La pequeña ciudad de B., que componen dos o tres torcidas
calles, duerme con sueño profundo. En el aire, inmóvil, reina el silencio.
Sólo se oye a lo lejos, ya en las afueras, el débil y ronco
ladrido de un perro. Pronto amanecerá.
Hace mucho que todo está sumido en el sueño.
La única que no duerme es la joven esposa de Chernomórdik, el
boticario. Se ha acostado tres veces, pero, sin saber la causa, no consigue
dormirse.
Está sentada ante la ventana abierta, en camisón, y mira la
calle. Siente calor y tedio, la domina una irritación tal, que está a punto de
romper en sollozos, aunque tampoco podría decir la causa. En el pecho se le ha hecho
un nudo que le sube hasta la garganta… Detrás, a unos pasos de la boticaria,
vuelto de cara a la pared, Chernomórdik ronca apaciblemente. Una pulga, ávida
de sangre, le ha picado en el entrecejo, pero él no lo siente e incluso sonríe,
puesto que está soñando que en la ciudad todos tosen y no cesan de acudir a comprarle
gotas del rey de Dinamarca. Ahora no lo despertarían ni alfilerazos, ni cañonazos,
ni caricias.
La farmacia se encuentra casi en un extremo de la ciudad, así
que la boticaria tiene ante ella el campo… Ve cómo, poco a poco, blanquea por
el este el borde del cielo, cómo luego se va poniendo rojo, cual si hubiera un
gran incendio. Inesperadamente, de detrás de unos lejanos arbustos, se asoma una
luna grande, carirredonda. Está roja (por lo general, cuando la luna sale de
detrás de unos matorrales, no sabemos por qué, parece terriblemente turbada).
De pronto, entre el silencio de la noche, resuena un ruido de
pasos y espuelas. Se oyen unas voces.
«Son oficiales que estaban en casa del comisario de policía y
vuelven al campamento», piensa la boticaria.
Poco después aparecen dos figuras con blancas guerreras de
oficial: una es alta y gruesa, la otra algo más baja y delgada…
Perezosamente, un paso tras otro, caminan a lo largo de la
valla y conversan en voz alta. Al llegar a la altura de la farmacia, su marcha
se hace aún más lenta y miran a las ventanas.
Huele a farmacia… -dice el delgado-
¡Efectivamente, ahí está! Ahora lo recuerdo…
La semana pasada estuve aquí para comprar aceite de ricino. El
boticario es un hombre bilioso y con una mandíbula de asno. ¡Qué quijada,
amigo! Como la que Sansón empleó contra los filisteos.
Ya… -sigue el gordo con una voz de sochantre. ¡Duerme la
farmacopea! También duerme la boticaria. Es muy bonita, ¿sabe, Obtésov?
La vi entonces. Me agradó mucho… Diga, doctor: ¿será capaz de
amar a ese hombre de quijada de burro?
No lo creo -suspira el doctor, como si sintiera lástima del
boticario. Ella estará durmiendo. ¿Se la imagina, Obtésov?
Extenuada por el calor… con la boquita entreabierta… y con
una pierna colgando fuera de la cama. El estúpido del boticario seguramente no
sabe lo que tiene en casa.
Para él, será lo mismo esta mujer que la bombona del ácido
fénico.
-¿Sabe, doctor?
Entremos a comprar cualquier cosa.
-¡Bonita ocurrencia! ¡En
plena noche! ¿Qué tiene de particular? Están obligados a despachar a toda hora.
Vamos, querido.
Si se empeña…
La boticaria, oculta tras los visillos, escucha el afónico
campanilleo. Mira a su marido, que sigue roncando con la placidez de antes, y
sonríe. Se echa encima una bata, se pone las zapatillas y sale a la farmacia.
Tras el cristal de la puerta se divisan dos sombras… La
boticaria sube la mecha del quinqué para dar más luz y se acerca a abrir.
Ya no siente tedio ni irritación; no tiene ganas de llorar,
aunque, eso sí, el corazón le late con violencia. Entran el gordo doctor y el delgado
Obtésov. Ahora es posible contemplarlos. El doctor, de abultado vientre, es
moreno, usa barba y sus movimientos son torpes. A cada paso su guerrera parece
que va a reventar, y el sudor brilla en su rostro.
El otro es sonrosado, imberbe, de facciones femeninas y flexible
como una fusta inglesa. ¿Qué desean? -pregunta la boticaria, con la mano en el
pecho para sujetarse la bata.
Déme… quince kópeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin prisa, toma de la estantería un bote y se
dispone a pesar. Los militares, sin parpadear, miran su espalda. El doctor
arruga los párpados como un gato con la tripa llena y el teniente está muy
serio.
Es la primera vez que veo a una señora despachando en una
farmacia -dice el doctor. No tiene nada de particular… -replica la boticaria,
mirando con el rabillo del ojo el sonrosado rostro de Obtésov-. Mi marido no tiene
mancebo y yo le ayudo.
Ya… ¡Es muy agradable su farmacia!
¡Cuántos botes y tarros! ¡Y no tiene miedo de andar entre
venenos! ¡Brrr!
La boticaria hace el paquetito y lo entrega al doctor. Obtésov
y le da los quince kópeks.
Transcurren unos instantes de silencio… Los hombres se miran,
dan un paso hacia la puerta, vuelven a mirarse.
Déme diez kópeks de bicarbonato -dice el doctor.
Con pereza y desgana, como antes, la boticaria se vuelve hacia
los estantes. -¿Tiene usted algo… -balbucea Obtésov, moviendo los dedos, algo
alegórico, un líquido tonificante, agua de Seltz? ¿Tiene agua de Seltz? Sí.
¡Bravo! ¡Usted no es una mujer, sino un hada!
Pónganos tres botellas.
La boticaria envuelve de prisa el bicarbonato y desaparece en
la oscuridad de la rebotica. - ¡Es un encanto! -dice el doctor, guiñando el
ojo- Una fruta tan apetitosa, Obtésov, no la encontraría ni en la isla de Madera.
¿No le parece? Pero ¿oye esos ronquidos? El señor boticario descansa.
Al cabo de un minuto la boticaria vuelve y coloca sobre el
mostrador cinco botellas. Ha estado en el sótano y por eso se la ve con las mejillas
encen-didas y un tanto agitadas.
Sss… no haga ruido -dice Obtésov cuando ella, después de abrir
las botellas, deja caer el sacacorchos. Va a despertar a su marido.
-¿Y qué
importa?
Tiene un sueño tan dulce… Está soñando con usted… ¡A su salud!
Además -añade el doctor, eructando después del agua de Seltz,
los maridos son algo tan aburridos, que deberían dormir a todas horas. Si
pudiera darnos un poco de vino tinto…
-¡Qué cosas tiene! -se ríe la boticaria.
-¡Resultaría magnífico! Lástima que en las farmacias no vendan bebidas espirituosas.
Por lo de más… ustedes deben despachar vino como medicina. ¿Tienen vinum
gallicum rubrum?
Sí.
Perfecto. ¡Venga! ¡Tráigalo, diablos!
-¿Cuánto quiere? ¡Quantum satis!… Primero dénos una onza en
agua a cada uno; después veremos… ¿No le parece, Obtésov? Primero con agua y después
per se…
El doctor y Obtésov se acomodan junto al mostrador, se quitan
las gorras y toman unos sorbos de vino.
Hay que reconocer que es detestable.
Vinum plochissimum. Aunque en su presencia… parece néctar. Es
usted encantadora, señora. Mentalmente, le beso la mano.
Pues yo daría mucho por hacerlo no mentalmente -añade Obtésov.
Palabra de honor. ¡Daría la vida!
Dejemos eso… -dice la señora de Chernomór-dik, toda encendida
y poniéndose seria. -¡Qué coqueta es usted! -ríe el doctor suavemente,
mirándola de reojo con cara de pillo. Sus ojos disparan como un fusil.
¡Pif, paf! La felicito: ¡ha vencido!, ¡hemos sido derrotados!
La boticaria mira sus caras coloreadas, escucha su charla y no
tarda en animarse ella misma. ¡Es esto tan divertido! Interviene en la
conversación, se ríe y, después de instarle mucho, se toma un par de onzas de
vino.
Ustedes, los oficiales, deberían frecuentar más la ciudad
-dice-, porque nos mata el aburrimiento.
Yo, es que me muero.
-¡Claro que sí! -Se horroriza el doctor.
Un portento de mujer como usted y en un lugar tan perdido… Pero debemos
retirarnos. Celebro mucho haberla conocido. ¿Cuánto le debemos?
La boticaria se queda mirando el techo y durante largo rato
mueve los labios.
-Doce rublos y cuarenta kópeks -dice.
Obtésov saca del bolsillo un grueso billetero, busca en él y
paga.
Su marido duerme tranquilamente… tiene sueños agradables… -balbucea,
estrechando la mano de la boticaria.
No me agrada escuchar tonterías…
-¿Acaso esto es una tontería?
Todo lo contrario…
Hasta Shakespeare dijo: «Bienaventurado el que en su juventud
fue joven.» -¡Suélteme la mano!
Finalmente, los militares, después de larga despedida, besan
la mano de la boticaria e indecisos, como pensando si habían olvidado algo,
salen de la farmacia.
Ella corre al dormitorio y se sienta junto a la ventana de
antes. Ve al doctor y al teniente que, al salir de la farmacia, se alejan sin
gana una veintena de pasos, se detienen y empiezan a hablar en voz baja. ¿De
qué? El corazón de la boticaria late con violencia; también siente los latidos
en las sienes, aunque no sabría decir la causa… Le late el corazón como si
aquellos dos hombres que se han parado susurrando fueran a decidir su suerte.
Pasados cinco minutos el doctor se aleja definitivamente y
Obtésov da la vuelta. Pasa a lo largo de la farmacia una vez, otra… Se detiene
junto a la puerta, camina de nuevo…
Por fin hace sonar suavemente la campanilla.
-¿Qué pasa? ¿Quién va? -oye la boticaria en la voz de su
marido. ¡Están llamando y no oyes nada! -añade enfadado el boticario. ¡Es un
escándalo!
Se levanta, se pone el batín y, tambaleándose, medio dormido,
arrastrando las zapatillas, va a la farmacia.
-¿Qué desea? -pregunta a Obtésov.
Déme… déme quince kópeks de pastillas de menta.
Resoplando sin cesar, bostezando, durmiendose a cada paso y
dando con las rodillas contra el mostrador, el boticario busca el bote…
Dos minutos después la boticaria ve que Obtésov, unos pasos
más allá de la farmacia, tira las pastillas de menta al polvo del camino. De la
esquina sale el doctor y va a su encuentro… Se juntan y, gesticulando mucho, desaparecen
en la neblina de la mañana.
-¡Qué desdichada soy! -dice la boticaria, mirando
rabiosa a su marido, que se despoja rápidamente del batín para volver a la cama
¡Qué desdichada! -repite, y de pronto rompe en amargo llanto. Y nadie, nadie
sabe…
He olvidado los quince kopeks en el mostrador -gruñe el
boticario, tapándose con la sábana. Haz el favor de guardarlos en la caja.
Y al instante se queda dormido.
1.014. Chejov (Anton)
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