos.
Al
atardecer se celebraba una representación en el pequeño teatro del callejón de
Kannike, la sala estaba llena de bote en bote. En un intermedio leyeron una
poesía nueva que tenía por título «Las gafas de la abuela». Se hablaba en ella
de unas gafas que tenían la virtud de hacer aparecer a las personas en figura
de naipes, con los cuales podía adivinarse el futuro y predecir lo que iba a
ocurrir al año siguiente.
El
recitador cosechó grandes aplausos. Entre los espectadores se encontraba
también nuestro estudiante del hospital, que no parecía ya acordarse de su
aventura de la pasada noche. Llevaba puestos los chanclos, pues nadie los había
reclamado, y como la calle estaba sucia de barro, pensó que le prestaron buen
servicio. Estimó que la poesía era muy buena.
Aquella
idea le preocupaba; le habría gustado no poco poseer unos anteojos como los
descritos; utilizándolos bien, tal vez fuera posible ver el mismo corazón de
las personas, lo cual resultaría aún más interesante que saber los
acontecimientos del próximo año. Éstos se sabrían al cabo, mientras que aquello
quedaría siempre oculto. «Sólo imagino toda la hilera de caballeros y señoras
de primera fila: ¡si pudiese uno ver en sus corazones! Tendría que haber una
abertura, una especie de escaparate. ¡Cómo recorrerían mis ojos las tiendas!
Aquella dama posee seguramente un gran negocio de confección; la otra tiene la
tienda vacía, pero no le vendría mal una limpieza general. Pero encontraría
también buenos establecimientos. ¡Ay, sí! -suspiró, sé de uno en que todo es
excelente, lástima del empleado que hay en él; es lo único malo de la tienda. De todas partes
me llamarían: ¡Venga, acérquese más, por favor! ¡Oh, si pudiese filtrarme en
ellos como un minúsculo pensamiento!».
No
necesitaron más los chanclos; el joven se contrajo e inició un viaje
absolutamente insólito por los corazones de los espectadores de la primera
fila. El primer corazón por el que pasó pertenecía a una dama; sin embargo, en
el primer momento creyó encontrarse en un instituto ortopédico, como suelen
llamarse esos establecimientos en los que el médico arregla deformidades
humanas y endereza a las personas. Estaba en el cuarto de cuyas paredes cuelgan
los moldes en yeso de los miembros deformes; con la única diferencia de que en
el instituto se moldean al entrar el paciente, mientras en el corazón no se
moldeaban y guardaban hasta que los interesados habían vuelto a salir. Eran
vaciados de amigas, cuyos defectos, corporales y espirituales, se guardaban
allí.
Rápidamente
pasó a otro corazón, que le hizo el efecto de un venerable y espacioso templo.
La blanca paloma de la inocencia aleteaba sobre el altar; ¡qué deseos sintió de
hincarse de rodillas! Pero inmediatamente hubo de trasladarse al tercer
corazón, aunque seguía oyendo las notas del órgano y tenía la impresión de
haberse vuelto un hombre nuevo y mejor; no se sentía indigno de penetrar en el
siguiente santuario, que le mostró una pobre buhardilla con una madre enferma.
Por la abierta ventana, el sol bendito de Dios; magníficas rosas le hacían
señas desde la pequeña maceta del tejado, y dos pájaros de color azul celeste
cantaban alegrías infantiles, mientras la doliente madre pedía bendiciones para
su hija.
Andando a
gatas se entró luego en una carnicería abarrotada. No hacía sino toparse con
carne y más carne. Era el corazón de un hombre rico y prestigioso, cuyo nombre
anda en todas las bocas.
A
continuación penetró en el corazón de su mujer, palomar viejo y derruido. El
retrato del hombre servía de veleta; estaba en combinación con las puertas, las
cuales se abrían y cerraban según giraba el hombre.
Vino
después un salón de espejos, tal como el que tenemos en el palacio de
Rosenborg; sólo que los cristales aumentaban en proporciones desmesuradas. En
el centro del recinto, sentado en el suelo como un Dalai-Lama, estaba el
insignificante YO de la persona, contemplando maravillado su propia talla.
Luego creyó
entrar en un estrecho alfiletero lleno de punzantes alfileres, y no tuvo más
remedio que pensar: «Seguramente es el corazón de una solterona». Pero era el
de un joven guerrero, poseedor de numerosas condecoraciones y de quien se
decía: es hombre de alma y corazón.
Completamente
desconcertado salió el pobre pecador del último corazón de la serie; no era
capaz de ordenar sus pensamientos, y pensó que su excesiva imaginación le había
jugado una mala pasada. «¡Dios mío! -suspiró-, debo tener propensión a la locura. Además ,
aquí hace un calor asfixiante, la sangre se me sube a la cabeza». Entonces se
acordó de su peripecia de la noche anterior, cuando la cabeza se le había
quedado aprisionada entre los barrotes de la reja. «¡Allí lo cogí de seguro!
-pensó. Tengo que ponerle remedio cuanto antes. Un baño ruso me aliviaría. ¡Si
pudiese estar ahora en la tabla más alta del baño de vapor!».
Y ahí lo
tenéis en la tabla más alta del baño de vapor, pero con todos los vestidos,
botas y chanclos. Las ardientes gotas de agua que caían del techo le daban en
la cara.
«¡Uy!»,
gritó, saltando precipitadamente para meterse bajo la ducha fría. El guardián
soltó un estridente grito al ver a aquel individuo vestido.
El
estudiante tuvo la suficiente presencia de ánimo para decirle en voz baja:
-¡Es una
apuesta!
Pero lo
primero que hizo en cuanto estuvo en su habitación fue aplicarse al pescuezo un
gran vejigatorio español y tumbarse de espaldas, para que le saliese del cuerpo
la locura.
A la mañana
siguiente tenía toda la espalda ensangrentada; era cuanto había sacado de los
chanclos de la Suerte.
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