Procedente de la ciudad,
el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la
que, con motivo de una petición de mano, había detener lugar una fiesta con
música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una
funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus
frescas aguas, si no majestuosa-mente, al menos de un modo suficientemente
poético. «¿Y si me bañara?», pensó. Sin detenerse a considerarlo mucho, se
desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y
el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía
que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir
(después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que
pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto
asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos... Recuerdos de la niñez...
tristezas del pasado... y amor naciente... ¡Dios mío!... ¡Y pensar que ya no se
creía capaz de amar!... cúmulo de sentimientos diversos... Recuerdos de la
niñez... tristezas del pasado... y amor naciente...
¡Dios mío!... ¡Y pensar
que ya no se creía capaz de amar!...
Habiendo perdido la fe en
la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en
su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.
«¿Qué es la vida? -se
preguntaba con Frecuencia. ¿Para qué vivimos?... ¡La vida es un mito, un
sueño, una prestidigitación...!» Detenido ante la dormida beldad (no era
difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su
pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con
los ojos.
«¡Basta! -pensó exhalando
un profundo Suspiro-. ¡Adiós, maravillosa aparición! ¡Llegó la hora de partir
para el baile de su excelencia!»
Después de contemplarla
una vez más, y cuando se disponía a volver nadando, por su cabeza pasó rauda
una idea: «He de dejarle algo en recuerdo mío -pensó. Dejaré algo prendido en
su caña de pescar.
¡Será una sorpresa que le
envía un desconocido!»
Smichkov nadó suavemente
hacia la orilla, cortó un gran ramo de flores silvestres y acuáticas y, después
de atarlo con un junco, lo enganchó a la caña. El ramo se hundió hasta el
fondo, pero arrastró consigo el lindo flotador.
El buen sentido, las
leyes de la naturaleza y la posición social de mi héroe exigirían que este cuento
acabara en este preciso punto; pero, ¡ay...! El designio del autor es
irreductible... Por causas que no dependen de él, el cuento no terminó con la ofrenda
del ramo de flores. Pese a la sensatez de su juicio y a la naturaleza de las
cosas, el humilde contrabajo estaba llamado a representar un papel importante
en la vida de la noble y rica beldad.
Al acercarse nadando a la
orilla, Smichkov quedó asombrado de no ver sus prendas de vestir. Se las habían
robado. Unos malhechores desconocidos lo habían despojado de todo mientras él contemplaba
a la beldad, dejándole sólo el contrabajo y la chistera.
-¡Maldición! -exclamó
Smichkov. ¡Oh, gentes engendradas por la malicia! ¡No me indigna tanto la
pérdida de mi vestimenta, ya que la vestimenta es vanidad, como el verme
obligado a ir desnudo, atacando con ello la decencia pública!
Y sentándose sobre el
estuche del contrabajo se puso a buscar una solución a su terrible situación.
«No puedo presentarme
desnudo en casa del príncipe Bibulov -pensaba. ¡Habrá damas! ¡Y, además, los
ladrones, al robarme los pantalones, se llevaron al mismo tiempo las partituras
que tenía en el bolsillo!» Meditó tan largo rato que llegó a sentir dolor en
las sienes.
«¡Ah...! -se acordó de
pronto. No lejos de la orilla, entre los arbustos, hay un puentecillo... Puedo
meterme debajo de él hasta que anochezca, y cuando sea de noche, en la
oscuridad, me deslizaré hasta la primera casa.»
Con este pensamiento,
Smichkov se caló la chistera, cargó el contrabajo sobre su espalda y se dirigió
con paso vacilante hacia los arbustos.
Desnudo y con aquel
instrumento musical sobre la espalda, recordaba a cierto antiguo y mitológico semidiós.
Y ahora, lector mío,
mientras mi héroe está sentado bajo el puente lleno de tristeza, volvamos a la
joven pescadora. ¿Qué había sido de ésta?
Al despertarse la beldad
y no ver en el agua su flotador, se apresuró a tirar del sedal. Este se hizo tirante,
pero ni el anzuelo ni el flotador salieron a la superficie. Sin duda, el ramo
de Smichkov, al llenarse de agua, se había hecho pesado.
«O bien he pescado un pez
muy grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo», pensó la joven.
Tiró unas cuantas veces
más de la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente, enganchado
en algo.
«¡Qué lástima! -pensó.
¡Se pesca tan bien al anochecer...! ¿Qué haré?» La extravagante joven, sin
pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el maravilloso cuerpo en el
agua hasta la altura de los marmóreos hombros. No era tarea fácil desprender el
anzuelo del ramo enredado en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su
fruto. Poco más o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía
resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.
Un destino funesto la
acechaba, sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se
habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los gusanos.
«¿Qué hacer? -lloró la
joven. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?... ¡No!
¡Nunca! ¡Antes la muerte!
Esperaré a que oscurezca, y en la sombra me iré a la casa de la tía Agafia, desde
donde mandaré a la mía por un vestido...
Mientras tanto, me
esconderé debajo del puentecillo...»
Y mi heroína, escogiendo
aquellos sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió
corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un hombre
desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó un grito y perdió
el sentido.
Smichkov también se
asustó. Primeramente tomó a la joven por una ondina.
«¿Es tal vez una sirena
venida para seducirme? -pensó, suposición que lo halagó, pues siempre había tenido
una alta opinión de su exterior-. Mas si no es una sirena, sino un ser humano,
¿cómo explicarse esta extraña metamorfosis?» -¿Por qué está aquí, debajo de
este puente? ¿Qué le sucede? -preguntó a la joven.
Mientras buscaba una
respuesta a estas preguntas, la beldad recobró el sentido.
-¡No me mate! -dijo en
voz baja. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con
largueza. Estuve dentro del agua desengan-chando mi anzuelo y unos ladrones me robaron
el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.
-Señorita... -dijo
Smichkov, con voz suplicante. A mí también me han robado la ropa, y no sólo
eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron las partituras que
estaban en el bolsillo.
Los contrabajos y los
trombones son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una
agradable excepción.
-Señorita -dijo, pasados
unos instantes. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de acuerdo
conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible salir de aquí.
Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted meterse en la caja de mi
contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la escondería a mi vista...
Diciendo esto, Smichkov
sacó el contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo profanaba
el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo. La beldad se metió, encogiéndose,
en el estuche y el músico anudó las correas, celebrando mucho que la naturaleza
lo hubiera obsequiado con tanta inteligencia.
-Ahora, señorita, no me
ve usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la llevaré a
casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más tarde.
Una vez anochecido,
Smichkov se echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con
él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el siguiente: pasaría
primero por la casa más próxima para procurarse ropa y proseguiría después su
camino...
«No hay mal que por bien
no venga -pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y se
doblaba bajo su carga. Seguramente, por haber intervenido con tanta eficacia
en el destino de la princesa Bibulov, seré generosamente recompensado.»
-¿Está usted cómoda,
señorita? -preguntaba con el tono de un galante caballero que invita a bailar
un cuadrillé. No se preocupe, tenga la bondad, acomódese en mi estuche como si
estuviera en su casa.
De repente, se le antojó
al galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos figuras humanas.
Mirando con más detenimiento, se convenció de que no se trataba de una ilusión
óptica.
Dos figuras caminaban, en
efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.
«¿Serán éstos los
ladrones? -pasó por su cabeza. Parecen llevar algo... Con seguridad, nuestras
ropas...
Y Smichkov, depositando
el estuche al borde del camino, salió corriendo en persecución de las figuras. -¡Alto!
–gritaba. ¡Alto!... ¡Atrápenlos!
Las figuras volvieron la
cabeza, y al notar que los iban persiguiendo, echaron a correr... Aun durante largo
rato escuchó la princesa pasos veloces y el grito de: «¡Alto!, ¡alto!» Por
último, todo quedó en silencio.
Smichkov estaba entregado
a la persecución, y seguramente la beldad hubiera permanecido largo tiempo en
el campo, al borde del camino, si no hubiera sido por un feliz juego de azar.
Ocurrió, en efecto, que al mismo tiempo y por el mismo camino, se dirigían a la
casa de campo de Bibulov los compañeros de Smichkov, el flauta Juchkov y el clarinete
Rasmajaikin. Al tropezar con el estuche, ambos se miraron asombrados.
-¡El contrabajo! -dijo
Juchkov. ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el contrabajo de nuestro Smichkov! ¿Cómo ha
venido a parar aquí?
Esto es que a Smichkov le
ha ocurrido algo -decidió Rasmajaikin.
-O que se ha emborrachado
y lo han robado...
Sea como sea, no debemos
dejar aquí el contrabajo.
Nos lo llevaremos.
Juchkov cargó el estuche
sobre sus espaldas, y los músicos prosiguieron su camino.
-¡Diablos! ¡Lo que pesa! -gruñía
el flauta durante el camino. ¡Por nada del mundo hubiera consentido yo en
tocar en este monstruo! ¡Uf!
Al llegar a la casa de
campo del príncipe Bibulov, los músicos dejaron el estuche en el sitio reservado
a la orquesta y se fueron al buffet.
En aquella hora ya se
habían empezado a encender arañas y brazos de luz.
El novio (el consejero de
Corte Lakeich), guapo y simpático funcionario del Servicio de
Comunicaciones, con las
manos metidas en los bolsillos, conversaba en el centro de la habitación con el
conde Schkalikov. Hablaban de música.
-En Nápoles, conde -decía
Lakeich, conocí a un violinista que hacía verdaderos milagros. No lo creerá
usted, pero con un contrabajo de lo más corriente lograba unos trinos... ¡Algo
fantástico!
Tocaba con él los valses
de Strauss. -¡Por Dios! -dudó, el conde. ¡Eso es imposible! -¡Se lo aseguro!
¡Y hasta las rapsodias de Liszt! Yo vivía en la misma fonda que él y, como no
tenía nada que hacer, llegué a aprender en el contrabajo la rapsodia de Liszt. -¿La
rapsodia de Liszt? ¡Hum!... ¿Está usted bromeando? -¿No lo cree usted? -rió
Lakeich-.
Pues se lo voy a
demostrar ahora mismo. Vamos a la orquesta.
Y el novio y el conde se
dirigieron a la orquesta. Se acercaron al contrabajo, desataron rápidamente las
correas y... ¡oh espanto!
Pero ahora, mientras el
lector da libertad a la imaginación y se dibuja el final de aquella discusión
musical, volvamos a Smichkov... El pobre músico, no habiendo podido alcanzar a
los ladrones, volvió al lugar en que había dejado el estuche: pero ya no estaba
allí la preciosa carga. Perdido en suposiciones, pasó y repasó varias veces por
aquel paraje y, no encontrando el estuche, decidió que había ido a parar a otro
camino.
«¡Esto es terrible! -pensaba
mesándose los cabellos y presa de un frío interior-. ¡Se asfixiará dentro del
estuche! ¡Soy un asesino!» Ya había entrado la medianoche y Smichkov continuaba
dando vueltas por el camino, buscando el estuche.
Por fin volvió a meterse
bajo el puentecillo.
«Seguiré buscando cuando
amanezca», decidió. Al amanecer, la búsqueda dio el mismo resultado y Smichkov
decidió esperar debajo del puente a que llegara la noche...
«La encontraré -mascullaba,
quitándose la chistera y tirándose del pelo-. ¡Aunque tarde un año, la
encontraré!»
Todavía hoy, los
campesinos que habitan los lugares descritos cuentan cómo por las noches, junto
al puentecillo, puede verse a un hombre desnudo, todo cubierto de pelo y tocado
con una chistera.
Cuentan también que, a
veces, debajo del puente, se oyen roncos sonidos de contrabajo.
1.014. Chejov (Anton)
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