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martes, 27 de agosto de 2013

Gente sobrante

Son las seis de la tarde de un día del mes de junio. 
Desde el apeadero de Jikovo y en dirección a  la  colonia  veraniega  marcha  un  grupo  de veraneantes recién bajados del tren. Son, en su  mayor  parte,  padres  de  familia, y van cargados de paquetes, carteras, sombrereras y  esas  cajas  de  cartón  que  guardan  las creaciones  de  la  moda femenina. Todos presentan un aspecto cansado, hambriento y malhumorado, como si para ellos no brillara el sol ni floreciera la hierba. 
En el grupo se encuentra Pavel Matveevich Saikin,  miembro  del  tribunal  del distrito, hombre alto, un poco encorvado, vestido con un traje barato y portador de una escarapela en  su  gorra  descolorida.  Está  sudoroso, sofoca-do y apesadumbrado. 
-Viene usted diariamente a la dacha? -dice dirigiéndose a él un  veraneante de pantalones color cobrizo. 
-No. Diariamente, no -contesta sombrío Saikin -. Mi  mujer  y  mi  hijo  residen  aquí siempre, mientras que yo vengo dos días a la semana. No tengo tiempo de venir todos los días y, además, sale caro. 
-¡Y tanto que sale caro! -suspira el de los pantalones color rojizo-. Primeramente, en la ciudad no puedes ir a pie hasta la estación y tienes que tomar un coche...; luego, el billete, que cuesta cuarenta y dos kopekas...
Después, en el camino, que si te compras el periódico...,  o  incurres en la debilidad de beberte una copita de vodka... ¡Todos gastos pequeños... insignificantes!... ¡pero al final del verano  resulta  que  se  te  han  ido doscientos rublos! Claro que tiene más valor el poder disfrutar de la Naturaleza... , eso no lo  voy  a  discutir...  La  vida  bucólica...  Pero hay que tener en cuenta lo que son nuestros sueldos de funcionarios.  Por  usted mismo sabrá que las kopekas están  contadas...  y que  si se  descuida  uno  gastando,  luego  no duerme  en  toda  la  noche...  ¡Así  es!... Yo, señor mío... (no tengo el gusto de conocer su nombre),  cobro  cerca  de  dos  mil  rublo; al año... tengo el grado de consejero civil..., y fumo  tabaco  de  segunda  y  no  me  sobra  un rublo  para  comprarme  el  agua  mineral  de
Viehy que me ha sido prescrita por  el médico, para las piedras del hígado. 
-Todo,  en  general,  es  desagradable  -dice Saikin después de un corto silencio-. Por mi parte,  sustento  la  opinión  de  que  la  vida veraniega ha sido inventada por los diablos y por  las  mujeres.  A  los  diablos  les  mueve  la maldad,  y  a  las  mujeres  su  extrema inconsciencia.  Porque  esto  no  es  vida...,  ¡es un infierno! ¡Las galeras!... El calor no te deja respirar,  y  aunque  te  sofoques,  tienes  que andar  de  un  lado  para  otro  como  un condenado,  sin  contar  un  momento  de tranquilidad. En  la   ciudad  estás sin muebles... sin servicio... ¡Todo se lo llevaron a la dacha!... En cuanto a alimentarte, ¡sabe el diablo con qué te alimentas!... El té no lo puedes  tomar,  porque no hay  nadie  que pueda prepararte el samovar... No te lavas, y cuando  llegas  aquí,  o  sea  a  la  plena Naturaleza, tienes que darte una caminata a pie  a  través  del  polvo  y  con  calor...  ¡Puf!...
¿Está usted cansado? 
-Sí, señor..., y tengo tres nenitos -suspiran los pantalones color rojizo. 
-En general, ¡todo  es  desagradable!  Lo sencillamente  asombroso  es  que  vivamos todavía. 
Por fin, los veraneantes llegan a la colonia, y  Saikim,  despidiéndose  de  los  pantalones rojizos, se dirige hacia su dacha. 
En  su  casa,  un  silencio  mortal  le  sale  al encuentro.  Tan  solo  se  percibe en ella  un zumbido  de  mosquitos  y  las  peticiones  de auxilio de una mosca caída para la  cena  de una araña. A través de las ventanas, de las que  cuelgan cortinillas  de  muselina,  se divisan  flores de geranio  ya  comenzando  a marchitarse.  En  las  paredes  de  madera, desprovistas  de  pintura,  junto  a  algunas oleografías,  dormitan las moscas. Ni en el zaguán, ni en la cocina, ni en el comedor..., se  ve  un  alma.  Solo  en  la  habitación  que recibe al mismo tiempo el nombre de salón y el de sala, encuentra Saikin a su hijo Petia, chiquillo de seis años. Petia, sentado junto a la mesa, sopando fuertemente y alargando el labio  inferior,  está  ocupado  en  recortar  con unas  tijeras  el  valet  de  carreau  de  una baraja. 
-¡Ah! ¿Eres tú, papá! -dice, sin volver la cabeza-. Hola. 
-Hola. ¿Dónde está tu madre? 
-¿Mamá?... Se fue con Olga Kirillovna al ensayo del teatro.  Pasado mañana es la función y me van a llevar a mí... 
-¿Y tú vas a ir?
-Ssssí...
-¿Cuándo va a volver?
-Ha dicho que volvería al anochecer.
-Y Natalia, ¿dónde está?
-Mamá  se  la llevó  para  que  la  ayudara  a vestirse  en  la  función, y Akulina se fue al bosque, por setas. 
-Papá..., ¿por qué cuando pican los mosquitos se les pone la tripa roja? 
-No  sé... Porque chupan la sangre...
Entonces, ¿no hay nadie en  casa? -Nadie.
Estoy yo solo. Saikin se sienta en la butaca y mira por la ventana con los ojos embotados. 
-Y  entonces, ¿quién nos va a servir la comida? pregunta. 
-Hoy no han hecho comida, papá. Mamá pensaba que tú no vendrías, y dispuso que no se hiciera comida. Ella y Olga Kirillovna van a comer durante el ensayo. 
-¡Vaya... vaya!... Y tú, ¿qué has comido? 
-Yo he comido leche. Para mí trajeron seis kopeks de leche. Papá..., ¿y por qué chupan la sangre los mosquitos?... 
A  Saikin  le  parece  de  repente  que  algo pesado le rueda por dentro hasta alcanzarle el hígado, al que empieza a chupar. De tal modo se siente enojado, ofendido y amargado, que tiembla y respira  con dificultad. Siente ganas de pegar un brinco, de golpear  en  el  suelo  con  algo  duro  y  de enfadarse, pero recuerda que el médico le ha prohibido terminantemente ponerse nervioso.
Haciendo un esfuerzo se levanta y se pone a silbar un pasaje de Los hugonotes. 
-¡Papá!... ¿Sabes tú, trabajar en el teatro? -oye decir a la voz de Petia. 
-¡Aj!... ¡No me  molestes con pregunta tontas!se irrita Saikin-. ¡Eres más pegajoso que una lapa! Ya tienes seis años y sigues tan tonto cono hace tres. ¡Qué niño más tonto y más mal  criado!...  ¿Por  qué, por ejemplo, estropeas la baraja?... cómo te atreves a estropearla? 
-La  baraja  no  es  tuya  -dice  Petia, volviéndose-. Me la ha dado Natalia. 
-¡Miente, chiquillo mal  criado!  -se  excita más y más Saikin-. ¡Estás siempre mintien-do! ¡Lo que hay que hacer es darte unos azotes, renacuajo! ¡Tirarte de las orejas! 
Petia  se  levanta  de  un  salto,  estira  el cuello y mira fijamente el rostro encendido y enfadado  de  su  padre.  Sus  grandes  ojos parpadean primero, luego se humedecen y la cara del niño se contorsiona. 
-Pero ¿por qué te enfadas? -chilla Petia-.
¿Qué te he hecho yo, tonto?... ¡No he hecho nada malo..., no he   hecho ninguna travesura..., y tú te enfadas... ¿Y por qué te enfadas conmigo?... 
El pequeño habla con acento convincente y llora con tal  amargura  que  Saikin  se  siente avergonzado. 
"Es verdad -piensa-. ¿Por qué le fastidio? 
 -Bueno, bueno... -dice, cogiéndole por un hombro-. La culpa es   mía, Petiuja...
Perdóname...  Lo  que  eres  es  un  niño  muy listo, muy bueno, y yo te quiero mucho. 
Petia se enjuga los ojos con la manga, se sienta en el mismo sitio que antes y se pone a recortar la dama de carreau. Sakin entra en su  despacho,  se  tumba  en  el  diván  con  las manos debajo  de  la  cabeza  y  queda pensativo. Las recientes lágrimas del chiquillo han quebrantado su enfado y el hígado se le ha  ido  aliviando  poco  a  poco.  Lo  único  que siente es cansancio y hambre. 
-¡Papá! -oye decir a través de la puerta-.
¿Quieres  que  te  enseñe  mi  colección  de insectos? 
-¡Sí!...¡Enséñamela! Fetia entra en  el despacho y presenta a su padre un cajoncito largo, de color verde. Ya antes de tenerle escarabajos, saltamontes y moscas  clavados con  alfileres  cerca,  Saikin ha percibido  un zumbido  desesperado  y  el  arañar  de  unas patitas contra las paredes de la caja.
Levantando la tapa, ve una  infinidad  de mariposas  al  fondo  de  la caja. Todas, salvo dos o tres mariposas, viven todavía y se agitan. 
-¡El saltamontes aún está vivo! -se asombra Petia-.  ¡Le  cogimos  ayer por la mañana y todavía no se ha muerto! 
-¿Quién te ha enseñado a clavarlos así? 
-Olga Kirillovna. 
-Pues a quien habría que clavar es a Olga Kirillovna  -dice  Saikin,  con repugnancia-. ¡Qué vergüenza! ¡Martirizar a los animales!... 
"¡Dios mío!... ¡Cuán terriblemente mal se le educa!", piensa cuando se marcha Petia. 
A Pavel Matveevich ya se le han olvidado el cansancio y el hambre, y solo piensa en el destino de su pequeño. Mientras tanto al otro lado  de  las  ventanas  la  luz  va  apagándose lentamente.  Se  oye a  los  veraneantes  que vuelven en pequeños grupos del baño de la tarde. Alguien se detiene ante su  ventana abierta del comedor y grita: 
-¿Quieren setas? 
Como nadie le contesta, se aleja chapoteando con los pies desnudos. 
Pero  cuando  el  crepúsculo  se  hace  tan denso  que  ya  los  geranios que  se  divisan  a través de los visillos de muselina pierden sus contornos y por la ventana empieza a entrar el  frescor  de  la  noche...  escuchan  pasos rápidos, charlas y risas. 
-¡Mamá! -chilla Petia. 
Saikin se asoma por  la  puerta  del despacho  y  ve  a  su  mujer,  Nadejda Stepanovna,  con  su  aspecto  sonrosado  y saludable  de  siempre.  Con  ella  está  Olga Kirillovna,  mujer  rubia  y  seca, de rostro pecoso, y dos hombres desconocidos. Uno de ellos  es  joven,  alto,  de  cabellera  rojiza  y rizada  y  nuez  prominente.  El  otro  es  de pequeña estatura, rollizo, y tiene un rostro de actor,  afeitado,  en  el  que  resalta  la  barbilla oscura y torcida. 
-Natalia, prepara el samovar -dice Nadejda Stepanovna haciendo crujir los pliegues de su vestido-.  Me  parece  que  ha  llegado  Pavel Matveevich.¿Dónde  estás,  Pavel?...¡Hola, Pavel! -dice, entrando  corriendo  en  el despacho  y  respirando  anhelosamente-.  ¿Ya has  llegado?... Estoy contentísima. Traigo conmigo a otros dos aficionados. Ven que te los  presente.  El  más  alto  es  Koromislov... ¡Canta  que es una maravilla!... El otro, el bajito, es Smorkalov...  ¡Enteramente  un actor!  ¡Lee  prodigiosamente!  ¡Ay!...  Estoy cansada... Acabamos de terminar el ensayo...
Todo marcha a las mil  maravillas. Vamos a hacer El  huésped  del  trombón  y  Ella  le espera. La función será pasado mañana. 
-¿Para  qué  les  has  traído?  -pregunta Saikin. 
-¡No tenía más remedio, papaíto!... Después  del  té  tenemos  que  repasar  los papeles  y  cantar  alguna  cosa,  Koromislov  y yo  cantamos a  dúo.  ¡Ah!...,  que  no  se olvide... Haz el favor, querido, de mandar a Natalia por unas sardinas, un poco de vodka, queso y alguna que otra cosa. Seguramente se  quedarán  a  cenar.  ¡Uf,  qué  cansada estoy!... 
-¡Hum!... No tengo dinero. 
-No  hay  más  remedio,  papaíto...  ¡Es violento! ¡No me hagas ponerme colorada!... 
Media hora después sale Natalia en busca del  vodka  y  de  los  entremeses.  Después  de beberse  su  té y de comerse un  panecillo francés, Saikin se retira a su dormitorio y se acuesta mientras  Tadejda  Stepanovna y sus invitados, entre risas y ruido, se ponen  a ensayar los papeles. Durante  largo  rato escuchó  Pavel  Matveevich  la voz nasal de Koromislov leyendo y las exclamaciones declamatorias  de  Smerkalov...  A  la  lectura sigue una larga peroración  inter-rumpida  por la risa chillona de Olga Kirillovna. Con el tono autoritario  de  un  actor  de  veras,  aplomo  y valor,  Smerkalov  explica  los  papeles.  Luego viene un dúo, y después un ruido de vajilla... Sailin,  entre  sueños,  oye  cómo  suplican  a Smerkalov para que lea La pecadora, y cómo aquel, después de hacerse rogar, empieza su recitación. En ella silba, se golpea el pecho, llora y ríe con voz ronca de bajo... 
Saikin  hace  una  mueca  de  desairado  y mete la cabeza bajo la manta. 
-Van ustedes demasiado lejos y esta muy oscuro  -oye  decir  al  cabo de una hora a  la voz de Nadejda Stepanovna-. ¿Por qué no se quedan a dormir?... Koromislov  se  puede echar  aquí,  en  el  salón  sobre  el  diván,  y Smerkalov en la cama de Petia. A Petia se le pone  en  el  despacho  de  mi  marido. ¿Verdad?... ¡Quédense! 
Por  fin, cuando el reloj da las dos de la madrugada,  todo  queda  inmóvil.  La  puerta del  dormitorio  se  abre  y  aparece  Nadejda Stepanovna. 
-¡Pavel!... ¿Estás dormido?... -murmura. 
-No. ¿Por qué? 
-Querido..., vete al despacho y échate en el diván para que pueda acostarse aquí Olga Kirillovna. ¡Anda, querido..., ve! Yo la hubiera puesto  en  el  despacho  pero  le  da  miedo dormir sola. ¡Anda..., levántate) 
Saikin se levanta, se echa encima una bata y cargado con la almohada, se arrastra hacia el despacho.  Cuando  alcanza  a  tientas  el diván,  enciende  una  perilla  y  ve  a  Petia echado  encima  de  éste.  El  chiquillo  no duerme  y  con  ojos  muy  abiertos  mira  la cerilla. 
-¡Papá!...,  ¿por  qué  no  duermen  los mosquitos por la noche?... 
-Porque..., porque... tú y yo estamos aquí de sobra. No tenemos ni siquiera un sitio en donde dormir. 
-¡Papá!... ¿y por qué Olga Kirillovna tiene pecas en la cara? 
-¡Ah!... ¡Déjame! ¡Me aburres! 
Después de  pensarlo  un  poco,  Saikin decide  vestirse  y  salir  a  la  calle  para refrescarse.  Allí  contempla  el  cielo  gris matinal,  las  nubes inmóviles. Escucha  el perezoso  grito  del  rascón  adormilado  y empieza a soñar con el día de mañana, en el que  ya  otra  vez  de  vuelta  en  la  ciudad  y regresando  del  Juzgado,  podrá  echarse  a dormir. De una esquina surge de pronto una figura humana. 
"Seguramente el  guarda",  piensa  Saikin.
Pero luego, cuando  ésta  se  le  aproxima  y puede verla más detenidamente, reconoce en ella al veraneante de los pantalones rojizos, conocido la víspera. 
-¿No duerme usted? -pregunta. 
-No... No tengo sueño -suspiran los pantalones rojizos-. Me estoy recreando en la Naturaleza. Sabe  usted...,  a  mi  casa,  en  el tren  de  la  noche,  nos  llegó  una  querida huéspeda..., la mamá de mi mujer. Vinieron con ella mis sobrinas, unas muchachas excelentes... Estoy muy contento, aunque... ¡Hace mucha  humedad!..., ¿no es cierto?¿Y usted?...¿Ha  salido usted  también  a recrearse en la Naturaleza
-Sí... -muge Saikin-. También yo me estoy recreando en la Naturaleza... Diga... ¿Sabe si por  aquí  cerca  hay  alguna  taberna  o restaurante? 
Los  pantalones  de  color  rojizo  alzan  los ojos  al  cielo  y  quedan  profundamente pensativos. 

1.014. Chejov (Anton)

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