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sábado, 11 de enero de 2014

La luz azul

Este era un Soldado que había servido bien a su Rey durante mu­chos años. Pero, a causa de sus muchas heridas, no pudo servir­le más.
Dijo el Rey:
-Ahora puedes irte a tu casa. Ya no te necesito. Yo sólo pago a los que me sirven.
El Soldado no tenía medios de vida y se marchó, muy triste, sin sa­ber qué hacer. Anduvo todo el día, hasta llegar a un bosque donde, a lo lejos, vio una brillante luz.
Al acercarse, encontró una casa habitada por una Bruja.
‑Por favor, dame albergue por esta noche y algo que comer y be­ber ‑le dijo-o moriré de hambre y de sed.
-iOh, oh! ‑contestó la Bruja. ¿Quién se atreve a dar nada a un Soldado vagabundo como tú? Quiero ser piadosa, sin embargo, y darte lo que me pides si me haces un favor.
-¿Qué es ello? ‑preguntó el Soldado.
-Quiero que mañana caves mi jardín.
El Soldado aceptó la tarea, y al día siguiente trabajó tanto como pudo y no acabó el trabajo hasta la noche.
-Ya veo ‑dijo la Bruja- que por hoy no puedes hacer más. Te daré albergue otra noche si mañana vas a cortar leña para mi chimenea.
El Soldado pasó todo el día siguiente haciendo su tarea y al llegar la noche, la Bruja le propuso que permaneciera con ella un día más.
‑Para mañana te preparo una tarea más brillante ‑le dijo. De­trás de mi casa hay un antiguo pozo seco. Mi Luz Azul, que nunca se apaga, ha caído dentro de él y quiero que bajes a cogerla y me la traigas.
Al día siguiente, la Bruja le condujo hasta el pozo y le bajó en un cubo. El Soldado encontró la Luz e hizo seña a la Bruja de que le subie­ra; pero, cuando estuvo cerca de la boca, la Bruja tendió la mano para coger la Luz. Adivinándole el mal pensamiento, el Soldado le dijo:
‑No, no te daré la Luz hasta que tenga los dos pies en tierra seca y firme.
Enfurecida la Bruja, le dejó caer de nuevo en el pozo y se marchó.
El pobre Soldado, allí metido, no se había hecho daño alguno, pero pensaba que iba a morir pronto de hambre y de sed. La Luz Azul bri­llaba a su lado, pero ¿de qué le serviría? En verdad, no veía cómo po­dría escapar de la muerte.
Durante largo rato permaneció muy triste y apurado, pero, habiendo metido la mano en el bolsillo, encontró su pipa a medio llenar.
"Éste será mi último placer” pensó, mientras la encendía en la Luz Azul y empezaba a fumar.
Cuando la nubecilla de humo empezó a elevarse, un Hombrecillo negro apareció ante el Soldado y le dijo:
-¿Qué mandas, dueño mío?
‑¿Qué dices? ‑preguntó a su vez el Soldado con asombro.
‑Digo que si tienes algo que mandarme ‑contestó el Hombrecillo.
‑Claro que sí ‑dijo el Soldado. Ante todo, que me saques de este pozo.
El Hombrecillo le cogió de la mano y le condujo a un pasaje por el cual se salía al campo; el Soldado no se olvidó de llevar la Luz Azul con él. Por el camino, el Hombrecillo mostró al Soldado todos los tesoros que la Bruja había escondido allí, y le dio tanto oro como podía acarrear. Cuando llegaron a la ciudad, el Soldado dijo al Hombrecillo:
‑Ahora prende a la Bruja y llévala ante el juez.
No pasó mucho tiempo sin que apareciese la Bruja cabalgando en un gato montés y gritando y chillando con toda su fuerza...
Al poco rato el Hombrecillo volvió junto a su amo y le dijo:
‑Todo se ha hecho como lo has mandado, y la maldita Bruja cuel­ga ya de la horca. ¿Qué más tienes que mandarme, dueño mío?
‑Nada más por ahora ‑contestó el Soldado. Puedes volverte a tu casa, pero estate preparado para cuando yo te llame.
‑No tienes más que encender la pipa en la Luz Azul, y me tendrás a tu lado ‑dijo el Hombrecillo; y desapareció.
El Soldado volvió a la ciudad de donde había salido, se compró ves­tidos nuevos, se albergó en la mejor posada y dijo al Posadero que le diera las mejores habitaciones. Cuando estuvo aposentado, llamó al Hom­brecillo y le dijo:
‑He servido a mi Rey fielmente, y él me ha dejado expuesto a mo­rir de hambre. Ahora quiero vengarme.
‑¿Qué quieres que yo haga? ‑preguntó el Hombrecillo.
‑Cuando llegue la noche y la Princesa esté dormida en su lecho, tráemela sin despertarla, para que me sirva de criada.
‑Para mí es cosa fácil ‑dijo el Hombrecillo. Pero si se sabe, puede costarte caro.
Al dar la medianoche, la puerta del Soldado se abrió y el Hombre­cillo condujo dentro a la Princesa.
‑iAh! ¿Ya estáis aquí? ‑exclamó el Soldado. Pues a empezar en seguida el trabajo. Coge la escoba y barre bien el suelo.
Cuando hubo terminado esta tarea, el Soldado ordenó a la Princesa que fuese a buscarle las botas. Luego le ordenó que las limpiara, lo que ella hizo sin resistencia, en silencio y con amabilidad. Por último, al cantar el gallo, el Hombrecillo la llevó de nuevo al Palacio Real y la dejó en su lecho.
Cuando la Princesa se levantó por la mañana, fue a ver a su padre y le dijo que había tenido un extraño sueño.
‑Me llevaban por las calles de prisa, de prisa, y llegué a la ha­bitación de un Soldado que me hizo servirle de criada, barrerle el cuarto y limpiarle las botas. Claro que debió ser sólo un sueño, pero estoy tan cansada como si realmente hubiese hecho todo eso durante la noche.
‑Ese sueño no puede ser verdad ‑dijo el Rey. Pero, por si aca­so, habrá que averiguarlo. Llena tu bolsillo de guisantes y haz en él un agujerito; así, si te volviera a pasar, habrías dejado señalado el camino.
Mientras el Rey decía esto, el Hombrecillo estaba, invisible, detrás de él y pudo oírlo todo.
Por la noche, cuando volvió a buscar a la Princesa, los guisantes ca­yeron, en efecto, de su bolsillo, pero fue inútil querer encontrar el rastro del camino seguido por la joven, pues el pícaro Hombrecillo había esparcido guisantes por todas las calles de la ciudad. Y otra vez la Prin­cesa tuvo que realizar trabajos de criada hasta que el gallo cantó.
A la mañana siguiente, el Rey mandó a sus criados que fuesen en busca del rastro; pero les fue imposible, pues en todas las calles estaban los chiquillos pobres recogiendo guisantes y diciendo: "Han llovido gui­santes la noche pasada."
‑Trazaremos un plan mejor ‑dijo el Rey. Acuéstate con los za­patos puestos y cuando llegues al lugar adonde te lleven, esconde uno de ellos. A la mañana siguiente, yo lo encontraré.
El Hombrecillo oyó también este plan y cuando el Soldado le ordenó que le trajese a la Princesa otra vez, le avisó de que estuviera alerta. Le dijo que hasta allí no podría llegar su magia, y que si el zapato era en­contrado, habría de pasarlo mal.
‑Haz lo que te digo ‑contestó el Soldado. Y por tercera vez, la Princesa fue llevada a la posada y obligada a realizar trabajos de sirvienta. Pero antes de partir, escondió uno de sus zapatos debajo de la cama.
A la mañana siguiente, el Rey ordenó que el zapato de su hija fuese buscado por toda la ciudad, y no tardaron en encontrarlo en el cuarto del Soldado. Éste, a petición del Hombrecillo, se había apresurado a huir; pero no tardó mucho en ser atrapado y metido en prisión. En su huida, había olvidado sus grandes tesoros: no sólo el oro, sino también la Luz Azul. Sólo un ducado le quedaba en el bolsillo.
Sujeto con pesadas cadenas, se acercó a la reja de la prisión y vio a otro Soldado que pasaba por la calle. Lo llamó y le dijo:
‑Si fueras tan amable que me trajeras una lamparita que me olvi­dé en la posada, te recompensaría con un ducado.
Su compañero se apresuró a cumplir el encargo y le trajo la lamparita. Apenas el Soldado se encontró solo, encendió su pipa y apareció el Hombrecillo.
‑No tengas miedo ‑dijo éste a su dueño. Cuando te lleven al juicio, suceda lo que suceda, lleva contigo la Luz Azul.
Al día siguiente se vio el juicio, y aunque en realidad el Soldado no había hecho daño alguno, el juez le condenó a muerte. Cuando lo llevaban a ejecutar, pidió un último favor al Rey.
‑¿Cuál es tu deseo? -le preguntó el Rey.
‑Quiero fumar una última pipa.
-Puedes fumarte aunque sean tres ‑contestó el Rey. Pero no imagines que con eso vas a alargarte la vida.
Entonces el Soldado cargó su pipa y la encendió en la Luz Azul.
Apenas se levantaron las primeras espirales de humo, el Hombrecillo apareció con un grueso garrote en la mano y dijo:
‑¿Qué ordena mi dueño?
‑Apalea al falso Juez y a los escribanos, y zurra también al Rey por su crueldad para conmigo.
Entonces el Hombrecillo levantó el garrote y, ¡zis, zas!, izis, zas!, aquí y allá, los azotó de tal forma, que tuvieron que tirarse al suelo y quedaron por muertos. El Rey, asustadísimo, rogó al Soldado que cesara la zurra, dándole en premio no sólo su reino, sino su hija, a la que el Soldado hizo su esposa.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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