Son las
seis de la tarde de un día del mes de junio.
Desde el
apeadero de Jikovo y en dirección a
la colonia veraniega
marcha un grupo
de veraneantes recién bajados del tren. Son, en su mayor
parte, padres de
familia, y van cargados de paquetes, carteras, sombrereras y esas
cajas de cartón
que guardan las creaciones de
la moda femenina. Todos presentan
un aspecto cansado, hambriento y malhumorado, como si para ellos no brillara el
sol ni floreciera la hierba.
En el
grupo se encuentra Pavel Matveevich Saikin,
miembro del tribunal
del distrito, hombre alto, un poco encorvado, vestido con un traje
barato y portador de una escarapela en
su gorra descolorida.
Está sudoroso, sofoca-do y apesadumbrado.
-Viene
usted diariamente a la dacha? -dice dirigiéndose a él un veraneante de pantalones color cobrizo.
-No. Diariamente,
no -contesta sombrío Saikin -. Mi
mujer y mi hijo residen
aquí siempre, mientras que yo vengo dos días a la semana. No tengo
tiempo de venir todos los días y, además, sale caro.
-¡Y tanto
que sale caro! -suspira el de los pantalones color rojizo-. Primeramente, en la
ciudad no puedes ir a pie hasta la estación y tienes que tomar un coche...;
luego, el billete, que cuesta cuarenta y dos kopekas...
Después,
en el camino, que si te compras el periódico..., o
incurres en la debilidad de beberte una copita de vodka... ¡Todos gastos
pequeños... insignificantes!... ¡pero al final del verano resulta
que se te han ido doscientos rublos! Claro que tiene más
valor el poder disfrutar de la
Naturaleza... , eso no lo
voy a discutir...
La vida bucólica...
Pero hay que tener en cuenta lo que son nuestros sueldos de
funcionarios. Por usted mismo sabrá que las kopekas están contadas...
y que si se descuida
uno gastando, luego
no duerme en toda
la noche... ¡Así
es!... Yo, señor mío... (no tengo el gusto de conocer su nombre), cobro
cerca de dos
mil rublo; al año... tengo el
grado de consejero civil..., y fumo
tabaco de segunda
y no me
sobra un rublo para
comprarme el agua
mineral de
Viehy que
me ha sido prescrita por el médico, para
las piedras del hígado.
-Todo, en
general, es desagradable
-dice Saikin después de un corto silencio-. Por mi parte, sustento
la opinión de que la
vida veraniega ha sido inventada por los diablos y por las
mujeres. A los
diablos les mueve
la maldad, y a
las mujeres su
extrema inconsciencia.
Porque esto no es vida...,
¡es un infierno! ¡Las galeras!... El calor no te deja respirar, y
aunque te sofoques,
tienes que andar de
un lado para
otro como un condenado,
sin contar un
momento de tranquilidad. En la
ciudad estás sin muebles... sin
servicio... ¡Todo se lo llevaron a la dacha!... En cuanto a alimentarte, ¡sabe
el diablo con qué te alimentas!... El té no lo puedes tomar,
porque no hay nadie que pueda prepararte el samovar... No te
lavas, y cuando llegas aquí,
o sea a
la plena Naturaleza, tienes que
darte una caminata a pie a través
del polvo y
con calor... ¡Puf!...
¿Está
usted cansado?
-Sí,
señor..., y tengo tres nenitos -suspiran los pantalones color rojizo.
-En
general, ¡todo es desagradable!
Lo sencillamente asombroso es que vivamos todavía.
Por fin,
los veraneantes llegan a la colonia, y
Saikim, despidiéndose de
los pantalones rojizos, se dirige
hacia su dacha.
En su
casa, un silencio
mortal le sale
al encuentro. Tan solo
se percibe en ella un zumbido de
mosquitos y las
peticiones de auxilio de una
mosca caída para la cena de una araña. A través de las ventanas, de
las que cuelgan cortinillas de
muselina, se divisan flores de geranio ya
comenzando a marchitarse. En
las paredes de madera,
desprovistas de pintura,
junto a algunas oleografías, dormitan las moscas. Ni en el zaguán, ni en
la cocina, ni en el comedor..., se
ve un alma.
Solo en la
habitación que recibe al mismo
tiempo el nombre de salón y el de sala, encuentra Saikin a su hijo Petia,
chiquillo de seis años. Petia, sentado junto a la mesa, sopando fuertemente y
alargando el labio inferior, está ocupado en
recortar con unas tijeras
el valet de
carreau de una baraja.
-¡Ah!
¿Eres tú, papá! -dice, sin volver la cabeza-. Hola.
-Hola.
¿Dónde está tu madre?
-¿Mamá?...
Se fue con Olga Kirillovna al ensayo del teatro. Pasado mañana es la función y me van a llevar
a mí...
-¿Y tú
vas a ir?
-Ssssí...
-¿Cuándo
va a volver?
-Ha dicho
que volvería al anochecer.
-Y
Natalia, ¿dónde está?
-Mamá se la
llevó para que la ayudara
a vestirse en la
función, y Akulina se fue al bosque, por setas.
-Papá...,
¿por qué cuando pican los mosquitos se les pone la tripa roja?
-No sé... Porque chupan la sangre...
Entonces,
¿no hay nadie en casa? -Nadie.
Estoy yo
solo. Saikin se sienta en la butaca y mira por la ventana con los ojos
embotados.
-Y entonces, ¿quién nos va a servir la comida?
pregunta.
-Hoy no
han hecho comida, papá. Mamá pensaba que tú no vendrías, y dispuso que no se
hiciera comida. Ella y Olga Kirillovna van a comer durante el ensayo.
-¡Vaya...
vaya!... Y tú, ¿qué has comido?
-Yo he
comido leche. Para mí trajeron seis kopeks de leche. Papá..., ¿y por qué chupan
la sangre los mosquitos?...
A Saikin
le parece de
repente que algo pesado le rueda por dentro hasta
alcanzarle el hígado, al que empieza a chupar. De tal modo se siente enojado,
ofendido y amargado, que tiembla y respira
con dificultad. Siente ganas de pegar un brinco, de golpear en
el suelo con
algo duro y de
enfadarse, pero recuerda que el médico le ha prohibido terminantemente ponerse
nervioso.
Haciendo
un esfuerzo se levanta y se pone a silbar un pasaje de Los hugonotes.
-¡Papá!...
¿Sabes tú, trabajar en el teatro? -oye decir a la voz de Petia.
-¡Aj!...
¡No me molestes con pregunta tontas!se
irrita Saikin-. ¡Eres más pegajoso que una lapa! Ya tienes seis años y sigues
tan tonto cono hace tres. ¡Qué niño más tonto y más mal criado!...
¿Por qué, por ejemplo, estropeas
la baraja?... cómo te atreves a estropearla?
-La baraja
no es tuya
-dice Petia, volviéndose-. Me la
ha dado Natalia.
-¡Miente,
chiquillo mal criado! -se
excita más y más Saikin-. ¡Estás siempre mintien-do! ¡Lo que hay que hacer
es darte unos azotes, renacuajo! ¡Tirarte de las orejas!
Petia se
levanta de un
salto, estira el cuello y mira fijamente el rostro
encendido y enfadado de su
padre. Sus grandes
ojos parpadean primero, luego se humedecen y la cara del niño se
contorsiona.
-Pero
¿por qué te enfadas? -chilla Petia-.
¿Qué te
he hecho yo, tonto?... ¡No he hecho nada malo..., no he hecho ninguna travesura..., y tú te
enfadas... ¿Y por qué te enfadas conmigo?...
El
pequeño habla con acento convincente y llora con tal amargura
que Saikin se
siente avergonzado.
"Es
verdad -piensa-. ¿Por qué le fastidio?
-Bueno, bueno... -dice, cogiéndole por un
hombro-. La culpa es mía, Petiuja...
Perdóname... Lo
que eres es un niño
muy listo, muy bueno, y yo te quiero mucho.
Petia se
enjuga los ojos con la manga, se sienta en el mismo sitio que antes y se pone a
recortar la dama de carreau. Sakin entra en su
despacho, se tumba en
el diván con
las manos debajo de la
cabeza y queda pensativo. Las recientes lágrimas del
chiquillo han quebrantado su enfado y el hígado se le ha ido
aliviando poco a
poco. Lo único
que siente es cansancio y hambre.
-¡Papá!
-oye decir a través de la puerta-.
¿Quieres que
te enseñe mi
colección de insectos?
-¡Sí!...¡Enséñamela!
Fetia entra en el despacho y presenta a
su padre un cajoncito largo, de color verde. Ya antes de tenerle escarabajos,
saltamontes y moscas clavados con alfileres
cerca, Saikin ha percibido un zumbido
desesperado y el
arañar de unas patitas contra las paredes de la caja.
Levantando
la tapa, ve una infinidad de mariposas
al fondo de la
caja. Todas, salvo dos o tres mariposas, viven todavía y se agitan.
-¡El
saltamontes aún está vivo! -se asombra Petia-.
¡Le cogimos ayer por la mañana y todavía no se ha
muerto!
-¿Quién
te ha enseñado a clavarlos así?
-Olga
Kirillovna.
-Pues a
quien habría que clavar es a Olga Kirillovna
-dice Saikin, con repugnancia-. ¡Qué vergüenza! ¡Martirizar
a los animales!...
"¡Dios
mío!... ¡Cuán terriblemente mal se le educa!", piensa cuando se marcha
Petia.
A Pavel
Matveevich ya se le han olvidado el cansancio y el hambre, y solo piensa en el
destino de su pequeño. Mientras tanto al otro lado de
las ventanas la luz va
apagándose lentamente. Se oye a
los veraneantes que vuelven en pequeños grupos del baño de la
tarde. Alguien se detiene ante su
ventana abierta del comedor y grita:
-¿Quieren
setas?
Como
nadie le contesta, se aleja chapoteando con los pies desnudos.
Pero cuando
el crepúsculo se
hace tan denso que
ya los geranios que
se divisan a través de los visillos de muselina pierden
sus contornos y por la ventana empieza a entrar el frescor
de la noche...
escuchan pasos rápidos, charlas y
risas.
-¡Mamá!
-chilla Petia.
Saikin se
asoma por la puerta
del despacho y ve
a su mujer,
Nadejda Stepanovna, con su
aspecto sonrosado y saludable
de siempre. Con
ella está Olga Kirillovna, mujer
rubia y seca, de rostro pecoso, y dos hombres
desconocidos. Uno de ellos es joven,
alto, de cabellera
rojiza y rizada y
nuez prominente. El
otro es de pequeña estatura, rollizo, y tiene un
rostro de actor, afeitado, en
el que resalta
la barbilla oscura y torcida.
-Natalia,
prepara el samovar -dice Nadejda Stepanovna haciendo crujir los pliegues de su
vestido-. Me parece
que ha llegado
Pavel Matveevich.¿Dónde
estás, Pavel?...¡Hola, Pavel!
-dice, entrando corriendo en el
despacho y respirando
anhelosamente-. ¿Ya has llegado?... Estoy contentísima. Traigo
conmigo a otros dos aficionados. Ven que te los
presente. El más
alto es Koromislov... ¡Canta que es una maravilla!... El otro, el bajito,
es Smorkalov... ¡Enteramente un actor!
¡Lee prodigiosamente! ¡Ay!...
Estoy cansada... Acabamos de terminar el ensayo...
Todo
marcha a las mil maravillas. Vamos a
hacer El huésped del
trombón y Ella
le espera. La función será pasado mañana.
-¿Para qué
les has traído?
-pregunta Saikin.
-¡No
tenía más remedio, papaíto!... Después
del té tenemos
que repasar los papeles
y cantar alguna
cosa, Koromislov y yo
cantamos a dúo. ¡Ah!...,
que no se olvide... Haz el favor, querido, de mandar
a Natalia por unas sardinas, un poco de vodka, queso y alguna que otra cosa.
Seguramente se quedarán a
cenar. ¡Uf, qué
cansada estoy!...
-¡Hum!...
No tengo dinero.
-No hay
más remedio, papaíto...
¡Es violento! ¡No me hagas ponerme colorada!...
Media
hora después sale Natalia en busca del
vodka y de
los entremeses. Después
de beberse su té y de comerse un panecillo francés, Saikin se retira a su
dormitorio y se acuesta mientras
Tadejda Stepanovna y sus
invitados, entre risas y ruido, se ponen
a ensayar los papeles. Durante
largo rato escuchó Pavel
Matveevich la voz nasal de
Koromislov leyendo y las exclamaciones declamatorias de
Smerkalov... A la
lectura sigue una larga peroración
inter-rumpida por la risa
chillona de Olga Kirillovna. Con el tono autoritario de
un actor de
veras, aplomo y valor,
Smerkalov explica los
papeles. Luego viene un dúo, y
después un ruido de vajilla... Sailin,
entre sueños, oye
cómo suplican a Smerkalov para que lea La pecadora, y cómo
aquel, después de hacerse rogar, empieza su recitación. En ella silba, se
golpea el pecho, llora y ríe con voz ronca de bajo...
Saikin hace
una mueca de
desairado y mete la cabeza bajo
la manta.
-Van
ustedes demasiado lejos y esta muy oscuro
-oye decir al
cabo de una hora a la voz de
Nadejda Stepanovna-. ¿Por qué no se quedan a dormir?... Koromislov se
puede echar aquí, en
el salón sobre
el diván, y Smerkalov en la cama de Petia. A Petia se
le pone en el
despacho de mi
marido. ¿Verdad?... ¡Quédense!
Por fin, cuando el reloj da las dos de la
madrugada, todo queda
inmóvil. La puerta del
dormitorio se abre
y aparece Nadejda Stepanovna.
-¡Pavel!...
¿Estás dormido?... -murmura.
-No. ¿Por
qué?
-Querido...,
vete al despacho y échate en el diván para que pueda acostarse aquí Olga
Kirillovna. ¡Anda, querido..., ve! Yo la hubiera puesto en
el despacho pero
le da miedo dormir sola. ¡Anda..., levántate)
Saikin se
levanta, se echa encima una bata y cargado con la almohada, se arrastra hacia
el despacho. Cuando alcanza
a tientas el diván,
enciende una perilla
y ve a
Petia echado encima de
éste. El chiquillo
no duerme y con
ojos muy abiertos
mira la cerilla.
-¡Papá!..., ¿por
qué no duermen
los mosquitos por la noche?...
-Porque...,
porque... tú y yo estamos aquí de sobra. No tenemos ni siquiera un sitio en
donde dormir.
-¡Papá!...
¿y por qué Olga Kirillovna tiene pecas en la cara?
-¡Ah!...
¡Déjame! ¡Me aburres!
Después
de pensarlo un
poco, Saikin decide vestirse
y salir a
la calle para refrescarse. Allí
contempla el cielo
gris matinal, las nubes inmóviles. Escucha el perezoso
grito del rascón
adormilado y empieza a soñar con
el día de mañana, en el que ya otra
vez de vuelta en
la ciudad y regresando
del Juzgado, podrá
echarse a dormir. De una esquina
surge de pronto una figura humana.
"Seguramente
el guarda", piensa
Saikin.
Pero luego,
cuando ésta se
le aproxima y puede verla más detenidamente, reconoce en
ella al veraneante de los pantalones rojizos, conocido la víspera.
-¿No
duerme usted? -pregunta.
-No... No
tengo sueño -suspiran los pantalones rojizos-. Me estoy recreando en la Naturaleza. Sabe usted...,
a mi casa,
en el tren de
la noche, nos
llegó una querida huéspeda..., la mamá de mi mujer.
Vinieron con ella mis sobrinas, unas muchachas excelentes... Estoy muy
contento, aunque... ¡Hace mucha
humedad!..., ¿no es cierto?¿Y usted?...¿Ha salido usted
también a recrearse en la Naturaleza ?
-Sí...
-muge Saikin-. También yo me estoy recreando en la Naturaleza... Diga... ¿Sabe
si por aquí cerca
hay alguna taberna
o restaurante?
Los pantalones
de color rojizo
alzan los ojos al
cielo y quedan
profundamente pensativos.
1.014. Chejov (Anton)
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