Había una vez en Moscú un hombre
llamado Vladimir Semiónich Liadovski. Había obtenido su grado universitario en la Facultad de Leyes y tenía
un puesto en el consejo administrativo de cierto ferrocarril; pero si se le preguntaba cuál era su oficio, sus grandes ojos
brillantes miraban con candor y franqueza a través
de sus gafas doradas, y su agradable, aterciopelada, ceceante voz de barítono
respondía:
-Mi oficio es la literatura.
Después de terminar su carrera,
Vladimir Semiónich había logrado que un periódico le publicara una columna de
crítica teatral. De esto pasó a notas más extensas, y un año después escribía
ya, para el mismo periódico, un artículo semanal sobre cuestiones literarias.
Pero no debe pensarse que era un aficionado, que su trabajo literario tenía un
carácter efímero y fortuito. Al ver su magra e impecable figura, de alta frente
y larga melena, al escuchar sus discursos, me parecía que el acto de escribir,
sin importar lo que escribiera o cómo lo hacía, era parte orgánica de él, como
el latido de su corazón, y que todo su programa literario debía haber sido
parte integral de su cerebro cuando él estaba aún en el vientre de su madre.
Hasta en su modo de andar, en sus gestos, en la manera como sacudía la ceniza
de su cigarro, podía yo leer todo su programa, de la A a la Z , con todo su artificio, tedio
y sentimientos honorables. Era un literato de pies a cabeza cuando, con rostro
inspirado, colocaba una corona de flores sobre el ataúd de alguna celebridad, o
cuando, con rostro grave y solemne, reunía firmas para alguna solicitud; su
pasión por amistarse con literatos distinguidos, su aptitud para encontrar
talento hasta donde no lo había, su perpetuo entusiasmo, su pulso que latía
ciento veinte veces por minuto, su ignorancia de la vida, el aleteo
genuinamente femenino con que acudía a conciertos y a veladas literarias en
beneficio de los estudiantes desamparados, el modo en que gravitaba hacia los
jóvenes…; todo esto le hubiera creado reputación de escritor, incluso, sin la
existencia de sus artículos.
Era uno de aquellos escritores a
quienes las frases como “Somos apenas unos cuantos” o “¿Qué es la vida sino una
lucha? ¡Adelante!”, sientan perfectamente; aunque él jamás luchaba con nadie y
jamás iba hacia adelante. Incluso podía permitirse especular a propósito de
ideales sin ser empalagoso. Cada aniversario de la universidad, el día de santa
Tatiana, Vladimir Semiónich se emborrachaba, cantaba el Gaudea-mus fuera de
tiempo, y su cara resplandeciente y sudorosa parecía decir: “¡Ved, estoy
borracho; estoy celebrando!” Pero aun eso le sentaba bien.
Vladimir Semiónich poseía genuina
fe en su vocación literaria y en todo su programa. No tenía dudas, y evidentemente
estaba muy satisfecho de sí mismo. Sólo una cosa lo atormentaba: su periódico
circulaba poco y no era muy influyente. Pero Vladimir Semiónich creía que tarde
o temprano podría ingresar en una revista sólida y tener más campo y más
oportunidades de expresarse; y toda su escasa preocupación a este respecto
palidecía ante el brillo de sus esperan-zas.
Visitando a este hombre
encantador, conocí a su hermana, la doctora Vera Semiónovna. Lo que me impresionó
de ella a primera vista fue su aspecto exhausto y su salud pésima. Era joven,
con buena figura y facciones agradables aunque un poco grandes, pero comparada
con su ágil, locuaz y elegante hermano, parecía angulosa, distraída, descuidada
y hosca. Había algo tenso, frío, apático en sus movimientos, sonrisas y
palabras; no gozaba de simpatías y tenía fama de orgullosa y de poco
inteligente. En realidad, creo yo, estaba descansando.
-Querido amigo -me decía a menudo
su hermano, suspirando y echándose el cabello hacia atrás con un movimiento
pintoresco y literario-, ¡nunca hay que juzgar por las apariencias! Mire este
libro: se ha leído desde hace mucho tiempo. Está torcido, andrajoso, y yace en
el polvo sin que nadie se acuerde de él; pero ábralo usted, y lo hará llorar y
palidecer. Mi hermana es como ese libro. Alce usted la tapa y atisbe su alma:
se horrorizará. ¡Vera tuvo en tres meses experien-cias que hubieran sido
amplias para toda una vida!
Vladimir Semiónich miró
alrededor, me tomó de la manga y empezó a murmurar:
-¿Sabe usted?, después de
graduada se casó, por amor, con un arquitecto. ¡Es toda una tragedia!
Llevaban apenas un mes de casados
cuando, ¡tras!, el esposo murió de tifo. Pero eso no fue todo. Ella enfermó
también, y cuando al recobrar-e supo que su Iván había muerto tomó una buena
dosis de morfina.
De no haber sido por las
vigorosas medidas adoptadas por sus amigos, mi Vera descansaría ya en el cielo.
Dígame, ¿no es una tragedia? ¿Y
no es mi hermana como una ingenua que ha representado ya los cinco actos de su
vida? El público puede quedarse para ver la farsa, pero la ingenua debe irse a
casa a descansar.
Después de tres meses desolados,
Vera Semionovna había ido a vivir con su hermano. No estaba hecha para
practicar la medicina, que la extenuaba y no la satisfacía; no daba la
impresión de conocer su materia, y nunca la oí decir nada referente a sus
estudios médicos.
Dejó la medicina, y callada y
ociosa, como una prisionera, pasó el resto de su juventud en incolora apatía,
gacha la cabeza e inertes las manos. Lo único que no le era del todo
indiferente y disipaba en algo la penumbra de su vida, era la presencia de su
hermano, a quien amaba. Lo amaba a él y amaba su programa, sentía gran
reverencia por sus artículos; y cuando se le preguntaba qué estaba haciendo
Vladimir Semió-nich, respondía en voz queda, como temerosa de despertarlo o
distraerlo:
-Está escribiendo.
Cuando él trabajaba, ella solía
sentarse a su lado, los ojos fijos en la mano que escribía. En tales momentos
parecía un animal enfermo calentándose al sol…
Un atardecer invernal Vladimir
Semiónich escribía una crítica para su periódico; Vera Semionovna estaba a su
lado, mirando como siempre su diestra. El crítico escribía rápida-mente, sin
tachaduras ni correcciones. La pluma raspaba y rechinaba. Cerca del papel,
yacía en la mesa un recién cortado ejemplar de una voluminosa revista, que contenía
un relato sobre la vida campesina, firmado con dos iniciales. Vladimir Semiónich
estaba entusiasmado; pensa-ba que el autor era admirable en su manejo del tema,
sugería a Turgeniev en sus descripciones de la naturaleza, era honesto, y
conocía en forma excelente la vida campesina. El propio crítico no sabía nada
de la vida campesina, a no ser lo que había leído o escuchado por allí, pero
sus sentimientos y sus convicciones íntimas lo forzaban a creer la historia.
Predecía un brillante futuro para el autor, le aseguraba que esperaría con
impaciencia la conclusión del relato, y así por el estilo.
-¡Estupenda historia! -dijo,
reclinándose en la silla y cerrando plácidamente los ojos-. El tono es extremadamente
bueno.
Vera Semionovna miró a su
hermano, bostezó, y súbitamente hizo una pregunta inesperada. Por las noches
tenía la costumbre de bostezar nervio-samente y de hacer preguntas cortas,
repentinas y no siempre oportunas.
-Volodia -preguntó-, ¿qué
significa la no resistencia al mal?
-¡La no resistencia al mal!-repitió
su hermano abriendo los ojos.
-Sí. ¿Qué entiendes tú por eso?
-Pues verás, querida, suponte que
unos ladro-es o salteadores te ataquen, y tú, en vez de…
-No, dame una definición lógica.
-¿Una definición lógica? ¡Jm!
Bien -Vladimir Semiónich meditó-. La no resistencia al mal significa una
actitud de no intervención respecto a todo aquello que en la esfera de la moral
se considera malo.
Así diciendo, Vladimir Semiónich
se inclinó sobre la mesa para tomar una novela. Dicha novela, escrita por una
mujer, exploraba la dolorosa e irregular situación de una dama de sociedad que
vivía bajo el mismo techo con su amante y su hijo ilegítimo. Vladimir Semiónich
se sentía complacido con la excelente tendencia de la historia, con el
argumento y con la manera de presentarlo. Haciendo un breve sumario de la novela,
seleccionó los mejores pasajes y añadió a su informe: “¡Cuán apegado a la
realidad, cuán vivo, cuán pintoresco! La autora no es solamente una artista;
es, asimismo, una sicóloga sutil, capaz de ahondar en las almas de sus
personajes. Ved, por ejemplo, esta vívida descripción de las emociones de la
heroína al encontrarse con su marido”, y así por el estilo.
-Volodia -dijo Vera Semionovna
interrumpien-do sus efusiones críticas-, una idea extraña me obsesiona desde
ayer. Me pregunto una y otra vez dónde estaríamos todos si la vida humana
estuviera organizada sobre la no resistencia al mal.
-Según toda probabilidad, en
ninguna parte. La no resistencia daría rienda suelta a la voluntad criminal, y
para no hablar de lo que ocurriría con la civilización, esto no dejaría piedra
sobre piedra en ningún lugar de la tierra.
-¿Qué quedaría?
-Arrabales y burdeles. En mi
próximo artículo hablaré quizá de ello. Gracias por recordármelo.
Y una semana después mi amigo
cumplió su promesa. Esto ocurría justamente en el periodo –durante la década de
los ochenta- en que la gente empezaba a hablar y a escribir acerca de la no
resistencia, del derecho de juzgar, de castigar, de hacer la guerra; cuando
algunas personas de nuestro grupo empezaban a prescindir de sus sirvientes, a
retirarse al campo, a labrar la tierra, y a renunciar a la comida animal y al
amor carnal.
Tras leer el artículo de su
hermano, Vera Semionovna meditó, y apenas perceptiblemente alzó los hombros.
-¡Muy bonito! -dijo-. Pero
todavía hay muchas cosas que no comprendo. Por ejemplo, en el cuento
“Pertenecientes a la Catedral ”, de Leskov, hay
un jardinero raro que siembra para beneficio de todos: para sus clientes, para
los limosneros, y para quien quiera robarle. ¿Se comporta con sensatez?
Por el tono y por la expresión de
su hermana, Vladimir Semiónich se dio cuenta de que no le había gustado el
artículo, y casi por vez primera, su vanidad de autor sufrió un golpe. Con un
ligero matiz de irritación, respondió:
-El robo es inmoral. Sembrar para
los ladrones equivale a reconocer el derecho de los ladrones a existir. ¿Qué
pensarías tú si yo estableciera un periódico, y dividiéndolo en secciones,
destinara una al chantaje, otra a las ideas liberales? De seguir el ejemplo de
ese jardinero, lógicamente debería yo destinar una sección a los chantajistas,
a la canalla intelectual. ¿Sí? Vera Semionovna no respondió. Se levantó de la
mesa, fue con languidez al sofá y se acostó.
-No sé, no sé nada de eso -dijo
meditabunda-. Quizá tengas razón; pero a mí me parece, siento de algún modo,
que hay algo falso en nuestra resistencia al mal, como si algo se ocultara o se
callara. Sabe Dios… Acaso nuestros métodos de resistir al mal perte-nezcan a la
categoría de los prejuicios que han arraigado tanto en nosotros que no podemos
separarnos de ellos, y por tanto no podemos juzgarlos imparcialmente.
-¿Qué quieres decir?
-No sé cómo explicarte. Quizá el
hombre se equivoca al pensar que tiene la obligación de resistir al mal y que
tiene derecho de hacerlo, del mismo modo que se equivoca al pensar, por
ejemplo, que el corazón es como un as de corazones. Es muy posible que al
resistir al mal no debamos usar la fuerza, sino usar precisa-ente lo opuesto a
la fuerza… Si tú, por ejemplo, no quieres que te roben este cuadro, deberías regalarlo,
en vez de encerrarlo con llave…
-¡Inteligente, muy inteligente!
¡Si quiero casarme con una mujer rica y vulgar, ella debería salvarme de una
acción tan baja adelan-tándoseme en la proposición!
Hermano y hermana hablaron hasta
la medianoche sin com-prenderse. Cualquier extraño que los hubiera oído, apenas
habría podido discernir lo que cualquiera de los dos quería demostrar.
Acostumbraban pasar la velada en
casa. No había amistades a quienes pudieran visitar, y no sentían necesidad de
amistades; siguiendo la costumbre de los círculos literarios, sólo iban al
teatro cuando había una nueva obra; no iban a conciertos, pues no les
interesaba la música.
-Puedes pensar lo que gustes -empezó
de nuevo Vera Semio-novna, al día siguiente-; pero para mí la cuestión está
casi por completo resuelta. Estoy firmemente convencida de que no tengo bases
para resistir un mal dirigido contra mí personalmente. Si quieren matarme, que
lo hagan. Con defenderme no mejoraré al asesino. Todo lo que tengo que decidir
ahora es la segunda mitad de la cuestión: ¿cómo debo comportarme ante un mal
dirigido contra mi prójimo?
-¡Vera, cuidado y no te dé la
rabia! -dijo Vladimir Semiónich riendo-. ¡Veo que la no resistencia se está
convirtiendo en tu idée fixe!
Quería poner fin con una broma a
las aburridas discusiones, pero de algún modo el asunto estaba más allá de toda
broma; la que lo acompañaba era artificial y agria. Su hermana dejó de sentarse
junto a él y de mirar reverente su mano, y él sentía cada noche que a su
espalda, en el sofá, yacía alguien que no estaba de acuerdo con él. Y su
espalda se ponía tiesa y entumida, y su alma se helaba. La vanidad de un autor
es vengativa, implacable, incapaz de perdonar, y su hermana era la primera y
única persona que había desnudado y perturbado aquel incómodo senti-miento, que
es como una gran vajilla, fácil de desempacar pero imposible de guardar de
nuevo como estaba.
Semanas y meses pasaron, y su
hermana seguía aferrada a sus ideas y no se sentaba junto a él. Una noche de
invierno, Vladimir Semiónich escribía un artículo. Hablaba de cierta novela que
describía cómo una maestra de aldea rechazaba al hombre a quien amaba y que la
amaba, un hombre tan próspero como inteligente, sólo porque el matrimonio haría
imposible su trabajo educativo. Vera Semionovna yacía en el sofá y meditaba
sombría.
-¡Dios mío, qué lenta! -dijo
estirándose-. ¡Qué insípida y vacía es la vida! Yo no sé qué hacer, y tú gastas
tus mejores años en sólo Dios sabe qué. Como algún alquimista, te pones a
remover basura vieja que nadie quiere. ¡Dios mío!
Vladimir Semiónich dejó caer su
pluma y se volvió lentamente hacia su hermana.
-¡Es deprimente mirarte! -dijo
ella-. Wagner, en “Fausto”, desenterraba gusanos, pero al menos estaba buscando
un tesoro, mientras que tú buscas gusanos por los gusanos mismos.
-¡Eso es confuso!
-Sí, Volodia, todos estos días he
estado pensando, he estado pensando dolorosamente durante largo tiempo, y he
llegado a la conclusión de que eres reaccionario y convencional más allá de
toda esperanza.
Anda, pregúntate a ti mismo cuál
es el objeto de tu celosa y esmerada labor. Dime, ¿cuál es? Vaya, todo lo que
se podría extraer de esa basura que siempre andas revolviendo se ha extraído
desde hace mucho tiempo.
Uno puede machacar agua en un
mortero y analizarla cuanto quiera sin descubrir más de lo que los químicos han
descubierto ya…
-¡Conque sí! -dijo Vladimir
Semiónich, arras-trando pesadamente las palabras, al tiempo que se levantaba-.
Sí, todo esto es basura vieja porque estas ideas son eternas; pero entonces,
¿qué es lo que tú consideras nuevo?
-Tú te dedicaste a trabajar en el
dominio del pensamiento; eres tú quien debe pensar algo nuevo. Yo no tengo por
qué enseñarte.
-¡Yo, un alquimista! -gritó el
crítico, con asombro e indignación, alzando irónicamente los ojos-.
Arte, progreso… ¿es alquimista
todo eso?
-¿Ves, Volodia?, me parece que si
todos ustedes los pensadores se ocuparan de resolver los grandes problemas,
todas las pequeñas cuestiones de las que se ocupan en la actualidad se
resolverían por añadidura.
Si uno sube en un globo para ver
un pueblo, verá asimismo, sin ningún esfuerzo, los campos y las aldeas y los
ríos. Cuando se manufacturara estearina, se obtiene glicerina como producto
accesorio. Me parece que el pensamiento contemporáneo se ha posado en un sitio
y está aferrado allí. Es apático, tímido, prejuzga, teme emprender un vuelo
amplio y titánico, del mismo modo que tú y yo tememos escalar una alta montaña;
es conservador.
Conversaciones como ésta no
podían menos que dejar huella. Las relaciones entre los hermanos se volvían más
tensas cada día. El hermano llegó a ser incapaz de trabajar en presencia de la
hermana, y se irritaba al saberla acostada en el sofá, mirando su espalda; la
hermana fruncía nerviosa el entrecejo y se estiraba cuando, queriendo volver al
pasado, él trataba de compartir con ella sus entusiasmos. Cada noche se quejaba
de estar aburrida y hablaba acerca de la independencia y de la mente y de
aquellos que se encuentran presos en el cauce de la tradición. Arrastrada por
sus nuevas ideas, Vera Seminovna demostraba que el trabajo en que su hermano
tanto se abstraía era convencional, un vano esfuerzo de las metas conservadoras
por defender lo que ya había tenido su época y empezaba a desvanecerse de la
escena. Hacía innumerables comparaciones. Primero comparaba a su hermano con un
alquimista, luego, con un mohoso viejo creyente que prefería morir antes que
escuchar la voz de la razón. Gradualmente hubo también un cambio en su manera
de vivir. Era capaz de pasarse todo el día acostada en el sofá sin hacer nada
más que pensar, mientras su rostro mostraba una expresión seca y hostil como la
de una persona poseída por una fe hasta un grado de intransigencia. Empezó a
rechazar las atenciones de los sirvientes; ella misma barría y aseaba su
cuarto, limpiaba sus botas y cepillaba sus vestidos. Su hermano no podía evitar
sentir irritación y hasta odio al verla ir de aquí para allá, con su rostro
frío, ocupada en su trabajo de sirvienta. En ese trabajo que su hermana
desempeñaba con cierta solemnidad, veía él algo forzado y falso, algo a la vez
fariseo y afectado. Y sabiendo que no podía aspirar a persuadirla, la molestaba
con pullas, como un niño.
-¡Has decidido no resistir al
mal, pero resistes el que tengamos sirvientes! -se burlaba-. Si la servidumbre
es un mal, ¿por qué le opones resistencia? ¡Eso es incongruente!
Sufría, sentía indignación e
incluso vergüenza. Sentía vergüenza cuando su hermana hacía cosas extrañas
enfrente de otras personas.
-Es horrible, amigo mío -me dijo
en privado, moviendo con desolación las manos-. Parece que nuestra ingénue se
ha quedado a la farsa para representar también allí un papel. ¡Se ha vuelto
morbosa hasta la médula de los huesos! Me lavo las manos, que piense como
quiera; pero, ¿por qué habla, por qué me provoca? Debería darse cuenta de lo
que significa para mí el escucharla. ¡De lo que siento cuando en mi presencia
tiene el descaro de apoyar sus errores citando en forma blasfema las enseñanzas
de Cristo! ¡Me asfixia! Me hace hervir de indignación el oírla desarrollar sus
teorías y tratar de distorsionar el Evangelio para acomodarlo a su gusto,
absteniéndose de citar el pasaje de los mercaderes arrojados del templo. ¡Ése, mi
querido amigo, es el resultado de tener una educación deficiente, un desarrollo
incompleto! ¡Esa es la conse-cuencia de un programa de estudios médicos ajeno
por completo a la cultura general!
Un día, al regresar de la
oficina, Vladimir Semiónich encontró a su hermana llorando. Sentada en el sofá con
la cabeza baja, se retorcía las manos, y las lágrimas corrían libremente por sus
mejillas. El buen corazón del crítico latió dolorosamente. Las lágrimas
inundaron también sus ojos, y ansió acariciar a su hermana, perdonarla,
implorarle perdón, y vivir como antes vivían… Se arrodilló frente a ella y le
besó la cabeza, las manos, los hombros… Ella sonrió, sonrió amarga e
inexplicablemente, mientras él se incorporaba con un grito de alegría, y
recogiendo una revista de la mesa dijo cálidamente:
-¡Hurra! ¡Viviremos como antes,
Verochka! ¡Con la bendición de Dios! ¡Y tengo una sorpresa para ti!
¡A falta de champaña,
celebraremos la ocasión leyéndola juntos! ¡Es un relato espléndido y
maravilloso!
-¡Oh, no, no! -gritó Vera
Semionovna, apartando el libro con alarma-. ¡Lo he leído ya! ¡No lo quiero, no
lo quiero!
-¿Cuándo lo leíste?
-Hace un año…, dos… ¡Lo leí hace
mucho tiempo, y lo conozco!
-¡Jm! ¡Eres una fanática! -dijo
fríamente el hermano, lanzando la revista a la mesa.
-¡No, el fanático eres tú, no yo!
¡Tú!
Y Vera Semionovna se deshizo
nuevamente en lágrimas. Su hermano quedó de pie ante ella, miró sus hombros
temblorosos, y pensó. Pensó, no en las agonías de soledad sufridas por
cualquiera que empieza a pensar de una manera nueva y propia, ni en los inevitables
sufrimientos implícitos en una genuina revolución espiritual, sino en la ofensa
a su propio programa, la ofensa a su vanidad de autor.
Desde entonces trató a su hermana
con frialdad, con ironía descuidada, soportando su presencia en la habitación
del mismo modo que se soporta la presencia de ancianas que dependen de uno.
Ella, por su parte, cesó de discutir con él y opuso a todos sus argumentos,
pullas y ataques un silencio condescendiente que irritaba al crítico más que
nunca.
Una mañana de verano Vera
Semionovna, vestida de viaje y con una bolsa de viaje al hombro, entró a ver a
su hermano y lo besó con ligereza en la frente.
-¿Dónde vas? -preguntó él con
sorpresa.
-A la provincia de N… a trabajar
en la vacunación.
El hermano la acompañó a la calle.
-Conque eso es lo que has
decidido, muchacha extraña -murmuró-. ¿No quieres algún dinero?
-No, gracias. Adiós.
La hermana estrechó la diestra
del hermano y se alejó.
-¿Por qué no tomas un coche? -gritó
Vladimir Semiónich.
Ella no contestó. Su hermano la
miró alejarse, observó su impermeable de color herrumbroso, el contoneo de su
figura cabizbaja; forzó un suspiro, pero no logró despertar un sentimiento de
tristeza. Su hermana se había vuelto una extraña para él. Y él era un extraño
para ella. Por lo menos, ella no volvió una sola vez la cabeza.
Regresando a su habitación,
Vladimir Semió-nich se sentó en el acto a la mesa y empezó a trabajar en su artículo.
Nunca volví a ver a Vera
Semionovna. No sé dónde pueda estar ahora. Y Vladimir Semiónich continuó escribiendo
sus artículos, depositando coronas sobre los ataúdes de las celebridades,
cantando Gaudeamus, colaborando activamente con la Sociedad de Ayuda Mutua
de los Periodistas Moscovitas.
Cayó enfermo de inflamación
pulmonar; estuvo en cama tres meses, primero en su casa, luego, en el hospital
Golitsin. Un absceso se formó en su rodilla. Se dijo que debía ser enviado a
Crimea, y se recolectaron fondos para tal propósito. Pero Vladimir Semiónich no
fue a Crimea: murió. Lo enterramos en el cementerio de Vagankovski, en el lado
izquierdo, donde yacen los artistas y los literatos.
El otro día, varios escritores
comíamos en el restaurante Tártaro. Referí que había estado hacía poco en el
cementerio de Vagankovski y había visto allí la tumba de Vladimir Semiónich.
Estaba totalmente descuidada y apenas si sobresalía del terreno; la cruz se
había roto; era necesario colectar unos cuantos rublos para arreglarla.
Pero los demás me escucharon sin
atención, no respondieron, y no pude conseguir un solo centavo.
Nadie recordaba a Vladimir
Semiónich. Estaba completamente olvidado.
1.014. Chejov (Anton)
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